Se habían reído de él, pero ¿quién reía mejor ahora? ¿Quién había logrado sobrevivir, quién había vivido cómodamente, por confinada que fuera esa vida, mientras los demás habían perecido en la agonía? ¿Quién había previsto el holocausto años antes de que la situación en Oriente Medio hubiera alcanzado el punto de ebullición para convertirse en un conflicto mundial? Pues Maurice Joseph Kelp.
Maurice J. Kelp, el agente de seguros (¿quién sabía más sobre riesgos futuros?).
Maurice Kelp, divorciado (sin nadie más por quien preocuparse).
Maurice, el solitario (no había compañía más placentera que la suya propia).
Cinco años antes, había cavado el agujero en el jardín trasero de su casa de Peckham, y sus vecinos se habían burlado de él (pero, quién reía ahora, ¿eh? ¿Eh?). Era un agujero con la amplitud necesaria para albergar un refugio de tamaño grande (con un espacio que bastaba para cuatro personas pero ¿para qué quería que otros le contaminaran su aire? No, gracias, ni hablar). En aquellos cinco años, había ahorrado para comprar e instalar ciertos perfeccionamientos, y el refugio en sí mismo, en piezas desmontables, le había costado casi tres mil libras. Los accesorios, como el equipo de filtrado, de funcionamiento manual y por batería (trescientas cincuenta, precio de segunda mano), y el medidor personal de radiaciones (ciento cuarenta y cinco, más el IVA) habían disparado los costos; además, la instalación de dispositivos extra, como el lavabo plegable y el retrete autolimpiable, no había sido barata. Aunque valió la pena; todos aquellos peniques invertidos merecieron la pena.
Le había resultado fácil unir las planchas prefabricadas en acero; así como el relleno de hormigón, una vez hubo leído con sumo cuidado el libro de instrucciones. Tampoco le resultó demasiado difícil instalar los equipos de filtrado y extracción una vez comprendió con seguridad lo que debía hacer; las conexiones de los tubos del refugio no habían presentado problema alguno. Incluso compró una bomba de sentina barata, pero, por fortuna, no había tenido necesidad de utilizarla. En el interior, puso una litera con un colchón de espuma, una mesa (usaba la cama como silla), un calentador y una cocina Grillogaz, gas butano y lámparas de batería, estanterías repletas de comida en latas y botes, alimentos secos, leche en polvo, sal, azúcar; en total, había comida suficiente para dos meses. Tenía una radio con pilas de recambio (aunque una vez estuvo dentro, sólo logró recibir el ruido de las descargas estáticas), un botiquín, utensilios de limpieza, una amplia variedad de libros y revistas (nada de chicas desnudas, él no estaba de acuerdo con esas cosas), lápices y papel (incluido un buen surtido de papel higiénico), potentes desinfectantes, cubiertos, vajilla, abrelatas, abrebotellas, sartenes, velas, ropas, sábanas y mantas, dos relojes (durante los primeros días, el tictac había estado a punto de volverlo loco, ya ni lo notaba), un calendario, un depósito de agua de cuarenta y cinco litros (el agua que no utilizaba para lavar platos, cubiertos y que no bebía nunca sin las pastillas esterilizadoras. Simpla de Milton and Maw).
Y…, ah, sí, y una de las adquisiciones más recientes: un gato muerto.
No tenía ni idea de cómo había logrado aquel desgraciado animal meterse en su refugio perfectamente estanco (el gato no hablaba), pero supuso que debió de haberse colado unos días antes de que las bombas comenzaran a caer. La creciente tensión de la situación mundial había bastado para impulsar a Maurice a poner en marcha la fase de ÚLTIMOS PREPARATIVOS (desde que tenía el refugio se habían producido cuatro o cinco crisis parecidas), y la entrometida criatura debió de haberse colado cuando él, Maurice, iba y venía de la casa al refugio, dejando abierta la compuerta de la torrecilla (la estructura tenía forma de submarino, con la torrecilla de entrada ubicada en un extremo en lugar de en el centro). No había descubierto al gato hasta la mañana siguiente al holocausto.
