Todo empezó con un juramento, aunque de tono moderado.

—¡Maldición! —exclamó la abuela desde la cocina.

Cuando Alan, de diez años, oyó que maldecía, supo que la cosa era grave.

El abuelo bajó el periódico de Dubuque que tenía delante de los ojos y le preguntó:

—¿Qué ocurre?

—Se me ha acabado la mantequilla para el pastel…, si queréis un buen postre para la cena de Navidad, tendréis que ir al pueblo a traerme más.

—¿Con esta tormenta de nieve? —inquirió el abuelo.

La abuela no contestó. El abuelo se limitó a suspirar mientras dejaba el periódico, y se dirigió al armario del vestíbulo arrastrando los pies.

Alan lo observó mientras abría la puerta y sacaba las botas de nieve, un raído sombrero de pana, y una chaqueta Mackinaw de cuadros escoceses rojos y negros.

Se volvió y lanzó una melancólica mirada a Alan, quien, sentado en el suelo, veía un partido de fútbol sin demasiado interés.

—Alan, ¿quieres salir a dar una vuelta?

—¿Al pueblo?

—Sí. Eso me temo.

—¿Con esta tempestad?

El abuelo suspiró, lanzó una mirada furtiva hacia la cocina.

—Ajá —repuso.

—¡Sí! Será muy divertido.

Alan corrió hacia el armario, sacó unas pesadas botas recubiertas de goma, un gorro de punto y una bufanda. Luego se puso el abrigo de piel con capucha y relleno de pluma de ganso que su mamá había comprado por catálogo en L. L. Bean. Allí, en Iowa, todo era tan «distinto».

—Llevo cuarenta y dos años con esa mujer y todavía no sé cómo piensa que puede…

El abuelo acababa de cerrar tras ellos la puerta que daba al porche. Mascullaba todavía cuando se enfrentó a la punzante bofetada del viento decembrino, al mordisco de los copos de nieve, duros como el hielo, que le atacaban las mejillas. Alan había oído por la radio que si aquello no paraba en toda la noche, a la mañana siguiente, la nieve lo habría cubierto todo hasta los tejados.

El abuelo bajó al sendero que conducía al garaje y que habían limpiado con las palas. Ya había empezado a cubrirse y pronto habría que volver a limpiarlo.

El efecto hipnótico de la nieve fascinaba a Alan.

—Abuelo, ¿siempre hay tormentas como ésta?

—Así de fuertes, más o menos una vez al mes.

El abuelo tendió la mano hacia la puerta del garaje y la hizo deslizarse por los rieles de muelles. Sacudió la cabeza y se echó a temblar al recibir una ráfaga helada.

—Yo no sé qué opinarás tú, pero ahora mismo preferiría estar en ese crucero con tus padres.

—¡Ni hablar! ¡Ésta será mi primera Navidad de verdad!

—¿Por qué? ¿Porque es una Navidad «blanca»?

El abuelo lanzó una risita ahogada al abrir la puerta del Scout de tracción a las cuatro ruedas y subió.

—Claro —repuso Alan—. ¿Nunca has oído la canción?

El abuelo sonrió y repuso:

—Bueno, creo haberla escuchado un par de veces…

—Pues eso es lo que quiero decir. En Los Ángeles, nunca parece Navidad, ni siquiera en Navidad.

Alan subió de un salto al Scout y cerró de un portazo. El temporal de nieve los esperaba.

El abuelo se dirigió despacio desde el sendero hasta la carretera Catorce A. Alan miró hacia la lejanía y al ver el llano paisaje con las demás granjas se sintió desorientado. No lograba distinguir dónde terminaba la tierra nevada y dónde empezaba el blanco del cielo. Cuando el Scout avanzó con un bandazo hacia el camino principal, dio la impresión de que estuviesen circulando sobre una crujiente hoja de papel blanco, sobre la blanca nada.

«Daba miedo —pensó Alan—. Tanto miedo como conducir en noche cerrada».

—¡Sí que ha ido a buscar un buen momento para quedarse sin un ingrediente para la dichosa tarta! Fíjate, Alan. Será una nevada con todas las de la ley.

Alan asintió, y preguntó:

—Abuelo, ¿cómo sabes por dónde vas?

El anciano lanzó un gruñido.

