Apocalypse Domani. En la hora que precedía al amanecer, cuando la noche se retiraba entre las sombras, el sueño perseguía a Rehnquist, despierto. Las puertas del infierno se habían abierto, los caníbales se habían lanzado a las calles, y Rehnquist esperaba solo, traicionado por la luz del naciente día. Sabía que los zombies darían pronto con él, las ventanas se sacudirían, las puertas estallarían hacia dentro y las manos, manchadas por aquel interminable festín, le harían señas. Comerían de su carne y beberían de su sangre, pero se compadecerían de su alma inmortal; y al amanecer, él volvería a levantarse, poseído por su hambre, por su inagotable sed, para ver un mundo nuevo y sombrío a través de los ojos ausentes de los muertos de la puerta contigua.
The Beyond. «Y te enfrentarás al mar de oscuridad, y a todo lo que de él pueda ser explorado». Tallis inclinó la copa de vino a manera de vacío saludo. «Todo sea por el poeta». Se volvió a mirar hacia el ala este de la Galería Corcoran, cuya cronología de impresionistas suizos estaba dominada por L’Aldila, de Zweig, un paisaje con un mar de arena quemada, plagado de restos momificados. Gavin Widmark, su abogado, lo apartó de la barra.
—Un poco más de moderación —dijo con una sonrisa forzada.
Tallis vio pasar un camarero con una bandeja y se sirvió otra copa de Chardonnay.
—El arte no es más que la falta de moderación —repuso con voz de beodo y en un tono algo exaltado.
Al otro lado de la sala, una rubia los observaba con el ceño fruncido.
—Ah, Thom —dijo Widmark, al tiempo que señalaba hacia la mujer—. ¿Conoces a Cameron Blake?
Cannibal Ferox. Recuerdo: la lluvia iracunda caía sobre Times Square desperdigando la Marcha de Mujeres contra la Pornografía y obligándolas a refugiarse en el abrazo irónico de las entradas de unos teatros mal iluminados. Ella se refugió debajo del cartel de una de esas películas sucias. «¡Hazlas morir lentamente!», gritaba el cartel, y a manera de reflexión posterior añadía: «¡La película más violenta jamás vista!». Y mientras esperaba en las súbitas sombras, aferrada a la pancarta cuyas letras en tinta roja se habían diluido hasta formar una especie de herida, estudiaba los rostros que emergían del vestíbulo del cine de sesión continua: los mordaces jóvenes negros salían entre gritos y empujones para volver a las calles; la pareja de mediana edad se abría paso, abrumada, entre la inesperada avalancha de mujeres de rostro adusto; y, finalmente, el joven solo, que llevaba una novela de tapa dura de Thomas Tallis aferrada contra el pecho. Sus ojos fugitivos, atrapados tras las gafas de fina montura metálica, parecían advertirle a Cameron Blake de la existencia de algún peligro, mientras ella seguía en compañía de sus hermanas, con la esperanza de chafarles la noche.
Dawn of the Dead. En el centro comercial, los carteles de las películas provocaban a Rehnquist con el sueño californiano del sexo casual, cocido por el sol: el tedio adolescente volvía a reinar otro verano más en el cuádruplex. En cambio, visitó la biblioteca de vídeos y recorrió las estanterías de las películas de terror, cada vez más despobladas —cada caja rota era un ladrillo en la pared de su defensa—, y se preguntó qué haría cuando se hubieran marchado. En la caja, había visto una nota mimeografiada: PROTEJA SUS DERECHOS - LO QUE DEBE SABER SOBRE LA LEY H. R. 1762. Pero a él no le hacía falta saber lo que veía en ese mismo momento, al observar a los compradores de allá fuera, atrapados en el escalón temporal del sonambulismo suburbano.
—Éste es un sitio importante de sus vidas —dijo, aunque sabía que nadie lo escuchaba.
Eaten Alive. Mientras en la pantalla se reflejaba otra diapositiva (una pálida cautiva, atada a una cama, se retorcía en una polvorienta habitación de motel), Cameron Blake dijo:
—Después de todo, lo importante de las mujeres que aparecen en estas películas, no es cómo se sienten, ni lo que hacen para ganarse la vida, ni lo que piensan del mundo que las rodea… sino, simplemente, cómo se desangran.
