Cuatro

El detective Miles Jensen llegó a Santa Mondega precedido por su intachable fama. Los demás policías lo odiaban. Para ellos, era el típico detective moderno y new age. Pensaban que nunca había pasado a la acción. Por supuesto, estaban equivocados, pero él tenía mejores cosas que hacer que perder el tiempo justificando su posición ante los policías de ronda en Santa Mondega. Eran escoria.

La razón de que lo tomaran por un farsante partía de su cargo: «Detective Jefe de Investigaciones Sobrenaturales». ¡Un desperdicio para el dinero de los contribuyentes! Y encima era probable que ganara mucho más dinero que la mayoría de ellos. Sin embargo, no había nada que pudieran hacer al respecto, y el resto lo sabía. El gobierno de Estados Unidos trasladó a Jensen a Santa Mondega. Por lo general, al gobierno no le importaba lo que sucediera en esa ciudad, pero últimamente era distinto.

La diferencia residía en una serie de horripilantes asesinatos, y aunque no era una novedad en la zona, la forma en que habían muerto las víctimas (bajo el mismo ritual) era muy significativa. No se había visto nada parecido desde la legendaria masacre de Kid Bourbon, cinco años antes. La mayoría había sido asesinada por pistoleros o maníacos blandiendo cuchillos, pero no era el caso de esas cinco víctimas. Las había matado alguien más… algo no del todo humano. El caso era lo bastante serio para que se lo asignaran a Miles Jensen, que trabajaba por su cuenta.

Como tantos de los edificios en el centro de la ciudad, la comisaría de Santa Mondega era un caos decadente. Se ubicaba en un edificio de principios del siglo XX; el orgullo de la ciudad en otro tiempo. Comparado con la mayoría de comisarías que Jensen había visitado, aquello era un desastre.

Al menos habían modernizado el interior. Más que de inicios del siglo XX, el edificio recordaba el estilo de la década de los ochenta. La distribución parecía salida de la mítica serie Canción triste de Hill Street. Pese a todo, Jensen tuvo que admitir que había visto sitios peores.

Registrarse en la recepción, algo a menudo doloroso y lento según su experiencia, fue notablemente simple en esta nueva comisaría. La joven recepcionista echó un vistazo a su placa y a su carta de autorización, y le aconsejó subir a la oficina del capitán Rockwell. Siempre era bueno saber que alguien le esperaba.

Mientras recorría el edificio hacia la oficina de Rockwell, Jensen sintió los ojos de todos los policías quemando su espalda. Aquello sucedía cada vez que lo reasignaban. Los otros policías lo odiaban, y no podía hacer nada al respecto, o al menos no en los primeros días de una misión. Sin embargo, en Santa Mondega, su situación no parecía mejorar. ¿La razón? Ser el único negro en la policía. En esa ciudad vivían personas de toda raza y condición. Pero ningún negro. Tal vez los negros tenían más sentido común y no se instalaban en un lugar tan horrendo, o tal vez no eran bienvenidos. «El tiempo lo dirá», pensó para sus adentros.

La oficina del capitán Rockwell estaba en el tercer piso. Jensen podía sentir cien pares de ojos siguiéndolo mientras recorría el camino hacia el despacho de paredes de vidrio del capitán, en la esquina más lejana, a unos veinte metros del ascensor. Toda la planta estaba llena de escritorios y cubículos. Casi todos los escritorios estaban ocupados por un detective. Aquello era típico de la policía actual. Ninguno estaba de ronda. Todos se afanaban en mecanografiar informes. «El trabajo de la policía moderna —se dijo Jensen—. Muy inspirador…».

Había numerosas fotos de sospechosos, víctimas o desaparecidos en las mamparas, o pegadas a los monitores de los ordenadores. En comparación, la oficina del capitán Rockwell estaba impecable. Su despacho, en la esquina más alejada del tercer piso, le permitía una buena panorámica de la ciudad. Jensen llamó dos veces a la puerta de cristal. Rockwell, al parecer el único negro en la policía de Santa Mondega, estaba sentado ante su escritorio masticando algo y leyendo un periódico. Rondaba los cincuenta años y tenía el pelo canoso y una incipiente barriga. Al escuchar que llamaban a la puerta, no se molestó en levantar la vista, sino que hizo una señal para que su visitante entrara. Jensen giró la manija y empujó. La puerta no abría con facilidad y necesitaba una buena sacudida, pero, por desgracia, esta hizo que la oficina temblara un poco. Al final, una ligera patada en la base de la puerta ayudó a abrirla.

