Capítulo 41
Robert no abrió la boca durante todo el trayecto, ni siquiera reaccionó a los insultos de Rosie.
Le habían permitido dirigirse, a punta de pistola, al cuarto de baño para poder lavarse la cara. El cuello de su camiseta estaba ligeramente manchado de sangre y no era posible eliminarla con un poco de agua, pero no era probable que nadie lo advirtiera. Llamaba mucho más la atención el labio hinchado, que destacaba visiblemente.
La intensidad del tráfico había remitido, y sólo les llevó unos veinte minutos llegar a la sede de CerebMed. Entraron en el aparcamiento y se dirigieron al lateral del edificio, donde no vieron a nadie.
—Pues vamos allá —dijo Rosie.
Robert torció el gesto, sacó estómago y enderezó la espalda. Al parecer Rosie le había vuelto a encañonar dolorosamente.
Si sigue estando puesta la llave por dentro, tenemos un problema.
Se dirigieron a la puerta.
Se detuvieron, y Robert sacó la llave del bolsillo de su pantalón con dos dedos. La puerta se abrió.
Penetraron en una habitación angosta y alargada, con estanterías a izquierda y derecha cuyas baldas estaban completamente saturadas de cajas con etiquetas blancas.
—¿Hacia dónde? —preguntó Sibylle.
Robert señaló al frente.
—Un poco más adelante giramos a la izquierda —dijo.
Sibylle le observó con detenimiento, intentando leer en su rostro, sin conseguirlo.
Llegaron al pasillo siguiente y se detuvieron ante una puerta. Robert introdujo un código en un cajetín situado justo al lado. Y entonces se acabó todo.
En el momento en el que Robert abrió la puerta se encontraron de frente, a menos de dos metros de distancia, con el hombre de los ojos muertos que les esperaba en una habitación totalmente recubierta de azulejos blancos.
Deberían haber contado con esa posibilidad.
Rosie levantó el arma y la apoyó en la cabeza de Robert.
—Sin tonterías —le indicó a Hans, que no se había movido ni un solo milímetro.
Miraba fijamente a Sibylle. A ésta se le puso el vello de punta al contemplar aquellos ojos y pensó en Lukas y en el terror que debió sentir al lado de ese hombre.
—Quiero ver inmediatamente a mi hijo —exigió—. ¿Dónde está?
—Cerca —dijo Hans, y al fin apartó la mirada de ella—. Aparta esa pistola —le ordenó a Rosie.
Rosie rió.
—Y una mierda. Llévanos a ver al niño o tendré que dispararle al hijo de tu jefe. No sé si eso le agradaría a ese famoso científico investigador de cerebros.
—Pronto conoceréis al Doctor —contestó Hans, imperturbable—. Venid.
Se dio la vuelta sin más y comenzó a caminar. Le siguieron, primero Sibylle, a continuación Robert, y, por último, Rosie.
—Deja caer el arma —oyó Sibylle a sus espaldas y se dio la vuelta rápidamente. Tras Rosie se encontraba un hombre enfundado en una bata blanca que apoyaba una pistola en la cabeza de ésta. Era un poco más alto que Rosie, tendría unos cincuenta años, y estaba muy delgado. Llevaba unas gafas con montura dorada y tenía un aspecto bastante estúpido con su cabello rubio peinado cuidadosamente con raya en medio.
—Deja caer el arma tú, o tendré que dispararle al hijo del jefe —contestó Rosie con voz admirablemente firme.
Sibylle contuvo el aliento. La distrajo un movimiento que percibió en los límites de su campo de visión. Detrás de Hans había aparecido una sombra, y a continuación oyó una voz que sintió como un dardo en el corazón.
—Mami, ¡mami!
¡Lukas!
Sólo a un par de metros de distancia, justo detrás del hombre de los ojos muertos, descubrió la mata de pelo rubio de su hijo. Las lágrimas le enturbiaron la vista.
¡Lukas! ¡Lukas!
Explotaron en ella un sinfín de emociones, quería gritar con fuerza y susurrar amorosamente, reír de todo corazón y llorar de forma histérica, quería correr hacia él… pero se detuvo cuando su mente captó la imagen que se le ofrecía al completo.