El proyector de diapositivas hizo «clic» y el público se quedó en silencio. La siguiente víctima se arqueaba sobre una improvisada mesa de trabajo, colgada de un gancho de carnicero que le había sido introducido en la vagina. Las húmedas entrañas cayeron, enroscadas, al suelo coloreado de sangre. Mientras los asombrados murmullos se elevaban en una protesta, desde el fondo de la sala de conferencias le llegó el inconfundible sonido de una risa.
Friday the 13th. Había decidido alquilar un título favorito de vacaciones y ahora, en la pantalla de su televisor, la experta rubia con cuerpo de botella avanzaba vacilante por la playa iluminada por la luna, con los labios pintados fruncidos en una sonrisa de enterada.
—Mátala, mamita, mátala —pronunció ella en un monótono y acompasado soliloquio al que él no tardó en unirse.
La consabida virgen cayó ante ella, con las piernas abiertas en un sesgo invitador, y el hacha, allá en lo alto, dispuesta, con el filo reluciente y humedecido por un brillo de sangre. Rehnquist cerró los ojos; sabía que pronto visitaríamos la habitación del hospital donde la virgen yacía a salvo en la cama, mientras nos preguntábamos qué sería lo que continuaba al acecho en el lago Camp Crystal. En cambio, se imaginó un final distinto, uno sin secuelas, uno sin sangre, y supo que no le sería posible dejarlo estar.
The Gates of Hell. La mañana en que se celebró la primera sesión sobre la ley H. R. 1762. Tallis subió la escalera que conducía al Edificio Rayburn para observar el apasionado desfile: el actor de películas de guerra señalaba con el dedo acusador del fariseo; los psiquiatras barbudos, oráculos susurrados de los modelos de agresión y estudios de impacto; los maestros de escuela y los ministros, cada uno de ellos con una historia de moralidad destruida; y luego las madres, los padres, las mujeres maltratadas, las víctimas de violaciones, los niños sometidos a abusos deshonestos, perdidos tras sus lágrimas y en busca de una causa, rogaban a los políticos que permanecían sentados como jueces solemnes. Vio, sin sorpresa, que Cameron Blake se encontraba entre ellos en la sala de plenos, como portavoz del silencio, de los olvidados, de los lastimados, los violados, los muertos repentinos.
Halloween. Aquella noche, solo en su piso, Rehnquist se acurrucó junto a sus cintas de vídeo, calculó los minutos que cercenaría la cuchilla del censor. A veces, cuando cerraba los párpados, imaginaba historias y películas que nunca llegaron a filmarse y que ahora, quizá, jamás se concretarían. Mientras en su televisor fluctuaban las imágenes del último film de terror, observaba a la hija de la estrella en ciernes, arrinconada contra la pared: otra víctima presa de un visitante inoportuno; pero cuando la boca de la joven se abrió en un grito mudo, Rehnquist cerró los ojos, y la vio ocupar el lugar de su madre, heredera de aquella fatídica habitación del motel Bates, un desnudo a todo color atrapado detrás de la cortina de la ducha mientras la mano, empuñando el cuchillo de mango largo, asestó una puñalada tras otra. Y a medida que el cuerpo perfecto de la chica se apagaba deslizándose hacia las baldosas manchadas de sangre, Rehnquist abrió los ojos y con una sonrisa dijo:
—Fue el negro, ¿no?
Inferno. Mirando con severidad a las cámaras del telediario, el reverendo Wilson Macomber bajó la escalera de la iglesia Liberty Gospel de Clinton, Maryland.
—No, amigos míos —dijo—. Hablo de nuestros hijos. Es su futuro lo que está en juego. Tengo una lista en mis manos…
Los flashes destellaron y las minicámaras ofrecieron una panorámica general de los ansiosos asistentes, para tomar luego un primer plano del montón de troncos bañados con queroseno. De pronto, Macomber sonrió, y sus feligreses, con los brazos cargados de libros, revistas, cintas de vídeo y discos, sonrieron con él. El reverendo mostró un libro de bolsillo al objetivo de la cámara más cercana.
