Capítulo 23

Un fuerte estrépito la hizo estremecerse. Ignoraba cuánto tiempo había dormido, allí encogida, envuelta en la colcha.

El ruido parecía provenir del pasillo.

Le siguió una risa infantil y la amonestante voz de una mujer, y Sibylle volvió a hundir la cabeza en la almohada.

¿Cómo continuar ahora? ¿He de buscar, con ayuda de Christian Rössler, a la gente que me ha hecho esto? Y cuando los encontremos, si es que logramos dar con ellos, ¿qué?

¿Qué sentido tiene todo, qué me importa nada ahora, si aquello que pensaba que constituía el centro de mi vida, el motor que me impulsa, no es sino una ilusión?

Se dio la vuelta en la cama.

Algo tengo que hacer, no puedo conformarme. Aún ignoro cuáles de mis recuerdos son auténticos y cuáles simples productos de una fantasía enferma y artificialmente creada. ¿Quién me creerá, si…? Pruebas, necesito pruebas de que Lukas sólo existe en mi fantasía. Una seguridad de que eso es así, o no tendré paz jamás, dudaré y estaré angustiada durante el resto de mis días.

Sibylle apartó de sí la colcha con un gesto decidido y se sentó. Acababa de ver cuál había de ser su próximo paso. Contactaría con el comisario que la había dejado escapar en dos ocasiones. Si pretendía tener alguna oportunidad de llevar una vida normal, sólo podría ser con ayuda de ese hombre.

Se levantó de la cama y alcanzó el teléfono, marcando nuevamente el número de información. En esta ocasión su interlocutor fue un encantador joven de voz sumamente agradable.

Sin embargo, en cuanto percibió aquel tranquilizador timbre de voz tomó consciencia de que en realidad ignoraba con quién, exactamente, deseaba comunicarse.

—Eh… buenos días —comenzó vacilante, pues de nuevo se le había borrado de la memoria el nombre del comisario y jamás había sabido a qué comisaría estaba asignado. Sí recordaba vagamente que el nombre le había parecido polaco. Y que comenzaba con la letra W.

—Perdone, pero desearía…

—¿Sí?

El otro, el comisario vomitivo, ése se llamaba Oliver Grohe, curiosamente lo recordaba.

Polaco, polaco… Piensa… Un nombre que comienza con W…

Tras haber repasado mentalmente algunas de las combinaciones posibles que se le antojaron más habituales, el nombre vino a ella como por un milagro.

—Wittschorek. ¡Sí! Me llamo Sibylle Aurich. ¿Podría comunicarme por favor con la policía de Ratisbona?

—¿Desea que la pase con el número de emergencias?

—No, no se trata de una emergencia, sólo he de hablar con un agente en concreto que pertenece al Departamento de Crímenes Violentos.

—¿Desea que la comunique directamente con el Departamento de Crímenes Violentos de Ratisbona?

—¿Existe sólo uno o más de un Departamento?

—Según lo que me aparece aquí, sólo uno, en Bajuwarenstrasse.

—Pues póngame con ellos, gracias.

Mientras aguardaba a que se produjera la comunicación, se sorprendió por la calma que experimentaba en aquel momento. Sobre todo, considerando que se estaba poniendo en contacto por iniciativa propia con unos agentes que la estarían buscando con desesperación, probablemente.

Cuando descolgaron el teléfono, la atendió una voz masculina que se identificó como oficial Gorges.

—Buenos días —comenzó ella amablemente—. Mi nombre es Sibylle Aurich. Me gustaría hablar con el comisario Wittschorek.

El hombre guardó un significativo silencio para carraspear, incrédulo, a continuación.

—¿Cuál dice que es su nombre? ¿Aurich? ¿Sibylle Aurich?

Sibylle se sorprendió por la pregunta, pero luego comprendió que probablemente a todo agente de policía en Ratisbona le debía resultar conocido su nombre, y que al indicarlo el agente había sentido cierta extrañeza. Sintió el impulso de colgar el teléfono de forma inmediata, pero se controló, pues era consciente de que necesitaba hablar con urgencia con el comisario si buscaba una oportunidad de solucionar su situación.

—Escuche —continuó, realizando un esfuerzo casi sobrehumano por expresarse con cierta lógica a pesar de su nerviosismo— quisiera hablar con el comisario Wittschorek, por favor. Con nadie más. ¿Es posible?

