Capítulo 1

Sibylle presenció cómo su hijo era arrastrado al interior de aquel automóvil desconocido, pero fue incapaz de reaccionar. Tuvo la certeza de que su corazón dejaría de latir en aquel mismo instante. Alcanzó aún a oír el ahogado grito de Lukas antes de que un brazo tatuado procedente de las entrañas del vehículo cerrara la puerta con un fuerte golpe. Se percató de que el tatuaje azul cubría por completo el brazo y parte del dorso de una mano. Segundos después, el automóvil desapareció a toda velocidad con un chirriar de ruedas y sólo entonces Sibylle logró vencer su aturdimiento y echó a correr, gritando con todas sus fuerzas.

El automóvil se perdió con celeridad en la lejanía. Le ardían los pulmones y jadeó, intentando proporcionarles el aire necesario para respirar, creyéndose incapaz de introducir suficiente oxígeno al interior de su pecho. La imagen de la carretera por la que corría se tornó menos nítida al ser dividida por amplias estrías que, finalmente, transformaron su visión hasta convertirla en una amalgama de contornos indefinidos. Con un gesto brusco se frotó los ojos con un brazo, esforzándose por concentrarse únicamente en el rítmico pisar de sus pies sobre la calzada. Pocos segundos más tarde, el vehículo desapareció tras una curva, y, con él, también su hijo.

—Lukas…

Sibylle se detuvo. La tensión en su pecho era insoportable, así como la presión en su cabeza. Aunque ya no sentía ese ardor en los pulmones e incluso habían dejado de dolerle las piernas.

Todo parecía extrañamente irreal. Una especie de goma elástica tensada hasta el límite obligaba a su consciencia a apartarse de forma definitiva de aquella escena terrorífica. Durante unos breves instantes se sumergió en un mundo a caballo entre sueño y realidad.

Sibylle abrió los ojos, molesta, y sacudió la cabeza, intentando que su mente aturdida pudiese volver a ponerse en funcionamiento. Yacía tumbada en una habitación iluminada únicamente por un tenue resplandor verdoso.

Un sueño. Aunque sólo parecía tratarse de eso, un simple sueño, el alivio que debía acompañar a aquella revelación no acababa de imponerse, pues la sorda sensación de terror aún la mantenía atrapada entre sus afiladas garras. Y, además, ignoraba por completo dónde se encontraba.

Giró la cabeza a un lado. Su mirada recayó sobre dos monitores insertados en una especie de armazón metálico que había sido colocado justo al lado de la cama de hospital sobre la que yacía. Vivos puntos luminosos se desplazaban nerviosos de izquierda a derecha sobre un fondo verde, arrastrando tras de sí sus colas de cometa. De un lateral de aquellos aparatos nacía un grueso cable que, a los pocos centímetros, se desmembraba en incontables hilos delgados que desaparecían bajo las sábanas, a la altura de su pecho. Levantó la cabeza y volvió a sentir aquella tensión que la había llevado a despertarse. Exploró con cuidado su cráneo con los dedos y descubrió que varios de los cables se hallaban fijados precisamente allí. De repente, una mano invisible le rodeó el cuello y apretó. Respirar se tornó extremadamente dificultoso. Sintió el pánico efervescente pugnando por perforar su inconsciencia y salir a la superficie. Cerró los ojos, concentrándose en su respiración, controlando la regularidad de ésta, acompañando mentalmente al caudal de aire que inundaba sus pulmones, apreciando cómo el oxigeno inhalado llenaba su cuerpo de paz y fuerza.

La presión en el cuello remitió un poco.

¿Por qué me encuentro en un hospital? Monitores de vigilancia… ¿Por qué…? ¿Cómo he llegado hasta aquí…? ¿Y por qué? ¿Y… Lukas? ¿Qué ocurre con Lukas? ¿Estará bien?

Esperaba fervientemente que se encontrara a salvo, en casa, con su padre, fuera lo que fuera lo que le hubiera sucedido a ella.

