Sheridan circulaba despacio por el largo y vacío paseo del centro comercial cuando vio salir al pequeño por la puerta principal, justo debajo del letrero luminoso de COUSINTOWN. El niño tendría quizá unos tres años, aunque estaba bastante desarrollado para esa edad, pero seguro que no pasaba de los cinco. Llevaba en el rostro una expresión con la que Sheridan había llegado a armonizar exquisitamente. El pequeño intentaba no echarse a llorar, aunque no tardaría mucho en hacerlo.
Sheridan vaciló un momento; sintió la suave y conocida oleada de desprecio por sí mismo… pero cada vez que se llevaba un niño, esa sensación se hacía menos urgente. La primera vez, había pasado una semana con insomnio. No dejaba de pensar en aquel enorme y grasiento turco, que se hacía llamar señor Mago, y no cesaba de preguntarse qué hacía con los niños.
—Van a pasear en barco, señor Sheridan —le había respondido el turco.
Aunque aquello, a sus oídos, sonó más bien a Ven a bassaar an berco, siño Sheridan. El turco sonrió. Y si sabe lo que le conviene, no haga más preguntas, le dijo aquella sonrisa, y luego lo hizo en voz alta y clara, sin acentos.
Sheridan no había vuelto a preguntar más, aunque eso no significaba que no hubiera seguido intrigado. Le daba vueltas y vueltas, con el deseo de poder volver atrás para darle más y más vueltas, para alejarse de la tentación. La segunda vez lo había pasado tan mal como la primera…; la tercera, ya un poco menos… y a la cuarta, ya había dejado de formularse preguntas sobre el «basseo en berco» y qué esperaba a los niños al final del recorrido.
Sheridan estacionó la furgoneta en uno de los lugares señalizados para tal fin que había justo delante del centro comercial; casi siempre aparecían vacíos porque estaban reservados para los inválidos, eso impedía que los agentes de seguridad del centro comercial sospecharan nada; además, esos estacionamientos resultaban muy apropiados.
«Siempre finges que no saldrás a buscar, pero luego robas una placa de inválido uno o dos días antes».
¿Qué más daba toda esa basura? Se encontraba en un aprieto y ese crío podía sacarle de él.
Se apeó de la furgoneta y se dirigió hacia el niño, que miraba a su alrededor con un pánico cada vez más azorado reflejado en el rostro. «Sí —pensó—, tiene cinco años, quizá seis… aunque es un tanto delgaducho». Bajo el intenso brillo de los fluorescentes que se filtraba por las puertas de cristal, el niño se veía pálido y enfermizo. Quizá estuviera enfermo de verdad, pero Sheridan supuso que sería a causa del susto.
El pequeño miraba, esperanzado, a la gente que pasaba por su lado; personas que entraban en el centro comercial, deseosas de comprar, y que salían cargadas de paquetes, con rostro aturdido, como drogadas, y con un aspecto que tal vez consideraran como de satisfacción.
El niño, que vestía unos tejanos lavados a la piedra y una camiseta con el anagrama de los Penguins de Pittsburgh, buscaba ayuda; buscaba a alguien que se fijara en él y notara que algo iba mal; buscaba a cualquier persona que le formulara la pregunta adecuada: «¿Has perdido a tu papá, hijo?», por ejemplo; buscaba un amigo.
«Aquí estoy —pensó Sheridan mientras se acercaba a él—. Aquí estoy, hijito. Yo seré tu amigo».
Estaba a punto de abordar al niño cuando vio que, por el vestíbulo, un guardia de seguridad del centro comercial se dirigía despacio hacia las puertas. El hombre buscaba algo en el bolsillo, quizá un paquete de cigarrillos. El tipo saldría, vería al niño y le arruinaría el negocio a Sheridan.
«¡Mierda!», pensó Sheridan, pero, al menos, cuando el policía saliera no lo pescaría hablando con el niño. Hubiera sido peor.