—Es que he recorrido esta ruta un millón de veces, hijo —contesto—. ¡He vivido aquí toda mi vida! No iba a perderme ahora. Pero, Dios santo, qué frío hace. Espero que la calefacción empiece a funcionar pronto…

Siguieron adelante en silencio salvo por los crujidos que los neumáticos arrancaban a la nieve y por el flap, flap de las escobillas del limpiaparabrisas al tratar de quitar los duros copos que golpeaban el cristal. Las salidas de la calefacción todavía distribuían aire frío en el habitáculo, y el aliento de Alan se helaba en cuanto lo exhalaba.

Se imaginó que eran exploradores en un planeta lejano, un mundo alienígena de hielo y vientos eternamente congelados. Se trataba de una aventura instantánea del tipo que sólo puede formarse en las mentes de niños imaginativos de diez años. En la tempestad se formaban criaturas: unas cosas enormes, blancas, colosales. Cosas pálidas, con aspecto de reptil y ojos malvados. Alan entornó los párpados y miró a través del parabrisas, mientras se preparaba en la cúpula blindada de la ametralladora por si alguna de esas «cosas» los atacaba. La reventaría con sus cañones láser…

—¿Qué rayos será eso? —masculló el abuelo.

De repente. Alan salió de su mundo de fantasía y miró más allá de los limpiaparabrisas. En el centro de la blanca nada había una silueta negra. A medida que el Scout avanzaba por el camino invisible, acercándose al objeto contrastado, éste se fue haciendo más claro y definido.

Era un hombre. Estaba de pie junto a lo que parecía el costado del camino, y hacía señas al abuelo con la mano enguantada.

El abuelo frenó despacio, detuvo el Scout y se inclinó hacia su derecha para abrir la puerta. La nieve entró en el vehículo, precediendo al forastero, y se clavó en las ropas de Alan como un cuchillo helado.

—¿Hacia dónde va? —gritó el abuelo por encima del aullido del viento—. Yo me dirijo al pueblo…

—Ya me vale —repuso el forastero.

Alan lo miró de reojo cuando subió y se sentó en el asiento trasero. Llevaba una americana fina que le estaba demasiado grande, como las prendas raídas de un espantapájaros. Al cuello llevaba enrollada firmemente una bufanda negra y un pasamontañas azul le cubría el rostro debajo de un sombrero de ala flexible. A Alan no le gustó nada no poder verle el rostro al forastero.

—¡Ahí fuera hace un frío de mil demonios! —comentó el hombre al tiempo que palmeteaba con las manos enguantadas. Entonces lanzó una risita y añadió—: Vaya expresión tan cómica, ¿no? ¡Un frío de mil demonios! No tiene mucho sentido, desde luego. Pero la gente sigue utilizándola, ¿verdad?

—Eso parece —dijo el abuelo mientras metía la primera y reanudaba la marcha.

Alan echó un vistazo al anciano, que parecía una versión de su padre en viejo, y creyó ver que en su rostro arrugado se formaba una expresión preocupada, si no aprensiva.

—La cuestión es que no tiene gracia… —dijo el forastero, bajando un poco la voz—. Todo el mundo se cree que los demonios viven en el infierno, y que el infierno es un sitio «caliente», pero no tiene por qué serlo, ¿sabe?

—Lo cierto es que nunca se me había ocurrido pensarlo —admitió el abuelo, manipulando los mandos de la calefacción.

Hacía mucho frío, pensó Alan. Y daba la impresión de que aquel trasto no quería funcionar.

El niño se echó a temblar sin estar muy seguro si era por la falta de calor o por las palabras y la voz del forastero.

—Por cierto, tiene más sentido pensar en el infierno como un sitio lleno de todo tipo de dolores «diferentes». Lo que quiero decir es que el fuego es tan poco imaginativo, ¿no le parece? En cambio el frío… algo tan frío como ese viento de ahí fuera podría ser igual de malo, ¿verdad?

El hombre que iba en el asiento posterior lanzó una risita ahogada debajo del pasamontañas. A Alan no le gustó aquel sonido.

El abuelo se aclaró la garganta y fingió toser.

—Lo cierto es que tampoco se me había ocurrido pensar en eso —dijo concentrándose en el camino cubierto de nieve.

Alan observó el rostro de su abuelo y logró ver la inestabilidad reflejada en sus ojos. Era la mirada del miedo, que iba creciendo poco a poco.

—Quizá debería pensar… —comenzó a decir el forastero.

—¿Por qué? —intervino Alan—. ¿Qué quiere decir con eso?

—Es lógico que un demonio se encuentre cómodo en cualquier tipo de elemento, con tal de que éste sea extremado y cruel.

