Cuando la magia verdadera llegaba por correo, lo más probable era que aquel juego de manos literario fuera pergeñado por alguno de los Ray, Richard o Roberts. Ocasionalmente, en la línea donde figuraba el nombre del autor, aparecía un Dennis, un Jim o un David, y más raramente, un Steve. Fuera cual fuese el oculto motivo, ninguna de las obras de ficción que prefería para las antologías que yo editaba eran escritas jamás por un nombre menos corriente como Donald o George, o por ejemplo, Randolph u Oscar. Todos eran John, Alan, Bill, y Tom. No fallaba.

Dicha anomalía me mosqueaba tanto como los nombres de las mujeres cuyos relatos yo seleccionaba; porque, en el caso del ostensible sexo débil, se producía todo lo contrario. Las damas que se lanzaban a mi estanque de posibilidades literarias siempre llevaban nombres como Ardath, Mona, Bari o Lisa, Jeannette o Annette o Jessica, Tabbie o Tanith. ¡Ni una Mary, Hellen, Linda o Jane a la vista! En realidad, a la única escritora que leía con frecuencia —fuera del género— se llamaba Eudora.

No obstante, los mejores relatos presentados para mis colecciones fueron escritos por alguien cuyo nombre no daba pista alguna acerca del sexo del autor. Y aunque yo aceptaba, ansioso, cada relato mágico de aquella misteriosa pluma, nunca me fue permitido publicar uno siquiera.

Antes de explicar esta extraña secuencia de hechos, permítanme expresar la mística esperanza de que la presencia, o la esencia, de ese extraordinario artista quede reflejada, de alguna manera, en las presentes y excelentes obras de ficción que sí me permitieron —a través de los amables oficios del editor— ofrecerles a ustedes. Si algo de la magia narrativa de Wordsong llega a formar parte de ustedes, como ha llegado a formar parte de mí, podrán considerarse afortunados.

Cuando reunía el material para la primera antología que llevaría mi nombre, leí por primera vez aquellas encantadoras narraciones, escritas con seudónimo. Y cada vez que comenzaba otra antología. Wordsong me enviaba otro relato. Cada uno de ellos se basaba en una idea nueva, y cada argumento surgía de caracterizaciones reales como la vida misma, fascinantes en su introspección psicológica. Cuando sostengo que cada idea parecía nueva, lo digo en serio. Quienes han visto alguna vez un viejo libro titulado Plotto, que se jactaba de contener todas las ideas que un escritor pudiera necesitar, podrán imaginarse lo sorprendido y encantado que me sentía. Cualquiera de los trabajadores de la palabra que conocía se habría visto tentado a desarrollar las ideas aisladas, confiando en que su conmovedora originalidad conduciría a la invención de un relato memorable. Pero el misterioso autor, o la misteriosa autora, que me envió los cuatro relatos había logrado el autocontrol y tuvo la previsión de convertir cada uno de ellos en algo desarrollado por completo, sin vestigio de viñeta, con lo cual logró que los cuatro fueran tan perfectos y completos que aplicar en sus páginas una marca de rotulador azul habría sido un pecado a ojos de Dios.

Todo aquel que me haya entregado una obra sabe, al menos eso creo yo, cuan excepcionales y extraordinarios eran los escritos de Wordsong.

Mi propia opinión me parecía poco profesional, porque me asombraba la devoción que despertaba en mí. Pero intuía que la aparición de Wordsong me daba la oportunidad de que un Mencken o un Max Perkins reconocieran y promovieran el genio. Cuando terminé de leer aquel primer relato, me sobrecogió tanto lo logrado que estaba que me sentí… «redimido».

Entonces me enteré de que sólo me estaba permitido «leerlo», no presentarlo.