Sheridan retrocedió un poco y se dedicó a buscar en sus propios bolsillos, en un intento de fingir que se aseguraba de tener las llaves. Su mirada pasó rápidamente del niño al guardia de seguridad y de éste al niño de nuevo, el cual había comenzado a llorar. No lo hacía a gritos, aún no, pero los lagrimones, que parecían rojizos bajo el resplandor del letrero del CENTRO COMERCIAL COUSINTOWN, le resbalaban por las suaves mejillas.
La joven del mostrador de «información» le hizo una seña al guardia y le dijo algo. Era guapa, morena, de unos veinticinco años; el agente tenía el pelo de un color arena y lucía bigote. Cuando se acodó en el mostrador y sonrió a la chica, a Sheridan se le ocurrió pensar que se parecían a aquellos anuncios de cigarrillos que salían en las contraportadas de las revistas. «El espíritu de Salem». «Enciende mi Lucky». Él se moría ahí fuera y ellos, dentro, de charla. En ese momento, la chica hacía una caída de ojos. Qué monada.
De repente, Sheridan decidió arriesgarse. El pecho del niño comenzaba a agitarse, y tan pronto como se pusiera a llorar a gritos, alguien repararía en él. No le hacía gracia actuar con un guardia a menos de doce metros de distancia; pero si dentro las veinticuatro horas siguientes no cancelaba los pagarés que firmara en Reggie’s, un par de tipos muy fornidos irían a visitarle, y le harían una operación de cirugía improvisada en los brazos, para agregarle varios centímetros en cada uno.
Se dirigió hacia el niño. Sólo era un hombre corriente, vestido con una vulgar camisa Van Heusen y pantalones caqui: un hombre con un rostro ancho y normal que, a primera vista, daba sensación de amabilidad. Se inclinó sobre el pequeño, con las manos apoyadas justo encima de las rodillas, y el chiquillo volvió su pálido y asustado rostro hacia el de Sheridan. Sus ojos eran verdes como las esmeraldas, y las lágrimas que los bañaban acentuaban su color.
—¿Has perdido a tu papá, hijo? —le preguntó, amable Sheridan.
—A mi Popsy —repuso el crío, al tiempo que se enjugaba las lágrimas—. ¡Mi papá no está aquí, y no… no puedo encontrar a mi Po… a mi Pooopsy!
Rompió a llorar de nuevo, y una mujer que se disponía a entrar, se volvió a mirarle, con una vaga preocupación reflejada en su rostro.
—No pasa nada —le dijo Sheridan.
La mujer prosiguió su camino.
Para tranquilizarle. Sheridan rodeó los hombros del niño con un brazo y lo condujo despacio hacia la derecha, en dirección a donde tenía la furgoneta. Luego, echó una mirada hacia el centro comercial.
El guardia de seguridad tenía el rostro casi pegado al de la joven de información. Parecía como si hubiera algo bastante ardiente entre ellos…; de no ser así, pronto lo habría. Sheridan se relajó. Tal y como estaban las cosas, si atracaran el Banco del vestíbulo, el poli no se enteraría de nada. Aquello empezaba a parecerle pan comido.
—¡Quiero ir con mi Popsy! —lloró el niño.
—Por supuesto, seguro que sí —dijo Sheridan—. Y vamos a buscarlo ahora mismo. No te preocupes.
Condujo al niño un poco más hacia la derecha.
El pequeño lo miró desde su escasa altura con un asomo de repentina esperanza.
—¿Y podrás encontrarle?
—¡Claro que sí! —exclamó Sheridan con una sonrisa—. Se podría decir que buscar Popsies perdidos es una de mis especialidades.
—¿De verdad?
El niño esbozó una ligera sonrisa, aunque sus ojos continuaron estando llorosos.
—De verdad —respondió Sheridan.