Detrás de Lukas se encontraba aquel hombre de cabello plateado que reconoció por las fotografías que había visto antes como el Doctor Gerhard Haas. Tenía apoyada una mano en el hombro de su hijo. La otra colgaba descuidadamente hacia abajo. Pero sujetaba un revólver.
—¡Mami! —gritó Lukas de nuevo en aquel instante, intentando soltarse—. ¡Suéltame! —exigió—. ¡Quiero ir con mi mami!
Haas miró hacia Robert, Rosie y el hombre que aún sujetaba la pistola. Su rostro no dejaba traslucir emoción alguna.
—Suelte a Robert.
Levantó la mano que sujetaba el arma y miró a Lukas con una sugerencia muy clara.
Rosie dudó. Era evidente que ignoraba qué debía hacer.
—Déjalo, por favor —rogó Sibylle, que creía a aquellas personas capaces de cualquier cosa. No sabía cómo continuaría aquello, pero el miedo a que le sucediera algo a su hijo lo determinaba todo.
—¿Estás segura? —preguntó Rosie. Sibylle asintió y su amiga apartó el arma.
Robert se alejó de ella con dos zancadas y se dirigió sin dudar a Hans, tendiéndole la mano.
—Déjame tu cuchillo —le ordenó—. Le cortaré ahora mismo el cuello a esa bruja roja.
En lugar de obedecer, Hans se limitó a mirar al Doctor, que sacudió la cabeza en señal de negativa. Robert maldijo en voz baja y dejó caer los hombros.
—Estás herido —le dijo Haas—. Creo que has sido poco cuidadoso.
Sibylle mantenía la mirada fija en su hijo.
—Doctor —se dirigió directamente al hombre alto—. Ignoro qué… qué habrá visto Lukas, pero sé que no se lo contará a absolutamente nadie. ¿Verdad, Lukas?
El niño asintió.
—Por favor, deje que se marche el niño. No sé qué me ocurre y por qué he olvidado quién soy. Si quieren continuar haciendo experimentos, me ofrezco voluntaria, me da igual lo que puedan hacer conmigo. Pero deje que se marche mi hijo. Por favor. ¿Lo hará?
Durante varios segundos, el Doctor la miró a los ojos desde una distancia de aproximadamente cinco metros y ella albergó la esperanza de verlo reflexionar acerca de su propuesta. Su semblante seguía sin dejar traslucir nada.
—¿Experimentos, dice? ¡Lo que he realizado con usted ha sido un acto de creación! Calificarlo de experimento sólo demuestra su ignorancia. Tendrá que contarme hasta los detalles más nimios.
—Por favor —insistió Sibylle—. Deje que se marche el niño.
—Debería haber cuidado mejor de su hijo. Ahora ya es demasiado tarde. Aunque ha tenido sus ventajas. Es usted la prueba del milagro que he logrado con Synapsia.
—¿Synapsia? —preguntó Rosie—. ¿De qué está hablando?
Haas la examinó como si se tratara de un insecto.
—Synapsia es un milagro que cambiara el mundo por completo. Los criminales se convierten en filántropos en cuestión de segundos, un idiota se transforma en un genio matemático y un perturbado mental en un hombre normal. No puedo exponer aquí y ahora todas las posibilidades, su capacidad mental es demasiado limitada para ello. Vengan conmigo, les mostraré Synapsia.
Se dio la vuelta llevándose a Lukas consigo.
—¿Capacidad mental limitada? —bufó Rosie.
Hans aguardó a que Sibylle le hubiera alcanzado y caminó a su lado, abandonando la habitación detrás de Haas y el niño. La necesidad de abrazar protectoramente a Lukas la dominaba hasta el punto de que pronto se olvidaría de todo lo demás.
Llegaron a un pasillo mucho más amplio, y Sibylle miró a su alrededor. Rosie y Robert caminaban detrás de ella. El rostro de él estaba petrificado y se advertía claramente que el odio que sentía por Rosie estaba a punto de asfixiarle.
O el que siente hacia mí.
