Siempre había soñado con hacer algo que llamara la atención, no sobre sí mismo, sino sobre su obra. Por fin se le presentaba la ocasión. Aquella tarde, le habían expuesto un caso peculiar, e impulsado más por la curiosidad que por motivaciones profesionales, se dedicó a él de inmediato. En ese momento, recorrió la sala en dirección de la puerta de la paciente, se ajustó a la solapa la tarjeta que lo identificaba en el hospital: doctor Alan Kensey, Departamento de Psiquiatría. Adoptó una actitud que él imaginó como de autoridad, y entró.
El comportamiento de la paciente era tan enigmático como el nombre que figuraba en su hoja clínica: Onya. Ningún apellido. Al entrar él, la mujer recorrió la habitación como una gata, y se refugió donde su propia oscuridad se fundió con las sombras. Por lo que el doctor pudo deducir, la mujer parecía inusualmente atractiva.
—Señorita Onya… —comenzó a decir Kensey.
—Onya a secas.
Aunque no fue un susurro, su aterciopelada voz produjo el mismo efecto en él que si lo hubiera sido; se inclinó hacia ella, queriendo acercársele. Onya le clavó una mirada de fuego y, casi sin darse cuenta, se apartó de ella.
—De acuerdo, Onya. Soy el doctor…
—Le estaba esperando, doctor Kensey.
Él vaciló, con algo de sobresalto.
Debía de tener una vista increíblemente buena si había sido capaz de leer la tarjeta de identificación con tan poca luz.
—¿Quiere acercarse, por favor? —la invitó—. Podemos sentarnos en estas sillas y estar más cómodos.
—¿Está usted incómodo?
Una vez más, ese efecto susurrante, aunque él la oía a la perfección. Se sintió incómodo.
Kensey se sentó, con la esperanza de que, al hacerlo, aquella extraña mujer saldría de su rincón. Mientras repasaba su hoja clínica, más que nada, para demostrarle que «él» era quien mandaba allí, la miró de reojo.
Ella lo observaba.
—¿Me dará de alta? —preguntó.
—No hasta que hayamos aclarado algunos puntos. Si me hiciera el favor de acercarse…
—¡No «debe» detenerme! —Le lanzó aquella orden desde su rincón y sin previo aviso—. ¡Tengo algo urgente que hacer!
Kensey comprendió que no iba a acercársele.
—¿Y qué es esto tan urgente que tiene que hacer? —preguntó, amable—. Quizá yo pudiera hacerlo por usted.
La carcajada que recibió por respuesta resonó en el cuarto y lo sobresaltó. Luego…, lentamente… ella dijo:
—Debo asegurarme de la destrucción del mundo.
Kensey se la quedó mirando durante un momento, casi azorado, y luego se obligó a recordar que la paciente sufría alucinaciones.
—Mi nombre es Onya —dijo ella—, es mi esencia. Alfa y omega, invertidas. Vivo desde el fin hasta el principio. Llevo el futuro al pasado.
En cierto modo, aquello sonaba «racional». Kensey se removió, incómodo, en la silla mientras Onya continuaba:
—Conozco las evoluciones del futuro y sé qué personas del pasado serán las responsables de esas evoluciones. Les digo lo que necesitan saber para que puedan crear. Y si no me deja marchar pronto, algunas de esas creaciones dejarán de existir.
—Ninguno de los grandes inventores ha mencionado el nombre de usted jamás —adujo Kensey.
—A los hombres les encanta llevarse todo el mérito, ¿no está usted de acuerdo conmigo? —Le lanzó una mirada acusadora—. En realidad, ignoran cómo consiguen la información. Se la susurro cuando se encuentran en un estado de recepción preconsciente, durante las primeras fases del sueño, o cuando sueñan despiertos, o en el momento en que se encuentran en la cúspide de la pasión…
Se interrumpió, y sonrió. Al doctor le pareció ver que se lamía los carnosos labios.
Se puso en pie rápidamente porque tuvo la sensación de que la situación se le escapaba de las manos. La silla cayó al suelo con estrépito. Onya sonrió y Kensey notó, con creciente incomodidad, que todo aquello la divertía. El doctor luchó por apartar aquella sensación de turbación.
—¿Y si yo le hablara sobre usted al mundo? —preguntó Kensey.
Quizá la intimidara con esa amenaza.
—No haría una cosa así.
No estaba intimidada.