Se volvió a mirar de reojo al interior del centro comercial para asegurarse de que el guardia, al que apenas lograba ver (y quien apenas lograría ver a Sheridan y al niño si levantaba la vista), seguía subyugado. Y así era.
—¿Cómo iba vestido tu Popsy, hijo?
—Llevaba el traje —respondió el niño—. Casi siempre lleva su traje. Sólo una vez lo vi con tejanos.
Hablaba como si Sheridan tuviera la obligación de saberlo todo sobre su Popsy.
—Apuesto a que el traje es negro —aventuró Sheridan.
Los ojos infantiles se iluminaron y lanzaron unos rojos destellos bajo el luminoso del establecimiento, como si sus lágrimas se hubieran convertido en sangre.
—¡Lo has visto! ¿Dónde?
Olvidadas las lágrimas, el niño, ansioso, se dirigió hacia las puertas de entrada, y Sheridan tuvo que hacer un gran esfuerzo para no agarrarle allí mismo. De nada le serviría. No podía montar un número. Debía evitar cualquier acción que la gente recordara más tarde. Tenía que meterlo en la furgoneta. Todos los cristales de ésta eran ahumados excepto el del parabrisas: incluso a un palmo de distancia, resultaba poco menos que imposible ver lo que iba en su interior.
Lo primero era meterle en la furgoneta.
Tocó al niño en el brazo.
—Hijo, no lo he visto ahí dentro —dijo—. Sino por allá.
Señaló hacia el enorme estacionamiento con sus interminables grupos de coches. En el extremo opuesto había un camino de acceso, y, más allá, podían verse los dobles arcos amarillos de McDonald’s.
—¿Y para qué iría Popsy hacia allá? —inquirió el niño, como si Sheridan o Popsy, o quizá ambos, se hubieran vuelto completamente locos.
—No lo sé —respondió Sheridan.
Su mente funcionaba a toda velocidad; avanzaba como un tren expreso, lo que hacía siempre que necesitaba llegar al punto en que debía dejarse de rodeos y zambullirse en la piscina con decisión o cagarla con toda honra. Popsy. Nada de papá, ni de papi, sino Popsy. El niño mismo le había corregido a él. Sheridan llegó a la conclusión de que Popsy sería el abuelo del pequeño.
—Pero estoy seguro de que se trataba de él. Un hombre mayor, con un traje negro, cabello blanco…, corbata verde…
—Popsy lleva la corbata azul —le contradijo el niño—. Sabe que es la que más me gusta.
—Ya, puede que fuera azul —dijo Sheridan—. Con estas luces, nunca se sabe. Anda, sube a la furgoneta que te llevaré con él.
—¿Estás seguro de que era Popsy? No entiendo para qué iría Popsy a un sitio donde…
Sheridan se encogió de hombros.
—Mira, niño —dijo—, si estás seguro de que no era él, será preferible que lo busques tú solo. A lo mejor lo encuentras cuando menos te esperas.
Y se alejó de repente en dirección a la furgoneta.
El niño no lo siguió. Sheridan pensó en regresar y volver a intentarlo, pero el asunto se había alargado demasiado; o mantenía al mínimo las posibilidades de llamar la atención o tal vez consiguiera veinte años en Hammerton Bay. Era mejor que se marchara a otro centro comercial. A Scoterville, quizá. O a…
—¡Eh, señor, espérame!
Se trataba del pequeño. En su voz se traslucía el pánico. Se oyó el sonido sordo de las zapatillas.
—¡Espera! Yo le había dicho que tenía sed. Supongo que iría hasta allí para buscarme algo de beber. ¡Espera!
Sheridan se volvió, todo sonrisas.
—Lo cierto es que no iba a abandonarte, hijo.
Condujo al niño hasta la furgoneta, que tenía cuatro años y estaba pintada de un azul indefinido. Abrió la puerta y le sonrió; el niño lo miró, dubitativo, con aquellos ojos verdes nadándole en su pálida carita.