Maurice recordaba con nitidez el día del juicio final, la pesadilla le había quedado grabada en el fondo del cerebro como un mural detallado con toda fidelidad. ¡Dios santo, cuánto miedo había pasado! Pero, después, qué satisfacción.
Los meses que se pasó cavando, ensamblando piezas y equipos —¡aguantando las provocaciones de sus vecinos!— merecieron la pena. «El arca de Maurice», habían denominado burlonamente a su refugio, y ahora comprendía lo adecuada de aquella descripción. Aunque, claro está, él no lo había construido para unos jodidos animales.
Se sentó bien erguido en la litera, asqueado por el hedor, pero, al mismo tiempo, desesperado por respirar el escaso aire. A la luz de la lámpara de gas, su rostro aparecía blanco.
¿Cuántos habrían sobrevivido allá arriba? ¿Cuántos de sus vecinos habrían muerto sin reírse? Solitario por naturaleza, ¿se encontraría ahora verdaderamente solo? Por sorprendente que pudiera parecer, esperaba que no.
Maurice pudo haberles permitido a algunos de ellos compartir su refugio, quizá a uno o a dos, pero le resultó difícil resistirse al placer de cerrarle la compuerta en sus aterrados rostros. Con el sonido metálico del mecanismo giratorio de cierre y la compuerta completamente encajada en la junta de la pestaña exterior de la torrecilla, las sirenas se habían convertido en un lamento apenas audible, y el ruido de los golpes asestados por sus vecinos sobre la tapa de entrada había pasado a ser apenas como el golpear de unos insectos. Los estampidos y los temblores de la tierra acabaron pronto con aquello.
Maurice había caído al suelo aferrado a las mantas que había llevado consigo, seguro de que la tormentosa presión abriría en dos la cáscara metálica. Perdió la cuenta de las veces que la tierra se había estremecido y, aunque no lograba acordarse del todo, tuvo la impresión de que tal vez se había desmayado. Las horas parecieron perderse en alguna parte, porque lo único que recordaba era haberse despertado en la litera, espantado por un tremendo peso en el pecho y un cálido y fétido aliento sobre su rostro.
Había gritado y el peso se había retirado de repente, aunque le dejó un dolor agudo en un hombro. Transcurrieron unos largos y desorientados minutos en los que intentó encontrar una linterna; la oscuridad completa caía sobre él como pesadas cortinas, y su imaginación iluminaba el interior del refugio llenándolo de demonios de afiladas garras. El haz luminoso de la linterna buscó y buscó sin encontrar nada, pero la luz saturante descubrió, al cabo de unos momentos, un demonio único. El gato rojizo lo había espiado desde debajo de la cama con sus recelosos ojos amarillos.
En tiempos mejores, a Maurice nunca le habían gustado los felinos y, en verdad, éstos no habían sentido demasiado afecto por él. Tal vez ahora, en la peor de las épocas (para los de allá arriba, al menos) debería aprender a convivir con ellos.
—Ven aquí, lentorro —llamó al felino con indiferencia—. No tienes nada que temer, bonito. O bonita.
Al cabo de unos días descubrió que era «bonita».
La gata se negó a moverse. No le había gustado cómo temblaba y se sacudía aquel cuarto, y tampoco le agradaba el olor de aquel humano. Bufó una advertencia, y la cabeza inclinada del hombre desapareció de su vista. Horas después, sólo el olor de la comida logró sacarla de su escondite.
—Vaya, lo típico —exclamó Maurice con tono reprobador—. Los gatos y los perros se presentan siempre que huelen comida.
La gata, que había permanecido encerrada en la cámara subterránea durante tres días, sin comer ni beber, y sin siquiera contar con un ratón para mordisquear, se vio en la obligación de darle la razón. No obstante, se mantuvo a prudente distancia del hombre.
Absorto más por aquella situación que por la de arriba, Maurice le lanzó a la gata un pedazo de carne de lata guisada, y el animalito esperó un momento, asustado, antes de abalanzarse sobre el alimento y engullirlo.