Kensey se sintió intrigado. En el terreno profesional, quería atraparla en alguna inconsecuencia, pero, al mismo tiempo, tenía que mostrarse precavido por las posibles consecuencias de sus afirmaciones.
—Dado que ahora ejerzo un control sobre usted, ¿acaso soy una de las personas que han de erigirse en instrumentos de esa destrucción del mundo de la que habla?
Kensey formuló la pregunta con petulancia; la silenciosa mirada de Onya le produjo un estremecimiento porque se dio cuenta de que tal vez estuviera en lo cierto al pensar de ese modo.
Luchando por no continuar siendo objeto de debate, Kensey preguntó:
—¿Y qué me dice de quienes proponen teorías opuestas?
Le lanzó la pregunta como si abrigara la esperanza de que el lenguaje fuera a mantenerla a raya.
Onya se limitó a levantar sus pálidas manos, con un claro disgusto ante la ignorancia del médico.
—¡Qué tonto es usted! ¡Yo no le digo a «todo el mundo» lo que debe pensar! No hace falta. Sólo… me pongo en contacto con…, con quienes me resultan útiles para el objetivo.
—¿El objetivo? —inquirió Kensey tragando saliva.
La pausa hecha por ella antes de contestar lo inquietó.
—La destrucción.
—¿Nuclear?
La expresión sombría y ominosa de Onya le dijo que ni siquiera llegaría a imaginarse la naturaleza de la ruina de la humanidad. Lo intentó por otro camino.
—¿Ha visto usted esa destrucción?
—He «nacido» de ella.
—¿Cómo es posible?
Onya soltó una risotada.
—Ustedes tienen una teoría acerca del nacimiento violento de este mundo según la cual surgió de una explosión cósmica. Si acepta esa teoría, puede aceptarme a mí. He sido creada por la destrucción, e impulsada a través del tiempo para asegurar su propia eventualidad.
—¿Y cómo puede usted desafiar el tiempo, pero no el espacio?
Kensey hizo un ademán indicando la habitación donde estaba encerrada, seguro de haber logrado confundirla.
—«Usted» se mueve a través del tiempo —contestó ella, echándose hacia atrás el negro cabello—, pero no podría huir de una prisión. Conmigo ocurre lo mismo. Con la diferencia de que yo me muevo en dirección contraria.
Kensey se sintió desesperado. Sabía que tenía que pensar con claridad para sacarle alguna ventaja, y no lo conseguiría en presencia de aquella mujer. Le producía desasosiego. Dio un vistazo a su reloj para dar la impresión de que tenía prisa, luego le explicó brevemente que examinaría su caso a primera hora de la mañana. Si la reacción de Onya hubiera podido materializarse, habría adoptado la forma de un perro salvaje mordiéndole los talones al doctor cuando éste salió a toda prisa de la habitación.
A la mañana siguiente, Kensey, solo en su despacho, reflexionaba acerca de su nueva y misteriosa paciente. Sus ojos grises lo observaban desde la foto de sí mismo y de su esposa, que descansaba sobre el escritorio de roble. «Gris». El color de la ambigüedad. Parecía adecuado, puesto que rara vez era capaz de considerar sus propias decisiones como correctas sin margen de error. Siempre tenía que buscar el apoyo de sus colegas para afirmarse; en ocasiones, era como si los necesitara para poder creer que existía. Treinta y seis años, con un respetable título de Columbia, y, aun así, seguía siendo un indeciso, cosa que hasta a él mismo le irritaba. Quería que la realidad fuese como él: tranquila, estable, nada amenazadora, con un rostro honesto, que pudiese ser interpretado. Pero el comportamiento confiado de Onya y la extraña y coherente versión que había dado de sí misma le obligaban a reconocer que la realidad tiene muchas caras: todavía no podía comprometerse a ofrecer una interpretación definitiva de su caso.
Mordiendo un lápiz con gesto distraído. Kensey se percató de que tenía que tomar una decisión sobre Onya. Si la mujer decía la verdad, entonces debía darle de alta para no interrumpir el flujo del progreso. Por otra parte, no quería ser responsable de haber permitido que el «agente de la destrucción» siguiera adelante con su intento de imponer… la nada. Además, siempre existía la sensata posibilidad de que fueran alucinaciones. No debía perder de vista ese aspecto.
Los pensamientos de Kensey se vieron interrumpidos por la entrada de Joe Liscoe, uno de sus colegas.