—Entra en mi reino —dijo Sheridan.
No tenía problema con las tías, y tampoco con la bebida, porque sabía prescindir de ambas cosas cuando quería. Su problema lo constituían los naipes; cualquier clase de naipes, con tal de que fueran del tipo que te permite entrar en juego cambiando billetes por fichas. Había perdido empleos, tarjetas de crédito, la casa que su madre le había dejado… Jamás había estado en la cárcel, al menos hasta ese momento: pero la primera vez que tuvo problemas con el señor Reggie, llegó a pensar que la cárcel, comparada con aquello, sería como una cura de reposo.
Aquella noche había perdido un poco la razón. Llegó a la conclusión de que lo mejor era perder al comenzar la partida. Porque si perdía de entrada, se desanimaba y se marchaba a su casa, veía un rato a Carson en la televisión y, después, se acostaba. Pero cuando ganaba un poco al principio, seguía jugando. Esa noche, Sheridan había insistido, y acabado con una deuda de diecisiete mil dólares. Ni él mismo podía creérselo; volvió a su casa aturdido, casi azorado por la enormidad de la cifra. En el coche, no cesaba de repetirse que al señor Reggie no le debía setecientos ni siete mil, sino ¡diecisiete mil dólares! Cada vez que ese pensamiento volvía a su mente, se echaba a reír a lo tonto y subía el volumen de la radio.
Sin embargo, a la noche siguiente, no se echó a reír a lo tonto cuando los dos gorilas (los que le retorcerían los brazos de mil maneras, nuevas y curiosas, si no pagaba) lo llevaron al despacho del señor Reggie.
—Pagaré —balbuceó Sheridan de inmediato—. Escúcheme, pagaré mi deuda, no hay problema; sólo es cuestión de un par de días; una semana o dos a lo sumo.
—Me aburres, Sheridan —dijo el señor Reggie.
—Yo…
—Cierra la boca. Si te diese una semana, ¿crees que no me sé yo lo que harías? Le darías el sablazo a algún amigo y conseguirías unos doscientos dólares, si es que tienes algún amigo a quien recurrir. Si no logras encontrar un amigo, atracarás una tienda de bebidas… si es que tienes agallas para hacerlo, cosa que dudo, aunque todo es posible. —El señor Reggie se inclinó hacia adelante, apoyó la barbilla en las manos y sonrió. Olía a colonia Ted Lapidus—. Y si lograras conseguir doscientos dólares, ¿qué harías?
—Dárselos a usted —había farfullado Sheridan, que a esas alturas estaba a punto de mearse en los pantalones—. ¡Se los entregaría de inmediato!
—De eso nada —repuso el señor Reggie—. Te irías al hipódromo y tratarías de aumentar esa cifra. Y lo que me darías sería un montón de disculpas de mierda. Amigo mío, esta vez estás enterrado hasta las orejas. Más arriba de las orejas.
Sheridan comenzó a lloriquear.
—Estos muchachos podrían mandarte al hospital una buena temporada —dijo el señor Reggie en tono reflexivo—. Allí, te pondrían una sonda en cada brazo y otra en la nariz.
Sheridan comenzó a lloriquear con más fuerza.
—Voy a hacerte un favor —dijo el señor Reggie, y deslizó una hoja de papel doblada por encima del escritorio hacia Sheridan—, quizá llegues a entenderte con este tipo. Se hace llamar señor Mago, pero es una mierda igual que tú. Y ahora, ¡fuera de aquí! Pero dentro de una semana te haré volver y tendré tus pagarés sobre este escritorio. Cuando ese momento haya llegado, o me los cancelas o haré que mis amigos hagan contigo un buen trabajito. Y como Booker T. dice, una vez puestos, no paran hasta que se sienten satisfechos.