—Ahora mismo se encuentra fuera —contestó el agente de forma cautelosa—. Pero no se retire, intentaré localizarlo urgentemente.

El volumen de la pieza de música clásica con la que a continuación pretendieron amenizarle la espera era demasiado elevado, al menos así se lo pareció a Sibylle, que hubo de apartar el molesto auricular unos centímetros de su oreja. Afortunadamente, sólo pocos segundos después la música se interrumpió bruscamente siendo sustituida por repetidos chasquidos. Sibylle se acercó de nuevo el teléfono al oído.

—¿Wittschorek?

Los ruidos que percibía de fondo la hacían suponer que su interlocutor se encontraba en algún lugar al aire libre, probablemente en una calle muy transitada. Tenía que concentrarse mucho para poder entender sus palabras.

—Sibylle Aurich —dijo ella, esforzándose por dotar su voz de cierta firmeza—. Aunque sé que piensa usted que no soy yo, sino otra persona, pero espero que a pesar de todo me ofrezca la oportunidad de explicarle qué he logrado averiguar sobre este caso hasta ahora.

Sibylle misma notó que había hablado con demasiada rapidez.

—¿Desde dónde me llama?

—Creía que la policía podía averiguar esa clase de cosas en solo un par de segundos.

—Pues no es tan sencillo. Además, ahora mismo no me encuentro en la comisaría.

—¿Su amigo el desagradable está con usted?

—Eh… No. ¿Por qué?

—Me lo he encontrado hace poco.

—¿Sí? Imaginé que nos había descubierto usted. Ya vi que de repente le entró mucha prisa por marcharse.

Lo dijo en un tono coloquial y sin dejar traslucir sorpresa alguna. Sibylle estaba sorprendida.

—Y si me vio, ¿por qué no impidió usted mi huida?

Él vaciló antes de contestar.

—Lo expresaré del siguiente modo: hay ciertas pruebas de que al menos en algunos puntos pudiera haber dicho usted la verdad.

—¿Pruebas? ¿A qué pruebas se refiere?

De nuevo una pausa, y Sibylle supuso que el comisario estaba decidiendo cuánto de lo que habían averiguado podría revelarle sin peligro alguno.

—Por ejemplo, lo que hallé en ese sótano. No había ni una mota de polvo en el suelo, de hecho, era evidente que acababa de ser limpiado a fondo muy recientemente. Lo cual de por sí ya es extraño en un sótano al que apenas se le da uso. Pero, pese a la pulcritud, se advierte también algo de apresuramiento, pues sí descubrí, en una de las esquinas, unos extraños restos que el laboratorio ha identificado como un tipo especial de pegamento. La clase de pegamento que se emplea en los hospitales para fijar electrodos en la cabeza, por ejemplo.

El corazón de Sibylle se aceleró.

—¿Quiere decir con eso que me cree? ¿Que cree realmente que desperté en aquel sótano tumbada sobre una cama de hospital, conectada a unos monitores…?

—Lo que quiero decir es que sí creo que exista una posibilidad de que poco antes de que nosotros apareciésemos por allí en aquel sótano hubiera alguna persona conectada a algún tipo de aparato médico.

—Pero sigue sin aceptar que yo sea Sibylle Aurich, ¿verdad?

Transcurrieron unos segundos antes de que el comisario se decidiera a contestar aquella pregunta.

—Soy policía. He aprendido a atenerme a los hechos. No soy capaz de evaluar qué es posible lograr hoy en día médicamente en el plazo de dos meses, pero, definitivamente, usted no se parece en nada a la Sibylle Aurich que he tenido oportunidad de ver en diversas fotografías.

—¿Y si éstas hubieran sido falsificadas?

—¿Por su propio marido? ¿Y su amiga Elke?

—Yo… temo que mi marido y ella, es decir, Elke, que Elke y Hannes estén de acuerdo en esto.

—¿Con qué fin?

Recordó de pronto el despliegue policial delante de la casa de Elke.

—Una pregunta: ¿cómo supieron ustedes que me encontraba en casa de Elke?

—Eso no puedo decírselo —contestó él rápidamente, sin titubeos en esta ocasión—. Una llamada anónima. Una voz femenina.

—¿Elke?