Un accidente.

Había sufrido un accidente, era la única explicación posible.

Se levantó con sumo cuidado, desplazando con su gesto a uno de los múltiples cables que, como si de una estilizada y gélida sierpe se tratase, acarició la desnuda piel de su espalda en la franja que el delgado camisón del hospital no alcanzaba a cubrir, provocándole una desagradable sensación. Se estremeció y apartó las blancas sábanas. En sus piernas desnudas no se apreciaba herida alguna. Probó la movilidad de los dedos de sus pies, flexionó las piernas y las estiró de nuevo. Oteó por debajo del camisón e inspeccionó sus pechos, pequeños y desnudos, y las terminaciones ventosas de los cuatro cables fijados en las curvas inferiores de éstos. Tampoco ahí se advertía laceración alguna. La ropa interior que llevaba puesta presentaba un blanco inmaculado. Tras haber recorrido delicadamente con la punta de los dedos su rostro sin descubrir ninguna anomalía, se dejó caer de nuevo sobre la mullida almohada.

De acuerdo, Sibylle, nada de pánico. Sea lo que sea lo que te ha ocurrido, parece que lo has superado sin lesiones de importancia.

Pero ¿qué…?

Le vino a la mente su terrible sueño, y de inmediato una abrasadora corriente eléctrica atravesó su cuerpo. ¿Y si no se trataba de un sueño? ¿Y si había sucumbido al agotamiento después de correr tras aquel automóvil en el que un hombre tatuado secuestraba a su hijo?

Abrió bruscamente los ojos. En cuestión de segundos su frente se perló de sudor. El pánico que había anunciado su presencia poco antes se aproximaba a pasos agigantados.

Piensa, Sibylle, piensa. ¿Es posible eso?

Se esforzó por concentrarse y recordar todos los detalles. Sin embargo, las imágenes permanecían fragmentadas, difusas. Y había algo más ahí, algo que se afanaba por anteponerse a los restantes recuerdos y llamar su atención.

Fijando la vista en el techo, en aquel punto en el que se reflejaba la verde fosforescencia de los monitores, intentó de nuevo concentrarse y recordar los últimos instantes vividos antes de despertar en aquella habitación.

Yo…

Detectó el recuerdo ahí mismo, cercano y palpable, y supo también de algún modo que no estaba relacionado con Lukas.

Volvió a cerrar los ojos y por fin las imágenes de su interior lograron atravesar su consciencia, aunque aún no eran más que espectros en atropellada huida que se resistían a ser atrapados. Pero entonces, muy quedamente, algunos fragmentos cristalizaron hasta volverse reconocibles y se alinearon formando ciertas secuencias.

Es por la noche. He salido a cenar con Elke a un restaurante griego en Prüfeningy voy caminando a casa. Es casi medianoche y el tiempo es cálido, unos veinte grados. Elke se ha ofrecido a llevarme a casa, pero yo opto por dar un paseo.

Parpadeó.

Un atajo… aquel pequeño parque… los altos setos. La luz exigua que la luna en cuarto menguante proyecta, lechosa, a través de la delgada capa de nubes los convierte en negrísimos muros. A mis espaldas percibo el crujir de unos zapatos sobre el camino de piedra… me doy la vuelta…

La respiración de Sibylle se agitó mientras se esforzaba por ahondar en el recuerdo. Se oyó gemir y volvió a abrir los ojos.

¿Qué había ocurrido en aquel parque? ¿La habían asaltado? Tal vez incluso la habían… Con un movimiento apresurado sumergió su mano bajo las sábanas descendiendo por su plano vientre hasta aquel lugar más abajo, allí donde debía instalarse el dolor en el caso de que…

Todo parecía incólume.

Retiró su mano y sintió un dolor agudo donde la sábana le había rozado el dorso. Alzó la mano y observó el hematoma circular con aquel punto oscuro en pleno centro, una herida producida por una vía intravenosa mal aplicada.

