Treinta y cinco

A Rodeo Rex le encantaba el clamor de las masas. La gente lo amaba, y él a ellos. En esa ocasión, Sánchez se había convertido en su segundo, el mayor honor de su vida.

Conocía a Rex desde hacía muchos años, ya que el boxeador frecuentaba el Tapioca cada vez que visitaba la ciudad. Y siempre contaba cómo se peleaba con quien fuera, en muchos casos para ganarse el corazón de alguna chica.

Acababa de vencer a su cuarta víctima consecutiva después de Peto, y empezaba a parecer que nadie más iba a retarlo. Sánchez intentaba secar el sudor de la frente de Rex mientras esperaban al siguiente voluntario.

—¿Vienes por las peleas o estás aquí por negocios? —preguntó el camarero.

—Negocios. Esto es un calentamiento para la mierda que tengo que hacer más tarde.

—¿Como matar a alguien?

Sánchez no sabía cómo se ganaba la vida, pero suponía que matando a gente. Tal vez fuera un cazador de recompensas, aunque sus historias daban a entender que también mataba por gusto.

—Ni siquiera yo sé a quién voy a cargarme. Es muy divertido. —Hizo una pausa, luego miró al hombre y preguntó—: ¿Alguna novedad reciente en la ciudad?

Rex no mostraba señales de cansancio, a pesar de haber luchado cinco combates en menos de veinte minutos. Pero Sánchez no quería desanimarlo con las últimas noticias de Santa Mondega. Sería un duro golpe… Elvis, su amigo del alma, había muerto.

—Lo siento, Rex, pero tengo que darte malas noticias. Ayer asesinaron a Elvis. Lo encontraron en un apartamento.

Rex borró la sonrisa de su rostro. Por un segundo pareció muy trastornado, luego rezó para que fuera una broma.

—¿Qué cojones dices? ¿Mi amigo Elvis, el Rey? ¿Muerto? ¿Cómo? Y lo más importante, ¿quién coño lo hizo?

—Nadie lo sabe. Un tipo llamado Jefe encontró su cuerpo en un pequeño apartamento del centro. Estaba pegado al techo como si lo hubieran crucificado, con cuchillos por todo el cuerpo.

¡Mierda! Sánchez le estaba dando demasiada información. Tal vez Rex no quisiera saber los detalles de aquella tragedia.

—Me lo imagino. —El hombre suspiró—. ¿Dices que Jefe lo encontró? ¿Te refieres al cazador de recompensas mexicano?

—Sí…

—¿Crees que lo hizo él?

—No me extrañaría. Es un hijo de puta.

Si Jefe había sido el responsable y Rex lo averiguaba, se iba a armar la gorda. Rex no necesitaba un motivo personal para matar a alguien, pero si lo tenía, esa persona sufriría lo indecible. Incluso alguien tan duro como Jefe.

—Aquí nadie más habría tenido el valor de burlarse de Elvis, ya no digamos de clavarlo en el techo. —Rex gruñó, claramente nervioso—. ¿Hay alguien nuevo en la ciudad que pueda tener algo que ver?

—¿Bromeas? Ahora mismo la ciudad está llena de extraños. Para empezar, están esos dos monjes.

Sánchez se colgó la toalla en el hombro izquierdo y se inclinó para recoger una esponja húmeda de un cubo de agua que estaba junto a la cuerda baja, cerca del poste de la esquina. Exprimió la esponja contra el pecho de Rex, que empezaba a sudar la ira por la muerte de Elvis.

—Rex, el caso es que mi hermano y mi cuñada han sido brutalmente asesinados. Fui a visitarlos la otra mañana… y encontré sus cuerpos en el suelo. Si hubiera llegado dos minutos antes, habría identificado al desgraciado que lo hizo. Pero solo vi un Cadillac amarillo que se alejaba. Es la única pista que tengo. Le pedí a Elvis que buscara al conductor del Cadillac cuando él… murió. Debió de encontrar a ese hijo de puta…

—Alguien que conduce un Cadillac amarillo, ¿eh? ¿Y mataron a Thomas y Audrey? Joder, amigo… Tendré que quedarme en la ciudad más de lo previsto.