En la hoja de papel aparecía escrito el verdadero nombre del Turco. Sheridan fue a visitarle, y se enteró de lo de los niños y los bassaos en berco. El señor Mago puso también una cifra que era bastante más elevada que la suma a la que ascendían los pagarés en poder del señor Reggie. Entonces fue cuando Sheridan empezó a moverse por los centros comerciales.
Salió del estacionamiento principal del Centro Comercial Cousintown, comprobó que no pasaran coches, y se metió en el camino de entrada al McDonald’s. El niño iba sentado en el borde del asiento del acompañante, con las manos sobre las rodillas del tejano lavado, y los ojos agónicamente alertas. Sheridan enfiló hacia el edificio, hizo un giro muy abierto para evitar el carril de desvío y pasó de largo.
—¿Por qué vas a la parte de atrás? —preguntó el pequeño.
—Para ver las demás puertas —contestó Sheridan—. Quédate tranquilo, chico. Creo haberle visto ahí dentro.
—¿De veras? ¿Lo dices en serio?
—Estoy casi seguro.
Una oleada de sublime alivio inundó el rostro del niño y, por un momento, Sheridan sintió compasión del pequeño: por el amor de Dios, que él no se consideraba ni un monstruo ni un maníaco. Pero esos pagarés habían ido aumentando de precio cada vez y el hijoputa del señor Reggie no sentiría el menor remordimiento si Sheridan decidía ahorcarse. Porque esta vez ya no eran diecisiete, ni veinte, ni siquiera veinticinco mil dólares. Esta vez tendría que conseguir treinta y cinco de los grandes si para el sábado siguiente no quería encontrarse con unos cuantos codos nuevos en los brazos.
Se detuvo en la parte trasera, junto al depósito de la basura. No había nadie estacionado. Bien. En la parte interior de la puerta de la furgoneta llevaba una bolsa de plástico para guardar mapas u otros objetos. Sheridan metió la mano izquierda en él y sacó un par de esposas Koch de acero azulado. Estaban abiertas.
—Oiga, ¿por qué vamos a parar en este sitio? —inquirió el niño.
Lo preguntó con un tono de voz en el que se reflejaba otro tipo de miedo; esa voz decía que tal vez haber perdido a Popsy en un centro comercial atestado de gente no era lo peor que podía ocurrirle.
—En realidad no pararemos aquí —respondió Sheridan con cierta seguridad.
La segunda vez que había hecho aquello aprendió en su propia carne que no es conveniente subestimar ni tan siquiera a un niño de seis años cuando le entra el pánico. El segundo crío le había encajado una patada en los cojones y a punto había estado de escapársele.
—Es que me he dado cuenta de que no me he puesto las gafas para conducir. Podrían quitarme el permiso. Están en esa funda que hay en el suelo. Se ve que se han escurrido hasta ahí. ¿Quieres dármelas, por favor?
El niño se agachó para recoger con la mano derecha la funda, que estaba vacía. Sheridan se inclinó y, con una limpieza de película, logró colocarle una de las anillas en la otra mano. Y ahí comenzaron los problemas. ¿Acaso no acababa de recordar que constituía un grave error subestimar incluso a un crío de seis años? El niño luchó como un gato montés; se retorció con una musculosidad de anguila que Sheridan jamás hubiera creído posible en una bolsa de huesecitos como aquélla. Se retorció, luchó y se abalanzó hacia la puerta, entre resoplidos y extraños grititos, como de pájaro. Aferró el tirador. La portezuela se abrió de par en par, pero la luz del habitáculo no se encendió porque Sheridan, después de su segunda incursión, la había quitado.
Agarró al niño por el cuello de la camiseta de los Penguins y tiró de él hacia dentro. Intentó enganchar la otra anilla de las esposas en el asa especial que había junto al asiento del acompañante, pero falló. El niño le mordió dos veces e hizo que le sangrara. Diablos, sus dientes parecían cuchillas. El dolor le llegó hondo y le recorrió el brazo con sus aceradas punzadas. Le propinó un puñetazo en la boca. Atontado, el pequeño cayó sobre el asiento; la sangre de Sheridan, que le había manchado la boca y la barbilla, le goteaba sobre el cuello ribeteado de la camiseta. Sheridan cerró la otra esposa en el asa del asiento y luego se desplomó en el suyo, chupándose el dorso de la mano derecha.
