Veinticuatro

A Dante no le gustaban las adivinas porque tenían la mala costumbre de predecir desgracias. Tal vez a los demás les daban buenas noticias, pero él siempre recibía malos augurios. En realidad no había visitado a tantas, pero a Kacy le encantaban, así que de vez en cuando la acompañaba.

La última vez que les habían leído las cartas, Kacy recibió todo tipo de buenas noticias, pero a Dante solo le contaron desgracias. La mujer predijo la muerte de Héctor, el perro de Dante, lo cual sucedió tres semanas más tarde.

Kacy sabía que a Dante no le hacía gracia acompañarla a ver a su última adivina, pero después de su ayuda en el Hotel Internacional de Santa Mondega, cuando robó al delincuente borracho, era lo menos que podía hacer. Además, quería demostrar que él no creía en aquello. Su amado perro había muerto, seguro, pero era coincidencia.

La casa de la Dama Mística tenía un aire familiar, como si Dante la hubiera visto en sueños. Pero juraría que no había puesto los pies antes… o, al menos, no en esta vida. Se hallaba en el malecón cerca del puerto. Desde fuera, parecía un viejo remolque gitano reconvertido en casa. El techo era bajo y arqueado, y el exterior estaba pintado de rojo, con bordes amarillos en las ventanas. Los pequeños escalones que daban a la puerta parecían poder plegarse y guardarse dentro de la casa, en el caso de que la Dama Mística decidiera que quería ser remolcada.

Kacy dirigió el camino en las escaleras. Aunque la puerta estaba abierta, una espesa cortina de cuentas de colores protegía el interior.

—Entrad —los llamó una voz ronca desde el interior—. Sois Kacy y Dante, ¿verdad?

Dante frunció las cejas y murmuró en el oído de su novia:

—¿Cómo lo sabe?

Kacy comprobó que hablaba en serio y sacudió la cabeza.

—Llamé para pedir hora, tonto…

—¡Ah, sí! Claro…

La habitación en que entraron era muy oscura y tan estrecha que Dante casi podía tocar ambos lados. Había velas diseminadas en los estantes de las paredes. Su luz procedía de una llama de color rosa que apenas parpadeaba. Cuando sus ojos se ajustaron a la oscuridad, pudieron ver sentada, tras una mesa de madera oscura, a la Dama Mística. Llevaba una capa de color púrpura y (como sucedía con tanta frecuencia en Santa Mondega) la capucha puesta, ocultando su rostro.

—Por favor, sentaos, mis jóvenes amigos —habló la mujer con voz ronca.

—Gracias —dijo Kacy, sentándose en una de las dos sillas de madera situadas en su lado de la mesa.

Dante se acomodó en la otra, con la esperanza de que la anciana notara que no iba a creer sus memeces.

—No vas a creer nada, ¿verdad? —le preguntó la voz ronca desde la capucha.

—Vengo sin prejuicios.

—Haz eso, hijo, y… ¿Quién sabe? Tal vez averigües algo nuevo sobre ti o sobre Kacy.

—Sí, sería agradable.

La anciana se quitó la capucha descubriendo un rostro arrugado y generosamente cubierto de verrugas. Por un instante, concentró la mirada en Kacy y sonrió. Pero sus ojos se ennegrecieron al ver el collar de la chica.

—¿Dónde has conseguido esa piedra azul?

—¿Cómo?

—Ese collar que llevas al cuello… Dime, ¿dónde lo has encontrado?

—Yo mismo se lo regalé hace años —tartamudeó Dante.

—¡Tonterías!

—De verdad…

—No me mientas. No soy estúpida, chico. ¿De dónde has sacado esa piedra?

El tono de voz de la Dama Mística indicó una grave falta de tolerancia a las mentiras. Kacy pensó que no había razón para mentir abiertamente, pero tampoco confesaría que lo había robado en una habitación de hotel a un delincuente borracho que ya estaría muerto.

—Me lo dio ayer un hombre en un hotel —afirmó al fin.

La anciana se sentó en su silla y miró con dureza a Kacy, estudiando a la chica como si quisiera valorar si era sincera.

—En realidad, no importa —claudicó—. Pero líbrate de él. Esa piedra te traerá mala suerte.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Kacy, intrigada.

—Dime… ¿Le trajo buena suerte a la persona que decidió dártela?

—No lo sé.

—Lo diré de otro modo. ¿Te gustaría ser el antiguo dueño de la piedra?

Kacy negó con la cabeza.

—No.

—Está muerto, ¿verdad?

¿Aquello era una pregunta o una respuesta? La Dama Mística parecía la típica presentadora de concurso que conoce de antemano la respuesta a todas las preguntas.

—La última vez que lo vi no estaba muerto —contestó Kacy como si tal cosa.

—Todos los dueños de esa piedra acaban asesinados. De hecho, el hombre que te la dio ya está muerto.

Para su sorpresa, a Dante empezó a interesarle el asunto.

—¿Cómo puedes demostrarlo? —preguntó el joven con agresividad y un matiz de burla.

No le gustaba la idea de que la Dama Mística estuviera asustando a Kacy. Era la chica más valiente que había conocido, pero, al creer en las adivinas, podía ablandarse.

—Veamos qué dice mi bola de cristal… —respondió la anciana, y retiró una tela de seda negra que había estado cubriendo la bola—. Atraviesa mi palma con un billete de veinte dólares y te revelaré tu destino.