—Detective Miles Jensen a sus órdenes.

—Siéntese, detective… —gruñó Rockwell, que estaba enfrascado en el crucigrama del periódico.

—¿Le ayudo? —preguntó Jensen, tratando de romper el hielo mientras se sentaba en una silla frente al capitán.

—Sí, intente esta —dijo el capitán Rockwell, levantando la mirada un segundo—. Seis letras. Definición: «nunca la patees de nuevo».

—¿Puerta?

—Correcto. Le irá bien… Encantado de conocerlo, Jansen —dijo el capitán, cerrando el periódico y examinando a su nuevo detective.

—Es Jensen… Lo mismo digo. Un placer conocerlo, señor —contestó Miles, tendiéndole la mano sobre el escritorio. Rockwell ignoró el gesto y siguió hablando.

—¿Sabe por qué está aquí, detective?

—Me informó la División. Es probable que sepa más que usted, señor —contestó Jensen, retirando la mano y volviéndose a sentar.

—Lo dudo mucho. —El capitán tomó la taza de café que coronaba la pila de trámites burocráticos de su izquierda y bebió un trago antes de escupirlo de vuelta a la taza—. ¿Vamos a compartir información o me va a joder todo el tiempo como los de Asuntos Internos?

—No voy a joderle, señor. No es mi objetivo.

—Le daré un consejo, Jansen. Aquí no nos gustan los sabelotodo, ¿lo entiende?

—Me llamo Jensen, señor.

—Lo que sea. ¿Alguien le ha enseñado dónde está el café?

—No, señor. Acabo de llegar.

—Bueno, cuando se lo muestren, recuerde que quiero el mío solo, con dos de azúcar.

—No bebo café, señor.

—Eso me trae sin cuidado. Haga que Somers le muestre dónde está el café.

—¿Quién es Somers? —preguntó Jensen, consciente de que probablemente no recibiría respuesta a su pregunta.

El capitán Jessie Rockwell era un tipo raro. Hablaba muy rápido y no parecía muy paciente. Estaba claro que no necesitaba más cafeína. De vez en cuando, mientras hablaba, su cara se crispaba, como si sufriera un ataque de apoplejía. El hombre debía de tener problemas de tensión, además de poca tolerancia hacia Miles Jensen.

—Le han asignado a Somers como su compañero… o más bien al revés. Esa es la forma en que él preferirá considerarlo —informó el capitán. Jensen se molestó.

—Creo que hay un malentendido, señor. Se supone que trabajo solo.

—Mala suerte… Tampoco nosotros pedimos que lo enviaran aquí. Pero parece que nos cargaron el muerto y estamos pagando su estancia. Así que ambos estamos en una posición incómoda.

Siempre la misma canción… Los demás policías no solían tomarse en serio su trabajo, ni siquiera el capitán. Jensen apostaba a que ese tal Somers no sería diferente.

—Con el debido respeto, señor. Si solo llamara…

—Con el debido respeto, Johnson… Jódase.

—Es Jensen, señor.

—Lo que sea. Ahora escuche, porque se lo diré una sola vez. Somers, su nuevo compañero, es imbécil. Nadie más trabajaría con él.

—¿Qué? Entonces, seguro…

—¿Quiere escucharme?

A esas alturas, Jensen ya sabía que era inútil discutir con Rockwell. Si tenía algún problema, lo resolvería solo. El capitán no iba a perder el tiempo dando explicaciones. Era obvio que se consideraba demasiado ocupado o importante para contar detalles. Por ahora, escucharía lo que tuviera que decirle.

—Lo siento, señor. Por favor, continúe.

—Gracias. Aunque no necesito su permiso. Esto es por su bien, no el mío —dijo Rockwell. Miró a Jensen de arriba abajo—. El alcalde le ha asignado al detective Archibald Somers como compañero. Si estuviera en mi mano, Somers no pondría un pie en este edificio, pero el alcalde quiere ser reelegido, así que tira de su propia agenda.

—Sí, señor. —A Jensen todo aquello le parecía poco relevante, pero decidió mostrar un poco de interés asintiendo con la cabeza o diciendo «Sí, señor».

—A Somers lo jubilamos hace tres años —continuó Rockwell—. Hasta le montamos una fiesta…

—Bien hecho, señor.