—Me alegra que hayas venido, Joe. Quiero comentar un caso contigo. La paciente de la ciento ocho, que ingresó anoche.
Liscoe reflexionó por un momento y después asintió.
—Sí, ya. Un caso típico de delirios de grandeza. ¿Hay algún problema?
Joe se mostraba siempre tan seguro de sus diagnósticos que Kensey lo envidiaba.
—No…, en realidad, no. —No quería mostrar su inseguridad ante su colega—. Simple curiosidad. Quería saber si la habías visto.
—Sí, cuando la ingresaron. Parecía alterada. —Liscoe se interrumpió—. Oye, no encuentro mi vídeo. ¿Me dejas el tuyo?
Aliviado por el giro dado a la conversación, Kensey fue a buscar el aparato. No se encontraba en su sitio acostumbrado. Buscó en el escritorio, mientras intentaba ocultar el pánico que lo embargaba. Ella se lo había advertido…, le había advertido que no la retuviera demasiado tiempo. ¿Existiría alguna relación?
—Anoche debió de entrar algún ladrón —comentó Liscoe—. Fred tampoco ha encontrado el suyo.
Kensey se sintió abatido.
—¿Y por qué se llevarían sólo los vídeos?
Le temblaba la voz. Rogó por que Liscoe no lo notara.
—Cualquiera sabe. Ésta es una institución psiquiátrica. Ya sabes, aquí «nada» tiene sentido.
Liscoe se encogió de hombros, y se volvió para marcharse al tiempo que decía que iba a presentar un informe.
Kensey asintió, distraído, y se quedó a solas con sus crecientes temores. Entonces decidió que debía ver a su paciente de inmediato.
Onya se encontraba tranquilamente sentada en la cama cuando Kensey entró en su habitación. Su rostro aparecía calmado, y el doctor volvió a sorprenderse de la nitidez de sus facciones. La mujer lo saludó sin demora.
Kensey le preguntó cómo se encontraba.
—Mucho mejor, doctor —respondió con una sonrisa—. Anoche tenía alucinaciones. Unos amigos míos me dieron una droga. Pero ahora ya pasó.
Kensey se quedó de piedra.
—¿Unos amigos suyos…?
—Sí. Asistí a una fiesta. Supongo que imaginarían que iba a ser divertido.
Su actitud resultaba tan tranquila que Kensey comenzó a creer en lo que le contaba.
—Nadie ha advertido nada a las enfermeras —protestó Kensey y se recordó que debía comprobar la veracidad de la nueva historia de su paciente.
Onya se limitó a encogerse de hombros, como si quisiera dar a entender que a ella aquello no le incumbía. Estaba claro que sufría de alucinaciones. El doctor Kensey sabía que existía la posibilidad de que, por error, le hubiera sido administrada una medicación incorrecta o basada en una información falsa o poco adecuada, de manera que la falta de respuesta de la mujer no probaba nada.
—¿Cree que podré marcharme a casa hoy? —preguntó Onya.
El corazón le dio un vuelco.
—Hemos de mantenerla en observación —contestó—, pero es probable que pronto le demos el alta…, si lo que dice sobre sus alucinaciones es cierto.
—Gracias, doctor. Me siento muchísimo mejor.
—Bien, bien. Su aspecto ha mejorado. —Era verdad. Kensey se sintió más animado—. Iré a ver si logro poner el proceso en marcha.
Onya le sonrió, agradecida; una reacción corriente. La sensación de alivio de Kensey era como la de un niño bajándose de sus hombros.
Al regresar a su despacho, Kensey se sintió muy estúpido por sus anteriores ansiedades. ¡Al menos habían acabado! Respiró profundamente y expulsó el aire, disfrutando la sensación de que la vida había vuelto a la normalidad.
De pronto, se detuvo en seco.
¿Acaso aquella mujer se creía que iba a ser tan «estúpido»? Seguramente debió de notar con qué entusiasmo había deseado que ella corroborara su diagnóstico y estaba utilizando con él la psicología contraria. Era probable que hubiera considerado que si estaba en connivencia con él, si alimentaba su ego y no le causaba problemas, él se mostraría más asequible a las súplicas para que la dejara marchar. Era tan delicada, tan convincente. ¡A punto había estado de caer en la trampa!
Pero ya se había dado cuenta de lo que la mujer tramaba y no lo conseguiría con tanta facilidad. Se dejó caer en el diván que normalmente ocupaban los pacientes, y se preguntó qué iba a hacer.