—Excluimos que pudiera tratarse de la señora Berheimer. Ella negó habernos llamado y la voz que oímos por teléfono no se parecía nada a la de su amiga.

¿Rosie?

Rosie.

Sibylle sintió una pérdida casi física, como si se le hubiera desgarrado algún miembro, o aún más, como si se lo hubiesen arrancado.

Sólo puede haber sido Rosie.

De modo que Rössler no iba muy desencaminado en sus sospechas.

—¿Hola? ¿Sigue usted ahí?

Sibylle se sobresaltó.

—Sí, estoy aquí. Yo… yo no quiero seguir huyendo. Me encuentro ahora en un pequeño hotel, en el centro, no muy lejos de Haidplatz. Desconozco el nombre de la calle, pero el hotel se llama Krombusch.

En aquel mismo instante fue consciente de que acababa de traicionar a Christian Rössler. Iba a añadir apresuradamente algo más, pero Wittschorek se le adelantó.

—Sé dónde está usted —dijo el comisario con calma, creando en ella cierta alarma.

—¡Pero si antes me ha dicho…! Quiero decir, ¿cómo puede saberlo?

—Como usted misma ha podido comprobar, antes la dejé huir, conscientemente, ¿cree de verdad que hubiera actuado así, sin más, y sin preocuparme de averiguar hacia dónde se dirigía?

—Yo… señor Wittschorek, por favor, ya no entiendo nada, pero… Me gustaría colaborar con la policía. No creo que pueda seguir yo sola a partir de ahora.

—No se encuentra usted sola.

¡Por supuesto! Si me ha estado observando, también sabe que… y si la hermana de Rössler también ha sido secuestrada, la policía debe conocerlo.

—Escuche —fueron interrumpidos sus pensamientos por Wittschorek—. Voy a sugerirle algo a continuación que negaré haber dicho si se lo comenta usted a alguien. Pero creo que es mejor que no se entregue usted a la policía en estos momentos.

¿Qué? ¿Cómo?

—Mi compañero está deseando ponerle las manos encima. No puede usted ni imaginar los problemas en los que se meterá si llega a entregarse.

—No, probablemente no pueda. Pero estoy dispuesta a…

—¿Es usted Sibylle Aurich?

—Sé que usted…

—Responda a mi pregunta: ¿Es usted Sibylle Aurich? ¿Sí o no?

Él había levantado la voz, le gritaba ahora, y Sibylle se amedrentó.

—Yo… sí, claro, por supuesto que soy Sibylle Aurich.

Él se calmó de forma instantánea.

—Una vez que le conteste usted eso a mi compañero, él llamará de inmediato al fiscal de guardia y le contará que retiene en la comisaría a una mujer que insiste en ser la desaparecida Sibylle Aurich a pesar de que su aspecto sea completamente diferente y que tanto el marido como la mejor amiga de la desaparecida niegan que se trate de ella. Acto seguido le informará de que posee usted tanta información sobre el caso que necesariamente tiene que estar implicada en él, que es, por tanto, sospechosa de participar en una acción criminal y pedirá por consiguiente una orden de confinamiento, que, con toda seguridad, obtendrá.

—¿Una qué? ¿Una orden de detención?

—No, no una orden de detención, de confinamiento, es decir, una orden de un juez por la que se puede internar a la persona indicada en un tipo de centro que no pueda abandonar sin ayuda externa, o, para ser más claro, una orden de internamiento en la sección de acceso restringido de la clínica municipal, la zona psiquiátrica.

—Pero eso es… Quiero decir, no es posible hacer eso sin más.

Sibylle sintió retornar el pánico que, desde que emprendiera la huida el día anterior, la acechaba de continuo, siempre dispuesto a saltar sobre ella en cualquier momento.

—Sin más no, por supuesto, conseguirá antes un informe médico.

Eso la tranquilizó un poco.

—Que no es tan fácil de obtener. Se necesita la evaluación de algún médico, y en el examen que se me realice se comprobará que estoy bien.

—Lo dudo —la contradijo Wittschorek, siempre guardando la calma y hablando con voz pausada—. Afirma usted ser una mujer cuya apariencia física no posee, lo cual ya sería suficiente en realidad para una evaluación psiquiátrica negativa. Al contrario de lo que piensa mi compañero, yo mismo creo que tal vez incluso pudiera ser cierto lo que usted afirma, a pesar de que, sinceramente, ignoro cómo. Pero no importa. Por añadidura, insiste usted en la existencia de un hijo que sabemos que Sibylle Aurich, desde luego, no tiene. Por mucho que desee creerla, esto último es demasiado incluso para mí. ¿Comprende mejor su situación ahora?