Haas se detuvo ante una puerta metálica, pasó sus dedos por un teclado numérico y apretó el pulgar durante unos segundos sobre una superficie de color gris que había justo al lado. La puerta se abrió con un largo zumbido. Haas extendió la mano, pero vaciló y se dio la vuelta rápidamente. También Sibylle había notado algo.
En algún lugar indeterminado, detrás de ellos, se había percibido un sonido sordo, semejante al lejano retumbar de un trueno. Haas les hizo una seña con la cabeza a Hans y Robert, que retrocedieron inmediatamente.
Aunque a Sibylle la asaltó un rápido pensamiento, desechó la idea tras una mirada a Lukas. No tenía ninguna oportunidad. Haas mantenía su arma demasiado cerca de la cabeza del niño.
Después de un rato, oyeron el sonido de unos pasos que se iban acercando por el pasillo y sólo unos segundos después dobló la esquina el comisario jefe Grohe. El corazón de Sibylle dio un salto. El rostro de Grohe estaba muy tenso y el motivo fue pronto evidente al aparecer, a sólo un metro de distancia, Martin Wittschorek, el cual apuntaba a la espalda de su compañero con una pistola. Cerraban el grupo Hans y Robert. Sibylle y Rosie intercambiaron una mirada rápida cargada de desesperación.
—¿Qué hace usted aquí? —preguntó Haas a Wittschorek de modo un tanto brusco—. ¿Y cómo se le ocurre traer también a ése?
Señaló con la cabeza a Grohe.
—Lo siento, Doctor —contestó Wittschorek, apartando a un lado al comisario jefe—. Por desgracia, la señora Wengler ha llamado por teléfono a mi compañero contándole que su amiga Sibylle Aurich había vuelto a ser secuestrada y se hallaba en grave peligro. Grohe avisó a la policía de Múnich e insistió en venir hasta aquí inmediatamente. No he tenido más remedio que acompañarle, de lo contrario hubiera traído a cualquier otro compañero. Imagino que ya habrá contactado con usted la policía, ¿no es así?
Haas asintió.
—Han estado aquí. Tuve que llamar al jefe de policía para solucionar este asunto. Todo ha sido muy molesto. Espero que en el futuro se puedan evitar tales incomodidades.
Sibylle sintió deseos de llorar. Había sido un error entrar así, sin más, en CerebMed.
No importa. No te rindas, ¡eso jamás!
Tras todo lo que había pasado en los últimos días, en los que había, incluso, llegado a dudar de la existencia de Lukas, al que creyó producto de su fantasía, ahora, que había vuelto a encontrarlo, no abandonaría mientras le quedara un hálito de vida.
—Ya que está aquí, le mostraré también para qué se ha dejado sobornar. Sígame.
Haas volvió a repetir el código y apoyó de nuevo el pulgar en la puerta.
La habitación en la que entraron ahora era inmensa, ocupaba aproximadamente cien metros cuadrados. Las paredes, pintadas de un blanco estéril, le proporcionaban una cierta atmósfera de hospital, el suelo era de PVC de color gris. Había tres mesas con cuatro sillas cada una y un rincón en el que habían instalado una pantalla de televisión. Estanterías blancas que llegaban hasta el techo, todas ellas prácticamente vacías, cubrían la pared situada a la izquierda.
—Nuestros pacientes se encuentran una planta más abajo —explicó Haas de forma escueta—. Llamamos a esta zona el pasillo oculto. Síganme, por favor.
Avanzó un par de metros y se acercó a las estanterías, apartando una de las cajas situada en una balda que se encontraba aproximadamente a la altura de su pecho. Apareció un objeto que podría describirse como una máquina registradora antigua. Haas tecleó y de nuevo se oyó un zumbido prolongado, semejante a aquel que había accionado la puerta metálica. Una sección de las estanterías se trasladó hacia atrás, sin hacer apenas ruido, paró unos instantes y a continuación se movió hacia un lado liberando una entrada del tamaño de una puerta normal.
Haas cruzó sin titubeos y Sibylle le siguió. Unas escaleras angostas, iluminadas por focos de neón, les condujo una planta más abajo, hasta que desembocaron de nuevo en un largo y amplio pasillo con varias puertas a ambos lados.
