Tres
Habían pasado cinco años desde la noche en que el rubiales con capa y capucha había entrado en el bar Tapioca. El lugar seguía igual que entonces. Tal vez los muros estaban un poco más manchados de humo que antes, y mostraban unos cuantos agujeros más, de balas perdidas, pero, aparte de eso, nada era distinto. Los desconocidos seguían sin ser bienvenidos y los clientes seguían siendo escoria. (Aunque eran clientes distintos). En esos cinco años, Sánchez se había engordado un poco. En lo demás, tampoco él había cambiado. Así que cuando dos desconocidos extrañamente vestidos entraron en silencio en el bar, se preparó para servirles de la botella de orines.
Esos dos hombres podían ser gemelos. Ambos llevaban la cabeza afeitada, ambos tenían la piel aceitunada y ambos vestían la misma ropa: túnicas cruzadas sin mangas de color naranja (como de kárate), con pantalones anchos negros y botas puntiagudas algo afeminadas, también negras. Obviamente, en el Tapioca no había un código de moda, pero si lo hubiera habido, nunca se hubiera permitido la entrada a esos dos individuos. Al acercarse a la barra, sonrieron a Sánchez como idiotas. Él, como tenía por costumbre, los ignoró. Por desgracia, algunos de los clientes más insoportables (en otras palabras, clientes muy desagradables) habían reparado en los recién llegados, y al poco el bar quedó en silencio.
Era media tarde y solo había dos mesas ocupadas: una cerca de la barra, con tres hombres sentados, y otra en la esquina más alejada, con dos «sospechosos» inclinados sobre un par de botellas de cerveza. Todos ellos fulminaron con la mirada a los dos desconocidos.
Los clientes habituales no estaban familiarizados con los monjes de Hubal, ya que no se les veía a menudo. Tampoco sabían que aquellos dos individuos vestidos con ropa extraña eran los primeros monjes que dejaban la isla de Hubal en años. Kyle era un poco más alto que Peto. También era el monje de más alto rango; su compañero, un novicio. Sánchez no lo habría adivinado, pero, de haberlo sabido, tampoco le hubiera importado.
Los monjes habían ido al bar Tapioca por una razón muy concreta: era el único sitio en Santa Mondega del que habían oído hablar. Habían seguido las instrucciones del padre Taos y habían preguntado a varios lugareños dónde era más probable encontrar a un hombre al que no se podía matar. La respuesta era siempre la misma: «Probad en el bar Tapioca». Incluso algunas personas habían sido lo bastante amables para sugerir un nombre. Las palabras «Kid Bourbon» surgieron en varias ocasiones. La única alternativa era un hombre que había llegado poco antes a la ciudad y que se hacía llamar «Jefe». Un inicio promisorio para la búsqueda que los dos monjes se habían propuesto. O eso pensaban.
—Discúlpeme, señor —le dijo Kyle a Sánchez, todavía sonriendo—, ¿le importaría servirnos dos vasos de agua, por favor?
Sánchez tomó dos vasos vacíos y los llenó de orina de la botella bajo la barra.
—Seis dólares.
La hostilidad de Sánchez se medía en el precio abusivo.
Kyle dio un codazo a Peto y se inclinó para susurrarle algo, mientras mantenía una sonrisa forzada.
—Peto, dale el dinero…
—Pero, Kyle…, ¿seis dólares no es demasiado por dos vasos de agua? —le murmuró el novicio.
—Tú dale el dinero —apremió Kyle—. No queremos parecer idiotas.
Peto observó a Sánchez por encima del hombro de Kyle y sonrió al camarero, que empezaba a impacientarse.
—Este hombre nos está timando.
—El dinero… rápido.
—Muy bien, pero… ¿has visto el agua que nos ha servido? Es un poco… amarilla. —Peto suspiró y añadió—: Parece orina.
—Por favor, paga las bebidas.
Peto sacó un puñado de billetes de una pequeña bolsa negra en su cinturón, contó seis dólares y los entregó a Kyle. Este, a su vez, tendió el dinero a Sánchez, quien lo tomó y sacudió la cabeza. Esos dos bichos raros no iban a durar en el Tapioca… Se dio la vuelta para guardar el dinero en la caja registradora cuando alguien formuló la inevitable pregunta.
—¿Qué queréis, desgraciados? —gritó uno de los dos «sospechosos» de la mesa de la esquina.
Kyle notó que los miraban a ellos, así que murmuró al oído de Peto:
—Creo que nos habla a nosotros…
—¿De verdad? —contestó Peto, sorprendido—. ¿Qué es un «desgraciado»?