La columna vertebral de Sibylle simplemente se disolvió, e, incapaz de sostenerse en pie, se dejó caer sobre la cama junto a la bolsa cerrada de Rössler.

—Yo… —susurró—. Yo ya no estoy tan segura en lo que respecta al niño.

Se abrió la puerta. Entró Rössler, que llevaba en la mano una bolsa de plástico muy abultada en la mano. Se detuvo antes de llegar a la primera cama dirigiéndole una mirada inquisitiva. Sibylle decidió seguir hablando con el comisario, sin más, a pesar de la interrupción.

—Ha llegado mi acompañante, señor comisario —le informó, mirando de reojo a Rössler.

¿Se había sobresaltado éste o simplemente lo había imaginado? Mantuvo el auricular firmemente pegado a su oreja.

—Estoy hablando con el comisario Wittschorek, no sé si le conoce.

—Rössler me conoce, sí —contestó Wittschorek, y Christian Rössler también respondió, casi simultáneamente.

—Sí, creo que sí. Estuvo presente en algunos de los interrogatorios… Por lo de mi hermana. —Bajó la voz susurrando apenas—. ¿Por qué le ha llamado?

—Reflexione sobre lo que le he dicho —oyó decir a Wittschorek. Después sonó un clic. El policía había colgado.

Sibylle apartó el auricular y Rössler repitió su pregunta en un tono normal.

—¿Por qué ha llamado a la policía? ¿Qué le ha contado a ese comisario?

Dejó la bolsa en el suelo y se sentó en la silla, aunque esta vez adoptando una postura más normal. Descansó las manos en el regazo y la miró expectante.

Al parecer le había dicho la verdad. Quería ayudarla.

Así que merece que yo también sea sincera con él.

—Le creo. Dijo usted que…

—Te —la interrumpió él, desconcertándola.

¿Qué pretendía?

—«Te» creo, no «le» —aclaró él—. Estamos en el mismo barco. Creo que podemos dejar ya a un lado los formalismos.

A ella, el modo de dirigirse el uno al otro le era indiferente, de modo que asintió.

—Parece ser que fue Rosie, tal como usted dijo, quien llamó a la policía. Y… creo que por tanto es posible que sea cierto lo que usted… lo que tú me has explicado acerca de Lukas. —Le fue necesario parar e inspirar muy profundamente un par de veces para tranquilizarse antes de poder continuar hablando en un tono normal—. Me resulta muy difícil, y aún me resisto a ello, pero he estado reflexionando sobre todo esto. En ninguno de los recuerdos que tengo de Lukas aparece otra persona. No existe ninguna situación en la que le vea con Hannes, o con Else. O con cualquier otra persona que yo conozca.

Rössler asintió comprensivo.

—Probablemente ellos confiaban en que estuvieses tan asustada, tan invadida por el pánico, que no caerías en eso.

—¿Cómo era con tu hermana?

Él encogió los hombros.

—Lo ignoro. No hablamos de eso. Isabelle reaccionó con el horror más absoluto cuando le aseguré que no tenía ningún hijo. Me insultó y me hizo muy duras acusaciones. Creo que tú la comprenderás mejor que nadie.

Sibylle asintió.

¡Y cuánto!

—Bueno, pues estuve pensando qué podríamos hacer a continuación y me acordé de ese comisario, y también de que, ignoro por qué, ya me ha ayudado en dos ocasiones. Además, la policía dispone de muchos más medios que nosotros. De modo que le llamé.

Inspiró profundamente.

—¿Le has dicho dónde estamos, Sibylle?

—Sí, pero no hubiera sido necesario, él ya lo sabía.

—¿Cómo ha reaccionado a tu llamada?

Sibylle sacudió la cabeza.

—Pues me ha desaconsejado que me entregue. ¿Puedes creerte algo así?

Esperó una reacción de sorpresa, pero descubrió que Christian no parecía afectado en absoluto.