Aproximadamente a mitad del pasillo, Haas se detuvo ante una puerta de doble hoja. Se dirigió a Robert.
—Trae a la señora Aurich —le ordenó.
Sibylle miró a su hijo y se puso en tensión. Si aquel individuo pretendía alejarla de allí se defendería con pies y manos. Pero en lugar de acercarse a ella, Robert simplemente asintió y desapareció por una puerta a su derecha. Haas abrió una de las hojas de la puerta, aparentemente sin cerrar con llave, y pasó a través de ella con Lukas.
Sibylle entró a su vez en la habitación, vacilante y desorientada, después de que una mano se posara en su espalda y la animara con una ligera presión. Se volvió, encontrándose con los ojos sin vida de Hans.
—Por favor —dijo éste, pareciéndole a Sibylle extrañamente tímido. Sibylle ignoró los escalofríos que amenazaban con paralizarla y continuó caminando mecánicamente.
Las paredes de esta nueva estancia habían sido tapizadas con paneles de madera oscura. Sibylle se detuvo, sorprendida, tras avanzar unos pocos metros. Pequeños nichos con lámparas ocultas a la vista ofrecían una suave luz indirecta. No había iluminación alguna procedente del techo, a excepción de un foco que alumbraba un extraño objeto situado justo en el centro de aquella habitación. Se trataba de una especie de camilla de color negro, ligeramente inclinada, que se sostenía sobre un ancho pedestal. El conjunto ofrecía el aspecto de un sillón de dentista ultramoderno. Alrededor del cabecero, formando un semicírculo, se distinguían diversos aparatos y monitores de aspecto complejo. Dos metros más allá vio un armario, igualmente de color negro. Un conjunto de cables, del grosor de un brazo, conectaban aquellos aparatos con el armario.
Parece una película de ciencia-ficción.
Sin embargo, lo que más logró impresionar a Sibylle fue un objeto que parecía una especie de casco formado por una intrincada red de cables y que colgaba sobre la camilla como si de la soga de un ahorcado se tratase.
—Esto es Synapsia —proclamó el Doctor Haas, y por primera vez detectó Sibylle en su voz algo semejante a una emoción: orgullo—. Teniendo en cuenta que contamos con dos nuevos voluntarios, creo que puede justificarse el hecho de que les explique primero en qué innovador proyecto científico están a punto de participar.
Tras ellos se oyó un ruido, y el Doctor miró hacia allí.
—Ahí está. Jane, ¿puedo presentarle a Sibylle Aurich?
No se sintió aludida y no se dio la vuelta hasta que no oyó el grito de terror de Rosie. Se le cortó la respiración.
A pocos metros de distancia se hallaba un ser que parecía un cadáver preparado para su aparición en una película de terror. La mujer estaba escuálida, una bata blanca le colgaba informe de sus huesudos hombros. Su rostro presentaba un aspecto cerúleo, y ni un solo músculo en él se movía. Su boca, ligeramente abierta, dejaba escapar un hilo de saliva de la comisura de los labios. Aquel rostro parecía congelado, totalmente paralizado. Los pómulos se destacaban en aquella piel pálida y grisácea como si estuvieran a punto de atravesarla. Mechones sueltos de un cabello rubio ceniza enredado le cubrían parcialmente la cara.
El aspecto que ofrecía era terrible, pero lo peor de todo eran los ojos, abiertos de forma antinatural hasta el límite y mirando fijamente hacia un punto indeterminado al frente. Las pupilas no se movían ni un solo milímetro. Daba la impresión de que aquellos ojos habían llegado a contemplar algo tan inhumanamente aterrador, que en ese mismo instante habían quedado petrificados.
—Está usted completamente loco —oyó Sibylle decir a Grohe lentamente.
También percibió un gemido, y sospechó, más que supo, que había sido ella misma quien lo había emitido. Había reconocido aquel rostro, a pesar de su terrible deformidad. Aquel rostro le era muy familiar.
Tenía delante a la mujer que acompañaba a Hannes en la fotografía del viaje de novios.