—No lo sé, pero parece un insulto.
Kyle se dio la vuelta y vio que los hombres en la mesa de la esquina se habían levantado de sus asientos. Las tablas de madera del suelo temblaron violentamente mientras los dos matones recorrían el camino hacia los monjes. Tenían cara de pocos amigos. Su mirada sugería problemas… Incluso un par de ingenuos como Kyle y Peto lo notaban.
—No hagas nada que los disguste —murmuró Kyle a Peto—. Parecen peligrosos… Deja que yo hable.
Ahora los dos «sospechosos» estaban a pocos metros de Kyle y de Peto. Ambos apestaban. El más alto de los dos, un hombre llamado Jericho, masticaba tabaco (un pequeño surco castaño colgaba de la comisura de su boca). No iba afeitado y tenía el bigote sucio, como si hubiera estado varios días en el bar sin pasar por casa. Su compañero, Rusty (bastante más bajo), olía igual de mal. Al sonreír, exhibía unos dientes negros y podridos, y era uno de los pocos hombres en la ciudad lo bastante bajo para mirar a Peto desde su misma altura. Al igual que Peto era el aprendiz en su relación con Kyle, Rusty era el estudiante de Jericho, un criminal bien asentado en los círculos locales. Como si quisiera dejar claro quién era el maestro, Jericho hizo el primer movimiento. Clavó un dedo en el pecho de Kyle.
—Te he hecho una pregunta. ¿Qué os trae por aquí? —Ambos monjes notaron cierta aspereza en su voz.
—Soy Kyle, y este es mi novicio, Peto. Somos monjes de la isla de Hubal, en el Pacífico, y estamos buscando a alguien. Tal vez puedas ayudarnos a encontrarlo…
—Depende de a quién estéis buscando.
—Pues verás… Al parecer, el hombre que estamos buscando se llama Kid Bourbon.
Un silencio sepulcral reinó en el Tapioca. Incluso el ventilador de hélice se quedó mudo. Justo entonces, a Sánchez se le rompió un vaso. Hacía mucho tiempo que nadie mencionaba ese nombre en su bar. Le trajo horribles recuerdos.
Jericho y su compañero también conocían aquel nombre, aunque no se hallaban en el bar la noche en que Kid Bourbon mostró su cara. Solo habían oído hablar de él. Jericho miró a Kyle para ver si hablaba en serio. Parecía que sí.
—¡Kid Bourbon está muerto! —gruñó—. ¿Qué más queréis?
Conociendo a Jericho y a Rusty, Sánchez calculó que a Kyle y a Peto les quedaban veinte segundos de vida. Sin embargo, ese cálculo pareció generoso cuando Peto tomó su vaso de la barra y le dio un largo trago. En cuanto el líquido tocó sus papilas gustativas, se dio cuenta de que estaba bebiendo algo impuro y escupió, instintivamente, encima de Rusty. Sánchez estuvo a punto de reírse, pero fue lo bastante inteligente para contenerse.
Había orina en el cabello de Rusty, en su cara, en su bigote y en sus cejas. Peto se las había arreglado para rociarlo de arriba abajo. A Rusty le saltaban los ojos de rabia. Aquello era lo bastante humillante para que deseara matar a Peto. En un rápido movimiento, desenfundó la pistola que llevaba en su cadera. Jericho lo apoyó de inmediato desenfundando su propia arma.
Los monjes Hubal valoran la paz por encima de todo, pero practican las artes marciales desde la infancia. Por tanto, para Kyle y Peto, eliminar a un par de borrachos era un juego de niños (casi literalmente, dada la formación de los monjes), incluso si los hombres les apuntaban con armas. Ambos reaccionaron en el momento justo y con sorprendente velocidad. Sin un sonido, cada uno se agachó y lanzó la pierna derecha entre las piernas del hombre que tenía enfrente. Cada uno enganchó la pierna detrás de la rodilla de su oponente y dio un giro. Pillados completamente por sorpresa y desconcertados por la velocidad del ataque, Jericho y Rusty gritaron mientras los monjes les arrebataban las pistolas. Al instante, los dos hombres cayeron al suelo. Y, peor todavía, ahora los dos monjes les apuntaban con sus propias armas. Kyle dio un paso al frente y puso una bota negra en el pecho de Jericho para evitar que se incorporara. Peto no se molestó en imitarlo, sencillamente porque Rusty se había golpeado la cabeza con tanta fuerza que no sabía ni dónde estaba.