—Sólo he visto a Wittschorek en un par de ocasiones —explicó él, al advertir la extrañeza de ella—. Y, sin embargo, he advertido que es un hombre dispuesto a aceptar ciertas cosas que a primera vista pudieran parecer un tanto absurdas. Su compañero es muy distinto. Para él, todos y cada uno de los demás son sospechosos de algo. Tendrías que haber oído las acusaciones que me formuló cuando acudí a ellos al desaparecer Isabelle por segunda vez.

Un pensamiento se coló en la mente de Sibylle.

—¿Cuándo fue eso?

—Hace cuatro días.

Sintió crecer su inquietud.

—¿Y les explicaste también lo de su falso hijo?

—Claro, por supuesto. Se trata de una cuestión relevante.

Agitada, Sibylle se arrastró hacia delante sobre el borde de la cama. Le dirigió una mirada insistente.

—¿Y por qué no me mencionaron nada de eso cuando vinieron a detenerme ayer?

Rössler no parecía entender a qué se refería ella.

—¡Piensa, Christian! Hace sólo cuatro días acudes a la policía para explicarle a Grohe y Wittschorek que tu hermana, que había sido secuestrada poco antes, pero, por fortuna, logró huir, comenzó a imaginar repentinamente un hijo en realidad inexistente. Y ayer mismo les relaté a los mismos policías que yo había sido secuestrada, pudiendo, sin embargo, escapar, y les hablo así mismo de un hijo que, al parecer, tampoco… —Sibylle se interrumpió y tragó saliva varias veces para diluir el nudo que se le había formado en la garganta—. Un niño que al parecer tampoco existe. Es evidente que hay bastantes coincidencias, ¿no es así? ¿Y no se les ocurre a ninguno de los dos relacionar ambos casos? Y ese tal Grohe actúa además como si jamás en la vida hubiese escuchado historia más absurda que la mía. Sinceramente, no me parece normal.

—Wittschorek no estaba presente cuando hablé con la policía cuatro días atrás —dijo Rössler, cuya mirada se había vuelto vidriosa—. Sólo el comisario jefe Grohe.

—Pero seguro que se lo habrá comentado a Wittschorek; son compañeros, trabajan juntos.

Rössler meció la cabeza a un lado y otro.

—Quizá sea por eso por lo que Wittschorek se declara dispuesto a creerte. Parece ver coincidencias que evidentemente Grohe no detecta.

—O no quiere detectar —completó Sibylle. Volvió a ser consciente de aquel enorme vacío que tantas veces había sentido ya en los dos últimos días. Como si hubiese aterrizado en un planeta desconocido cuyos habitantes no poseían características humanas. Donde quiera que se dirigiera, hiciera lo que hiciera, no hallaba por ninguna parte seguridad o protección.

Miró a Rössler a los ojos, pero, aunque ya había decidido confiar en él, al menos parcialmente, no lograba verle tampoco como un sostén importante para ella en su situación. Ignoraba por qué.

—En cualquier caso, no sé cómo continuar a partir de ahora.

Rössler se echó hacia atrás y se pasó los dedos por el pelo.

—Te propongo lo siguiente: simplemente, cuéntame cosas, cosas de ti. Todo lo que consideres importante y que esté relacionado con tu familia, tus amigos, el trabajo. Todo aquello que pudiera proporcionarnos alguna pista acerca de los motivos por los que te han escogido a ti y no a otra.

Sibylle vaciló.

¿Por qué he de hablar sólo yo?

—También escogieron a tu hermana, ¿no?

—Sí, claro. Vamos a buscar algo que podáis tener en común ambas, cualquier cosa, lo que sea.

—Muy bien.

Rössler se levantó y se acercó a la bolsa que se encontraba al lado de Sibylle, sobre la cama. Abrió la cremallera y estuvo rebuscando en su interior hasta que finalmente sacó algo que Sibylle no reconoció de inmediato. Fue cuando puso el objeto a su lado sobre la cama y pulsó un botón cuando vio que se trataba de una grabadora.

—¿A qué viene eso? —le preguntó, algo irritada.

—Quiero evitar que se me pase algo importante. La mayoría de las veces sólo se reconocen los detalles significativos después de escucharlos repetidas veces.

No se sentía cómoda con la idea de que se grabara todo lo que dijera, pero, por otra parte, tenía que conceder que era poco probable que le produjera perjuicio alguno. Tampoco es que estuviera a punto de revelar secretos de estado.