—Éste será el que inicie la quema —dijo con una carcajada.
Lanzó el libro a la pira que esperaba y con la claridad de la convicción inamovible proclamó:
—Hágase la luz.
Y las llamas ardieron hasta bien entrada la noche.
Just Before Dawn. Cameron Blake se frotó los ojos y tuvo la impresión de que el dolor de cabeza se le avivaba y que luego desaparecía. Se dirigió hacia el estudiante graduado que esperaba junto a la puerta. Se vio a sí misma, quince años antes, cómodamente vestida con camiseta y tejanos, el cabello suelto, segura de sí y de la noción que el cambio esperaba a la vuelta de la esquina. Se vio a sí misma y supo por qué había dejado a un marido y una empresa de abogados de Wall Street para poder enseñar las lecciones de aquellos quince años. El cambio no estaba allí, esperándola. El cambio se forjaba, a menudo a base de dolor, y nunca sin lucha. El estudiante tenía en sus manos las hojas arrugadas de una extraña polémica: «Sólo las mujeres se desangran: DePalma y la política del voyeurismo». En los ojos de Cameron se apreciaban las húmedas señales de la duda, pero no de las lágrimas; no, de las lágrimas, jamás. Cameron Blake alisó las hojas y le quitó el capuchón a su estilográfica roja.
—¿Por qué no empezamos con Body Double?
The Keep. Tallis bajó el volumen del estéreo y miró la pantalla vacía de su computadora con atención. Hacía dos horas que intentaba escribir, pero no lograba producir más que códigos indescifrables: palabras, oraciones, párrafos sin vida ni lógica. Por dentro sólo alcanzaba a sentir un silencio creciente. Volvió a mirar los recortes de periódico apilados prolijamente sobre su escritorio, sangriento testamento del poder de las palabras y las imágenes: la respuesta de Charles Manson a la llamada «Helter Skelter» de los Beatles; la obsesión con Taxi Driver casi había acabado con un presidente; padres que habían asesinado infinidad de criaturas en exorcismos de alcoba. Sacó del estante su última novela, Jeremiad, y se preguntó qué muertes habrían sido ensayadas en sus páginas.
The Last House on the Left. El diputado James Stodder le dio la vuelta a la caja de cartón, y desparramó su contenido ante el joven abogado de la Unión Americana para las Libertades Civiles. Catalogó cuidadosamente cada elemento para el subcomité: fotos, conseguidas en el mercado negro, del cadáver desnudo de la actriz de televisión Lauren Hayes, tomadas por sus raptores momentos después de que la destriparan con un desplantador; una cinta de vídeo de la dos veces prohibida Apoteosi del Mistero, de Lucio Fulci; una película de ocho milímetros titulada Little Boy Snuffed, confiscada por el FBI en la trastienda de una librería para adultos de Pensacola, Florida; y un ejemplar de Requiem, novela de Clive Barker, del que arrancaron las páginas donde figuraban las escenas más ignominiosas.
—Y ahora, díganme —pidió Stodder casi a gritos, con voz temblorosa—, ¿dónde terminan los hechos y empieza la ficción?
Maniac. Rehnquist reguló el control del volumen, atraído por el montaje de escenas violentas que precedió al resumen del canal por cable C-SPAN sobre el subcomité Stodder. Un crítico cinematográfico agitaba un cartel medio roto, saboreando su aparición ante las cámaras.
—Es la película más censurable que se haya filmado jamás —exclamó—. Lo que deberíamos preguntarnos es si la gente se siente tan molesta por la infamia del asesino o porque les es presentado bajo un criterio tan positivo y comprensivo.
Rehnquist cambió de canal, primero lo puso en el que televisaban aquella serie tan famosa sobre policías, donde unos modernos polis del Departamento Antidroga rociaban a un narcotraficante con una interminable lluvia de balas; luego pasó a los telediarios, que mostraban los cuerpos apilados, como maderos, en una vía férrea muerta en El Salvador; y, finalmente, al canal MTV, donde Mick Jagger hacía cabriolas en las calles de una ciudad en ruinas, mientras cantaba una canción que hablaba de mucha sangre.