A pesar de la urgente necesidad de concentración, dejó que su mente vagara mientras yacía en el sofá. Un pensamiento se había abierto paso en sus reflexiones, como un pez que nada en aguas turbias, y sólo lo reconoció cuando lo hubo observado mentalmente de reojo un buen rato.
Durante la dura prueba a la que Kensey se vio sometido con su nueva paciente, había encontrado algo en ella que resultaba molestamente agradable. Sólo en aquel momento se dio cuenta de qué se trataba. Sus propias fantasías juveniles se habían infiltrado en la situación, lo habían obligado a insuflarles cierta vida. De niño, siempre se imaginaba a sí mismo como un héroe, a veces ante las niñas más pequeñas, a veces ante todo el mundo. Se imaginaba llevando a cabo un hecho significativo que obligaría al resto de la gente a proclamar su gran valía para la humanidad. Él era quien salvaba a alguien de un incendio, o donaba dinero, o ideaba un plan infalible para garantizar la paz mundial. Sus sueños eran ambiciosos, pero siempre habían acabado con la dolorosa admisión de que él. Alan Kensey, jamás sería el héroe de nadie.
Hasta aquel momento.
Entonces, tenía que preguntarse si intentaba ver a Onya como algo que no era, algo que incluso «ella» misma negaba en esos momentos. ¿Intentaba utilizar a la joven como plataforma de lanzamiento para hacer realidad, aunque tarde, la imagen que forjara en su niñez? ¿Acaso se negaba a aceptar la nueva actitud de rendición de su paciente sólo porque no quería que ella fuera lo que en un principio afirmaba ser? Kensey debió admitir que si Onya fuera un agente de la destrucción del mundo, y él un agente suyo de la destrucción, se convertiría —¿se atrevería a pensarlo acaso?— en un «salvador». Se estremeció sólo de pensarlo; pero no logró determinar si lo que más le asombraba era la posibilidad de su propia grandeza o la forma en que su mente podía manipularlo para tratar equivocadamente a un paciente.
Kensey se incorporó con rapidez, más confundido que nunca. ¡«Tenía» que volver a verla!
Onya levantó la cabeza cuando Kensey entró en la habitación. Sus ojos sombríos le dieron la bienvenida, pero el doctor no logró descifrar si era sincera; podía tratarse de un ardid para hacérselo creer. La expresión de la mujer le recordó una ilusión perceptiva. Pero no era el tipo de óptica ambigua que él utilizaba con sus pacientes —ora un pato, ora un conejo—, sino algo más parecido a una pintura que había visto de niño. La fascinación que le habían producido tres señoras tomando el té se había convertido en horror cuando advirtió que los pliegues de sus largos vestidos proporcionaban un disfraz ilusorio a las cuencas y los pómulos salientes de una calavera sonriente que le devolvía la mirada. El rostro de la muerte parecía mirarle una vez más a través del velo del engaño, y un horror igual a aquel otro le heló la sangre en las venas.
—Yo… —empezó a decir Kensey sin gracia—, bien, quería comprobar si estaba cómoda.
Fue un comienzo lamentable.
—Estoy muy bien —le aseguró Onya—. En espera de que me permitan marchar.
La actitud normal de Onya devolvió al doctor a la realidad. Sintiéndose como un tonto. Kensey se volvió para salir, pero Onya lo llamó.
—Estaba pensando en esa obra de teatro… Edipo Rey —dijo—. ¿No le parece interesante ver cómo la gente intenta con tanto ardor eludir el destino y luego resulta que lo convierten en realidad con sus propios actos?
Le sonrió como si acabara de hacer un comentario al azar. Pero la escalofriante ansiedad de la mañana volvió a apoderarse con fuerza del cuerpo de Kensey, contaminando las aguas de su perspectiva. Se volvió y salió de la habitación.
Aquella noche, el silencio de su despacho le resultó opresivo. Tuvo la impresión de que sabía con exactitud cómo se sentía una rata al ser tragada por una serpiente. Se aflojó el nudo de la corbata e inspiró hondo, pero el aire cargado le dio náuseas. Era como si la oscuridad circundante sospechara que intentaba ocultar sus temores en lo más profundo de sí mismo, y no quisiera permitirle ese respiro.
«¡Maldita sea la calefacción excesiva de estos edificios!», pensó, procurando reajustar su sentido de la ambientación, pero al dirigirse hacia su escritorio, éste no le ofreció el lazo familiar que buscaba. La seguridad de su mundo desaparecía como el agua absorbida por la arena. Onya se la había robado. O había actuado como catalizador para hacer que él mismo se la robara.