—El estómago ha podido más que el miedo, ¿eh? —Maurice sacudió la cabeza y sonrió burlón—. Phyllis me hacía lo mismo, aunque con el dinero —comentó a la gata comilona y poco desinteresada, refiriéndose a su ex esposa, que lo había abandonado quince años antes, al cabo de año y medio de matrimonio—. En cuanto aparecían los billetes de una libra, fresquitos, ella venga zumbar a su alrededor como las moscas sobre la mierda. Y te aseguro que nunca se quedaba mucho tiempo una vez que las arcas estaban vacías. Me sacó hasta el último penique, la muy zorra. ¡Qué disfrute de sus desiertos, igual que los demás!
Su risa sonó forzada, porque todavía ignoraba hasta dónde llegaba su propia seguridad.
Maurice echó la mitad de la carne en una sartén que había sobre el fogón de gas.
—Dejaré el resto para esta noche —dijo, sin estar seguro si hablaba con la gata o consigo mismo. Acto seguido, abrió una latita de judías verdes y las mezcló con la carne—. Es gracioso de qué modo te abre el apetito un holocausto. —Su risa siguió sonando algo nerviosa y la gata lo miró, intrigada—. Está bien, supongo que tendré que darte de comer. Está clarísimo que no puedo echarte.
Maurice sonrió ante sus comentarios humorísticos. Por el momento, se tomaba bastante bien la aniquilación de la raza humana.
—Veamos, tendré que buscarte un plato para que comas. Y algo donde puedas hacer tus necesidades, claro. Puedo eliminarlas con mucha facilidad, con tal de que las hagas siempre en el mismo sitio. ¿No te he visto ya en alguna parte? Me parece que tu dueña no te buscará más. Todo esto es bastante agradable, ¿no te parece? Ya que estamos puestos, podría llamarte Mog,[6] ¿no? Parece que vamos a tener que aguantarnos mutuamente durante una temporada…
Y así fue como Maurice J. Kelp y Mog se unieron a esperar que el holocausto pasara.
Al concluir la primera semana, el bicho había dejado de pasearse sin cesar por el refugio.
Al concluir la segunda semana, Maurice le había tomado bastante cariño a la gata.
Sin embargo, al concluir la tercera semana, la tensión comenzó a notarse. Igual que le había ocurrido a Phyllis, a Mog le resultaba un poco duro convivir con Maurice. Tal vez fueran sus chistes, tontos pero enfermizos. O sus continuas regañinas. Pudo haber sido su mal aliento incluso. Fuera cual fuese el motivo, la gata se pasaba mucho tiempo contemplando a Maurice y gran parte del resto esquivando sus sofocantes abrazos.
Maurice no tardó en sentirse agraviado por el rechazo, incapaz de comprender la ingratitud de la gata. ¡La había alimentado, le había dado un hogar! ¡Le había salvado la vida! Y a pesar de ello, se paseaba por el refugio como una cautiva, se escondía debajo de la litera, y lo miraba con aquellos ojos funestos y desconfiados como si… como si…, como si estuviera volviéndose loco, eso era. Aquella mirada le resultaba en cierto modo familiar, y le recordaba como… como solía mirarlo Phyllis. Y no sólo era eso, la gata se estaba volviendo furtiva. Más de una vez, Maurice se había despertado en plena noche al oír el ruido que el animal hacía al merodear entre los suministros de alimentos para robarle comida; le mordía los paquetes de comida deshidratada, le arañaba la película plástica que cubría las latas medio llenas de alimentos.
La última vez, Maurice había estado a punto de pifiarla, de perder el control. Dio una patada a la gata y ésta se defendió, dejándole un zarpazo de cuatro surcos en la espinilla. De haber gozado de otro humor, Maurice hasta podría haber admirado la forma diestra en que Mog esquivó los misiles que a continuación dirigió contra ella (una sartén, latas de fruta, hasta el retrete autolimpiador).
