Lo primero que pensó Hooke fue: «El cuerpo podrido de Artie está allí en el fondo». En alguna parte, debajo de las aguas oscuras. Y las criaturas de Fowler’s Crescent están allí abajo con él, jugando entre sus huesos. «Un final adecuado —pensó Hooke—, para un hombre habituado al agua».

Aparcó la camioneta en la loma que daba a la aislada media luna de agua ubicada en el valle. Escudriñó por el parabrisas, debajo de la proa en forma de pico de halcón de la canoa que llevaba atada al techo de la camioneta, y se quedó sorprendido al ver la extraña exuberancia del paisaje. Era tan verde como un bosque tropical. No como él se lo imaginaba. Había oído decir que Fowler’s Crescent estaba muerto desde hacía veinte años, a raíz de la fuga de productos químicos ocurrida río arriba. Hooke esperaba encontrarse con un sitio desolado y sin vida. Un año antes, Artie Guillam había hecho el viaje esperando exactamente lo mismo. Pero Artie nunca regresó para informarle de lo contrario.

Al otro lado del camino había un indicador de madera medio torcido y borroso. Decía:

Bienvenido a Fowler’s Crescent, fundado en 1809.

Población: 1.087 hab.

La mejor pesca de Indiana del Sur

Hooke pensó: «Hará setenta años por lo menos que no tocan ese cartel». Entonces observó el pie de la loma, donde los restos del pueblo comenzaban. Las escasas edificaciones que aún seguían en pie eran tan viejas como el cartel indicador. Pero desde la cima de la loma, Fowler’s Crescent podría haber sido un paraíso aislado. A excepción de una colina yerma, ubicada en la punta de la media luna, en cuya cima se alzaba una casa. La forma en que sobresalía de los verdes bosques circundantes tenía algo de maligno. Destacaba.

Era uno de esos lagos de los que los veteranos de la pesca hablaban en susurros. Aquellos pocos que comentaban algo de Fowler’s Crescent lo hacían sólo para transmitir sus brumosos peligros y leyendas. En sus murmullos había una especie de temor. Precisamente por eso, el osado Artie Guillam había hecho el viaje el año anterior. Y, precisamente por eso, Mo Hooke estaba allí.

Hooke aparcó la camioneta ante lo que parecía una especie de almacén. Por encima del alero del desvencijado pórtico de madera colgaba un cartel que decía: Feer: Artículos de Pesca y Cebos. Subió unos peldaños de madera alabeada, abrió una puerta mosquitera chirriante, con la malla metálica combada, y entró.

Dentro había cuatro hombres. Dos de ellos estaban jugando una lentísima partida de damas. Otro se encontraba detrás del mostrador. Y el cuarto se hallaba sentado ante una mesita de madera, atando moscas artificiales. Hooke echó un vistazo general a la habitación. Calculó que en las paredes habrían colgados unos doscientos juegos de mandíbulas de pescados. Ni siquiera en Troller’s Union, el club de pescadores de su pueblo, existía una sala de trofeos como aquélla. Ni en ninguna otra parte que él conociera.

—Perdonen —dijo Hooke—, busco un buen sitio para pescar.

Casi al unísono, los ancianos se volvieron lentamente hacia él y lo miraron. Ninguno de ellos sonrió. Hooke notó lo arrugados que eran sus rostros, como los de los ancianos del Troller’s Union que se habían pasado tantos años bajo tantos soles, en tantos lagos. No constituía ningún misterio cómo habían pasado aquellos hombres sus vidas. Ni que los trofeos les pertenecían.

El hombre corpulento que se encontraba detrás del mostrador fue quien habló por fin.

—La mejor zona para pescar está río abajo, hijo, cerca de Bloomfield y Worthington.

—¿Ah, sí? —Hooke sonrió—. Había oído decir que estaba justo aquí. En ese lago que tienen ahí afuera.

El del mostrador lo estudió durante un momento.

—¿Quién te ha dicho eso?

—El cartel que hay a la entrada del pueblo —contestó Hooke—. Y unos compañeros del club de pesca de mi pueblo.

—Conque del club de pesca, ¿eh?