—Obviamente, no invitamos al desgraciado de Somers. ¡Porque es imbécil! ¡Preste atención, Johnson!

—Sí, señor.

—En fin… Usted está aquí por Kid Bourbon, ¿correcto?

—No exactamente…

—No importa. Somers está obsesionado con ese maldito caso. Por eso lo obligamos a jubilarse. Trató de culparle de todos los asesinatos en Santa Mondega. Llevó el asunto tan lejos que la gente empezó a pensar que la policía era inepta y que solo usábamos a Kid Bourbon como chivo expiatorio.

—Lo que era obviamente incorrecto… —intervino Jensen.

Deseó no haber hecho aquel comentario, por miedo a parecer sarcástico. El capitán Rockwell lo miró de arriba abajo. Tras convencerse de que Jensen estaba siendo sincero, continuó:

—Correcto. —Al inhalar, los agujeros de su nariz se dilataron a casi el doble de su tamaño normal—. Somers quedó en evidencia al intentar culpar de todo a Kid Bourbon. En realidad, en la ciudad solo dos personas lo han visto alguna vez. Y nadie desde la masacre de hace cinco años. La mayoría creemos que está muerto. Que es probable que muriera esa noche, y que fuera uno de los muchos cuerpos sin identificar que enterramos esa semana. Otros dicen que lo mataron un par de monjes cuando huía de la ciudad. Creo que eso le interesa, ¿cierto? Los monjes y toda esa basura…

—Si se refiere a los monjes de Hubal y al Ojo de la Luna, entonces sí.

—Bueno, no creo nada de esa mierda, pero hay algo que usted tal vez no sepa, detective Johnson. Ayer, dos monjes mataron a un tipo en el bar Tapioca. Lo asesinaron a sangre fría. Hirieron a otro. Se fueron con dos pistolas robadas. Lo primero que usted y Somers deberán hacer es interrogar a Sánchez, el encargado del bar.

Jensen miró sorprendido a Rockwell. De hecho, no lo sabía. «¿Monjes Hubal en la ciudad? Qué extraño…». Los monjes nunca abandonaban su isla. Excepto en esa ocasión, cinco años antes, cuando dos de ellos llegaron a Santa Mondega justo antes de la noche de la masacre de Kid Bourbon.

—¿Los han arrestado?

—Todavía no. Y no lo serán si ese estúpido de Somers se sale con la suya. Tratará de convencerle de que Kid Bourbon se vistió de monje y mató al tipo.

—Muy bien… Discúlpeme, pero si Somers se jubiló, ¿por qué diablos está en este caso?

—Ya se lo dije. Porque el alcalde así lo desea. Todos saben que Somers está obsesionado con Kid Bourbon, y a la gente le encantará que dirija la investigación. Mire, ellos no saben que es imbécil. Solo saben que perdieron a familiares y seres queridos cuando Kid Bourbon vino a la ciudad por última vez.

—¿«Última vez»? —La forma en que lo dijo implicaba que Kid Bourbon había vuelto.

El capitán Jessie Rockwell se acomodó en la silla y dio otro trago a su café, de nuevo escupiéndolo a la taza, disgustado.

—La verdad es esta: dos monjes se presentaron en Santa Mondega hace menos de veinticuatro días. Es la primera vez en cinco años que se ha visto a un monje en la ciudad. Y eso no es todo. Usted mismo está aquí porque el gobierno piensa que está sucediendo algo extraño, ¿correcto?

—Pues sí: cinco asesinatos brutales en los últimos cinco días. Eso aparte del tipo que se supone que mataron los monjes. Comprenderá que es mucho. De hecho, es muchísimo. Y estoy aquí porque, hasta donde sé, no fueron crímenes «normales». ¿Estoy en lo cierto?

—Correcto. En esta ciudad ha habido de todo, detective. Pero estos cinco últimos asesinatos… Bueno, no he visto nada igual desde la última vez que Kid Bourbon estuvo en la ciudad. Tal vez acabe en otra masacre, como la de hace cinco años. Como si la historia se repitiera… Y por eso el alcalde quiere a Somers en el caso. Nadie conoce mejor a Kid Bourbon. Y usted… Es obvio que está aquí porque, por primera vez en no sé cuánto tiempo, el mundo ha decidido que le importa lo que sucede en Santa Mondega.

—Eso parece, señor.

—Sí… Eso parece. —Se levantó de su silla haciendo un gran esfuerzo—. ¿Quiere conocer a Somers?