Un hombre, vestido con un traje negro y arrugado, entró en el recinto de la feria. Era alto y delgado, y tenía la piel del color del cuero puesto a secar. Debajo de la chaqueta llevaba una desteñida camisa deportiva negra, de rayas amarillas. Tenía el cabello negro y grasiento, con raya en medio, y peinado hacia atrás sobre ambos lados. Sus ojos eran de un azul pálido. El rostro carecía de expresión. A pesar de los treinta y nueve grados al sol, no transpiraba.

Se dirigió a uno de los tenderetes y observó a la gente que intentaba lanzar pelotas de ping-pong al interior de decenas de peceras dispuestas sobre una mesa. Un hombre gordo, con un sombrero de paja, agitaba un bastón de bambú en la mano derecha y no cesaba de decirle a todo el mundo lo fácil que era.

—¡Prueben suerte! —gritaba—. ¡Llévense un premio! ¡Es muy fácil!

Entre los labios llevaba un cigarrillo apagado, a medio fumar, y al hablar, lo desplazaba de una comisura de la boca a la otra.

El hombre alto, del traje negro y arrugado, permaneció un rato observando. Ninguno de los presentes lograba meter ni una pelota de ping-pong en las peceras. Algunos trataban de lanzar las pelotas dentro. Otros intentaban hacerlas rebotar antes en la mesa. Pero nadie tenía suerte.

Al cabo de siete minutos, el hombre del traje negro se abrió paso por entre el gentío hasta quedar delante del tenderete. Sacó una moneda de veinticinco centavos del bolsillo derecho del pantalón y la depositó sobre el mostrador.

—¡Sí, señor! —dijo el gordo—. ¡Pruebe suerte!

Lanzó la moneda al interior de una caja metálica que había debajo del mostrador. Tendió la mano y sacó de una cesta tres mugrientas pelotas de ping-pong. Las depositó sobre el mostrador haciéndolas sonar y el hombre alto las recogió.

—¡Lance una pelota a la pecera! —exclamó el gordo—. ¡Llévese un premio! ¡Es muy fácil!

El sudor le goteaba por el enrojecido rostro. Tomó la moneda de veinticinco centavos que le entregaba un adolescente y puso tres pelotas de ping-pong delante del muchacho.

El hombre del traje negro miró las tres pelotas que tenía en la palma de la mano izquierda, y las sopesó sin que su rostro cambiara de expresión. El hombre del sombrero de paja se alejó. Con el bastón dio unos golpecitos a las peceras. Cambió de comisura la colilla de cigarro que llevaba en la boca.

—¡Lance una pelota a la pecera! —dijo—. ¡Hay premios para todos! ¡Es muy fácil!

A su espalda, una pelota de ping-pong cayó con un tintín en el interior de una pecera. Se volvió y miró la pecera. Después observó al hombre del traje negro.

—¡Muy bien! —gritó—. ¿Lo han visto? ¡Es muy fácil! ¡El juego más fácil de la feria!

El hombre alto lanzó otra pelota de ping-pong. Ésta describió una trayectoria curva en el interior del tenderete y cayó dentro de la misma pecera. Todos los demás que lo intentaron fallaron.

—¡Sí, señor! —exclamó el gordo—. ¡Hay premios para todo el mundo! ¡Es muy fácil!

Recogió dos monedas de veinticinco centavos y colocó seis pelotas de ping-pong delante de un hombre y su esposa.

Se volvió y vio que la tercera pelota entraba en la pecera. Sin tocar siquiera el cuello del recipiente. Ni rebotar. Aterrizó sobre las otras dos pelotas y allí se quedó.

—¿Ven? —inquirió el hombre del sombrero de paja—. ¡Ha ganado un premio en la primera ronda! ¡Es el juego más fácil de toda la feria! —Tendió la mano hacia un grupo de estantes de madera, sacó un cenicero y lo depositó sobre el mostrador—. ¡Sí, señor! ¡Muy fácil!

Recogió la moneda de veinticinco centavos que un hombre, vestido con un mono de trabajo, le entregaba y le puso delante las tres consabidas pelotas de ping-pong.