—Resumiendo… ¿Sabes dónde está Kid Bourbon? —preguntó Kyle, presionando el pie en el pecho de Jericho.
—¡Vete a la mierda!
¡PUM!
De repente, la cara de Kyle estaba manchada de sangre. Miró a su izquierda y vio el humo saliendo del arma de Peto. El monje más joven le había disparado a Rusty en la cara. Reinaba el caos.
—¡Peto! ¿Por qué lo has hecho?
—Yo… lo siento, Kyle, pero nunca antes había usado un arma. Se ha disparado al apretar el gatillo…
—Evidentemente… —contestó Kyle, nervioso.
Peto temblaba tanto que apenas podía sostener el revólver, tal era la conmoción que lo envolvía. Acababa de matar a un hombre, ¡algo impensable! Sin embargo, ansioso por no fallarle a Kyle, intentó reponerse. Pero no iba a ser fácil, con la sangre en todas partes recordándole su metedura de pata.
A Kyle le preocupaba perder su credibilidad y agradeció que el bar no estuviera lleno.
—Comprenderás que no puedo llevarte a ninguna parte —dijo Kyle, chasqueando la lengua.
—Lo siento…
—Peto, hazme un favor.
—Por supuesto. ¿Cuál?
—Deja de apuntarme con eso.
Peto bajó el arma. Aliviado, Kyle volvió a interrogar a Jericho. Los tres clientes de la otra mesa seguían absortos en sus bebidas, como si lo que estaba sucediendo fuera perfectamente normal. Kyle seguía pisando el pecho del maleante.
—Escucha, amigo… Solo queremos encontrar a Kid Bourbon. ¿Puedes ayudarnos?
—No, ¡maldita sea!
¡PUM!
Jericho lanzó un grito y se sujetó la pierna derecha, que ahora lanzaba sangre en todas direcciones. Otra vez el humo en el arma de Peto.
—Lo siento, Kyle… —balbuceó el novicio—. Se ha vuelto a disparar. En serio, no pensaba…
Kyle sacudió la cabeza, desesperado. Ahora habían matado a un hombre y habían herido a otro. No era exactamente la forma más discreta de recuperar el Ojo de la Luna. Para ser justos, ambos estaban igual de nerviosos.
—No importa. Pero intenta no volver a hacerlo.
Las maldiciones de Jericho llenaban el aire. El hombre se retorcía de agonía en el suelo, con la bota de Kyle todavía en su pecho.
—¡No sé dónde está Kid Bourbon! ¡Lo juro! —gritó con voz ronca.
—¿Quieres que mi amigo te dispare de nuevo?
—¡No! Por favor… Juro que no sé dónde está. Nunca lo he visto. Por favor, ¡tienes que creerme!
—Muy bien. ¿Sabes quién ha robado una piedra azul conocida como el Ojo de la Luna?
Jericho dejó de retorcerse por un momento, lo cual indicaba que sabía algo.
—Sí… —Se le crispó el rostro de dolor—. Un tipo llamado Santino la está buscando. Ha ofrecido grandes recompensas a quien se la consiga. Juro que no sé nada más.
Kyle quitó la bota del pecho de Jericho y caminó de vuelta a la barra. Levantó el vaso sin tocarlo y le dio un trago antes de seguir el ejemplo de Peto y escupirlo, disgustado. Pero esta vez lo escupió todo sobre Sánchez.
—¿No le parece que este líquido se ha descompuesto? —sugirió al desconcertado y goteante camarero—. Vámonos, Peto.
—Espera —dijo Peto—, pregúntales sobre el otro tipo… Jefe. ¿Sabéis dónde podemos encontrarlo?
Kyle miró a Sánchez, que se estaba secando la orina de la cara con un trapo sucio y amarillento.
—Camarero, ¿alguna vez has oído hablar de un tal Jefe?
Sánchez sacudió la cabeza. Había oído hablar de Jefe, pero no estaba en el negocio de ser «informante», y menos con desconocidos. Además, aunque sabía quién era Jefe, en realidad nunca lo había conocido. Se trataba de un famoso cazador de recompensas que viajaba por todo el mundo. Si bien corría el rumor de que ahora se hallaba en Santa Mondega, todavía no había puesto un pie en el Tapioca. Y eso era una bendición para Sánchez.
—No conozco a nadie. ¡Y ahora fuera de mi bar!
Los dos monjes se marcharon sin mediar palabra. «Menos mal que se han largado», pensó Sánchez. Limpiar la sangre del suelo del Tapioca no era precisamente su tarea favorita. Sin embargo, gracias a los dos monjes, iba a tener que hacer precisamente eso.