Le dolía mucho. Apartó la mano de la boca y se la miró bajo la débil luz del tablero de instrumentos. Dos cortes irregulares y poco profundos, de unos cinco centímetros de largo, partían desde encima de los nudillos en dirección a la muñeca. La sangre manaba en débiles hilos. No obstante, no sintió el impulso de volver a zurrar al niño, y aquello no tenía nada que ver con dañar la mercancía del Turco, a pesar del modo quisquilloso en que éste le había advertido que no lo hiciera: «astrobea la marcancía y astrobearás el brecio», le había dicho el Turco con su acento aflautado.
No, no culpaba al chico por luchar; él, en su lugar, habría hecho lo mismo. Tendría que desinfectarse la herida lo antes posible, en una de ésas, hasta necesitaría que lo vacunaran: había leído en alguna parte que las mordeduras de los humanos eran las peores; aunque, en cierto modo, admiraba el coraje del pequeño.
Metió la primera, rodeó el edificio de ladrillos, dejando atrás la ventanilla vacía de la entrada, y regresó al camino de acceso. Giró a la izquierda. El Turco tenía una enorme casa estilo rancho en Taluda Heights, en las afueras de la ciudad. Sheridan iría hacia allí a través de caminos secundarios, por si acaso. Cuarenta y cinco kilómetros. Tres cuartos de hora… una quizá.
Dejó atrás un cartel que decía: GRACIAS POR COMPRAR EN EL PRECIOSO CENTRO COMERCIAL COUSINTOWN, giró a la izquierda, y puso la furgoneta a la velocidad perfectamente legal de sesenta kilómetros por hora. Sacó un pañuelo del bolsillo trasero de su pantalón, se envolvió en él la mano derecha y se concentró en seguir las luces de los faros en dirección a los cuarenta billetes de mil dólares que el Turco le había prometido.
—Te arrepentirás —dijo el niño.
Impaciente, Sheridan se volvió a mirarle; acababan de despertarlo de un sueño en el que había logrado veinte puntos seguidos y tenía al señor Reggie postrado a sus pies, con el culo a rastras, y le suplicaba que se detuviera; ¿qué pretendía?, ¿acaso quería arruinarle?
El niño lloraba de nuevo, y sus lágrimas seguían ofreciendo aquella extraña tonalidad rojiza. Por primera vez, Sheridan se preguntó si el crío no estaría enfermo…, si no tendría algo contagioso. A él tanto le daba, con tal de que no se le pegara y que el señor Mago le pagase antes de darse cuenta.
—Cuando mi Popsy se entere, te aseguro que te arrepentirás —sentenció el chiquillo.
—Ya —repuso Sheridan y encendió un cigarrillo.
Salió de la Carretera Estatal Veintiocho y se metió por un camino alquitranado de dos carriles, sin señalizar. A la izquierda se extendía una amplia zona pantanosa, y a la derecha, unos bosques sin fin.
El niño tiró de las esposas y sollozó.
—Deja de llorar. No te servirá de nada.
No obstante, el pequeño volvió a dar otro tirón. Esa vez, el sonido que emitió fue una especie de gruñido de protesta que a Sheridan no le gustó ni un ápice. Se volvió a mirar y se quedó atónito al comprobar que el asa metálica que había al lado del asiento, un puntal que él mismo había soldado, estaba completamente doblado. «¡Mierda! —pensó—. Tiene dientes como cuchillas y ahora voy y descubro que el chaval, además, es fuerte como un buey».
Se detuvo junto al borde del camino y le gritó:
—¡Para de una vez! —gritó.
—¡No quiero!