El hombre el traje negro apartó a un lado el cenicero y depositó sobre el mostrador otra moneda.

—Tres pelotas más —pidió.

El gordo sonrió y repuso:

—¡Serán otras tres pelotas de ping-pong! —Metió la mano debajo del mostrador, sacó tres nuevas pelotas y las colocó sobre el mostrador, delante del hombre—. ¡Acérquese!

Atajó una pelota que había salido rebotada de la mesa, y se agachó para recoger algunas que había por el suelo, sin perder la vista al hombre alto.

El hombre del traje negro levantó la mano derecha en la que sostenía una de las pelotas. La lanzó por encima de la cabeza, sin que su rostro reflejara expresión alguna. La pelota describió una curva en el aire y fue a caer dentro de la pecera junto a las otras tres. Sin rebotar.

El hombre del sombrero de paja se detuvo con un gruñido. Metió un puñado de pelotas de ping-pong en la cesta que tenía debajo del mostrador.

—¡Prueben suerte y llévense un premio! —dijo—. ¡Está tirado!

Colocó tres pelotas delante de un niño y cogió la moneda. Entrecerró los párpados al observar que el hombre alto levantaba la mano para lanzar la segunda pelota.

—No vale inclinarse hacia dentro —dijo.

El hombre del traje negro le lanzó una mirada.

—No me estoy inclinando hacia dentro —repuso.

El gordo asintió.

—Adelante, tire.

El hombre alto lanzó la segunda pelota. Ésta pareció cruzar el tenderete como flotando. Cayó por el cuello de la pecera y aterrizó encima de las otras cuatro pelotas.

—Un momento —dijo el gordo al tiempo que levantaba la mano.

Las demás personas que lanzaban se detuvieron. El hombre del tenderete se inclinó por encima de la mesa. El sudor se le colaba por debajo del cuello de la camisa de manga larga. Cambió de comisura el cigarro que llevaba en la boca al tiempo que extraía las cinco pelotas de la pecera. Se enderezó y las observó. Se colgó el bastón de bambú del antebrazo izquierdo e hizo rodar las pelotas entre las palmas de las manos.

—¡De acuerdo, señores! —exclamó. Se aclaró la garganta—. ¡Sigan lanzando! ¡Llévense un premio!

Dejó caer las pelotas en el interior de la cesta que tenía debajo del mostrador. Aceptó otra moneda de veinticinco centavos del hombre del mono de trabajo y le colocó delante las consabidas tres pelotas.

El hombre del traje negro levantó la mano y lanzó la sexta pelota. El gordo vio cómo describía una trayectoria curva en el aire. La pelota cayó en el interior de la pecera que acababa de vaciar. Una vez en el interior, no rodó ni una sola vez. Llegó al fondo, rebotó en una ocasión, derecha hacia arriba, cayó de nuevo y quedó inmóvil.

El gordo agarró el cenicero, volvió a colocarlo en el estante y sacó una pecera como las que había sobre la mesa. En su interior, lleno de agua teñida de rosa, nadaba una carpa dorada.

—¡Aquí tiene! —dijo. Se alejó y con el bastón dio unos golpecitos en las peceras vacías—. ¡Acérquense! —exclamó—. ¡Lancen una pelota a la pecera! ¡Llévense un premio! ¡Es muy fácil!

Al volverse, observó que el hombre del traje arrugado había apartado a un lado la pecera con la carpa dorada y depositado otra moneda de veinticinco centavos sobre el mostrador.

—Póngame otras tres pelotas de ping-pong —pidió.

El gordo lo miró. Movió el cigarro húmedo que llevaba prendido a los labios.

—Póngame otras tres pelotas de ping-pong —repitió el hombre alto.

El tipo del sombrero de paja vaciló. De repente, advirtió que la gente lo miraba y, sin pronunciar una palabra, aceptó la moneda y colocó las tres pelotas de ping-pong sobre el mostrador. Se dio la vuelta y golpeó ligeramente las peceras con el bastón.

—¡Adelante, prueben suerte! —dijo—. ¡Es el juego más fácil de toda la feria!