Dante buscó en su bolsillo, sacó un billete de veinte y lo lanzó a la mesa hacia la Dama Mística. Ella lo recogió de inmediato y lo ocultó en alguna parte, igual que un mendigo se guarda el dinero para comprar su licor favorito. Se puso cómoda y respiró hondo. Cuando estuvo preparada, empezó a mover sus manos sobre la bola de cristal.

Para sorpresa de Dante y Kacy, una nube blanca empezó a formarse bajo la superficie de la bola. Al compás de sus manos, la nube se convirtió en niebla. Dentro de la niebla, surgió la cara de un hombre. Dante se inclinó para distinguirla. Se parecía mucho al hombre a quien habían robado la piedra azul.

—¡Dios mío! Ese es Jefe —le susurró a Kacy.

—¿Estás seguro de que ese es su nombre? —preguntó la Dama Mística.

Kacy y Dante se miraron, preocupados por la forma en que la adivina había preguntado. ¿Se llamaba de otro modo? En realidad, la víctima del robo de Kacy llevaba dos carteras. Una lo identificaba como Jefe (que era el nombre que había usado para registrarse en el hotel), y la otra como Marcus.

—Quizá se llamara Marcus —dijo Kacy en tono de disculpa, como si supiera qué iba a suceder a continuación.

La Dama Mística se inclinó a su derecha y recogió algo del suelo. Dante se puso en alerta, por si la vieja buscaba algún tipo de arma. Pero la vieja subió un periódico. Era el Diario Extra e, impreso en la portada, en letras grandes, el encabezado rezaba lo siguiente:

ASESINAN A MARCUS LA COMADREJA

Dante y Kacy revisaron el artículo. Efectivamente, había una foto del hombre al que habían robado la piedra azul. La imagen era muy antigua, pero seguía siendo él. Lo mostraba sonriendo estúpidamente y con pinta de estar borracho, como todas las tardes. El artículo no contaba detalles sobre la escena, aunque sí sugería que había sido sangrienta. Dante recordó cómo Elvis había derribado la puerta de la habitación del hotel. Marcus la Comadreja había sido asesinado a manos de ese tipo. Y ahora Elvis podía estar buscándoles.

La Dama Mística volvió a cubrir la bola de cristal con la tela negra. Luego sacó el billete de veinte dólares que había escondido y se lo tendió a Kacy.

—Tomad el dinero y libraos de ese collar antes de que alguien lo averigüe. La piedra atrae el Mal hacia vosotros. Mientras esté en vuestras manos, no viviréis seguros. Muchas almas han buscado esa piedra y muchas han perecido por ella.

—¿Qué tiene de malo? —preguntó Kacy.

Por primera vez, Dante notó el temor en la voz de su chica.

—La piedra en sí no es mala —continuó la anciana. De pronto, parecía muy cansada—. Pero atrae el Mal. Él vendrá a por vosotros y no se detendrá ante nada.

—¿Quién?

—No lo sé. Si lo supiera, también vendría a por mí.

—¿No será Elvis? —preguntó Dante. Aquella vieja bruja le estaba poniendo los pelos de punta.

La cara de la Dama Mística se arrugó en una mueca horrible.

—¿Qué sabes de él? —murmuró entre dientes.

—Bueno, pensamos que pudo matar a Marcus —respondió Kacy.

La anciana se inclinó sobre la mesa.

—¿No veis las noticias? Elvis está muerto.

—No… —Se rio Dante—. Ese era un tipo vestido de Elvis.

—¿Dónde vivís? —preguntó la adivina, sacudiendo la cabeza.

—¿Por qué lo dices? —Dante se puso a la defensiva.

Pero Kacy estaba feliz de dar un poco de información.

—Ayer nos mudamos a un motel.

—¿Estabais antes en un lugar llamado Shamrock?

—Sí. ¿Cómo lo sabes? —preguntó Dante.

¡La Dama Mística sí era una buena adivina!

—Porque veo las noticias y escucho la radio. —La anciana se recostó en la silla y esbozó una sonrisa—. Allí es donde han encontrado esta mañana el cadáver de Elvis.

—¿Cómo?

—¿El hombre del que hablabas, el que se viste de Elvis? Está muerto. Parece que os siguió la pista, pero alguien más hizo lo mismo. Y Elvis ha salido perdiendo. Encontraron su cuerpo en vuestro antiguo apartamento. Estáis vivos de milagro.

Dante palideció. Alguien había seguido a Elvis y lo había matado, tal vez debido a la piedra azul que él y Kacy se habían agenciado. Pero también cabía otra posibilidad: la maleta que, justo después, Kacy había robado de una de las otras habitaciones. ¿Y si alguien buscaba eso? Deshacerse de la piedra era buena idea, pero con la maleta era distinto. Contenía cien mil dólares en billetes de cincuenta. Dante no sabía qué era más valioso. ¿El dinero o la piedra azul? Debían huir inmediatamente.

—Kacy, salgamos de aquí. Debemos empeñar la piedra antes de que sea demasiado tarde.

—Tienes razón, cariño.

La Dama Mística no necesitó consultar su bola de cristal para saber que nunca volvería a ver a Dante y a Kacy. Las fuerzas del Mal tenían la fea costumbre de seguir la pista a quienes hubieran tocado el Ojo de la Luna, y no se detendrían para recuperarla. Era un milagro si llegaban al final del día.