Sánchez no pudo evitar emocionarse. Le impresionó que Rex recordara el nombre de su hermano y de su esposa. Pero lo más importante era que parecía querer vengar la muerte de Thomas… ¡Madre mía! No cabía en sí de gozo. Era obvio que la principal motivación de Rex era vengar la muerte de Elvis, su mejor amigo en Santa Mondega, pero ahora Sánchez formaba parte de su círculo. Ya no era el simple camarero.

Sánchez terminó de limpiar el sudor de Rex y dejó caer la esponja en el cubo de agua. Miró alrededor y comprobó que no iba a haber más contrincantes. La multitud se había relajado y los posibles retadores no se atrevían a dar el paso. Rex tomó la toalla que Sánchez se había colgado al hombro. La usó para secarse las axilas y la nuca, como si los esfuerzos de su segundo no hubieran estado a la altura.

—¿Algo más que debas contarme, Sánchez?

—Bueno… pues sí. Mi hermano tenía una chica llamada Jessica escondida en su casa. Estuvo en coma durante cinco años, pero justo se despertó antes de que lo mataran. Ayer la chica se presentó en mi bar. Dice que no puede recordar nada de lo que sucedió, pero cree que estuvo ahí.

—¿Estás seguro de que ella no mató a Thomas y a Audrey?

Por supuesto, Sánchez había considerado la posibilidad, pero Jessica no parecía una asesina. Además, no la veía suficientemente fuerte para cometer un ataque tan brutal.

—No lo creo. Es una mujer bastante pequeña…

Rex sacudió la cabeza.

—No te dejes engañar por las apariencias, Sánchez —le advirtió al camarero—. Recuerda que hace un rato nadie daba un duro por el monje calvo… Y, sin embargo, ha resultado bastante habilidoso, ¿no? Al menos, lo era hasta que le pateé el trasero.

—De todos modos, no creo que fuera ella. Tiene algo especial. Una vez la vi recibir más de cien balazos. Por eso estaba en coma.

Los ojos de Rex se abrieron como platos y empezó a mirar alrededor para ver si alguien estaba lo bastante cerca para escuchar su conversación.

—¿Es la chica que se enfrentó a Kid Bourbon? —preguntó en voz baja.

—¿Cómo lo sabes? —Sánchez también bajó la voz.

—Todo el mundo lo sabe. ¿Dices que está de vuelta en la ciudad? ¿Y tu hermano la estuvo escondiendo todo este tiempo? ¿Por qué no lo has dicho antes?

—No me pareció relevante. Además, antes de entrar en coma, ella misma me rogó que la escondiera y que guardara su secreto, ya que la gente querría matarla. Por supuesto, ahora ella no recuerda nada, pero yo soy un hombre de palabra. Nunca le conté a nadie dónde la escondí.

Rex respiró hondo.

—Joder, Sánchez, esa chica puede ser la clave de todo. Es la única persona que Kid Bourbon no pudo matar. Necesito hablar con ella. Podrá identificar al asesino de Elvis y de tu hermano. Sospecho que será el desgraciado de Kid Bourbon.

—Pero él está muerto, ¿no?

—No creas nada. Apuesto mi último dólar a que ese hijo de puta sigue vivo, y es probable que aparezca de nuevo.

A Sánchez le preocupaba la creciente vehemencia de Rex. De repente, su plan cobraba envergadura.

—Escucha, Rex, ¿hay algo que debería saber? —preguntó, nervioso, el camarero—. ¿Algo que esté a punto de ocurrir? Porque si ese pedazo de mierda va a volver, cerraré mi bar. Me da igual que haya el Festival Lunar.

—Créeme, Sánchez, será mejor que desconozcas por qué estoy en la ciudad… Voy a buscar a esos dos monjes. Yo y ellos tenemos que… ¡No puedo creerlo!

La mirada de Rex estudió la entrada a la carpa.

—¿Qué ocurre?