Se quitó el sombrero de paja y se enjugó la frente con la manga izquierda. Estaba casi calvo. El sudor le había aplastado contra el cráneo los pocos pelos que le quedaban en la cabeza. Volvió a ponerse el sombrero de paja y colocó tres pelotas de ping-pong delante de un chico. Guardó la moneda de veinticinco centavos en la caja metálica que tenía debajo del mostrador.

A esas alturas, ya había cierto número de personas que observaba al hombre alto. Cuando lanzó la primera de las tres pelotas a la pecera, algunos lo aplaudieron y un niño lo vitoreó. El gordo lo miró con suspicacia. Sus ojillos se movieron veloces cuando el hombre del traje negro lanzó a la pecera, junto a las otras dos, la segunda pelota de ping-pong. Frunció el ceño y, por un momento, dio la impresión de que iba a hablar. Al parecer, los aplausos lo irritaban.

El hombre del traje arrugado lanzó la tercera pelota. Cayó encima de las otras tres. Varias personas vitorearon y todo el mundo aplaudió.

El hombre del tenderete tenía las mejillas más enrojecidas. Volvió a colocar la pecera con la carpa dorada en su estante. Señaló hacia un estante superior e inquirió:

—¿Qué elige?

El hombre alto puso otra moneda de veinticinco centavos sobre el mostrador.

—Póngame otras tres pelotas de ping-pong —repuso.

El hombre del sombrero de paja se lo quedó mirando con fijeza. Mordisqueó el cigarro. Una gota de sudor le bajó por el puente de la nariz.

—Dele las pelotas de ping-pong —dijo uno de los mirones.

El gordo echó un vistazo a su alrededor, y logró sonreír.

—¡Muy bien! —dijo rápidamente.

Sacó de la cesta otras tres pelotas de ping-pong y las hizo rodar entre las palmas de las manos.

—No vaya a darle ahora las malas —gritó alguien con tono burlón.

—¡Aquí no hay pelotas malas! —repuso el gordo—. ¡Todas son iguales!

Puso las pelotas sobre el mostrador y recogió la moneda. La lanzó a la caja metálica. El hombre del traje negro levantó la mano.

—Un momento —dijo el gordo.

Se volvió y se inclinó sobre la mesa. Levantó la pecera, la volvió boca abajo y metió en la cesta las cuatro pelotas de ping-pong que había dentro. Pareció vacilar antes de volver a colocar la pecera en su sitio.

Ya no jugaba nadie más. Todo el mundo observaba con curiosidad al hombre alto. Éste levantó la mano y lanzó la primera de las tres pelotas, la cual describió una trayectoria curva en el aire y fue a caer en la pecera entrando recta por el cuello. Rebotó una vez, y luego se quedó inmóvil. La gente; vitoreó y aplaudió. El gordo se frotó las cejas con la mano izquierda y se sacudió el sudor de la punta de los dedos con un ademán iracundo.

El hombre del traje negro lanzó la segunda pelota de ping-pong. Fue a caer en la misma pecera.

—¡Espere! —ordenó el gordo.

El hombre alto lo miró.

—¿Qué hace? —preguntó el gordo.

—Lanzar pelotas de ping-pong —respondió el hombre alto.

Todo el mundo se echó a reír. El rostro del gordo se tornó más rojo aún.

—¡Eso ya lo sé!

—Lo hacen con espejos —dijo alguien y todo el mundo volvió a reírse.

—Muy gracioso —dijo el gordo. Cambió de comisura el cigarro húmedo que llevaba entre los labios y con un breve ademán, ordenó—: Continúe.

El hombre alto del traje negro levantó la mano y lanzó la tercera pelota de ping-pong, la cual describió una trayectoria curva por el interior del tenderete como impulsada por una mano invisible. Cayó en la pecera, encima de las otras dos. Todo el mundo vitoreó y aplaudió.

El gordo del sombrero de paja cogió una cacerola y la depositó en el mostrador. El hombre del traje negro ni siquiera la miró, colocó otra moneda de veinticinco centavos en el mostrador y dijo:

—Otras tres pelotas de ping-pong.

El gordo se alejó de él y gritó:

—¡Acérquense y lancen una pelota de ping-pong…!

Las protestas de todos ahogaron sus gritos. Se volvió, colérico, y gritó:

—¡Cuatro rondas por jugador!