Se dirigió hacia la cocina para tomar la fregona y un cubo de agua, y volvió justo a tiempo para ver entrar a otro hombre en el Tapioca. «Otro desconocido. Alto, de buena complexión, vestido de forma extraña —observó—. Igual que los dos últimos imbéciles». Sin duda, iba a ser un día de mierda. Sánchez ya había tenido suficiente y solo era media tarde. Tenía a un tipo tirado en el suelo con el cerebro salpicado en toda la barra, y otro con una herida de bala en la pierna. Pero esperaría un rato antes de llamar a la policía.
Después de envolver un trapo viejo alrededor de la herida de bala en la pierna de Jericho y ayudarlo a ponerse en pie, Sánchez volvió detrás de la barra para servir a su más reciente cliente. Jericho trepó a la barra y se sentó en silencio. No iba a cometer el error de molestar al desconocido.
Sánchez tomó un trapo más o menos decente y limpió la sangre de sus manos mientras daba un vistazo a su nuevo cliente.
—¿Qué te sirvo?
El hombre se había sentado al lado de Jericho. Vestía un pesado chaleco de piel medio desabotonado, mostrando un pecho ampliamente tatuado y un gran crucifijo de plata. A juego, llevaba unos pantalones negros de piel, unas botas negras, tenía el pelo negro y, para rematar, los ojos más negros que Sánchez jamás hubiera visto.
Ignoró a Sánchez y tomó un cigarrillo de la cajetilla que él mismo había puesto en la barra, frente a él. Lanzó el cigarrillo al aire y, sin moverse, lo atrapó en su boca. Un segundo después encendió una cerilla de la nada, prendió el cigarrillo y lanzó la cerilla a Sánchez… Todo en un solo movimiento.
—Estoy buscando a alguien —soltó sin más explicaciones.
—Y yo sirvo bebidas —contestó Sánchez—. ¿Vas a pedir algo?
—Un whisky. —Luego añadió—: Si me das orina, te mataré.
A Sánchez no le sorprendió la aspereza en su voz. Vertió un whisky y puso el vaso en la barra, frente al desconocido.
—Son dos dólares.
El hombre tomó la bebida y dejó el vaso vacío de un golpe en la barra.
—Estoy buscando a un hombre llamado Santino. ¿Está aquí?
—Dos dólares.
Se produjo el típico momento de «¿pagará o no pagará?», antes de que el hombre sacara un billete de cinco dólares de una pequeña bolsa en la cintura de su chaqueta. Lo puso en la barra, sujetándolo por un extremo. Sánchez tiró del otro extremo del billete, pero el hombre lo sostuvo.
—Se supone que debía reunirme con Santino en este bar. ¿Lo conoces?
«Mierda… —pensó Sánchez cansinamente—, hoy todos buscan a alguien… Primero dos excéntricos vienen preguntando por Kid Bourbon —el nombre lo hizo estremecerse—, una piedra azul y a ese cazador de recompensas, Jefe. Luego otro imbécil pregunta por Santino». Pero se guardó sus pensamientos para sí mismo.
—Sí, lo conozco —fue todo lo que dijo.
El hombre soltó el billete de cinco dólares en las manos de Sánchez. Mientras anotaba la venta en la caja registradora, uno de los clientes habituales, como era costumbre, empezó a interrogar al recién llegado.
—¿Qué cojones quieres de Santino? —gritó uno de los tres hombres desde una mesa cercana a la barra.
El desconocido vestido de piel no contestó de inmediato, y esa fue la señal para que Jericho se levantara y saliera renqueando. Había visto suficiente acción para un día, y no quería que le dispararan de nuevo, en especial porque uno de los monjes había salido muy seguro con su pistola. Mientras cojeaba sobre el cuerpo de su amigo Rusty, tomó la decisión de no volver al Tapioca por un tiempo.
Una vez que Jericho se hubo marchado, el desconocido de grandes ojos negros se decidió a responder la pregunta.
—Tengo algo que Santino está buscando —dijo, sin volverse para ver quién le estaba hablando.
—Bueno, puedes entregármelo. Se lo daré de tu parte —contestó uno de los hombres en la mesa. Sus compañeros se rieron a carcajadas.
—No puedo hacer eso.
—Seguro que puedes. —El tono era decididamente amenazador.
Se produjo un chasquido, muy similar al sonido de alguien que amartilla el percutor de un revólver. El desconocido en la barra suspiró y dio una larga calada a su cigarrillo. Los tres delincuentes de la mesa se levantaron y avanzaron siete u ocho pasos hacia la barra. El recién llegado tardaba en darse la vuelta.