Después de aquel suceso, la gata no volvió a ser la misma. Se acurrucaba en los rincones, bufaba cada vez que él se le acercaba, se escabullía tras el escaso mobiliario o se emboscaba debajo de la litera; nunca utilizaba la bandeja de plástico que Maurice se había preocupado de prepararle para que hiciera sus necesidades, como si hubiese sido atrapada en aquel rincón para ser muerta a palos. O algo peor.
Poco tiempo después, mientras Maurice estaba dormido, Mog pasó a la ofensiva.
A diferencia de lo sucedido la primera vez, cuando Maurice despertó, con la gata acurrucada sobre el pecho, en esta ocasión se encontró con las afiladas garras clavadas en el rostro y con Mog escupiéndole saliva y bufando de la manera más aterradora. Maurice lanzó un chillido y echó al enfurecido animal lejos de sí, pero Mog volvió al ataque de inmediato, con el lomo arqueado y el cuerpo hinchado por la pelambre electrizada.
Una de sus garras estuvo a punto de vaciarle un ojo, y un mordisco del felino se le llevó parte de una oreja antes de que lograra quitarse al bicho de encima.
Se habían mirado desde los extremos opuestos de la cama, Maurice, encogido en el suelo, con los dedos sobre la frente y la mejilla, surcadas de profundas heridas (aún no se había percatado de que le faltaba el trozo de oreja); la gata, encaramada a las mantas, gruñía y arqueaba el lomo y los ojos le brillaban con un desagradable fulgor amarillento.
Volvió a abalanzarse sobre Maurice, convertida en una borrosa mancha rojiza, en una erizada pelambrera enfurecida, toda colmillos y uñas afiladas. Él logró levantar las mantas en su provecho; por desgracia, su radio de huida era limitado. Subió por la pequeña escalera que llevaba a la torrecilla y se acurrucó en lo alto (desde el suelo hasta la compuerta no habría más de dos metros y medio), con las piernas encogidas y la cabeza apoyada en la tapa metálica.
Mog subió tras él y le clavó las uñas en las nalgas. Maurice aulló y se precipitó al suelo, no por el dolor, sino porque, allá arriba, algo había caído con estrépito provocando una vibración de proporciones sísmicas que sacudió los paneles de acero del refugio. Al caer Maurice, la gata, que seguía agarrada a su trasero, cayó con él. Lanzó un breve chillido al partírsele el espinazo.
Maurice, convencido de que el animal, que no había cesado de retorcerse, continuaba su ataque, se levantó de inmediato y, tambaleándose, fue hasta el otro extremo del refugio, con una respiración de asmático. Cogió la sartén del Grillogaz para defenderse y, boquiabierto, vio a la gata retorciéndose. Con un alarido de júbilo, Maurice agarró las mantas y corrió hacia la criatura indefensa. Cubrió a Mog con ellas y luego le pegó con la sartén hasta que el animal dejó de moverse y dejaron de oírse sus pequeños quejidos debajo de las mantas. Acto seguido, Maurice tomó un cilindro de gas butano de base plana y, usando las dos manos para levantarlo, lo dejó caer sobre un bulto donde imaginó que se encontraría la cabeza de Mog.
Finalmente, se sentó en la cama, con el pecho palpitante, y, mientras la sangre le manaba de las heridas, se echó a reír con aire triunfante.
Después, tuvo que vivir otra semana más con el cadáver en descomposición.
Ni siquiera una triple capa de bolsas de polietileno, bien cerradas, y con el interior profusamente rociado de desinfectante, pudo contener el hedor, como tampoco los productos químicos del interior del retrete Porta Potti lograron corroer el cuerpo. Al cabo de tres días, el hedor era insoportable; Mog había encontrado la forma de vengarse.
Además, al aire del interior del refugio le estaba ocurriendo algo. Cada vez le resultaba más difícil respirar, y no era sólo por el horrendo olor a putrefacto que la gata desprendía. El aire comenzaba a escasear día a día y, últimamente, hora a hora.