—¿Dónde lo dice? —preguntó alguien.

—¡Son las reglas! —respondió el gordo. Le dio la espalda al hombre y con el bastón golpeó levemente las peceras—. ¡Acérquense y llévense un premio!

—¡Yo vine ayer y jugué cinco rondas! —gritó un hombre.

—¡Sería porque no ganó ninguna! —replicó un adolescente.

Casi todos reían y aplaudían, pero había quien abucheaba.

—¡Deje que juegue! —ordenó una voz de hombre. Todo el mundo comenzó a exigir al unísono—: ¡Deje que juegue!

El gordo del sombrero de paja tragó saliva, nervioso. Miró a su alrededor con una expresión truculenta en el rostro. De repente, levantó los brazos y dijo:

—¡Está bien! ¡No se pongan nerviosos!

Lanzó una furibunda mirada al hombre alto al tiempo que recogía la moneda. Se inclinó, sacó tres pelotas de ping-pong y las estampó sobre el mostrador. Se acercó bien al hombre alto y masculló:

—Si lo que intenta es engañarme, será mejor que lo olvide. Éste es un juego limpio.

El hombre alto lo miró muy fijo, totalmente inexpresivo. Sobre el fondo bronceado coriáceo del rostro, el color de sus ojos parecía muy pálido.

—¿Qué insinúa? —preguntó.

—Nadie puede meter sucesivamente tantas pelotas dentro de esas peceras —repuso el gordo.

El hombre del traje negro lo miró, impasible, y repuso:

—Yo, sí.

El gordo sintió que un estremecimiento le recorría el cuerpo. Se apartó y observó al hombre alto lanzar las pelotas de ping-pong. Al ver que todas iban a caer dentro de la misma pecera, la gente vitoreó y aplaudió.

El gordo sacó un juego de cuchillos con filo aserrado del siguiente estante de los premios y lo colocó sobre el mostrador. Se alejó con rapidez.

—¡Acérquense! —exclamó con voz temblorosa—. ¡Lancen una pelota a la pecera! ¡Llévense un premio!

—Quiere volver a jugar —dijo alguien.

El hombre del sombrero de paja volvió. Había una moneda de veinticinco centavos sobre el mostrador, delante del hombre alto.

—Ya no quedan premios —objetó.

El hombre del traje negro señaló los artículos del último estante de madera: una tostadora eléctrica para cuatro tostadas, una radio de onda corta, una perforadora para papel y una máquina de escribir portátil.

—¿Qué me dice de ésos? —preguntó.

El gordo se aclaró la garganta.

—Son de muestra —repuso, al tiempo que miraba en derredor en busca de ayuda.

—¿Y dónde lo dice? —quiso saber alguien.

—¡Es que los tengo para eso, les doy mi palabra! —exclamó el del sombrero de paja, cuyo rostro aparecía empapado de sudor.

—Jugaré para ganar esos premios —insistió el hombre alto.

—¡Ya vale! —El gordo tenía la cara muy enrojecida—. Le he dicho que son de muestra. ¡Y ahora haga el favor de…!

Se interrumpió con un jadeo entrecortado, retrocedió tambaleante hacia la mesa y se le cayó el bastón. Los rostros del gentío giraron ante sus ojos. Oyó las voces airadas como si provinieran de muy lejos. Vio la silueta borrosa del hombre del traje negro volverse y abrirse paso entre el gentío. Se enderezó y pestañeó. Los cuchillos con filo de sierra habían desaparecido.

Casi todo el mundo se marchó del tenderete. Sólo se quedaron unos pocos. El gordo intentó hacer caso omiso de sus gruñidos amenazadores. Recogió una moneda de veinticinco centavos del mostrador y colocó tres pelotas de ping-pong delante de un chico.

—Prueba suerte —dijo.

Tenía la voz débil. Lanzó la moneda a la caja metálica que tenía bajo el mostrador. Se inclinó contra un poste de una esquina y se llevó ambas manos al estómago. El cigarro se le cayó de la boca.

—Dios —dijo.

Sintió como si algo lo hiriese por dentro, como si se desangrase interiormente.