Por primera vez a lo largo de mi vida, en la segunda mitad del siglo, me había topado con un escritor, o escritora, de ficción que, literalmente hablando, escribía por el placer de hacerlo. Al principio me pareció una blasfemia. Con el tiempo, llegué a pensar que era casi divino. Pero estuviese o no editorialmente atrapado entre el cielo y el infierno, me sentí inundado por la nada caritativa sensación de descubrimiento; momentos después de haber devorado aquel primer relato, estaba dispuesto a aceptarlo y comprarlo. No tenía ni idea de quién podía ser Wordsong; lo que estaba claro era que resultaba imposible creer que un novato lo hubiera creado. Pensé en los gigantes del género que habían utilizado seudónimos en el pasado, pero no logré reconocer aquel estilo inefable. Y en ese momento, no sabía que jamás llegaría a tener la ocasión de ver la firma del autor (o de la autora) en un cheque aceptado.

Fue la llamada telefónica, con instrucciones del autor, que recibí momentos después de mi primera lectura, la que me proporcionó gran parte de la información que expongo. Le dije al genio frustrado que hablaba al otro lado de la línea que yo insistía en pagar por el relato, porque así cerraría el trato y evitaría que otros editores me lo arrebatasen; con eso, quizá él (o ella) cambiara de idea.

—Si de veras lo aprecia tanto —murmuró la voz en mi oído—, puede pagarme, pero ha de ser en metálico.

Por supuesto, se trataba de un atropello. Dije que procuraría hacer lo que me pedía.

—Es lo que cualquiera debería pretender de usted —me repuso.

Cuando me esforcé por saber por qué pedía el dinero en metálico y al contado sin que su relato fuera publicado, la comunicación se cortó de inmediato.

No obstante, cumplí con lo pactado: el editor era un caballero, y, a pesar de que la transacción no le entusiasmaba demasiado, la aprobó. Aunque arriesgado, le envié el dinero a Wordsong a las señas que me había dado: el número de un buzón rural de uno de esos Estados que nadie recuerda jamás cuando intenta nombrar todas las partes de ese abigarrado Estados Unidos: un Estado más salvaje, más libre, menos poblado, y un pueblo que hasta los diccionarios geográficos más expertos olvidan citar.

Nunca me fue concedido el permiso para publicar el maravilloso relato. Unas condiciones igual de asombrosas se repitieron cuando reuní material para posteriores antologías. Y en cada ocasión, mi exquisito orgullo, mi celo editorial, se vieron deslumbrados por una llamada telefónica en la que se me pedía que si «apreciaba» la nueva obra, prometiera no permitir que se publicase nunca, y entonces yo cumplía con la obligación autoimpuesta de adquirir la narración. Creo que, en el fondo, yo esperaba llegar a reunir un número tal de joyas de ficción como aquélla para, un buen día, formar una colección de relatos que valiera un Potosí; aquello inscribiría mi nombre junto al de antólogos como Campbell, Boucher, Grant, Schiff, Derleth y el resto. Para ser sincero, hubo momentos en los que me sentí muy enfadado, casi furioso por la forma en que Wordsong «me dejaba» pagar por un material que nadie más leería, excepto el editor (quien, obviamente, exigía leer lo que estaba pagando).

En fin, que… que comencé a sentirme como perseguido por la extraña voz del autor (o de la autora) al oírla en nuestras conversaciones telefónicas. En realidad, la comunicación era malísima y la voz se caracterizaba por unas pausas vocales matizadas, tan carentes de inflexión que me habría sonado distante aun en el caso de que la comunicación hubiera sido buena. Y en cada llamada, aquella voz sonaba masculina y femenina al mismo tiempo, aunque no en el sentido andrógino. Tenía fuerza: su integridad estaba implícita y la peculiar fusión de fortaleza y suavidad siempre convertía el sexo de Wordsong en algo sin importancia, hasta el momento en que colgábamos y yo empezaba a mover la cabeza, desesperado y lleno de dudas.

Cuando el cuarto relato llegó, la situación empezó a cambiar… para empeorar. No me refiero a la historia; ¡qué va! Era la mejor, si cabe. Nunca he leído una obra de ficción, y es la pura verdad, que despertara una emoción tan profunda en mí; que me hiciera reír y llorar, sentir terror y curiosidad, experimentar el suspense; un relato que me emocionara con su final tan único, tan sorprendentemente adecuado. El problema radicaba en la inevitable y maldita llamada telefónica, y en la declaración final de Wordsong de que aquel cuarto relato sería el «último».