De modo que se encontraba en un centro hospitalario, aunque sin lesiones de importancia, y se le había aplicado una vía intravenosa. No había nadie cerca a quien preguntar, ni siquiera Johannes. Además —si había padecido algún tipo de agresión o accidente— ¿por qué Hannes no se encontraba sentado al pie de su cama, preocupado, por si desperta…?

Porque tenía que cuidar de Lukas, evidentemente. Lukas.

¿Y dónde se encontraban los médicos y enfermeras que debían estar cuidando de ella? ¿Qué hora sería?

El timbre. Junto a toda cama de hospital había siempre algún timbre. Buscó por un lado, por encima de su cabeza, detrás de la cama, intentando descubrir un botón o alguna estructura semejante. No halló nada y se dejó caer de nuevo sobre la almohada.

¿No era algo extraña esa cama de hospital sobre la que yacía? ¿Y aquella habitación sin ventanas y sin que el paciente contara con la posibilidad de comunicarse?

Estoy en una especie de cripta, pensó, y gimió en un tono más elevado de lo que esperaba. La mano imaginaria volvió a cerrarse en torno a su cuello y en esta ocasión parecía aplicar todas sus fuerzas. El aire que Sibylle inspiraba a breves y precipitados intervalos no lograba penetrar en sus pulmones. Sintió el impulso de saltar de la cama, desprendiéndose del cableado que llevaba fijado a su cuerpo, de liberarse de todo aquel lastre adicional con la esperanza de volver a respirar con normalidad.

Debo…

La tenue protesta de una puerta al abrirse la hizo girarse precipitadamente. A su derecha, rodeada de un halo de luz, se destacaba, bajo el marco de la puerta, el oscuro contorno de una figura humana. Le resultó algo fantasmagórico, una silueta recortada que, sin embargo, la apaciguaba al comprender que no estaba sola. La presión sobre su garganta remitió, la sensación de ahogo se fue debilitando.

—Ha despertado usted, me alegro —oyó decir a una voz masculina agradablemente grave, y, simultáneamente, la oscura figura inició su acercamiento.

Apenas dos segundos después, Sibylle, cuyo corazón latía atropelladamente, distinguió el afilado rostro de un hombre que rondaría la cincuentena con una impresionante mata de pelo negro. Éste le dirigió una sonrisa.

Aquella figura casi delicada no parecía adecuada para albergar una voz tan bien timbrada; iba enfundada en una bata blanca de médico que parecía al menos dos tallas más amplia de la que le correspondía. Las costuras de los hombros le caían, informes, sobre los brazos, y las mangas llevaban varias vueltas a fin de no cubrirle las muñecas. De un bolsillo lateral sobresalía un fonendoscopio, en el de la pechera, un cartelito lo identificaba como el Doctor E. Muhlhaus.

El hombre la examinó con interés, esperando, al parecer, algún tipo de reacción por su parte.

—¿Dó… dónde estoy? ¿Qué me ha pasado? —preguntó y constató a la vez que su voz parecía débil y quebradiza.

La sonrisa del hombre se ensanchó.

—En el hospital. Acaba de despertar usted de un profundo coma. Le explicaré todo lo necesario en unos instantes, pero es muy importante que primero me conteste a algunas preguntas.

Sibylle sacudió la cabeza, aunque los cables le dificultaron la tarea.

—No, por favor, explíqueme qué me ha ocurrido. ¿Qué ha pasado?

Una mano de dedos delicados se posó con sumo cuidado sobre el dorso de la suya, cubriendo el hematoma.

—Dentro de un momento. Pero primero deberá contestar a mis preguntas.

Sibylle se dejó caer hacia atrás, sobre la almohada, y fijó la vista en el techo.

—De acuerdo. Pregunte.

—¿Recuerda cómo se llama?

—Sibylle Aurich.

—¿Y su dirección?

—Vivo en Prüfening.

Muhlhaus asintió, sin perder la sonrisa.