Kensey echó un vistazo a la puerta, pero al ver la boca abierta de un vientre extraño en ella, desechó el pensamiento de abandonar la habitación, a pesar de la amenaza de autodesintegración que surgía del mobiliario tercamente indiferente. Se dirigió hacia un rincón oscuro donde se reclinó, mientras sentía el sudor pegajoso en la nuca y la frente. Le faltaba el aire: tenía el estómago como si fuera un globo al que hubieran retorcido para convertirle en una ristra de salchichas. ¿Por qué había vuelto a verla? Si nunca hubiera escuchado sus palabras de despedida, habría sido capaz de autoconvencerse de que ella había sido víctima de la broma de un amigo. Ahora ya no podía conseguirlo de un modo tan sencillo.
Sin ganas de hacer nada, Kensey se dejó caer en el suelo poco a poco, como una gelatina viscosa sacada de un tarro. Consciente de lo que él mismo diría si descubriera a uno de sus pacientes en una postura encogida y autista como aquélla, Kensey apoyó el rostro contra las rodillas y, con esfuerzo, logró tragar, aunque tenía la boca reseca. No le importaba lo que él hubiera dicho. Ni le importaba tampoco lo que hubiera dicho «alguien».
Quería ser pequeño, insignificante. Y era pequeño, pero con la pequeñez de la impotencia ante un reto implacable que lo había elegido. Sabía que tenía que hacer algo. De lo contrario, alguien que no supiese lo que él sabía daría de alta a Onya, y entonces…
¿Pero qué podía él hacer? La junta de revisión jamás aprobaría una reclusión permanente. ¡Además, ella podía huir! No le quedaba ninguna alternativa. ¡Tendría que matarla! Pero ¿cómo? Lo más sensato sería una inyección. Una burbuja de aire en una vena. Nadie se enteraría. ¡Debía hacerlo! Si no actuaba, sería responsable de la destrucción de la humanidad. ¡No podía cargar con ese peso! La cuestión era actuar con rapidez, incluso si con ello se perdían algunos productos del progreso o la comodidad que Onya habría podido producir si seguía viva. Kensey tenía que resignarse a eso, igual que se había resignado a vivir con la posibilidad de haber matado a una paciente que sólo sufría de alucinaciones.
Kensey lanzó una mirada furtiva al vestíbulo. Nadie. Se palpó el bolsillo. La jeringuilla estaba allí. Avanzó con rapidez, sin hacer ruido. Los pasillos aparecían en silencio. Nadie en el mostrador.
Introdujo la llave en la cerradura de la puerta que conducía al ala donde Onya estaba internada.
De repente, el doctor recordó sus últimas palabras. «Edipo». ¿Qué habría querido decir? ¿Intentaba confundirle? ¿Impedir que él triunfara y ella fracasara? Negó con la cabeza e intentó analizar el pensamiento. ¡Debía actuar! ¡Al instante! Antes de que el valor le faltara. Antes de que llevase a cabo lo que ella esperaba. No pudo evitar el pensamiento de que, si no hacía algo, podía significar que él jamás había sido una parte importante de la misión de Onya. A menos que no haciendo nada la ayudase a cumplir con su objetivo. Kensey comenzó a sentir como si estuviera tratando de separar el hidrógeno del oxígeno en una molécula de agua. No lograba asirse con firmeza a su propia percepción de las cosas. Débil, como de costumbre; como toda la vida, como siempre.
Inspiró profundamente y abrió la puerta despacio…; pero sus heroicas intenciones se esfumaron con el eco de la risa burlona de Onya. Estaba allí dentro, en la habitación.
—Lo esperaba, doctor Kensey.
Él permaneció en el mismo lugar incapaz de moverse. Onya le sostuvo la mirada por un momento, con una expresión desdeñosa y de aprobación a la vez. Luego, se deslizó por su lado, con paso medido, como una novia que caminara hacia el altar. Sus ojos de araña se posaron en él por un momento, paralizándolo y atrayéndolo hacia su tela. El doctor se sometió débilmente cuando ella, provocadora, le pasó los largos dedos por el rostro y le susurró:
—Sólo puedes hacer lo único que «eres capaz» de hacer.
Se alejó pasillo adelante, y Kensey hizo lo único que era capaz de hacer.
Nada.