—Creo que lo que me vas a decir es demasiado… —comenzó Rössler, completando su justificación anterior, pero Sibylle le hizo un gesto, indicando que no era necesario que continuara.

—De acuerdo. A mí también me conviene.

—Bien. Dime, fecha de nacimiento: ¿cuándo y dónde?

Ella reflexionó, sorprendiéndose, pues no comprendía cómo podría estar relacionada su fecha de nacimiento con su secuestro, pero contestó obedientemente.

—El once de diciembre de 1973, en Ratisbona. Mi madre fue Margarete Selzer, de nacimiento se llamaba Zimmermann, el nombre de mi padre era Josef Selzer. No tengo hermanos. —Hizo una pausa, porque, de algún modo, le resultó extraño decir que no tenía hermanos. Quizá por primera vez en su vida sintió aflicción por no poder contar con un hermano mayor que la protegiera o una hermana con quien compartir sus desdichas. Una aflicción muy profunda, casi un duelo. Como si esos hermanos que tampoco habían existido jamás acabaran de fallecer en aquel mismo instante.

Sibylle sintió cómo sus ojos se anegaban en lágrimas. De nuevo el puño del terror descargaba sobre ella sus crueles golpes, el profundo horror a caer en las garras de la locura, de la demencia más absoluta, y ya no pudo seguir controlándose. Sepultó el rostro entre las manos, permitiendo al fin a sus reprimidas emociones liberarse y transitar el sendero que conducía al exterior. Aulló con toda la fuerza de su ser, gritó su desesperación, intentando ahogar aquel poderoso sonido en las palmas de sus manos. Chilló y gritó sin poder ponerle fin a aquello. Apretó sus brazos fuertemente contra su pecho, como intentando exprimir hasta el último soplo de aire que contuvieran sus pulmones para obligarle a formar parte de aquel magnífico lamento que ya se había transformado de potente alarido en lastimoso y ronco estertor. Pero continuó, inspiró, ávida, más aire, para volver a ahogar aquel fuerte clamor en sus manos alzadas.

No fue hasta que sintió cómo un brazo rodeaba sus convulsionantes hombros, arrastrándola, y una mano empujó su cabeza en dirección a la cálida protección de un ancho pecho, comenzando a acariciarle delicada e incesantemente su cabello, cuando oyó a una voz pronunciar palabras tranquilizadoras que, sin embargo, no llegaba a comprender, sólo entonces, en aquel momento, pudieron cesar sus gritos. También las palabras de Rössler se interrumpieron, y un silencio repentino y absoluto se posó sobre Sibylle, cubriéndola como una manta mullida y acogedora.

Mantuvo fuertemente cerrados los ojos, concentrándose en aquella mano que de forma incansable acariciaba una y otra vez su nuca, y fue consciente también de cuánto había añorado la proximidad física de una persona. Se apretó más contra él y disfrutó de aquella placentera sensación.

No supo cuánto tiempo había permanecido así, recostada sobre él, cuando Rössler la apartó un poco para poder contemplar su rostro. ¿Fueron minutos o sólo segundos? En los ojos de él descubrió curiosidad, pero también una mirada escrutadora que parecía buscar respuestas. Por vez primera fue consciente de lo infrecuente del color de sus ojos, un gris azulado. Sibylle alejó su cabeza un poco más para examinar aquel rostro, no bello, aunque sí muy masculino, con aquellos pómulos tan marcados.

Tan sola… Me han dejado sola, me han traicionado, todos aquéllos que alguna vez me importaron…

Y allí se encontraba aquel hombre, alguien que deseaba ayudarla, a su lado, en la cama, abrazándola. Sólo un segundo después, y sin saber cómo ocurrió, sus rostros se aproximaron y sus labios se encontraron en un beso que fue primero simplemente un delicado tanteo, más tarde un explorar lleno de curiosidad, y finalmente derivó en una caricia decidida y exigente. Aquello parecía correcto y bueno. Y, durante unos segundos, lo fue.

Después, dejó de parecérselo.

Ella retiró la cabeza ante la sorprendida mirada de él, alejándose repentinamente de su lado.

—No, lo siento, pero esto… Esto no está bien. Estoy casada. Por favor, sigamos con lo que estábamos haciendo antes —dijo, señalando la grabadora.