Por fin, se me informó del porqué. Pero no puedo contárselo a nadie, salvo en la medida en que los lectores de esta extraña historia sean capaces de entrever el motivo. Toda la verdad. Está aquí, ante los ojos de los lectores.

Segundos después de mi última discusión telefónica —que fue más bien una perorata unilateral… dado que empecé por suplicar y acabé a gritos—, decidí tratar de conseguir personalmente el permiso de Wordsong para publicar sus relatos. Si eso fallaba, quizá después de conocer al genio yo habría logrado aprender algo más de él y de sus motivaciones.

Descubrí que podía cubrir en avión gran parte de la distancia que me separaba de aquel Estado perdido, aunque no sin tener que efectuar varios transbordos a lo largo del recorrido. Nadie se molestaba en viajar hasta allí, salvo yo. El viaje corrió por mi cuenta; no me había atrevido a poner de nuevo a prueba la paciencia del editor. También se me había ocurrido que quizá éste deseara acompañarme y, debo reconocerlo, me inundaba una sensación tal de misión personal que no estaba dispuesto a compartir mi encuentro con el enigmático autor (o autora). Cuando por fin me encontré en el pueblo de destino, me enteré, por desgracia, de que para llegar hasta el sitio al que me dirigía, debía alquilar un destartalado coche de ocho años del único servicio de alquiler en sesenta kilómetros a la redonda.

No tardé en encontrarme en caminos de tierra por los que nadie había transitado desde la guerra de Corea, salvo el cartero rural, claro está. El polvo del camino tenía un aspecto de enfurruñada permanencia, una manera de depositarse, incluso de llamar la atención, que resultaba prácticamente hostil. Se levantaba en espiral desde debajo de las cubiertas de mi anciano vehículo, como mechones de cabello blanco alrededor del cuello de un empresario jubilado que aún conserva ciertas influencias poderosas y desagradables. Tampoco me ayudó el drástico cambio climático. Había dejado atrás la ventosa y taciturna Indianápolis y el esforzado motor de mi vehículo desprendía un calor tal que sofocaba. Cuanto más avanzaba por el camino de tierra, sin ver nunca ni vehículos ni personas, más se afanaba mi imaginación por vencerme. «¿Y si Wordsong fuera… literalmente un “escritor” (o escritora) fantasma?», me preguntaba. ¿Y si fuera una de esas personas de poco éxito en la vida, y con tantas ansias por dejar una señal de su paso por la tierra, que se hubiera aferrado a una existencia parcial dejando las manos atadas a su escritorio, para poder así intentar una vez más la obra cumbre, utilizando para ello las visiones especiales susurradas a su oído en el momento de la yuxtaposición con la eternidad?

Todo aquello me hizo pensar en los libros, en la producción creativa de otros autores y recordó lo que Eudora Welty escribiera: «Me resultó sorprendente y decepcionante… descubrir que los libros de relatos habían sido escritos por personas, que los libros no eran maravillas naturales…». Si se pensaba bien, todo el proceso de «inventarse» una obra de ficción era más extraordinario de lo que nadie hubiera admitido jamás, incluso más sobrenatural. Constaba, en parte, de ideas disociativas que el autor imaginaba que podían enlazarse en forma de intriga hasta llegar a un punto; sin embargo, la fuente de las ideas mismas era, a menudo, imposible de encontrar. También…

Una corta serie de buzones se elevaba sobre unos postes al costado del camino de tierra, como gruesos indicadores de sepulcros. Después de recorrer varios kilómetros por ese camino, aquellos buzones fueron la primera prueba de que Wordsong, de que cualquiera, podía subsistir en aquella soledad. Con el cristal de la ventanilla bajado, los comprobé uno por uno; pero sólo descubrí que había elegido el camino rural correcto. Ningún «Wordsong» me fue revelado, y gran parte de los demás nombres habían sido total o parcialmente borrados por el tiempo y los elementos.