Night of the Living Dead. Recordó que al principio no había cintas de vídeo. Que tampoco había clasificaciones X, ni etiquetas que advirtieran sobre las escenas de sexo y violencia, ni secuestro de libros de los estantes de las bibliotecas, ni comités ni investigaciones. Al principio había sueños incoloros. Se decía que había paz y prosperidad; y él durmió con esa inocente convicción hasta que una noche despertó en el asiento trasero de su coche, paralizado por la pesadilla en blanco y negro, el apocalipsis en vivo que se desarrollaba en la pantalla de un auto-cine.
—Vienen por ti, Barbara —había advertido el actor.
Pero Rehnquist supo que los zombies iban por él; las ventanas se sacudían, las puertas estallaban hacia dentro. Había aprendido que los muertos estaban vivos y tenían hambre —hambre de él—, y que a partir de entonces los sueños serían siempre en color rojo.
Orgy of the Blood Parasites. El martillo volvió a golpear y a medida que los gritos se iban apagando, Tallis reanudó el alegato que había preparado.
—Conforme a la legislación propuesta —leyó sin esperar a que se hiciera el silencio—, que la representación de la violencia constituya o no pornografía depende de la perspectiva adoptada por el escritor o el director de cine. Una historia que sea violenta, y que se limite a representar mujeres… —Dio un brinco al oír el renovado coro de indignados—, que se limite a representar mujeres, repito, en posiciones de sometimiento, estará expresamente prohibida, con independencia del valor político o literario de la obra en su conjunto. Por otra parte, una historia que represente a mujeres en posiciones de igualdad será legal, con independencia de cuan gráficas sean sus escenas de violencia. Esto… —Hizo una pausa y miró primero a James Stodder, luego a cada uno de los miembros del subcomité—, esto es control de pensamiento.
Profondo Rosso. Widmark lo condujo entre las dos filas de periodistas apostados en el exterior del Edificio Rayburn. Tallis miró hacia el oeste, pero sólo vio una hilera tras otra de fachadas de mármol blanco.
—Esto es un suicidio —dijo Widmark—. Te das cuenta, ¿verdad? Echa un vistazo.
Esgrimió un sobre lleno de fotocopias de recortes de prensa y reseñas bibliográficas y luego le entregó a Tallis una carta en la que se detallaban las prolongadas supresiones que Barkley proponía para la nueva novela. Tallis rompió la carta por la mitad sin leerla y murmuró:
—Necesito una copa.
Luego, saludó con la mano a la rubia que lo esperaba unos peldaños más abajo. Nadie se había fijado en el joven con gafas de fina montura metálica, bañado por el rojo intenso del sol poniente.
Quella Villa Accanto il Cimitero. Rehnquist había encontrado la respuesta en la primera plana del Washington Post, mientras leía las notas sobre el último testimonio ante el iracundo subcomité Stodder. Allí, entre citas en negritas de un jefe de policía del Medio Oeste y de un psicoanalista con el inverosímil apellido de Freudstein, aparecía una borrosa fotografía con la siguiente etiqueta: PROFESORA CAMERON BLAKE, DE GEORGETOWN, y la aclaración al pie decía: La violencia en libros y películas también puede ser real. Con nerviosa familiaridad, sus dedos siguieron el contorno de aquel rostro: el cabello rubio, los finos labios entreabiertos en una ansiosa advertencia, los grandes ojos negros de Barbara Steele. Cuando levantó la mano, sólo vio la negra mancha dejada en sus dedos por la letra impresa. Entonces supo lo que debía hacer.
Reanimator. Compartieron un reservado en la cafetería del Capitol Hilton, y, mientras bebían Bloody Marys, buscaron un terreno común. La conversación pasó de Lovecraft al último restaurante de mariscos de Old Town Alexandria; y después, mientras Tallis se bebía su tercer cóctel, le habló del año que había pasado en Italia con Dario Argento, y le arrancó unas carcajadas sinceras con una anécdota sobre el guión traducido erróneamente para Lachrymae. Ella, a su vez, le contó la historia de la estudiante graduada que lo había catalogado como el escritor más peligroso después de Norman Mailer.