Se sintió aliviada cuando él no protestó, sino simplemente se levantó de la cama y volvió a tomar asiento en la silla.

Sibylle pensó, algo incómoda, que también sus gritos habrían quedado registrados allí, pero se consoló recordando que las grabaciones sólo servirían para uso personal de Christian, y el hombre había vivido aquella situación tan denigrante en directo.

—Christian, yo… No sé qué más puedo contarte —comenzó en voz baja—. Quizá sea mejor que me preguntes lo que creas que necesites saber.

—¿Te sientes mejor? —preguntó él.

—Sí, me siento mejor —confirmó ella, y, tras una pausa, añadió algo más—: Gracias.

—Bien, entonces… ¿Por qué no me cuentas cuándo y dónde conociste a tu marido?

Sibylle no tuvo que pensar demasiado, pues tenía perfectamente presente la escena.

—Su coche chocó con el mío —sonrió—. Yo estaba esperando a que quedara un hueco libre en el aparcamiento de un supermercado. Hannes venía de frente. Intentó esquivar un vehículo que salía marcha atrás de otro hueco y de pronto me lo encontré justo de frente. Nos miramos breves instantes a través de nuestros parabrisas; aún veo aquella mirada incrédula. Y entonces su coche dio un salto y se empotró contra el mío. Primero me dijo que sus zapatos estaban mojados y se le había escapado el embrague. Después me confesó que había soltado el embrague sin ser consciente de ello por lo impresionado que se quedó cuando me vio.

—Vaya.

—Sí, fue algo así como amor a primera vista.

—¿Para ti también?

—Yo tardé un poco más, pero después de que nos viéramos un par de veces… Hannes no es muy guapo, y tampoco el típico héroe de las novelas románticas, pero es un hombre en quien se puede confiar, siempre. Es honesto y… —vaciló, pero antes de que el pensamiento que pugnaba por salir al exterior se materializara del todo, Christian la interrumpió.

—¿Y a qué te dedicas profesionalmente?

Parece que la honestidad de mi marido no es tema de su agrado.

—Trabajo para una compañía de seguros.

Fue consciente de repente que hasta entonces no había pensado en llamar por teléfono a su jefe, Armin Braunsfeld.

Christian pareció adivinar sus pensamientos, pues sacudió la cabeza.

—Yo en tu lugar no iría a verle. Ni tu marido ni tu mejor amiga dicen haberte reconocido, ¿qué razón hay para pensar que tu jefe sí lo hará?

—Tal vez porque dudo que, a diferencia de Hannes y Elke, él esté implicado en este asunto.

Christian inclinó la cabeza a un lado.

—¿Y qué crees que será lo primero que haga tu jefe cuando lo llames? Es bastante probable que haya recibido alguna llamada de tu marido, en el día de ayer o incluso hoy mismo. O tal vez le haya advertido la policía.

Sibylle comprendió de inmediato a dónde quería llegar.

Hannes habrá llamado a Braunsfeld, es demasiado concienzudo. Así que sólo existe un camino posible.

—Tienes razón —concedió ella—. No le llamaré, pues. Iré a verle sin anunciarme previamente. Tiene que verme. Si me ve, todo estará bien. Me reconocerá aunque mi aspecto haya sido modificado de alguna manera.

Con un par de movimientos rápidos se calzó los mocasines y se levantó. Le resultaba difícil conectar entre sí las ideas que iban surcando su mente hasta formar un cuadro lógico y coherente, pues los fragmentos que deseaba encajar quedaban impedidos en su unión por la aparición, en primer plano, de una imagen recurrente: la de un niño pequeño, una quimera.

Sin embargo, poder contar con una posibilidad, aunque remota, de que alguien de su entorno habitual pudiera reconocerla y creer en ella, le proporcionó nuevas fuerzas.

También Christian se levantó de su asiento. Ambos se encontraron frente a frente. Sibylle notó que a él no le entusiasmaba su propuesta, pero a ella le resultaba imposible permanecer allí sentada explicando tranquilamente la historia de su vida, cuando tal vez al otro lado de la ciudad existía un hombre capaz de volver a introducirla en ella.

—Christian, no puedo quedarme aquí sentada, ¿es que no lo entiendes? —le explicó, apoyando su mano sobre el brazo de él—. He de ver a ese hombre para descubrir si él también me rechaza. ¿Quieres acompañarme?