—¿Cómo te llamas? —preguntó el del centro, en tono inquietante.
Sánchez conocía bien a ese tipo. Era un cabrón con cejas negras y ojos desiguales. Su ojo izquierdo tenía un tono café oscuro, mientras el derecho era de color «serpiente». Sus dos colegas, Araña y Studley, parecían un poco más altos que él, quizá porque llevaban sendos sombreros de vaquero. El problema era el líder de en medio, el de los ojos raros. Marcus la Comadreja era un ladrón, atracador y violador de poca monta. Ahora clavaba una pequeña pistola en la espalda del desconocido.
—Te he hecho una pregunta —dijo—. ¿Cómo te llamas?
—Mi nombre es Jefe.
«¡Cojones!», pensó Sánchez al escuchar el nombre.
—¿Jefe?
—Sí, Jefe.
—Oye, Sánchez… —Marcus llamó al camarero—. ¿Esos dos monjes no estaban buscando a un tal Jefe?
—Sí. —El camarero había decidido ser lo más monosilábico posible.
Jefe dio una larga calada a su cigarrillo. Luego se volvió para encarar a su interrogador y soplarle el humo a la cara.
—¿Unos monjes?
—Sí —contestó Marcus, tratando de no toser—. Dos monjes. Se marcharon poco antes de que entraras. Seguro que te cruzaste con ellos.
—No he visto a un puto monje.
—Lo que digas…
—Chico, hazte un favor. Dime dónde puedo encontrar a Santino.
Marcus la Comadreja retiró la pistola un momento. Luego apuntó a la nariz de Jefe.
—Insisto, desgraciado. ¿Por qué no me das lo que tienes, y yo se lo entregaré a Santino?
Jefe dejó caer el cigarrillo en el suelo y levantó las manos en señal de rendición ante Marcus. No dejó de sonreír en todo el tiempo, como si pensara en alguna broma privada. Puso las manos detrás de su cabeza y luego las deslizó hacia abajo, a la nuca.
—Muy bien —dijo Marcus—. Te daré tres segundos para que me muestres lo que tienes para Santino. Uno… dos…
¡PUM!
Araña y Studley, que habían estado custodiando a su compañero del ojo extraño, cayeron al suelo. Marcus cometió el error de mirar hacia abajo. Ambos estaban tirados entre las mesas, bien muertos, cada uno con un cuchillo corto y pesado de doble filo sobresaliendo de su garganta. Al levantar la mirada, se percató de que su arma ya no estaba en su mano. Ahora la tenía Jefe y con ella le apuntaba. Marcus tragó saliva. «Este tipo es rápido. Y mortal».
—Espera… —ofreció la Comadreja, muy consciente de sus instintos de supervivencia—. ¿Quieres que te lleve a ver a Santino?
«Sé generoso», se recordó a sí mismo en silencio.
—Estupendo. —Jefe sonrió—. Pero primero, ¿por qué no me pagas un par de whiskies?
—Será un placer.
Después de arrastrar los cuerpos de Rusty, Araña y Studley al patio trasero y dejarlos donde nadie pudiera encontrarlos fácilmente, los dos hombres se sentaron y bebieron whisky durante las siguientes dos horas. Marcus fue el que más habló. Parecía un guía turístico, tan empeñado estaba en informar a Jefe de los mejores garitos de la zona. También le advirtió sobre los maleantes y estafadores. Jefe le siguió la corriente cuando lo único que quería era que alguien le pagara las bebidas. Por fortuna para Marcus, cuando estaban moviendo los cuerpos a la parte trasera del bar, tuvo la previsión de birlar la cartera de Studley y los tres dólares que a Araña le quedaban en el bolsillo de su camisa. La cartera estaba llena de billetes, así que tenía suficiente dinero para beber durante un par de días.
Al anochecer, Jefe estaba muy bebido y ni él ni Marcus notaron que el Tapioca se había animado. Pese a las muchas mesas y sillas libres, muchos clientes (habituales) se escondían en las sombras. Se rumoreaba que Jefe tenía algo muy valioso. Se había ganado la reputación de hombre peligroso, pero allí no era muy conocido. Y ahora estaba muy borracho, lo que lo convertía en la víctima perfecta para los muchos atracadores y ladrones que frecuentaban el Tapioca.
Más tarde, los acontecimientos demostrarían que Jefe era el perfecto catalizador de los asesinatos.