Alan intentó aclararse la garganta pero no pudo. Tenía una especie de nudo que se negaba a disolverse por más que tragara.

El forastero volvió a lanzar una risita ahogada.

—Claro que me estoy apartando del tema… —dijo—. Hablábamos de figuras del lenguaje, ¿no?

—Aquí el único que habla es usted —contestó el abuelo.

El forastero asintió.

—En realidad, «frío como un sepulcro» sería una expresión más adecuada.

—Bajo tierra no hace tanto frío —terció Alan, a la defensiva.

—Vaya, hombre, ¿y tú cómo lo sabes? —inquirió despacio el forastero—. Nunca has estado en un sepulcro…, al menos de momento.

—¡Deje ya de decir tantas tonterías, hombre! —ordenó el abuelo.

Su voz sonó dura, pero bajo la delgada capa de sus palabras. Alan detectó el miedo.

El niño observó a su abuelo y luego al forastero. Y cuando sus ojos se clavaron en los que asomaban bajo la protección del pasamontañas, sintió como si un punzón para romper hielo le recorriera la espalda. Había algo en los ojos del forastero, algo oscuro que parecía acechar y corcovear violentamente en el fondo.

Una risita sombría surgió del asiento trasero.

—¿Que digo tonterías? —inquirió el forastero—. Pero ¿qué es tonto y qué es serio en el mundo de hoy? ¿Quién puede establecer la diferencia? ¡Misiles y conferencias en la cumbre! ¡Vampiros y ajos! ¡Hambre y epidemias! ¡Lunas llenas y maníacos!

El hombre sombrío fue escupiendo aquella andanada de palabras que a Alan le produjeron más frío que el aire helado que despedía el ventilador de la calefacción. Apartó la mirada e intentó contener el temblor que se apoderaba de él.

—¿Adónde ha dicho que iba usted? —preguntó el abuelo mientras levantaba despacio el pie del acelerador.

—No lo he dicho.

—Pues será mejor que lo haga… ahora mismo.

—¿Acaso detecto un asomo de hostilidad en su voz? ¿O es otra cosa?

Y volvió a emitir aquella risita gutural, susurrada.

Alan fijó la vista en el blanco panorama del frente. Pero no se perdía palabra de la conversación entre el sombrío forastero y su abuelo, quien, de pronto, había adquirido las proporciones de un campeón. Escuchaba, pero no era capaz de volverse para mirar atrás. Entonces sintió que el temor se apoderaba de él. Una garra retorcida y alargada surgía de la oscuridad de su mente y se aferraba a él con una terrible certeza.

El abuelo frenó con cierta brusquedad; la tracción a las cuatro ruedas del Scout no logró impedir que el vehículo derrapara hacia la derecha y fuese a chocar contra un montículo de nieve. Alan miró a su abuelo mientras éste se volvía y observaba al forastero.

—Oiga, hombre, no sé qué juego se trae entre manos, pero no lo encuentro tan divertido como usted… Y, además, no me gusta la forma en que responde a nuestra hospitalidad.

El abuelo lanzó una mirada furibunda al hombre del asiento trasero, y Alan vio reflejarse el valor en los ojos del anciano. Eso fue lo que le infundió fuerzas para darse la vuelta y enfrentarse al forastero.

—Sólo pretendía conversar —repuso el hombre con voz de terciopelo.

Alan tuvo la impresión de que el forastero podía cambiar el tono de voz a su antojo, que podía modularla de cualquier manera. El hombre del pasamontañas era como un ventrílocuo, un mago quizá…

—Pues bien —dijo el abuelo—, para serle sincero, su conversación me tiene ya bastante harto, de modo que, ¿por qué no se apea aquí mismo?

Los ojos parapetados tras el pasamontañas pasaron velozmente del abuelo a Alan una, dos veces.

—Ya. Comprendo… —murmuró la voz—. No más tonterías, ¿eh?

El forastero se inclinó hacia adelante y puso una mano enguantada en el respaldo del asiento de Alan. La mano rozó casi el abrigo del niño, que se apartó, porque no quería que el forastero le tocase. Notó cierta acidez en el estómago.

—Muy bien —dijo el hombre, sombrío—. Por ahora los dejaré…, pero permítame un último comentario.

—Preferiría que se lo guardase —repuso el abuelo, al tiempo que el hombre abría la portezuela de atrás.

—Pues me escuchará…

Otra risa suave y el forastero ya se encontraba al borde del camino, rodeado por la ventisca de nieve. Detrás del pasamontañas, los ojos iban del abuelo a Alan y de vuelta al abuelo.