—Por favor, ¿puede mirarme? ¿Me reconoce?

Ella escrutó sus rasgos.

—No. No creo reconocerle. ¿A qué viene esa pregunta? ¿Debería conocerle?

Él sacudió la cabeza.

—No, señora Aurich. Es bastante improbable que nos conozcamos. Soy médico jefe en este hospital y simplemente intento averiguar con las preguntas que le realizo si se encuentra usted bien. Lo cual parece ser el caso.

—No me encuentro bien —saltó Sibylle, con voz, como ella misma advirtió, estridente—. Me he despertado en una habitación oscura y sin ventanas y sigo ignorando por qué. Y además yo… yo estoy cubierta de cables como si fuese algún instrumento eléctrico, y ni siquiera dispongo de un timbre y… ¡Dios! ¡Explíqueme ya de una vez qué me ha pasado!

No pudo evitar que las lágrimas crearan surcos en sus mejillas.

El Doctor Muhlhaus asintió, comprensivo, y alzó la mano.

—¿Qué es lo último que recuerda, señora Aurich?

Entre sollozos, le describió su camino a través del parque la noche que cenó en el restaurante griego. Cuando finalizó su relato, Muhlhaus parecía satisfecho. Acercó algo más una silla que se encontraba próxima a su cabecera y se sentó.

—La golpearon en aquel parque con un objeto romo y le robaron —explicó el médico. Al ver cómo Sibylle se encogía, continuó apresuradamente—: No ha sido usted violada. Sin embargo, recibió un golpe muy fuerte en la cabeza, así que ha permanecido en estado inconsciente durante un tiempo muy prolongado. Usted ha…

—¿Cuánto tiempo? —interrumpió ella.

Él revisó con cuidado la manicura de sus propias uñas antes de atreverse a mirarla.

—Mucho tiempo, señora Aurich. Casi dos meses.

Su mirada había cambiado, y mientras realizaba aquella revelación la examinaba de forma crítica, casi taxativa, como un científico que evalúa la reacción de su cobaya tras administrarle una inyección.

Sibylle sintió su cama transformada en un balancín. Se tapó la boca con la mano para susurrar:

—¿Dos meses? Dios mío.

El Doctor Muhlhaus permaneció mudo e inmóvil a su lado mientras Sibylle realizaba ingentes esfuerzos por comprender. ¿Ocho semanas inconsciente? ¡Cuántas cosas podían haber ocurrido en ocho semanas!

¿Y qué…?

—¿Dónde está mi hijo? ¿Está con mi marido? ¿Se encuentra bien? ¿Y Johannes también?

El médico mudó la expresión de su rostro de forma brusca y casi violenta, y Sibylle sintió que le taladraban el estómago.

—¿Qué ocurre? ¿Por qué me mira de esa forma tan extraña? ¿Le pasa algo a Lukas?

El Doctor Muhlhaus ocultó las manos en los bolsillos de su bata abierta, cuyos faldones colgaban hasta rozar el suelo a ambos lados de la silla y ladeó ligeramente la cabeza.

—Explíqueme lo de su hijo —la animó, empleando un tono que no acababa de agradarle a Sibylle en absoluto.

Era el que utilizaría un padre con un hijo de corta edad necesitado de consuelo. O un psiquiatra con su paciente.

Se sentó de golpe, arrancando, sin pretenderlo, algunos de los cables que habían fijado a su cabeza con un producto que se expandió en grumos por las sábanas. También debían de haberse desprendido algunos cabellos, pero ignoró el repentino dolor de la misma manera que desestimó la sorprendida mirada del médico.

—¿Por qué no contesta a mi pregunta? ¿Qué le pasa a mi hijo?

Muhlhaus parecía estar sopesando cuánta información debía proporcionarle teniendo en cuenta el frenético circular de su sangre a través de su corazón. Cuando finalmente habló, empleó de nuevo su tono de psiquiatra.

