La de aquella noche, hace dos semanas, eras tú, ¿verdad?

Tú, tras el volante de tu increíble descapotable Mustang rojo del año sesenta y cuatro, con tu cabello castaño chocolate al viento, como el ala elegante de un ave exótica. Yo regresaba a casa tarde del trabajo, la autopista de Boston seguía atestada, mi Toyota avanzaba con esfuerzo, entre resoplidos, como si estuviera afectado por un enfisema grave. Anduviste un trecho a mi lado, lo suficiente para que observaras el asombro retratado en mi rostro, lo suficiente como para que yo viera tu sonrisa; después, aceleraste al máximo y te perdiste entre el tráfico.

Esa misma noche, más tarde, tú me telefoneaste, pero permaneciste muda, ¿no? Tú, la que me envió aquella loca carta de amor sin firmar. Tú, la que me dejó un mensaje en la oficina. Tú, la que susurró anoche ante mi ventana. Fuiste tú, ¿verdad?

Desapareciste durante cinco años, el período más largo, y ahora has regresado, y te dispones a llevar a cabo lo que debes hacer.

Ya casi me había olvidado.

¿Me crees, Katrina? Es la verdad. Las estaciones cambiaron, la rueda de la vida dio otra vuelta, y sobreviví de nuevo…, incluso logré prosperar. Conseguí enterrar el pasado y crearme otro presente; me casé y engendré a esta maravillosa hija mía. Cheryl y Angie, mi esposa y mi hija. Las amo profundamente, Katrina, más de lo que pueda expresar. Y ellas me quieren. Lo veo en sus sonrisas, lo noto en sus voces. Todos los hombres deberían contar con una bendición así.

Qué ingenuidad por mi parte esperar que esta vez sería distinto, que con el transcurso del tiempo, y tú ocupada en otra parte, me pasarías por alto. Debí saber que regresarías. Que te marcharías dondequiera que vayas y que volverías, tal como lo has hecho siempre. Que regresarías decidida a quitarme esta vida que he creado para sostenerla un momento en tu mano y, luego, desintegrarla de un soplo como la brisa otoñal que deshace una flor de algodoncillo.

Y a Cheryl y Angie con ella.

Te odio por eso.

Finalmente, después de tanto tiempo, presiento que se romperá el hechizo.

Ese coche. Comenzó con ese increíble coche.

Me acuerdo de la primera vez que lo vi: brillante, rojo, desplazándose hacia el arcén donde yo esperaba con una mochila y un cartel escrito a mano que decía: SAN FRANCISCO O LA QUIEBRA. Te recuerdo: el sol de junio acariciaba tu rostro marfileño; tu delicioso cuerpo, apenas contenido por la camiseta y los Levi’s; tus ojos, ocultos tras unas gafas de sol rosa. Era el verano del setenta, y yo había dejado la facultad para dedicarme a ver mundo.

Había ido de Boston a Albany en autoestop la tarde que tú me recogiste. Apenas podía creer en mi buena suerte. Eras hermosa e inteligente; tenías un atractivo físico que me volvió loco en cuanto subí a tu coche. Antes de que pudiera presentarme, me llamaste «amor mío» y me rozaste la mejilla con la mano. Me sonrojé. Dijiste que tú también ibas hacia San Francisco, que con mi complicidad cometeríamos todo tipo de delitos a lo largo y a lo ancho del país. Me eché a reír como un desequilibrado mental al oír tu comentario. Nos fumamos un canuto y nos dirigimos hacia el oeste por la Interestatal Noventa; el velocímetro marcaba ciento veinte y tu Mustang del sesenta y cuatro ronroneaba como un gatito junto a la estufa.

Al llegar a Ohio, ya me tenías en tus redes.

Aquella noche, hicimos el amor durante horas en una tienda de campaña que levantamos junto a un arroyo, al final de un camino comarcal. Si existe algo parecido al cielo en la Tierra, esa noche lo fue. No logro describir qué sensaciones primitivas despertaron en mí, su salvajismo, el cosquilleo que me recorría el cuerpo hasta que creí estallar, cómo mi cuerpo y mi espíritu fueron transportados a un lugar de dicha completa. A la mañana siguiente, hablamos del modo en que habíamos alcanzado un plano místico. Cuando la conversación acabó, volvimos a hacer el amor, una vez, y otra, y otra más.

Yo lo ignoraba, pero ya entonces había empezado a ahogarme.