En su sonrisa se advertía un cierto desdén.

—Sí. El Troller’s Unión. ¿Ha oído hablar de él?

El anciano lo miró de soslayo y alrededor de sus ojillos grisáceos se le formó una docena de arrugas rizadas.

—Troller’s Unión. Sí. Al norte del Estado, ¿verdad? Uno de sus socios estuvo por aquí el año pasado. Según recuerdo, tuvo un accidente en el lago.

—Es difícil de decir —afirmó Hooke con tranquilidad—. Nunca encontraron el cadáver.

—Es un lago profundo —arguyó el anciano—. En algunos puntos, tiene sesenta metros. Por eso el agua parece tan oscura. Resulta difícil de dragar. Si te ahogas en el Crescent, lo más probable es que nunca vuelvas a aparecer.

—Por eso me gustaría pescar allí —dijo Hooke—. Porque no hay nadie que se atreva.

El viejo asintió y repuso:

—Ya. Quiere ganarse el trofeo de Fowler’s Crescent. Cada año pasa por aquí una decena como usted. La mayoría vuelve con las manos vacías.

Hooke volvió a echar un vistazo a las filas de mandíbulas que colgaban de las paredes. Luego sacó un billete de cien dólares del bolsillo y lo depositó sobre el mostrador.

—De eso estoy seguro. Pero usted…, usted sabe lo que hay en ese lago. Y también cómo pescarlo. —Miró a su alrededor, a cada uno de los ancianos—. Y estoy dispuesto a pagar por lo que sabe.

El hombre que se encontraba detrás del mostrador se inclinó hacia adelante apoyándose en sus manos musculosas.

—De acuerdo, amigo, ¿qué quiere pescar?

—Tengo sedales de diez y de dos kilos y medio.

—Necesitará otros mayores.

Hooke sonrió.

—He pescado percas de hasta veinte kilos con ese sedal de dos y medio —repuso.

—Necesitará otros mayores —insistió el anciano.

—De acuerdo —asintió Hooke en voz baja—. ¿Qué me recomienda usted, señor…?

—Feer. Max Feer. Soy el propietario. Esos dos que juegan a damas son Boyd y J. C. El viejo que está atando moscas artificiales es Darnell. Y le recomiendo un sedal de prueba de cuarenta y cinco kilos, señor…

—Hooke —repuso él en voz baja—. Morris Hooke. Mis amigos me llaman Mo. —Sus palabras apenas se oyeron—. ¿Y qué tienen en ese lago que exige un sedal de ese calibre?

—Barbos del lago Crescent, señor Hooke. Sólo barbos del lago Crescent.

—Pero ¿cuánto crecen?

—No lo sé seguro. Los grandes siempre se escapan. —Las arrugas volvieron a rodearle los ojos—. Claro que si quiere algo más pequeño…

—No, no —se apresuró a contestar—. Quiero el pez más grande que haya en ese lago.

Feer sonrió.

—¿Qué usa de cebo?

—Para los barbos, camarones.

—Úselos si quiere. Pero le iría mejor con gusanos.

—¿Gusanos? ¿Para los «barbos»?

—Son de aquí. Probados y garantizados; grandes. Y tienen un olor que gusta a los barbos grandes.

—Max, andamos escasos de gusanos de Crescent. ¿No puedes ofrecerle otra cosa? —masculló Boyd.

A Hooke le bastó el comentario.

—Me llevaré los gusanos —dijo—. ¿Cuándo pican más?

—De noche —respondió Feer—. Tienen más hambre.

—Pues habrá que pescar de noche —dijo Hooke, más como un comentario hecho en voz alta que otra cosa.

Feer desapareció en la trastienda y regresó al cabo de un momento con una cesta de mimbre, con tapa de bisagra.

—Cuídelos bien. Últimamente no hemos ido a buscar más, son los únicos que conseguirá.

—¿Hay algún sitio en especial donde me aconseje lanzar el sedal? —inquirió Hooke.

Darnell, el hombre que ataba moscas artificiales ante la mesita, fue quien contestó.

—Yo puedo llevarle hasta allí. Me queda de camino.