Maurice había planeado permanecer en el interior del refugio durante seis semanas por lo menos, quizá ocho, si lograba aguantarlo, hubiera oído o no las sirenas indicadoras de que todo estaba en calma; pero ahora, apenas transcurridas cuatro semanas, supo que tendría que arriesgarse a salir. Algo había taponado el sistema de ventilación. Por más que se pasara horas dándole vueltas a la manivela del equipo Microflow Survivaire, o mantuviera el motor en marcha con la batería de coche de doce voltios, el aire no se renovaba. Al inspirar, la garganta emitió un leve silbido, y el hedor le llenó las fosas nasales como si se encontrara sumergido en la cloaca más profunda y hedionda. Tenía que obtener aire limpio, estuviera o no cargado de radiación; de lo contrario, moriría poco a poco, aunque por distintos motivos que los de allá arriba. Morir asfixiado, rodeado de la pestilencia burlona del cadáver de la gata, no era forma de acabar. Además, en algunos folletos se advertía que catorce días bastaban para que la precipitación radiactiva concluyera.
Maurice se levantó de la cama y, presa de un mareo, se aferró a la mesita. El vivo resplandor blanco de la lámpara de butano le encandiló los ojos, ribeteados de rojo. Con miedo a respirar, y con más miedo aún de no hacerlo, avanzó a trompicones hacia la torrecilla. Tuvo que emplear todas sus fuerzas para subir los pocos peldaños de la escalera y se detuvo a descansar justo debajo de la compuerta: la cabeza le daba vueltas y sus pulmones, apenas hinchados, protestaron. Pasaron unos minutos antes de que pudiera levantar un brazo y girar el mecanismo de apertura.
«Gracias a Dios —pensó—. Gracias a Dios que voy a salir, que voy a alejarme de esa endiablada gata rojiza. No importa cómo esté todo ahí fuera, no importa quién o qué haya podido sobrevivir». Sería un bendito alivio el poder salir de aquella jodida pocilga nauseabunda.
Dejó que la compuerta cayera sobre su gozne. Una nube de polvo le cubrió la cabeza y los hombros, y después de mucho pestañear, cuando se hubo quitado los pequeños granillos de polvo de los ojos, lanzó un débil grito de consternación. Entonces comprendió el motivo del estrépito de una semana antes; los restos de un edificio cercano, su propia casa sin duda, se habían desmoronado, tapando, los escombros, el suelo que era el techo del refugio, obstruyéndole el suministro de aire, y la vía de escape.
Con los dedos trató de excavar en la losa de hormigón; pero apenas logró mellar la superficie. Empujó y empujó, mas no logró levantar nada. Maurice estuvo a punto de precipitarse escalera abajo, incapaz de mantener los pies firmes. Lanzó un grito lastimero mientras se paseaba por el refugio en busca de alguna herramienta con la cual cortar el sólido muro de arriba, pero aquel grito sonó débil y ronco. Utilizó cuchillos, tenedores, cualquier cosa afilada que le sirviese para martillear el hormigón, pero nada le sirvió, porque el hormigón era demasiado duro y sus esfuerzos demasiado débiles.
Por último, asestó una serie de atolondrados puñetazos a la losa con la mano ensangrentada.
Cayó en el interior de lo que se había convertido en un hoyo para él y aulló embargado por la frustración. Aunque el aullido se parecía más a una especie de bufido, como el que lanzaría un gato al ahogarse.
El envoltorio cubierto de plástico del extremo opuesto del refugio no se movió, pero Maurice, cuyas lágrimas fueron formándole surcos en el polvo que le cubría el rostro, tuvo la certeza de haber oído un débil maullido burlón.
—Nunca me gustaron los gatos —jadeó—. Nunca.
Se chupó los nudillos, saboreando su propia sangre, y esperó en la tumba particular que él mismo se había construido. No tuvo que esperar mucho tiempo hasta que las sombras se precipitaron sobre su visión y los pulmones le quedaron vacíos e inmóviles, pero a Maurice le pareció una eternidad. Una solitaria eternidad, aunque Mog estuviera allí para hacerle compañía.