Cuando llegamos a Tahoe estaba dispuesto a casarme contigo. En los setenta no era una locura estar dispuesto a pasar el resto de tu vida con una extraña a la que habías conocido en una carretera. Pertenecíamos a la generación de Woodstock, y el amor era nuestra especialidad. Yo iba muy en serio, quería que permaneciéramos juntos para siempre. Te dije que estaba escrito en las estrellas. Me dirigiste una amplia sonrisa al oír la referencia a la astrología, y otra, más amplia aún, cuando mencioné la eternidad. No podía dejarte marchar. Y me decía: «Si pierdes un pájaro libre, nunca más vuelves a verlo».

Por eso te pedí que te casaras conmigo.

Desde luego, aceptaste. Proseguimos la marcha por la orilla del lago, dejamos atrás casinos, cabañas, tiendas de regalos, moteles, tiendas de artículos para hippies y capillas nupciales. Nunca había visto una capilla nupcial. Tú tampoco. A los dos nos parecieron increíblemente impersonales. Escogimos el Amor Du Chalet porque en el jardín que tenía delante había un desfile de flamencos de plástico rosado. En el interior, nos desternillamos con las flores de plástico, las sillas plegables, la música grabada y el reverendo Berto Andreozzi. Cuando terminamos de reír, saqué treinta y cinco dólares y le pedí que te convirtiera en mi legítima esposa. Allí de pie, tú con tus pantalones cortos y yo con un pañuelo de colores anudado al cabello, nos casamos.

Me estaba hundiendo.

Pasamos la luna de miel en los bosques del lado californiano del lago. Durante tres días bebimos vino, comimos pan y queso, nos motivamos e hicimos el amor de un modo tan prolongado y con tanta pasión que creí que jamás me recuperaría. Durante tres días escribimos poemas y canciones. Durante tres noches, dormimos bajo la luna llena, hechizados por las oscuras montañas plateadas que, según tú, debían de haber sido robadas del sueño de algún astronauta. Compartimos los secretos de nuestras almas, como en la canción, y juramos que ningún mortal, hombre o mujer, había tenido jamás lo que nosotros teníamos.

A la cuarta noche, te habías marchado.

Me desperté aterido, solo, a la luz del sol naciente. Tu tienda, tu bolsa de dormir, tu coche… habían desaparecido. Te busqué durante todo el día. Vagué por los bosques, por la playa, por la zona comercial. No había rastro de ti ni de tu coche. La policía no pudo decirme nada. «Este tipo de cosas ocurren todos los días», me dijo entre sonrisas un sargento de mediana edad y peso excesivo, al otro lado del mostrador de información. Desesperado, fui a visitar al reverendo Andreozzi. No se acordaba de ella, me dijo. Tampoco se acordaba de mí. «Al cabo del día celebro tantas bodas de ese tipo…», se excusó con expresión de sinceridad.

Me quedé en los alrededores de Tahoe una semana. Había enloquecido; me sentía paralizado. Cuando por fin logré llegar a San Francisco, vagué de parque en parque, de cuarto en cuarto; lloré hasta dormirme en bancos, debajo de los árboles, y en camas de personas a quienes jamás había visto y a las que nunca volvería a ver. Fumaba marihuana gratis y le contaba mi historia a todo aquel que quisiera escucharme. Fui a los periódicos; en una imprenta pedí que me hicieran unos carteles y los pegué en las paredes de las lavanderías, en las paradas de los transportes públicos, en las estaciones de autobuses interurbanas.

Y nada.

Esa semana, una nueva sensación comenzó a aparecer en mi dolor; una sensación más negra y siniestra que todo lo que había experimentado hasta entonces. Empecé a pensar que quizá te había imaginado, que había soñado nuestro viaje a través del país, la boda, aquellas fantásticas curvas de tu cuerpo y las facciones de tu rostro. Comencé a preguntarme si no sería el efecto de alguna droga, o si no habría sido víctima de un experimento de control mental del gobierno, o si no habría caído en alguna confusión cósmica del karma.

Empecé a creer que me encontraba de lleno en la espiral que conduce a la locura.

Me estaba ahogando.

Pasó el mes de junio, siguieron julio y agosto, y el dinero empezó a escasear, por lo que no tuve más alternativa que regresar al este. Me marché de mala gana. De regreso a casa, me detuve en Salem, Ohio, la ciudad donde tú habías nacido, crecido e ido al instituto. Fui a la comisaría de policía, al ayuntamiento, a las tiendas de la calle principal. Consulté ejemplares antiguos de Salem Song, el anuario del instituto.

Nadie había oído hablar de ti. No figurabas en un solo registro. Nadie tenía la menor idea de a qué o a quién me refería.