Con delicadeza, depositó la intrincada mosca que estaba atando y se puso de pie. Era un hombre delgado, cargado de hombros. Hooke se lo imaginó: un cuerpo formado por su pasatiempo favorito: perpetuamente inclinado hacia adelante en una barca, en dirección del sitio mágico donde el sedal desaparece debajo del agua, observando y observando…

—Gracias —dijo Hooke.

—Muchachos, os veré luego —se despidió Darnell sin mirar a sus amigos.

Se disponía a salir tras aquel hombre, cuando oyó la voz de Feer a su espalda.

—Nos veremos por la mañana, señor Hooke.

Darnell salió del pueblo y recorrió la carretera durante casi un kilómetro y medio; luego se internó en el bosque con la camioneta. Hooke intentó seguirle, y las ramas estuvieron a punto de arrancar la canoa que llevaba atada al techo. Entonces pensó: «Éste es el último reducto de pesca secreto». Cuando por fin se detuvo, se encontró junto a una pequeña cala cubierta de exuberante vegetación. Justo detrás de la cala se alzaba la yerma colina parda que había divisado desde la loma al entrar al pueblo. De cerca, no era tan yerma como le había parecido. De repente, supo dónde había ido a parar la mayoría de los mil ochenta y siete habitantes de Fowler’s Crescent.

Aquello era un cementerio.

—Las mejores piezas las encontrará aquí, en la cala. El agua es profunda y fría. Y a los barbos les encanta.

—Me imagino que usted habrá pescado mucho por aquí —comentó Hooke, mientras desataba la canoa.

Darnell miró la cala. En cierto modo, era como un espejo negro. Despedía destellos, pero no había manera de enterarse de lo que escondía en su fondo.

—Llevo toda la vida pescando en el Crescent. Pero ahora me cuesta mucho buscar lombrices. Me conformo con estar allí sentado, hablando con los muchachos de todos los que se nos escaparon. —Levantó la cabeza y observó la colina yerma—. Y preparándome para ir allá arriba, supongo.

Hooke siguió la mirada del anciano y le preguntó:

—¿Quién vive en esa vieja casa de la cima?

—Ahora, nadie. Lleva años vacía. Antes vivía el guarda: pero se murió en el setenta y cuatro y lo enterramos en la cima de la colina.

—¿Cómo es que en la colina no crece nada? —preguntó Hooke—. Ni el césped. Ni los árboles. No da la impresión de que formara parte de Fowler’s Crescent.

Darnell se tiró de una oreja y entrecerró los ojos.

—No sabría decírselo, señor Hooke —respondió—. Está así desde que la planta de la Century vertió todos aquellos productos químicos río arriba. La corriente los trajo hasta aquí y fueron depositándose en el lago. Y todo cambió. El bosque se volvió verde. Y los peces más grandes. Pero todo lo que había en el cementerio murió. Es de lo más raro. —Hizo una pausa y prosiguió—: No sería ningún problema si el agua no arrastrara toda la porquería. ¿Ve usted cómo están tumbadas todas las lápidas? Hay ataúdes a los que les falta un palmo para salirse de la tierra. Cada vez que llueve, asoman un poquito más.

Hooke volvió a mirar a lo alto de la colina.

—No me diga… —Empezaba a darse cuenta de por qué incluso los más osados del Troller’s Unión evitaban acercarse a Fowler’s Crescent—. Cuénteme sus secretos, Darnell. ¿Qué tengo que hacer para pescar uno grande?

El anciano se echó a reír como un niño travieso.

—Verá usted, señor Hooke, en el lago Crescent tenemos todo tipo de peces. Pero hay uno al que le llamamos Bu. Es el diminutivo de Belcebú, porque algunos creen que es el mismo diablo. Picar, ha picado muchas veces, pero nadie ha logrado sacarlo del agua. Aunque a mí me parece que he encontrado la manera de atraparlo.

—Soy todo oídos —dijo Hooke.

Arrastrando los pies, Darnell fue hacia su camioneta y regresó con un enorme anzuelo de cuatro puntas y un frasco con un líquido marrón.