—Señora Aurich, ha de tener algo de paciencia. Ese golpe en la cabeza, y el largo período de tiempo que ha permanecido usted en coma… Posiblemente se sienta usted desorientada con cierta frecuencia. Pero con el tiempo…

—¿De qué me está hablando, maldita sea? ¿Por qué no contesta a ninguna de mis preguntas? —interrumpió ella de nuevo, temiendo al instante que su furor le hiciera enmudecer del todo. Cerró los ojos, inspiró profundamente y unió sus manos como si pretendiera rezar—. Por favor —comenzó otra vez, en voz baja—, por favor. Dígame si mi hijo se encuentra bien.

Muhlhaus se inclinó hacia ella y cubrió la mano de Sibylle con la suya.

—Señora Aurich, no puedo explicarme por qué… quiero decir, de dónde ha sacado usted esa idea. Quizá esto haya sido provocado por el golpe en la cabeza, pero… señora Aurich, está confundida. Usted no tiene hijos.

Ella le miró fijamente mientras su mente intentaba de modo simultáneo asimilar lo percibido y desecharlo como inválido. Transcurrieron unos incómodos segundos, ignoraba en realidad cuántos, en los que ambos permanecieron allí, contemplándose mutuamente de forma silenciosa, antes de que su mente fuese capaz de proponerle una solución aceptable para aquella incomprensible situación.

—Doctor, ignoro quién le he proporcionado la información de la que usted dispone, pero evidentemente es incompleta. Mi hijo se llama Lukas y tiene seis años. Rectifico, si es cierto que llevo en coma el tiempo que me ha indicado, ya debe haber cumplido los siete. Nació el 19 de agosto del 2001 en —titubeó antes de continuar su discurso, sentía una inexplicable sensación de extrañeza—… en Múnich. En el hospital que se encuentra a la derecha del río Isar. Mi ginecólogo fue el Doctor Blesius. En aquella época vivíamos de alquiler en la zona de Bogenhaüsen.

Al mencionar su antiguo hogar volvió a sentirse extraña, como si hubiese dicho algo equivocado, algo que en realidad no pretendía indicar. Sacudió la cabeza intentando alejar aquel absurdo pensamiento de su mente y alzó la vista hacia el médico, que continuaba mudo, contemplándola desde la cabecera de su cama.

¿Qué he dicho? ¿DÓNDE vivíamos entonces?

No lograba recordar sus palabras de unos momentos atrás.

El golpe en la cabeza…

Pero, en realidad, aquello no importaba.

—¿Le basta con eso, Doctor Muhlhaus, o quiere que le facilite más detalles? ¿Cree que me lo estoy inventado todo?

Muhlhaus meció la cabeza y relajó los labios en un intento fallido de obsequiarla con una sonrisa que sólo le proporcionó la visión fugaz de una cuidada dentadura.

—No, señora Aurich, estoy convencido de que usted cree real todo lo que me está explicando. Pero eso no cambia en nada los hechos: debe de tratarse de una consecuencia del fuerte golpe que ha recibido, ha debido de quedar afectado su cerebro. Debe usted saber —carraspeó— que el cerebro humano posee unas capacidades asombrosas. Pero igualmente asombrosos pueden ser los engaños a los que nos somete cuando se produce en él alguna confusión. Cuanto antes acepte la realidad, más notables serán sus posibilidades de recuperarse por completo. En ningún caso debería usted…

Sin pronunciar palabra alguna, Sibylle le interrumpió al apartar repentinamente las sábanas y alzar su delgado camisón. No le preocupó ofrecerle con ello al médico la visión de sus pechos desnudos. Con rápidos gestos se arrancó, uno a uno, los cables que abrazaban su cuerpo. Las ventosas le dejaron marcas rojas en la piel. El Doctor Muhlhaus no se inmutó, pero los luminosos puntitos de los monitores registraron su actuación iniciando una danza salvaje al son de un pitido agudo e insistente. Cuando Sibylle apoyó los pies en el suelo, Muhlhaus se levantó, sin prisas, rodeó la cama parsimoniosamente y apagó los aparatos con movimientos certeros. El resplandor verdoso se extinguió y sólo la luz procedente del pasillo y una minúscula lamparita situada tras la cabecera de la cama proporcionaron algo de iluminación a la habitación.