—Verá usted, estamos aquí para un viaje muy breve… y la noche se hace cada vez más fría.

Los ojos del abuelo se abrieron de manera desmesurada cuando las palabras entraron despacio en el interior del vehículo, mezcladas con los remolinos de viento frío. Aceleró a fondo y se despidió:

—Adiós, señor…

El Scout avanzó con tanta fuerza que dio un bandazo en la nieve; Alan no tuvo necesidad de cerrar la portezuela porque ésta se cerró sola por la fuerza de la aceleración.

Al mirar atrás. Alan vio que el forastero se transformaba rápidamente en una manchita negra en el blanco muro que tenía a su espalda.

—¡Con toda la gente que anda por el mundo necesitada de favores, tenía que ir a recoger a ese chalado! —El abuelo miró a Alan con una sonrisa forzada y luego, juguetón, le dio unos golpecitos en el brazo—. Ya no hay que preocuparse, pequeño. Se quedó allá atrás y despareció.

—¿Quién te parece que podía ser?

—Pues un loco, hijo. Un chalado. Cuando seas mayor, te darás cuenta de que el mundo está lleno de gente extraña.

—¿Tú crees que seguirá allí, en el camino, cuando volvamos?

El abuelo miró a Alan y trató de sonreír. Le costó un gran esfuerzo conseguirlo, pero la mueca que esbozó no se pareció en nada a una sonrisa de verdad.

—Le tenías miedo, ¿no es así?

Alan asintió y preguntó a su vez:

—¿A ti no te daba miedo?

El abuelo tardó en responder. La verdad es que parecía asustado.

—Bueno, supongo que un poco —admitió al fin—. Pero he conocido a otros tipos así. Me parece que, tarde o temprano, todo el mundo acaba encontrándose con un fulano así.

—¿De veras?

Alan no entendió muy bien a qué se refería su abuelo.

El abuelo miraba adelante y de pronto dijo:

—Mira, ahí está la tienda…

Después de aparcar, el abuelo entró corriendo en el Food-A-Rama a comprar medio kilo de mantequilla mientras Alan se quedaba en el vehículo con el motor en marcha, el ventilador de la calefacción aullando y las puertas cerradas. Al mirar hacia afuera, a los remolinos de nieve. Alan apenas logró diferenciar un copo de otro. Las ventanillas del Scout eran como blancas hojas de papel por las que Alan no lograba ver «nada».

De pronto, en el lado del conductor apareció una negra silueta, y el tirador produjo un sonido seco. El seguro saltó hacia arriba y apareció el abuelo: llevaba en la mano una bolsita de papel marrón.

—¡Chico, aquí fuera sopla una que no veas! ¡Esa mujer ha elegido bien el momento para enviarnos a un recado!

—Parece que ha empeorado —comentó Alan.

—Bueno, puede que no —dijo el abuelo, mientras metía la primera—, está anocheciendo. Cuando oscurezca, la nevada no será tan fuerte.

Regresaron por la carretera Veintiocho, que al cabo de un trecho describía una curva y cruzaba la Catorce A. Alan manipuló los mandos de la calefacción y, por fin, el habitáculo comenzó a caldearse un poco. Se sintió mejor, pero no lograba quitarse de la cabeza la voz del forastero.

—Abuelo, ¿qué quiso decir ese hombre con eso de que estamos aquí para un viaje muy breve? ¿Y con eso otro de que la noche es cada vez más fría?

—No lo sé muy bien, Alan. No olvides que es un chalado. Lo más probable es que ni él mismo sepa qué quiso decir…

—La verdad es que todo lo que decía daba mucho miedo, ¿no?

—Sí, supongo —admitió el abuelo mientras giraba el volante para tomar un cruce—. Ya estamos en la Catorce A. ¡Muy cerca de casa, pequeño! ¡Espero que tu abuela haya echado mucha leña al fuego!

El Scout avanzó por el camino nevado hasta que llegaron al buzón de brillante color anaranjado que indicaba la entrada a la granja del abuelo. Alan respiró con lentitud y sintió que el alivio le invadía los huesos. No había querido contárselo a su abuelo, pero el blanco de la tormenta y el frío intenso le habían afectado y tenía un terrible dolor de cabeza, quizá de tanto forzar los ojos.

—¿Pero qué rayos…?

El abuelo se interrumpió y disminuyó la velocidad al ver que en las roderas cubiertas de nieve del sendero de entrada se erguía una silueta alta y delgada.