Supuse que me equivocaba, que se trataría de otro Salem, de otro Estado.

Me estaba ahogando. Era un ingenuo, y me estaba ahogando.

Pero era imposible que me equivocara con mi ciudad natal. Hyannis, Massachusetts, ubicada en el centro del arenoso Cape Cod. Salvo los estudios universitarios, toda mi vida la había pasado allí. En ella había nacido y asistido a la escuela. Llegué temprano, un domingo, en la cabina de un camión de doce metros que me había recogido en Buffalo. Desde la calle principal me dirigí a pie hacia el sur, en dirección a la playa, donde mis padres tenían una magnífica casa de estilo victoriano con un césped cuidado y un bien podado seto.

La casa estaba allí. Y el césped cuidado. Y el seto. Y la espectacular vista de Lewis Bay y Yarmouth.

Cuando llamé a la puerta, un perfecto extraño salió a abrir.

No sé cuánto tiempo me lo quedé mirando fijamente: la expresión de mi rostro pasó de la expectación a la sorpresa; de ésta, a la consternación más completa y luego al pánico infinito. «No —me dijo—, aquí no ha vivido nadie más, al menos en los treinta y cinco años que he sido propietario de esta casa». «¿Está seguro? —le pregunté yo, incrédulo—. Mire usted, no bromeo». «Yo tampoco», me espetó, y me cerró la puerta en las narices.

Me sentí perdido. Vagué por Hyannis durante horas, en ese estado de azoramiento y confusión. Habría sido distinto si me hubieras advertido, Katrina. Si me hubieses dejado algún indicio. Cualquier pista me habría bastado. Pero ése no es tu estilo, ¿verdad? El capricho, la autocracia, ésos sí son elementos de tu estilo.

¿Sabes lo que ocurrió después?

Me quedé en Cape Cod hasta el invierno, en una búsqueda inútil de la gente que conocí, de las fichas que debían haber estado en los archivos de las escuelas, de los periódicos que habían dado cuenta de mi carrera juvenil como as del baloncesto. Otras virtudes no tendrás, Katrina, pero minuciosa lo eres, y mucho; me habías dejado sin antecedentes, era como hacer borrón y cuenta nueva. Al llegar el frío, vagué hasta Boston, me busqué un trabajo por horas en una tienda, me alojaba en los albergues de la Asociación de Jóvenes Cristianos y en pensiones de mala muerte e intenté rehacer mi vida. Tú sabes lo cerca que estuve de acabar con todo aquella tarde, mientras me paseaba por el vestíbulo abierto de la última planta de las Oficinas de Aduana, a diecinueve pisos por encima de la acera. Sabes bien que, con el tiempo, el dolor se convirtió en aturdimiento y éste en inconsecuencia, y, más tarde, la inconsecuencia en la resolución de que sería un superviviente.

¿Acaso comprendía yo algo durante aquella primera fase? ¿Alguna vez te lo has preguntado, Katrina?

La respuesta es que no. Me pasé aquel primer año convencido de que estaba loco, y ofuscado por el hecho de que en la mayor parte de los otros aspectos era perfectamente cuerdo. Al principio, fue mejor creer que había padecido una amnesia, tal vez producida por un accidente que mi estado me impedía recordar. Y hubiera continuado creyéndome aquello de no haber recordado con tanta claridad todo lo referente a ti, a mi familia, a mis raíces. Por irónico que parezca, mi salvación comenzó cuando me di cuenta de que debía olvidar, tenía que olvidar al que yo había sido, a aquel que había esperado ser. Así, inicié mi propio proceso de borrón y cuenta nueva, de empezar de cero: un proceso de negación.

Regresaste en el setenta y tres, cuando tu recuerdo comenzaba a debilitarse.

Te presentaste delante de mi apartamento, un sábado por la mañana, imperturbable, como si no hubiera pasado nada ni en Tahoe ni en los tres años siguientes. Era el mes de mayo, hacía un día cálido y soleado. Oí el claxon y, al asomarme a la ventana, te vi en aquel coche increíble. Me sonreíste y me llamaste «amor mío»; sacudiste la cabeza para echarte el cabello hacia atrás y luego me preguntaste qué tal me había ido. Por la preocupación que denotaba el tono de tu voz, fue como si nos hubiéramos separado el día anterior.

Al principio me quedé mirándote, enmudecido, a través de la ventana abierta: estaba asombrado.

Luego, en un instante de cristalina claridad, lo comprendí. No sabía cómo, no lograba entender la mecánica del asunto, pero lo comprendí.