—He preparado esto con veneno de serpiente de cascabel. «Paraliza» a los peces. Moje el anzuelo en el veneno y cuando el pez lo muerda, romperá dos de las cuatro puntas, entonces el veneno le entrará directo en el cuerpo. Las dos puntas restantes son para mantenerlo sujeto; sólo tendrá que recoger el sedal y sacarlo.

—Ingenioso —admitió Hooke—. Pero ¿por qué no ha salido usted a pescar a Bu?

—Me he pasado la vida tras ese hijoputa. Siempre se me escapa. Ahora me he hecho demasiado viejo, señor Hooke. Usted es joven. Y fuerte. Pero vaya con cuidado. Se trata de un pez grande, listo y taimado. Esperará hasta que usted se canse y se quede dormido… Entonces, se abalanzará contra la canoa y usted acabará en el fondo, como su amigo.

—¿Cómo dice? —Se quedó mirando, incrédulo, al anciano—. ¿Insinúa acaso que un jodido barbo mató a Artie? ¡Vamos, hombre, ésas son historias de pescadores!

El enjuto anciano se volvió despacio y se encaminó hacia su camioneta.

—No se duerma, señor Hooke.

—Oiga —se apresuró a decirle Hooke—, le pido perdón. Pero es que resulta difícil de creer.

—Ya lo sé.

Hooke suspiró, ablandándose un poco.

—Verá, he traído cerveza, pero me dará sueño. Quizá debería esperar hasta mañana y conformarme con algo más pequeño. Tal vez sea mejor que deje que algún otro pesque a Bu.

El anciano bajó la mirada. Luego asintió, como queriendo decir: «Pues sí, eso es lo que debería hacer, pero yo podría morirme mañana y Bu me habrá derrotado una vez más».

—Ya, comprendo —comentó en voz baja.

Hooke vaciló por un momento. Luego, sonrió.

—Al diablo con todo —dijo—. ¿Por casualidad no tendrá Coca-Cola o café o algo que me mantenga despierto? Al anciano se le iluminaron los ojos.

—Señor Hooke, siempre llevo conmigo una lata de café instantáneo Folgers. Nunca se sabe cuándo le van a entrar a uno ganas de tomarse uno.

Hooke le tendió la mano.

—Gracias, Darnell —dijo—. Nos veremos por la mañana.

—Hasta mañana, señor Hooke.

Faltaba poco para medianoche cuando decidió internarse en el lago.

Había permanecido sentado junto a la fogata, bebiéndose el café de Darnell. Pensó en aquellos ancianos y sus historias de pescadores, sonriendo ante tamañas tonterías. Pero luego tragó saliva ante la idea de que una criatura llamada Belcebú estuviera nadando en silencio en lo profundo de aquellas aguas negras que se extendían a sus pies. Probablemente, habría sido una satisfacción regresar al Troller’s Unión con un barbo del lago Crescent, en el que se apreciaran las mutaciones producidas por los residuos químicos que pudiera tener como señales de identificación. ¡Pero ir tras Bu! «Eso significaría la inmortalidad», pensó Hooke. ¿Cuánto podría pesar? ¿Veinte kilos? ¿Veinticinco? Había leído en alguna parte que en el río Mississippi había barbos de hasta treinta y un kilos. Y en el Amazonas, ejemplares mastodónticos de hasta un quintal y medio, pero los pescadores les huían porque eran venenosos. Los ancianos del almacén de Feer se comportaban como si el lago Crescent fuese una reserva sagrada de animales que era mejor no ver. Y le recomiendo un sedal de prueba de cuarenta y cinco kilos. «¡Hostias —pensó Hooke—, con un sedal así podría pescar un pez vela de cuatrocientos cincuenta kilos!». Durante un buen rato, estuvo dándole vueltas a la idea de salir con la caña ligera y el sedal para dos kilos y medio. Luego cogió el pesado anzuelo de cuatro puntas y el frasco de veneno que Darnell le prestara. No dejaba de preguntarse qué debía saber un hombre para sentirse impulsado a pergeñar una trampa de aquel calibre. Y cuando notó que no era capaz de responder a esa pregunta, preparó el anzuelo tal como el anciano le había indicado y lo ató al sedal de cuarenta y cinco kilos en la caña más recia. Después, llenó un termo con café, se colgó del brazo la cesta de mimbre con lombrices de Crescent y, arrastrando los pies, se internó en la negrura.