—Abuelo, es él… —dijo Alan con un hilo de voz.

El hombre sombrío se hizo a un lado cuando el Scout se le acercó. Con rabia, el abuelo bajó el cristal de la ventanilla y dejó que la nieve entrara en el vehículo. Por encima del aullido del viento le gritó al forastero:

—¡Habrase visto descaro, venir hasta mi casa!

Los ojos parapeteados tras el pasamontañas se volvieron más negros, y no parpadearon.

—No tenía muchas alternativas —repuso la voz «camaleónica».

El abuelo quitó el seguro a la puerta y descendió para enfrentarse al hombre.

—¿Qué insinúa usted con eso?

Una risa suave se abrió paso entre el ulular del viento.

—¡Vamos! Usted sabe muy bien quién soy… y por qué estoy aquí.

Aquellas palabras detuvieron en seco al abuelo. Alan notó que el rostro del anciano palidecía de pronto. El abuelo asintió.

—Puede ser —aceptó—, pero nunca pensé que sería de este modo…

—Existen infinidad de modos —le explicó el forastero—. Discúlpeme, pero hágase a un lado…

—¿Cómo? —el abuelo parecía asombrado.

Alan se había bajado del Scout y estaba de pie, detrás de los dos hombres. Notó que en la garganta de su abuelo anidaba un terror genuino, presintió el temor en su voz temblorosa. Sin darse cuenta, Alan comenzó a alejarse del Scout. La cabeza le latía como si en ella golpeara un martillo neumático.

—¿Es mi mujer? —preguntó el abuelo con un hilo de voz.

El hombre sombrío negó con la cabeza.

El abuelo lanzó un fuerte gemido que se convirtió en palabras:

—¡No! ¡Él no! ¡No puede decirlo en serio!

—Aneurisma… —sentenció la voz terriblemente suave desde detrás del pasamontañas.

De repente, el abuelo aferró al forastero por el hombro y lo obligó a volverse para mirarlo de frente.

—¡No! —gritó, crispado—. ¡A mí! ¡Lléveme a mí!

—No puedo —respondió el hombre.

—Abuelo, ¿qué pasa?

Alan comenzaba a sentirse mareado. Los martillazos que sentía en la cabeza se habían convertido en un fuego devorador. Le dolía tanto que sintió ganas de gritar.

—¡Sí puede! —aulló el abuelo—. ¡Yo sé que puede!

Alan vio que el abuelo alargaba la mano y se aferraba al pasamontañas del hombre alto y delgado. En cuanto lo tocó se deshizo en pedazos y cayó debajo del sombrero de ala flexible. Por un instante. Alan vio, o al menos creyó ver, que debajo del pasamontañas no había «nada». Fue como mirar fijamente un cielo nocturno y de pronto darse cuenta de la infinidad, de la eternidad de todo. Para Alan, aquello ocurrió en un abrir y cerrar de ojos, y luego, por otro momento, vio unas arrugas blancas, angulares, y las cuencas de los ojos negras y vacías.

La nieve se arremolinaba a su alrededor; de pronto, el abuelo comenzó a forcejear con el hombre, y entonces el dolor de cabeza casi lo cegó. Alan lanzó un grito cuando el hombre rodeó a su abuelo con sus largos brazos delgados; por un instante fue como si los dos se hubiesen puesto a bailar en la nieve.

—¡Corre; pequeño! —le gritó el abuelo.

Alan se dirigió hacia la casa, luego se volvió para mirar atrás y vio que el abuelo se desplomaba sobre la nieve. El hombre alto y sombrío había desaparecido.

—¡Abuelo!

Alan corrió junto al anciano, que yacía boca arriba, con los ojos vidriosos mirando fijamente la tormenta.

—Llama a tu abuela… de prisa —le ordenó el anciano—. Es el corazón.

—No te mueras, abuelo…, ¡ahora no!

Alan estaba desesperado, no sabía qué hacer. Quería pedir ayuda, pero no quería dejar a su abuelo en medio de aquella tormenta.

—No hay alternativa —dijo el anciano—. Un trato es un trato.

Alan miró a su abuelo, intrigado al máximo.

—¿Cómo?

El abuelo dio un respingo cuando un nuevo dolor le taladró el pecho.

—Ya no importa…

El anciano cerró los ojos y exhaló su último suspiro.

Los copos de nieve se posaron bailoteando sobre su rostro, y, en ese momento. Alan descubrió que su dolor de cabeza había desaparecido, igual que el hombre sombrío.