El crío se volvió a tirar de las esposas y Sheridan pudo advertir que el puntal metálico se doblaba un poco más. Dios santo, ¿cómo podía un niño hacer algo semejante?
«Es el miedo —se contestó él mismo—. Por eso ha podido hacerlo».
Pero ninguno de los otros había sido capaz de aquello, y a esas alturas, muchos habían estado en peores condiciones que ese crío.
Abrió la guantera, que se hallaba en el centro del panel de instrumentos, y sacó una jeringuilla hipodérmica. El Turco se la había dado, y le había advertido que no debía hacer uso de ella a menos que fuera absolutamente necesario. Las drogas, le había dicho el Turco (había pronunciado drocas), podrían estropear la mercancía.
—¿Ves esto?
El niño asintió.
—¿Quieres que la use?
El niño meneó la cabeza y lo miró con los aterrados ojos desorbitadamente abiertos.
—Eres listo. Muy listo. Porque te dejaría fuera de combate. —Hizo una pausa. No quería decirlo…, maldición, de verdad que él era un buen tío cuando no tenía el agua al cuello…, pero era preciso—. Incluso podría matarte.
El niño se lo quedó mirando con fijeza, con los labios temblorosos y el rostro blanco como cenizas de papel de diario.
—Si dejas de tirar de las esposas, yo no usaré la aguja. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —susurró el niño.
—¿Me lo prometes?
—Sí.
El pequeño levantó el labio superior, lo que dejó a la vista sus blancos dientes. Uno de ellos estaba manchado con la sangre de Sheridan.
—¿Lo juras por tu madre?
—Nunca he tenido madre.
—¡Mierda! —exclamó Sheridan, disgustado.
Volvió a poner la furgoneta en marcha. Avanzaba a mayor velocidad ahora, y no sólo porque por fin hubiera podido salir del camino principal. El niño le daba miedo. Sheridan quería entregárselo al Turco, cobrar su dinero y largarse.
—Mi Popsy es muy fuerte.
—¿De veras? —preguntó Sheridan.
Y pensó para sí: «Apuesto a que lo es, chico. El único tipo del asilo de ancianos que puede plancharse el braguero, ¿eh?».
—Me encontrará.
—Ajá.
—Puede olerme.
Sheridan tuvo la certeza de que le decía la verdad. Y tanto que podría oler al niño. Que el miedo tenía olor era algo que él mismo había aprendido en sus expediciones anteriores, pero éste era algo irreal: el niño olía a una mezcla de sudor, barro y ácido de batería en lenta ebullición.
Sheridan abrió la ventanilla un poco. A la izquierda, el pantano no tenía fin. Unas lonchas rotas de luz de luna brillaban sobre el agua estancada.
—Popsy sabe volar.
—Seguro —repuso Sheridan—; y apuesto a que vuela mucho mejor después de un par de botellas de licor.
—Popsy…
—Cállate, niño, ¿vale?
El chiquillo guardó silencio.
Seis kilómetros más adelante, el pantano se ensanchaba hasta formar una amplia laguna vacía. En aquel punto, Sheridan giró a la izquierda y se internó por un camino de tierra batida. A ocho kilómetros al oeste de allí giraría hacia la derecha rumbo a la Autopista 41, y desde allí, Taluda Heights estaba a un tiro de piedra.
Miró de reojo hacia la laguna: una sábana plateada bajo la luz lunar… y, en ese momento, la luna desapareció. Borrada.
Un sonido, parecido al que harían unas sábanas enormes al agitarse en el tendedero, le llegó de arriba.
—¡Popsy! —gritó el niño.
—Cállate. Era un pájaro.
Pero, de pronto, le entró el pánico, un pánico inmenso. Miró al niño. El pequeño había vuelto a levantar el labio y tenía los dientes al descubierto. Eran unos dientes muy blancos, muy grandes.
No…, grandes, no. Grandes no era el adjetivo correcto.