—Todo un cumplido —dijo él—. ¿Y qué crees tú?
Cameron Blake movió la cabeza y repuso:
—Le dije que antes intentara leer tus libros.
Al marcharse del hotel, él se detuvo ante un quiosco para comprar un ejemplar de bolsillo de Jeremiad.
—Un regalo para tu estudiante —dijo.
Cuando intentó darle la mano, ella vaciló. Al cabo de un momento, se quedó solo.
Suspiria. A Cameron Blake le sorprendió su voz, poco más que un suspiro.
—Hola —dijo.
La puerta se cerró de golpe tras ella, y él emergió de entre las sombras y se situó en la luz, impidiéndole el paso. Cameron retrocedió y, mientras, analizaba al joven desaliñado que había irrumpido en su casa. Por un momento, creyó que se habían visto en otra parte; extraños bajo un aguacero repentino.
—Quiero enseñarle una cosa —dijo Rehnquist.
Cuando ella lo empujó con la intención de llegar al teléfono, la cinta de vídeo que él le había ofrecido cayó al suelo y se rompió sobre el piso de madera dura. En ese momento, mientras la cinta se desenrollaba sin vida por el suelo, el destino de ambos quedó sellado.
The Texas Chainsaw Massacre. Tallis había colgado el auricular cuando sonó la primera vez. Había esperado a que ella telefoneara, pero la voz que al otro extremo de la línea reverberaba en el siseo de la larga distancia era la de Gavin Widmark; se trataba de su voz de negocios, afable, pero medida, que sólo podía presagiar malas noticias. A pesar de tener tres millones de ejemplares de Jeremiad en prensa, Berkley se había negado a publicar la nueva novela. Si considerara las supresiones propuestas… Si meditara acerca del nivel de violencia… Si… Sin decir palabra, Tallis volvió a colgar con suavidad. Se sirvió otro dedo de ginebra en la copa y se quedó mirando con fijeza las crecientes profundidades de la pantalla vacía de su ordenador.
The Undertaker and His Pals. Mientras Rehnquist abría la navaja barbera, Cameron se dijo que no tenía escapatoria. Al avanzar hacia ella, una fría certidumbre le llenaba los ojos; la luz lanzó un destello en la cuchilla, y ella se apretó contra la pared mientras lo observaba y esperaba.
—Por ti, Cameron —dijo el joven.
La navaja destelló y fue a rasgar la muñeca izquierda del muchacho, lamiéndole la vena. Cerró los ojos con fuerza, pero él repitió, esta vez en un grito:
—Por ti, Cameron.
Y ella volvió a mirar justo cuando los dedos de la mano izquierda del joven caían sobre la alfombra en medio de una lluvia de sangre.
—Por ti, Cameron.
La navaja se apoyó en la garganta del muchacho y, de repente, le trazó un corte a modo de sonrisa por la que brotó un torrente carmesí que le bañó el pecho; mientras él se tambaleaba hacia la calle, dejando a su paso un reguero de sangre, Cameron descubrió que no podía apartar la mirada.
Videodrome. «Toda la película cuenta una historia», pensó el sargento detective Richard Howe, haciéndose a un lado para dejar libre el campo visual del fotógrafo de la policía. Sabía que las huellas digitales que tendría sobre su mesa al día siguiente darían la impresión de describir la realidad, pero sus imágenes aplanadas desmentirían lo que él había presentido desde el momento en que llegó: las manchas de sangre que cubrían el suelo de la casa de Capitel Hill eran más profundas y más oscuras que ninguna de las que había visto en su vida. Le resultaría difícil olvidar la expresión de la mujer cuando le informó que los dedos cercenados eran trozos de látex, y que la sangre no era más que una mezcla de jarabe de maíz y colorante para alimentos. Volvió a mirar la cinta de vídeo rota, sellada en el interior de la bolsa de plástico de las pruebas: DIRIGIDA POR DAVID CRONENBERG, rezaba la etiqueta. Esperaba con impaciencia que expidieran la orden de registro, porque volver patas arriba el apartamento de aquel tipo sería para troncharse de risa.