Y no había nada que pudiera hacer. Nada que quisiera hacer. Lo cómico, Katrina, era con qué fuerza me tenías atrapado en tus manos.

Estuvimos juntos dos semanas. Te paseabas por mi apartamento con un vestido de seda blanca y cantabas las canciones que habíamos compuesto bajo las estrellas, a la orilla del lago Tahoe. La primera semana, lo resistí. Estaba enfadado. Quería explicaciones. Quería mi pasado. Creí que iba a matarte. Pero tú me dijiste que el pasado, pasado estaba, y que no tenía sentido hablar de él. Y no hablaste, a pesar de mis estallidos de cólera. Resistí una semana; después, me rendí a ti, Katrina. Utilizaste tu magia y yo quise volver a sentirme indefenso, y así ocurrió.

A la octava noche, un domingo, hicimos el amor. Resultó mejor de lo que había sido antes.

Me había ahogado.

Al decimoquinto día, te habías marchado. No me sentí tan sorprendido como en California. Contigo se fueron mi trabajo, mis nuevos amigos, mi hogar. El edificio continuaba allí, incluso el apartamento en el que yo había vivido. Pero cuando regresé y metí la llave en la cerradura, un hombre al que jamás había visto salió, y entonces lo supe, pero no protesté.

En el curso de los diez años siguientes, el ciclo se repitió cuatro veces. Cada vez me prometí no volver a tomarte, te amenacé, discutí contigo, estuve a punto de odiarte.

Y cada vez tú ganaste.

Y siempre te marchabas, y te llevabas contigo todo lo que yo había vuelto a construir. Los trabajos. Los apartamentos. En una ocasión, incluso una nueva novia. Todo salvo la ropa que vestía.

De modo que aquí estás de nuevo.

Tú y tu increíble coche.

Sé lo que has estado haciendo estas dos últimas semanas. Has analizado la situación. Trazando tu estrategia. Tal vez hayas refrescado tus recuerdos sobre mí, y aprendido todo lo que puedes sobre los detalles de mi nueva vida, preparándote para tu actuación.

Creo que actuarás esta noche. En realidad, sé que ocurrirá así.

Lo sé porque telefoneaste a la oficina hace dos días. No me sorprendió. Es tu sistema. Apariciones fugaces, provocaciones, una llamada, y, finalmente, nuestro reencuentro. Cuando telefoneaste, te mentí. Te dije que Cheryl y Angie estarían fuera este fin de semana. Te dije que irían a visitar a mis suegros y que tendríamos toda la casa para nosotros, si así lo deseabas.

Me creíste.

Y así lo deseaste.

Pero la cuestión es que no se han marchado, Katrina. Están en el sótano, en dos baúles separados, completamente frías; empieza ya a secarse la sangre de las heridas producidas por las balas que les disparé al volver a casa, de regreso del trabajo.

Acabé con ellas, Katrina, antes de que tú lo hicieras. Verás, es que no podía permitirlo. Esos otros trabajos, los apartamentos, incluso aquella novia…, todo aquello era una cosa. Pero Cheryl y Angie eran otra muy distinta. No podía permitir que lo hicieras. Katrina. Las amaba con toda mi alma y con todo mi corazón. Las amaba más que a nada…, más que a ti.

Por fin hubo dos que fueron más que tú.

Y aquí estoy. Esperándote. Pronto darán las nueve; la mesa está puesta, con copas de cristal y platos de porcelana, y he preparado una exquisita cena. Hablaremos de los viejos tiempos, y beberemos vino tinto californiano, como en Tahoe; después, cuando hayamos terminado de cenar, y la llama de las velas se acorte y el deseo crezca, subiremos y haremos el amor.

Quiero ahogarme una última vez.

Más tarde, haré borrón y cuenta nueva. Esta vez, Katrina, yo seré quien borre todos los antecedentes.

Borrón y cuenta nueva.

Cuando te hayas dormido, iré al garaje en busca de la lata de cinco litros de gasolina que guardo para la cortadora de césped. Recorreré la casa y la iré vaciando a mi paso. Y cuando haya acabado, dejaré caer una cerilla encendida.

A medida que las llamas vayan ascendiendo, me meteré en la boca el cañón de mi revólver y apretaré el disparador.

Esta vez seré yo quien se marche.

Adonde se han ido ya Cheryl y Angie.

Porque allí te será imposible alcanzarnos.

Me parece que ya oigo tu coche. Sí, eres tú. Tú, al volante de ese increíble Mustang del sesenta y cuatro. Ahora te detienes ahí enfrente.

Creo que beberemos unas copas, amor mío.

«Amor mío».