Echó el ancla a unos quince metros de la orilla de la cala. El agua aparecía lisa como la superficie de un espejo. Y la cala entera permanecía en completo silencio. No se oían sonidos nocturnos. Nada. Aunque las historias que circulaban por ahí fueran mitos, pensó Hooke, el Crescent era el lugar más desagradable que había visitado jamás.

Abrió la cesta de mimbre y metió la mano en ella para sacar un gusano. Eso bastó para que la cesta se animara de movimientos serpenteantes y babosos. Retiró la mano, espantado. Con la linterna iluminó el interior de la cesta y tuvo la primera visión de los gusanos de Crescent.

Eran monstruosos, como víboras brillantes. Calculó que algunos tendrían unos doce centímetros de longitud por dos de diámetro. «Dios santo —pensó—, esos productos químicos han provocado la mutación de todo». Lanzó un vistazo al agua. Un temor, nuevo y real, se apoderó de Hooke.

Se volvió a mirar hacia la orilla y, por un momento, consideró la posibilidad de regresar. Pero había alardeado demasiado con aquella excursión de pesca. Les había dicho a los del Troller’s Unión que él era pescador y que un pescador haría cualquier cosa con tal de seguir lanzando el sedal. «Cualquier cosa». Incluso aceptar el reto del Crescent.

Hooke tragó saliva, luego volvió a meter la mano en la cesta para sacar uno de los gusanos. Sintió como una especie de calambre en la mano. Le temblaba como la de un niño asustado. «¡Domínate!». Tocó uno de los gusanos; éste se contrajo rápidamente, y saltó sobre su mano, enroscándosele con fuerza a la muñeca. Aquello fue como para cortarle la circulación.

Recogió el anzuelo de Darnell y se dispuso a obligar al gusano a bajar a uno de los ganchos. El bicho se le enroscó con más fuerza alrededor de la muñeca. Hooke comenzó a respirar, nervioso. Lo único que deseaba era quitarse aquel bicho de encima. Cuando por fin logró colocarlo en el anzuelo, lanzó éste a las negras aguas. No había más sonido que el de su propia respiración. Al levantar la pesada caña, notó un movimiento al final del sedal. Sabía que no se trataba de un pez. Era «aquel gusano» que luchaba.

Hooke sintió náuseas. Notó una tirantez en el pecho. «¿Es posible que esté tan asustado?», se preguntó. Maldijo su ego.

De repente, notó algo… algo «frío» en la pierna. Se le había enroscado con fuerza al tobillo y apretaba como un cepo.

Entonces, sintió el mordisco.

Hooke metió la caña en un soporte y se aferró el tobillo. Supo, de inmediato, que se trataba de un gusano. Se había dejado abierta la tapa de la cesta. Tuvo que emplear las dos manos para arrancárselo de encima. Con un grito, lo lanzó a la oscuridad. Luego levantó la cesta y la lanzó al lago, lo más lejos que pudo. La cabeza le daba vueltas. «¡Me ha mordido!».

De repente, el carrete comenzó a chillar. ¡Algo había picado! Hooke intentó llegar hasta la caña, pero todo el cuerpo se le había puesto rígido. «¿Qué me pasa? ¿Qué está ocurriendo?». Pensó en el veneno. En su lucha por enganchar aquel gusano horrendo en el anzuelo. «Debo de haberme pinchado en alguna parte. ¡Y el veneno empieza a paralizarme…!».

Observó la caña. Llevaba un carrete con treinta metros de sedal. Cuando el animal comenzara a tirar, el carrete se bloquearía, y el anzuelo se le clavaría a fondo al pez en la boca. Entonces notó que la caña estaba doblada hacia abajo, como presagiando un demonio. La cosa que había al otro extremo no huía para internarse en el Crescent como cualquier pez normal hubiera hecho… ¡sino que gruñía como una ballena y enfilaba directamente hacia el fondo! En cualquier otra circunstancia, Hooke se habría deleitado con la experiencia. «Vamos, guapetona —habría pensado—, llévame al baile». Pero en ese momento, se quedó boquiabierto viendo desenroscarse el carrete.