Sánchez notó que algo había distraído a Rex, y lo que fuera había endurecido su mirada. Torcía el labio, como si se estuviera planteando arrancarle a alguien la cabeza.

—Ese hijo de puta está aquí —gruñó entre dientes.

—¿Quién? —Rex seguía mirando fijamente hacia la entrada.

Sánchez se volvió para ver qué estaba mirando Rex. En la esquina lejana de la carpa había una pequeña barra de café, con un camarero detrás del sencillo mostrador. No tenía trabajo porque allí nadie quería café. Pero justo entonces, un hombre pidió un café.

A Sánchez le dio un vuelco el corazón. Hacía cinco años que no veía a Kid Bourbon, y todo ese tiempo había dormido plácidamente, creyéndole muerto. Y ahora estaba allí, bebiendo café. Llevaba una capucha cubriéndole el rostro, así que en realidad Sánchez no podía jurar que fuera él. Pero cuando alguien presencia la masacre de todos sus clientes del bar, reconocería al asesino en un kilómetro a la redonda.

—¡Dios mío! —exclamó Sánchez—. Ese es Kid Bourbon…

—¿Dónde? —preguntó Rex.

—¡Allí! El tipo al que observas. Es él…

Rex balanceó la toalla blanca alrededor de la nuca de Sánchez, reteniéndolo. Parecía cabreado.

—¿Te estás marcando un farol? Porque si es así, te mataré.

«Qué voz más ronca…», pensó Sánchez, casi mareado.

—¡Te juro que es él! —Sánchez no sabía qué lo asustaba más, si Rex o el hombre encapuchado.

Ambos se volvieron hacia la barra de café, pero el hombre había desaparecido entre la multitud.

—¿Piensas que ese tipo era Kid Bourbon? —preguntó Rex.

—Sé que lo era.

Rex tuvo que fiarse de Sánchez. Que él supiera, nunca se había cruzado con Kid Bourbon. Y ahora, ante tantas novedades (como la muerte de su amigo Elvis), debía reconocer que quizás alguna vez lo había visto. ¡Maldita sea! Era imposible, ¿no?

—Sánchez, ¿estás seguro de que es él?

—Que sí, joder. ¡Vi cómo se cargaba a todos mis clientes! Reconocería a ese desgraciado en cualquier parte. —Sánchez hizo una pausa antes de continuar—: Espera un momento. ¿Quién crees que era?

Rex dio media vuelta y se encaminó al centro del cuadrilátero con la cabeza agachada. La multitud se había quedado en silencio, como si sintiera que algo iba mal y que Rex no volvería a pelear. Muchos de ellos incluso empezaron a alejarse del ring, temiendo que estuviera a punto de volverse loco. Por supuesto, no era el caso, pero iba a confesarle un secreto a Sánchez. Se volvió para hacerlo.

—Ese tipo que identificas como Kid Bourbon me dio esto. —Rex levantó la mano derecha. Era la mano con el guante negro.

—¡Vaya! —exclamó Sánchez—. ¿Es de piel?

—No me refiero al guante, imbécil… Esto.

Aflojó el guante con los dedos de la mano izquierda antes de quitárselo de un gesto. Al hacerlo, descubrió una mano de acero.

—¡Dios mío! Nunca he visto nada parecido. Ni siquiera sabía que las fabricaban.

—Y no las fabrican —dijo Rex—. La hice yo mismo después de que ese hijo de puta me aplastara la mano. Y he estado contando los días que me quedaban para poder golpearlo con esto. —Levantó la mano de metal, ahora cerrada en un puño.

Sánchez estaba asombrado.

—¿Te ganó en un combate?

La idea era impensable.

—Yo no lo diría así. Fue más bien una prueba de fuerza, pero tuvo suerte. Te aseguro que no volverá a suceder.

Era una revelación extraordinaria. Sánchez nunca había oído que alguien pudiera vencer a Rex en nada. Pero iba a cambiar de tema.

—¿Así que eres la única persona en el mundo que tiene una mano así?

—Sí. Solo yo y Luke Skywalker.