Sin más alternativa, continué por el mismo camino; por otros breves instantes, las tranquilas nubes de polvo contestatario envolvieron mi coche. El polvo y la calma de los campos sin arar, abandonados por el hombre, faltos de la mejora humana, me embrujaron; sonreí cuando comencé a entender la fuente de la inspiración de mi escritor (o escritora). Para entonces ya había oscurecido, y el camino se había vuelto interminable; una persona que viviese allí durante el tiempo que fuera, tarde o temprano, habría llegado a la conclusión de que el camino no concluía sino que continuaba, inacabable, serpenteando a través de mundos salvajes que superaban toda imaginación, incluso la de un escritor (o escritora) de nombre Wordsong.

Y como es lógico, con el tiempo, un alma creativa de esa talla intentaría, a pesar de todo, plasmar todo aquello en el papel.

Entonces vi el siguiente buzón, a un lado del camino, a mi derecha, y de repente me di cuenta de que en la distancia no había ningún otro. Frené de repente y mi coche lanzó un enervante chillido animal; aparqué justo delante del oxidado buzón y miré por primera vez hacia el lugar donde debía estar la casa.

Aunque el viento continuaba levantando una polvareda, la vislumbré con su aullido estridente, como el de una anciana moribunda; o más bien lo que vi fueron los cimientos y dos obstinadas paredes de una casa que pudo haber sido construida en tiempos de Nathaniel Hawthorne, o utilizada como modelo para algunas de las cosas que Hawthorne escribiera. También vi —o creí ver— una silueta igualmente insustancial o incompleta junto a una de las paredes que seguían en pie. Bajé del coche con rapidez, y comencé a gritar; pero la silueta amorfa desapareció…, si es que había estado allí alguna vez. Al parecer, yo había reaccionado como si la hubiese reconocido, y al hacerlo, había violado los límites de una imperceptible permisividad dimensional.

Entre las ruinas no había nada, y hacía tiempo que estaban abandonadas. Ni señales de vida, por más que me esforcé en encontrarlas: sin embargo, había ciertas… ciertas sensaciones, supongo. Los reflejos distantes y discernibles de las vidas transcurridas allí en otras épocas y de otras que seguían allí, escondidas en las profundidades de aquella finca cubierta de hierbas, como si fueran entes submarinos.

En el buzón, con el número al que dirigía mis envíos, no encontré correspondencia. Al parecer, no lo habían utilizado durante década, pero la tapa había quedado abierta. Me imaginé que algo podía haber escapado a mi vista, y aparecería por el camino para ahogarme en aquella finca desierta y fértil. Esta idea me hizo temblar y me dispuse a cerrar el buzón. «¡Abandona; márchate!».

Pero en el fondo del buzón encontré un ave vivaz y saludable, de una especie que no logré identificar, rodeada de un montón de crías delgaduchas. Quizá produje algún ruido porque la madre voló hacia mí y, piando, abandonó a sus polluelos y se perdió, muda otra vez, en el cielo azul oscuro. La vi volar, sintiendo un penoso lazo, esperando que regresara; luego, volvía mirar a los polluelos que seguían dentro del buzón.

Se movían en un nido hecho con dinero: los generosos billetes que le había pagado a Wordsong por aquellos relatos mágicos y perfectos.

Me quedé sentado al volante del coche alquilado durante más de una hora, pero la madre de las avecillas no regresó. Intenté encontrar una explicación a todo aquello, y recordé algo más que Eudora Welty había escrito en su valioso libro de recuerdos de Harvard, One Writer’s Beginnings: No es la voz de mi madre, ni la voz de ninguna persona que pueda identificar, y sin duda, tampoco la mía. Se refería a la voz que siempre escuchaba cuando leía, o escribía. Es para mí —escribió—, la voz del relato mismo.

La obra de Wordsong era eso. Los relatos habían surgido de las ruinas de aquella casa, del abandono de una tierra que el hombre ya no necesitaba, de un camino de tierra que iba de algún sitio a ninguna parte; no había tenido un nacimiento y no podían tener una muerte. Existían. Eran. Deseaban ser leídos; una vez. Y los otros relatos de Wordsong estaban en todas partes, a mi alrededor, llegaban mucho más lejos que la vista, al fondo del camino que se extiende desde la creencia de un lector agradecido hasta la fantasía y el infinito.