Acabará usted en el fondo, como su amigo…

Unos metros más de sedal, el carrete se bloquearía y empezaría el baile. En ese instante. Hooke supo que no quería ver la criatura que había en el extremo del sedal. Ya estaba harto de Fowler’s Crescent.

Arrancó la caña del soporte y la lanzó al agua. Pero lo hizo de un modo tan brusco que perdió el equilibrio y, como tenía el cuerpo cada vez más tenso, no alcanzó a reaccionar a tiempo. Se ladeó demasiado y cayó a las negras aguas.

Hooke emergió a la superficie escupiendo agua y luchando por volver a la orilla. El agua parecía miel y su cuerpo seguía cada vez más envarado. Se imaginó a las bestias del Crescent rodeándole las piernas, dispuestas a atacar.

«Tira —pensó—, tira…, tira…, tira…».

Notó algo a su espalda. Algo grande. No quiso volverse para mirar. Sintió que los brazos le fallaban.

«Vamos, sólo te faltan cinco metros…».

Con gran esfuerzo, siguió su pataleo; una descarga de adrenalina le ayudó a luchar contra los calambres y, jadeante, alcanzó la orilla. Salió del agua; rodó sobre sí mismo para alejarse del borde. Permaneció acostado unos instantes, mirando el cielo nublado, sin luna. «Dios santo, lo he logrado —pensó, entusiasmado—. ¡Lo he logrado!».

Entonces, comenzó a llover.

Tenía que conseguir ayuda. El veneno lo estaba paralizando. Se puso en pie y logró llegar a la camioneta. Pero cuando trató de arrancar, el motor rugió un instante y se paró.

—Maldición —masculló—. ¡Maldita sea!

Tambaleándose, bajó de la camioneta. Sabía que se encontraba muy mal. Echó un vistazo a su alrededor, hacia los bosques oscuros, observó el lugar secreto de Darnell: la lluvia caía con fuerza sobre él. Entonces levantó la vista y vio la yerma colina del cementerio.

Había luz en la casa del guarda.

Lleva años vacía. Eso le había dicho Darnell.

«¿Quién estará ahí arriba?».

Murió en el setenta y cuatro y lo enterramos en la cima de la colina.

Hooke no disponía de tiempo para buscarle una explicación racional a todo aquello. Tenía que subir. Con un gruñido, se apartó de la camioneta y comenzó a subir entre las lápidas caídas.

Notó las articulaciones heladas. Caminaba con paso rígido y desmañado, como un muerto viviente. No podía correr el riesgo de caerse. Jamás se levantaría. Respirar se le hacía cada vez más difícil. E inspirar profundamente, imposible. Todo eran jadeos. La casa y la luz parecían encontrarse a una eternidad de allí.

Los pies empezaron a llenársele de barro. Hooke se puso a rezar.

Entonces tropezó con el indicador semienterrado de un sepulcro. Se quedó allí tirado un momento, con el rostro hundido en el fango. Hizo el esfuerzo de levantar la cabeza; en la boca notó el sabor de la tierra mojada. Escupió débilmente. «Dios mío, dame fuerzas». Miró hacia la ventana, a unos treinta metros colina arriba.

Una silueta se erguía sobre ella.

Apartó la mirada. ¡No pienses en ello! ¡No! Empezó a arrastrarse, centímetro a centímetro, por el lodazal. A medida que avanzaba, se le hacía más difícil respirar. Al cabo de unos minutos, intentó gritar, pero la voz le falló. El horrendo silencio lo dejó exhausto.

Hooke apoyó la cabeza sobre la tierra húmeda; el rostro apuntaba; hacia la casa. La silueta de la ventana había desaparecido. Cerró los ojos. Entonces, desde alguna parte, no muy lejos de allí, oyó un sonido.

Ras… ras… ras… ras…

Por un momento, el ruido de la tormenta le impidió identificarlo. Después lo reconoció sin lugar a dudas. Era una pala entrando en la tierra.

Alguien estaba cavando.

