Tiene que ser, por lo menos, la undécima vez que ocurre.

No comprendes por qué sigues asustado: a estas alturas sabes a ciencia cierta que sólo es un mal sueño. Que no se trata de algo serio. Ya te has percatado de que éste es uno de esos sueños en los que, por más que estés dormido, tu mente se encuentra tan consciente que te das perfecta cuenta de que el sueño ocurre de nuevo.

«Este» sueño.

Ahora sucederán una serie de hechos, y cuando por fin despiertes, serás capaz de volver a recrear toda la experiencia, casi como si la hubieras grabado en un vídeo. Salvo por ciertas variantes menores, triviales en realidad, será siempre la misma, del principio al fin.

Entonces, ¿por qué tiemblas de un modo tan violento cuando empieza?

¡Tranquilízate, no es nada! Date cuenta de dónde te encuentras: en tu cama de agua matrimonial, dormido como un tronco, junto a la mujer que amas con todo tu corazón. El sueño de ella es plácido, como de costumbre; aparte de las bragas, increíblemente seductoras, que suele ponerse para dormir, no lleva nada más. Los dos sabéis que la señal se produce cuando tus manos bajan por su voluptuoso cuerpo hasta que las bragas de seda se le deslizan muy despacio por sus piernas, largas y bronceadas. ¿Lo recuerdas? Siempre ha sido la señal, la cerilla que enciende la llama.

Lo cierto es que esa parte de vuestra relación resulta tan maravillosa que, en ocasiones, te entra el temor de que se trate de un sueño. Un sueño que se convierte en realidad cuando una mujer tan hermosa y abiertamente sensual te elige como compañero. Una mujer, sin duda experimentada, que provoca los deseos de casi todos los hombres que la ven en la playa; por no mencionar a quienes la miran cuando va caminando por la calle y sus espléndidos senos se mueven libremente debajo de las blusas, blancas y transparentes, o los ceñidos vestidos de punto. Los pezones, antes ocultos siempre, se tornan tan prominentes y visibles al verse estimulados.

Sí, claro que sí… éstos son los pensamientos maliciosos y agradables que vuelven a asaltarte, en el momento estipulado. Son tan, pero tan bonitos. Y ahora no puedes dejar de sentir la fuerza de tu propia erección, ni puedes dejar de sentir cómo tus dedos se deslizan por la suave silueta de ella hasta quitarle las bragas bikini como quien le arranca un pétalo a una flor cargada de rocío.

Al principio, la cama de agua se mueve son suavidad, en respuesta a tu pasión. Poco a poco, el calor se torna cada vez más intenso; la llama arde con más fuerza y durante más tiempo.

Entonces, como de costumbre, algo… algo falla. De repente, ya no puedes concentrarte en lo que haces; sin motivo aparente, vuelves a pensar en el maldito abrecartas que llegó por correo el mes pasado. El abrecartas ornamentado de acero y latón, obviamente hecho a mano. Un extraño regalo anónimo del que ella ignora el autor o el motivo. Sin embargo, ya lo ha ocultado en alguna parte de la casa…

Una vez más, los detalles de esta parte del sueño resultan incómodamente vagos.

No logras entender por qué una persona pudo haberle enviado un regalo tan inusual, que por otra parte, habría sido más adecuado para tu tipo de trabajo. No es preciso mencionar que siempre has sido consciente de la multitud de admiradores masculinos que tiene, y has abrigado la sospecha de que ella, algún día, pudiera rendirse a un artista mucho más brillante, más apuesto, con más éxito que tú.

De modo que ahora continúas con más ahínco. Te hundes más, con más fuerza a cada caricia, procuras que esta vez sea mucho mejor que todas las anteriores. Haces que resulte tan bueno que ella jamás sienta la tentación de buscar el afecto y las atenciones de ningún otro. El sudor te va resbalando por la cara a medida que subes y bajas la cabeza.

Ella es tuya.

Siempre lo ha sido.

Debe seguir siéndolo.

Es tuya y de nadie más.

Y entonces es cuando comienza la peor parte: ves que el abrecartas, por el que has estado preocupado en silencio durante semanas, está aquí. Aquí, debajo de tu vientre; ha sufrido una horrenda transformación: de tierno instrumento de devoción ha pasado a ser un inflexible instrumento de destrucción. Hundiéndote cada vez más en ella, mientras el frío líquido, antes aprisionado en el interior del sistema de flotación de la cama, se mezcla con la cálida humedad que de repente brota en profusa cascada de color rojo oscuro contra tu cuerpo sudoroso y cimbreante.

Quizá por undécima vez en otras tantas semanas, todo se vuelve incontrolable. Te desplomas, perdido entre las olas mudas de una oscuridad mojada y un temor primordial a lo desconocido. Atrapado en un remolino gigantesco que no cesará jamás hasta dejarte completamente consumido en el interior de la succión de su vórtice.

Claro que desde el principio has sabido que esto ocurriría.

Y aunque su resultado aterrador no parece cambiar nunca, de algún modo te sientes reconfortado por la certeza de que esta parte acaba pronto, y de que, a la larga, toda esta pesadilla se borrará por completo de tu memoria.

Sin embargo, por alguna extraña razón, el dolor imaginado parece mucho más tangible, incluso más circundante que ninguna de las otras veces. Aunque parezca una locura, sientes cierta dificultad al respirar, como si el aire salpicado de sangre se escapara por otros orificios, además de tu boca y tus fosas nasales… En un intento más inútil que nunca, tratas de abrir la boca, de gritar una advertencia.

Pero ¿por quién estás gritando?

Como un buceador que se queda sin aire y se afana por llegar a la helada superficie, te abalanzas contra las barreras del sueño eterno, despiadado, hasta que, una vez más, vuelves a despertar. A despertar por completo y a tener los pies en la tierra.

Y te encuentras empapado.

Primero sientes deseos de llorar y después de reír, enloquecido de alivio. Pero…, espera un momento…, la cálida humedad pegajosa no es sudor, y los gritos de angustia que oyes tan cercanos no provienen de tu amada, a la que acabas de destrozar, empujado por los celos, en tu espeluznante sueño. El espejo de la realidad te ofrece, durante unos pocos segundos, la verdadera imagen de tus temores más recónditos.

Incluso sin abrir los ojos, te das cuenta de que ella ha encontrado el abrecartas que has tratado de ocultarle, el mismo que llegó con aquella sugerente nota sin firmar, enviada por una fervorosa admiradora de tu obra. Ahora ya no importa que tus ocasionales seguidoras provocaran en ella los celos más rabiosos y más tontos. Tampoco importa el que jamás pudiera convencerse de que la forma retorcida en que tratabas a los personajes femeninos de tus relatos y novelas nada tenía que ver con tus opiniones sobre las mujeres en la vida real.

Porque a medida que el abrecartas, afilado como una cuchilla de afeitar, se hunde repetidamente en tu rostro y tu cuello, sólo puedes repetirte que éste, «el de este momento», debe de ser el final del sueño, apenas esbozado por ella, que la ha estado asaltando en las últimas semanas.

Es cómico cómo todo vuelve a ti en tropel: una pesadilla inusualmente vívida que fue adquiriendo un cariz cada vez más terrible a medida que se repetía, aunque en las anteriores ocasiones ella siempre había perdido el conocimiento antes de alcanzar la culminación, desconocida aún, pero obviamente aterradora. Y que, salvo por algunas variaciones menores, casi triviales, se equiparaba a este horrible sueño que tú también recuerdas vagamente haber soñado al menos diez, once, no, más de doce ve…