Capítulo 15

Una vez en el salón, se sentó en el suelo, justo delante de un enorme puf, y apoyó la espalda en él, aguardando a Rosie que, en la habitación anexa, estaba dedicada a recoger la mesa. Cerró los ojos mientras atendía a los ruidos propios de la vajilla que percibía desde la cocina.

Sus pensamientos huyeron, se alejaron de aquella película de terror en la que se había convertido su vida de repente, y corrieron en busca de las pacíficas e idílicas imágenes de su pasado, aplacando su alma febril como si de unos refrescantes paños se tratara.

Quizá alguien hubiera calificado la vida que había llevado en los últimos años de aburrida. Estaba casada, y su marido no la abandonaba nunca para reunirse una vez por semana con los amigos y jugar a las cartas en un bar, ni tampoco se apalancaba delante del televisor con ellos para acompañar con sus gritos las diversas incidencias de más y más partidos de fútbol. Él siempre había sido un hombre meticuloso y ordenado, y con los años había sido más bien ella quien se había adaptado a él y no al revés, y aquello había sucedido con la naturalidad de la armoniosa convivencia.

De vez en cuando acudían al teatro, o salían a comer a algún restaurante agradable, y de no ser así, simplemente se acomodaban en casa. Antes de conocerle, la vida de Sibylle había sido mucho más movida. Salía continuamente, sin perderse jamás fiesta alguna, y estaba segura de haber tenido más experiencias amorosas antes de casarse que Hannes. Pero de su amplísimo círculo de amistades y conocidos pocos habían quedado tras la boda. En realidad, bien pensado, sólo Elke, que…

¡Elke!

Sibylle abrió los ojos de repente y se incorporó. Intentó impulsarse con los codos para levantarse definitivamente, pero le resultó imposible, porque el relleno del puf se deslizaba en cuanto se apoyaba en él.

Recorrió con la vista las paredes del salón, pero si antes no había detectado fotografía alguna, ahora tampoco pudo descubrir ningún reloj. Se liberó con esfuerzo del abrazo de las bolitas de relleno y acababa de lograr ponerse en pie cuando vio salir a Rosie de la cocina.

—¿Qué hora es? —preguntó Sibylle, apartándose un mechón de cabello de la cara.

—Las ocho y cuarto.

—He de intentar localizar a Elke. Tal vez Lukas se encuentre con ella.

De inmediato tuvo a Rosie junto a la mesita auxiliar para alcanzarle el auricular del teléfono. Sibylle marcó con urgencia el número de Elke, con demasiada urgencia, como muy pronto descubrió, pues logró conectar con una mujer malhumorada que decía llamarse Kleinbauer, la cual explicó de forma escueta que no conocía a ninguna Elke cómo-se-llame. Y colgó.

Sibylle lo volvió a intentar, en esta ocasión despacio y con sumo cuidado, con el corazón desbocado y la esperanza de que la vez anterior se hubiese confundido al marcar. El teléfono sonó dos veces antes de que oyera por fin una voz que le resultó familiar.

—Elke Berheimer.

Sibylle hubiera querido gritar de alegría, pero fue incapaz de producir sonido alguno.

—¿Hola? —insistió Elke impaciente.

—Elke… Soy Sibylle.

Silencio. Los segundos se sucedían. Después, en voz tan baja que casi no pudo distinguir las palabras, la mujer habló.

—¿Qué? ¿Quién habla? ¿Sibylle? ¿Sibylle Aurich? ¿Eres tú de verdad?

Definitivamente se trataba de la voz de Elke, pero sonaba áspera, y, en cierto modo, extraña.

—Sí, Elke, soy yo. ¿Está Lukas contigo?

—Pero ¿dónde…? Quiero decir, ¿qué te ha ocurrido?

—He sido asaltada… y secuestrada después. Desperté ayer por la mañana, en un sótano. Logré huir y después me ayudó una mujer muy agradable. Y Hannes me ha…

—¡Espera! —la interrumpió Elke—. ¿Despertaste en un sótano? ¿Y te ayudó una mujer? ¿Se encuentra esa mujer contigo ahora?

—Sí, pero…

—¿Dónde estás? ¿Y cómo se llama esa mujer?

—Rosemarie —contestó Sibylle automáticamente, para comprobar, confundida, cómo la nombrada realizaba exagerados movimientos con las manos y simultáneamente movía los labios formando una muda negativa.

—Mi nombre no —susurró Rosie, subrayando la negativa con un enérgico movimiento de cabeza.

—¿Rosemarie? —percibió la voz de Elke en su oído. Sibylle logró arrancar la vista de Rosie.

—Elke, por favor, dime si Lukas se encuentra contigo.

Había hablado en un tono mesurado, pero insistente. De nuevo mudo silencio. Un segundo, otro más…

—¡Elke! ¿Qué es lo que ocurre, maldita sea?

—No —le llegó una respuesta titubeante—. Aquí no está.

Sibylle percibía con toda nitidez cada latido de su corazón. Su cabeza le martilleaba del rápido y sordo bombeo con el que la sangre era impulsada a través de su cuerpo.

—¡Dios mío, Elke…! ¡Por favor, por favor, dime que no le ha pasado nada! ¡Dime que sabes dónde se encuentra mi niño y que está bien! ¡Por favor!

—Sí… eso sí. Todo está bien.

Sibylle se dejó caer sobre el puf sin poder evitar soltar un gemido.

—Gracias a Dios.

Ignoraba si había, realmente, pronunciado aquellas palabras o simplemente las había visto pasar por su mente. Carraspeó.

—¿Dónde está mi hijo?

—Prefiero no hablar de eso por teléfono. Se encuentra bien. ¿Puedes acercarte a mi casa?

Sibylle ahogó un sollozo.

—Ahora mismo voy —contestó—. ¡Hasta ahora!

Por fin. ¡Lukas!

Dejó caer el auricular. Su alegría inicial se estaba convirtiendo en una curiosa amalgama de inexplicable alivio, y sordo y persistente temor.

Elke sonaba extraña …

Esa sensación de permanecer continuamente al margen, fuera de la realidad, y avanzar, en cambio, por un mundo distorsionado en el que sólo de forma ocasional se presentaban seres que le recordaban muy vagamente a personas próximas a ella, esa sensación no había desaparecido ni siquiera después de aquella última llamada telefónica.

—¿Qué pasa? —quiso saber Rosie—. ¿Cómo ha reaccionado? ¿Qué te ha dicho? ¿Ha sido ella la que te ha preguntado por mi nombre?

—Yo… No lo sé. Bueno, sí. Pero todo era un poco extraño. Primero parecía sorprendida, pero después… No sé, y, en realidad, me da igual. Lo importante es que me ha dicho que Lukas se encuentra bien y que sabe dónde está. Hemos de ir inmediatamente a su casa, nos espera.

Sin dudar ni un instante, Rosie señaló la puerta.

—¡Pues vamos!