Luchó una vez más por moverse, pero cuando apoyó la mano, no encontró la tierra. Sino algo duro. Algo áspero, viejo y astillado.

Hay ataúdes a los que les falta un palmo para salirse de la tierra…

Empujó con fuerza para apartarse del ataúd que se elevaba, y de lo que hubiera en su interior y del horrible sonido de la pala. Pero con la mano perforó la tapa podrida por el agua y fue a introducirla entre una maraña de huesos nudosos. Intentó sacar el brazo, pero lo sujetaron como anzuelos. De su garganta surgió un diminuto y patético gorgoteo que en cualquier otro momento habría sido un aullido ensordecedor, producto del pánico más auténtico. Entonces, los ojos se le llenaron de lágrimas. Su único consuelo era que la muerte, la esperada muerte, sólo tardaría unos instantes en llegar.

Entonces oyó la voz.

—Buenas noches, señor Hooke.

Éste apenas podía mover los ojos. Logró ver un par de botas enlodadas y el filo de una pala. Pero reconoció la voz. Era Max Feer.

Feer depositó la pala a un lado y se arrodilló en el barro. Comenzó a quitarse el cinturón.

—Parece ser que no ha tenido usted una buena noche en el Crescent —dijo como al desgaire. Con el cinturón, ató los tobillos a Hooke y lo ajustó bien—. Ya se lo dije yo, tenía que haberse marchado a Bloomfield.

Luego sacó el brazo rígido de Hooke del féretro y se puso de pie. El corpulento Feer agarró el extremo del cinturón y comenzó a arrastrar a Hooke por el barro.

—Todo ese rollo que Darnell le contó sobre Bu… no son más que historias de pescadores. Pura carnada. Para atraerle hasta aquí. En el Crescent no hay peces así. Los residuos químicos que echaron cambiaron muchas cosas por aquí. Como los gusanos, por ejemplo. El único efecto que tuvieron en los barbos fue crearles una afición exclusiva por esos gusanos.

Feer se detuvo al cabo de unos quince metros. Giró a Hooke sobre un costado para que viera que se encontraba al borde de una tumba vacía.

—Y a los gusanos les dio un apetito especial —continuó Feer—. Los hemos estado alimentando desde entonces, pero en el Crescent nos quedamos sin gente. Ahora sólo comen de vez en cuando. Alguna cosa que les permita engordar para que tengamos, al menos, para unos cuantos días de pesca.

Con un pequeño gruñido, empujó a Hooke hacia la tumba.

Hooke cayó dentro y se quedó allí tendido sin hacer ruido; tenía los ojos muy abiertos y llenos de barro. Debajo de él notó cómo se retorcían los gusanos.

—No se preocupe, señor Hooke. Será rápido, ya verá. —Su voz tenía un demencial tono consolador. No había en ella el más leve asomo de compasión, ni de sentido del mal—. Esos bichos me oyen cavar aunque estén en el otro extremo del camposanto. Y, además, a los hombres los huelen.

Hooke los notó arrastrarse por su espalda, y cómo le dejaban un rastro húmedo al subir por sus piernas. Se lanzaron sobre él, atravesando las paredes de la estrecha sepultura. Acudían a la llamada de la pala que les invitaba a cenar.

—Por cierto —añadió Feer, como si se le hubiese ocurrido una reflexión de última hora—, el veneno estaba en el café. Supongo que usted pensará que es muy duro pasar de pescador a cebo: pero, en cualquier caso, así acabaremos todos, ¿no? Si la gente deja de buscar a Bu, Darnell no dudará en obligarme a beber ese café con tal de conseguir gusanos para un día de pesca. —Lanzó una carcajada. Sonó genuina y sin remordimientos—. Ya sabe —añadió— los pescadores haríamos cualquier cosa con tal de poder seguir lanzando el sedal.

Hooke sintió que un gusano se deslizaba lentamente por el perfil de su mandíbula e intentó, con cuidado, introducirle su helada cabeza en la boca abierta. Entonces, la primera palada de tierra le golpeó la espalda y desde lo alto de la sepultura le llegaron las últimas palabras que oiría en su vida:

—Nos veremos por la mañana, señor Hooke.