—Voy a vestirme y abandonar este hospital —anunció Sibylle, esforzándose por ocultar el terror que sentía, e intentando que su voz reflejara seguridad y decisión—. ¿Sabe mi marido que he despertado? ¿Se le ha informado? ¿O pretende hacerme creer también que no estoy casada? ¿Y qué ocurre con la policía? ¿No debería venir a hacerme algunas preguntas?

—Nosotros… Por supuesto, le comunicaremos a su marido que vuelve a estar usted consciente, señora Aurich. Y también avisaremos a la policía… En cuanto la consideremos apta para ser interrogada.

—Me encuentro bien y quiero ver a mi hijo.

La serenidad casi ofensiva de la que Muhlhaus había hecho gala todo ese tiempo comenzó a resquebrajarse.

—Lo que necesita usted es, sobre todo, tranquilidad absoluta —le explicó él de modo mucho más tajante. Y, antes de ofrecerle a Sibylle la oportunidad de replicar, se dio la vuelta y abandonó aquella habitación.

Sus ojos necesitaron algún tiempo para acostumbrarse a la escasa luz de la lamparita. Era incapaz de distinguir las paredes más lejanas, pero estaba segura de que en ellas debía de encontrarse algún tipo de interruptor. Decidida, se movió para buscarlo, pero paró en seco apenas iniciada su marcha.

Ocho semanas en coma…

Entonces, ¿cómo había sido capaz de levantarse tan rápidamente? ¿Por qué no tenía dificultades para caminar, como si sólo llevara unas pocas horas allí tumbada?

Tengo que salir de aquí.

Era muy probable que no avisaran a Johannes, y él no sabría que ya había despertado y se encontraba bien.

Suponiendo que sepa dónde me encuentro.

Alcanzó la puerta con dos grandes zancadas y tanteó las paredes a derecha e izquierda buscando un interruptor, pero sin hallar ninguno. Buscó, entonces, la manilla de la puerta, pero a la altura del lugar en el que debiera encontrarse, sus dedos sólo palparon el contorno y el hueco de una cerradura. Dejó caer los brazos y apoyó la frente en la fría y lisa superficie de la puerta.

Encerrada.

Desde su despertar en aquella extraña habitación su vida parecía consistir en una sucesión de situaciones y hechos enigmáticos. El médico, el coma que supuestamente se había prolongado un par de meses, aquella habitación oscura en la que había sido encerrada…

¿Y si la habían secuestrado y drogado para posteriormente ocultarla, por algún motivo, en aquella habitación? Aquello explicaría también el hematoma en el dorso de su mano. Pero ¿con qué propósito había sido conectada entonces a todos esos monitores? ¿Y a qué se debía aquella broma macabra, aquel insistir en la inexistencia de Lukas? Sibylle apartó la cabeza de la puerta y fijó la vista en la oscura superficie de aquella puerta sin manilla sin alcanzar a ver nada.

Lukas.

Debía correr al lado de su hijo. No podía ya resignarse a su destino. Cerró las manos en sendos puños y comenzó a golpear la puerta con todas sus fuerzas, aunque la gruesa madera amortiguaba casi por completo el sonido de sus esfuerzos y sólo se oía un sordo retumbar. Aun así, continuó sin rendirse y gritó a todo pulmón mientras continuaba con los golpes. Después de aporrear hasta que le dolieron las manos, Sibylle se dio la vuelta, apoyó, respirando pesadamente, la espalda en aquella puerta enemiga, y se deslizó por ella hasta caer al suelo.

—Lukas —susurró, con lágrimas en los ojos—. Lukas.