«Largos» resultaba más apropiado. En especial los dos de arriba, a los lados. Los… ¿cómo se llamaban…? Los colmillos.
De pronto, su mente volvió a levantar el vuelo, frenética, como si algo la estuviera acelerando.
Le dije que tenía sed.
¿No entiendo para qué iría Popsy a un sitio donde…?
«¿Comen? ¿Iba a decir comen?».
Me encontrará. Puede olerme. Popsy sabe volar.
Yo le había dicho que tenía sed y fue a buscarme algo de beber, fue a buscarme ALGUIEN para bebérmelo, fue a…
Algo aterrizó sobre el techo de la furgoneta con un ruido amortiguado, torpe y pesado.
—¡Popsy! —volvió a gritar el niño, casi delirante de dicha.
Y, de pronto, Sheridan ya no pudo ver el camino: una enorme ala membranosa, recorrida por infinidad de pequeñas venas, cubrió el parabrisas de lado a lado.
Mi Popsy sabe volar.
Sheridan lanzó un chillido y pisó el freno a fondo con la esperanza de que la cosa que había caído sobre el techo saliera despedida hacia adelante. A su derecha, volvió a oír el gruñido de protesta del metal sometido a un gran esfuerzo, seguido otra vez de un breve y seco chasquido. Un instante después, el niño le enterraba los dedos en el rostro y le hacía un corte en la mejilla.
—¡Me ha raptado, Popsy! —aullaba el pequeño hacia el techo de la furgoneta con aquella voz de pajarito—. ¡Me ha raptado, me ha raptado, este hombre malo me ha raptado!
«No entiendo nada, niño —pensó Sheridan. Tanteó desmañadamente y encontró la jeringuilla—. No soy un mal tipo, la cuestión es que yo estaba metido en un lío… Joder, en otras circunstancias más adecuadas, yo podría ser tu abuelo…».
Pero cuando la mano de Popsy, más parecida a una garra que a una mano de verdad, destrozó el cristal de la ventanilla y le arrebató la hipodérmica a Sheridan, junto con un par de dedos, comprendió que aquello no era cierto.
Un momento más tarde. Popsy arrancó de cuajo la portezuela del lado del conductor y dejó las bisagras convertidas en dos trozos brillantes de metal retorcido. Sheridan vio una capa hinchada por el viento, una especie de pendiente y la corbata… sí, era azul.
Popsy arrancó a Sheridan de la furgoneta y le clavó sus garras en los hombros, traspasándole la chaqueta y la camisa. De repente, los ojos verdes de Popsy se tornaron rojos como rosas de sangre.
—Sólo fuimos al centro comercial porque mi nieto quería unas figuritas de los Transformers —murmuró Popsy, que despidió un aliento a carne podrida—. Los que anuncian por la televisión. A todos los niños les gustan. Debió dejarle en paz. Debió dejarnos en paz… ¡a los dos!
Sheridan se sintió sacudido igual que si fuera una muñeca de trapo. Chilló y volvieron a sacudirle. Oyó como Popsy, solícito, le preguntaba al niño si seguía teniendo sed; y al niño que le contestaba que tenía mucha sed, que el hombre malo le había asustado tanto que tenía la garganta demasiado reseca… Durante un segundo escaso, Sheridan vio la uña del pulgar de Popsy antes de que ésta desapareciera bajo el pliegue de su propia mandíbula: era una uña áspera, gruesa y brutal. Con esa uña le cortaron el cuello antes de que pudiera darse cuenta de nada, y lo último que vio, antes de que todo se tornase negro, fue al niño con las manos juntas formando cuenco para recoger el chorro (del mismo modo en que Sheridan, cuando era niño, había formado un cuenco con sus manos juntas bajo el grifo del patio trasero para beber agua una calurosa tarde de verano), y a Popsy, que acariciaba suavemente el cabello del pequeño con un cariño enorme en sus gestos.