The Wizard of Gore. Cuando llamaron a la puerta la primera vez, Rehnquist dejó el ajado ejemplar de Jeremiad, donde había marcado el párrafo más aterrador: … y al amanecer, él volvería a levantarse, poseído por su hambre, por su sed inagotable, para ver un mundo nuevo y sombrío a través de los ojos ausentes de los muertos de la puerta contigua. A sus pies yacía el fino tubo de plástico enroscado que se había quitado de la axila, y del cual había vaciado la falsa sangre.
—No es real —dijo Rehnquist y dejaron de llamar a la puerta—. «Nunca» ha sido real.
La ventana de su izquierda se hizo añicos y una lluvia de cristales salió despedida en todas direcciones; después, la puerta estalló hacia dentro y quedó bostezando sobre un solo gozne, y las manos, las manos que le hacían señas, se abalanzaron sobre él. La larga noche había terminado. Por fin, los zombies habían ido a buscarle.
X-tro. El reverendo Wilson Macomber se puso en pie para enfrentarse al subcomité Stodder y su voz no amplificada reverberó en la sala de audiencias.
—Ignoro si alguna otra persona ha hecho esto por todos vosotros, pero quiero rezar por vosotros ahora mismo, y quiero pediros a todos los que estéis en esta sala y temáis a Dios que inclinéis las cabezas. —Apretó un pequeño ejemplar del Nuevo Testamento contra su corazón—. Señor… te ruego que destruyas la maldad de esta ciudad y la de todas las ciudades. Te ruego que traces la línea, tal como está escrito aquí, y que quienes sean justos, sigan siendo justos, y que quienes sean obscenos, sigan siendo obscenos…
En el fondo de la sala de audiencias, con el rostro perfilado por las sombras, Tallis se revolvió, incómodo. Por la mirada de insecto de Macomber, reflejada por la pétrea sonrisa de James Stodder y los ojos fantasmales de Cameron Blake, supo que había acabado. Y cuando comenzó la votación de la ley H. R. 1762, dio media vuelta y se alejó hacia la repentina luz de un día silencioso.
Les Yeux Sans Visage. Meses más tarde, en otro tipo de teatro, unos estudiantes de Medicina con batas verdes presenciaban el drama de los procedimientos de estereotaxis; la justicia se impartía en el último rollo de la película.
—El objetivo es la circunvolución del cíngulo —anunció el conferenciante con máscara blanca, e hizo un gesto con el escalpelo, seguido de una pausa, para conseguir mayor efecto; después, miró hacia arriba, a la ampliación en vídeo de la corteza cerebral del paciente—. Aunque hay quienes prefieren realizar incisiones que seccionen las fibras que irradian hacia el lóbulo frontal.
El bisturí se movió con engañosa rapidez; no lo filmaron ni en primer plano ni en cámara lenta, pero la sangre que por un instante salpicó con fuerza la firme mano derecha del neurocirujano resultó muy real.
Zombie. En aquella hora igual a muchas otras, Rehnquist sonreía mientras el guardián empujaba su silla de ruedas por los interminables corredores blancos del hospital St. Elizabeth. Sonreía a sus nuevos amigos, con aquellos cómicos nombres de números; sonreía a las ventanas oscuras, enrejadas para mantenerle seguro; sonreía al notar el calorcillo del charco de orina que lentamente se formaba debajo de él. Y a medida que la silla de ruedas se acercaba al final de otro corredor, volvió a sonreír y a tocarse la cicatriz amenazante que le surcaba la frente. Le preguntó al guardián, apellidado Romero, creía, si era hora de volver a dormir. Le gustaba dormir. De hecho, le parecía que no había nada que le gustase tanto como dormir. Aunque a veces, al despertar, sonriendo al sol de la mañana, se preguntaba por qué habría dejado de soñar.