Capítulo 37
Hans estaba furioso.
Me besaste. Era lo que había dicho Jane. Y Rob había añadido que hubiera hecho mucho más que eso si ella no hubiera sido una mujer tan reprimida. Es decir, que ella le había rechazado.
Fragilidad. Algo había despertado en la mente de Hans, algo desconocido que le había evocado aquella palabra. Fue sólo un leve resplandor, después, volvió a centrar su pensamiento en Rob.
No sólo había intentado mancillar a Jane, además le había humillado a él en presencia de ella.
Rob le había culpado de su propia incapacidad. Jane jamás hubiera logrado abandonar sola el hotel si Rob hubiera permanecido en su propia habitación en lugar de pasar a visitarle a él.
Y además le había estado dando órdenes, a pesar de que no se trataba de su superior.
Hans no permitió que nadie advirtiera su furia. Ni siquiera consintió que aquel terremoto interior que parecía estar a punto de desencadenarse en él se liberara del todo. Cuando uno se enfurecía con otra persona, se debía habitualmente a que, por algún motivo, se estaba incapacitado para imponerle a ésta algún tipo de castigo por su estúpida actuación. Pero si se sancionaba a quien provocaba la furia debidamente, ésta tendía a desaparecer, ya que existía la certeza de que pronto se alcanzaría la satisfacción requerida.
De modo que Hans cruzó a paso ligero la recepción. Vio al hombre del pelo amarillo, aunque sin fijarse en él, pues sabía que no le detendría. Cada vez que se encontraba con aquel individuo sentía deseos de sacar su bayoneta de la cartuchera y cortarle aquel pelo amarillo con sus propias manos.
Hans insertó el código de acceso: 5 3 7 9 8, en una de las puertas en las que desembocaban lateralmente las galerías, y ésta se abrió emitiendo un suave sonido vibrante.
Se introdujo a continuación en un amplio pasillo del cual partían, en ambas direcciones, corredores menores, y que conducían hasta la zona de administración de CerebMed.
El sonido que ocasionaban sus rápidos pasos fue ahogado casi por completo por la gruesa alfombra de color azul oscuro con la que se había cubierto el suelo de la zona de oficinas. Hans giró por uno de los pasillos a su derecha, que desembocaba tras pocos metros en una nueva puerta. También aquí había que introducir un código, pero, a diferencia de la primera puerta, también había dispuesta adicionalmente una pequeña caja de color gris al lado de la pantalla con los números. Sacó su cartera del pantalón y extrajo una tarjeta de plástico que sostuvo ante la caja de color gris, actuación que el sistema electrónico registró con un fuerte pitido. A continuación introdujo su código secreto personal, y tras un segundo pitido por fin se oyó el zumbido del mecanismo de apertura.
Inmediatamente tras la puerta encontró unas escaleras de cemento que conducían hacia abajo, compuestas por un total de diecisiete escalones. Hans los contaba cada vez que accedía al laboratorio. Cuando bajaba o subía otras escaleras no le interesaba lo más mínimo de cuántos escalones se componían. Sólo en esta escalera tan especial había decidido en una ocasión, sin motivo aparente, contar los escalones, y otra vez al día siguiente, porque había olvidado cuántos había sumado la primera vez. Y después se había convertido en una costumbre, en un ritual. Pero sólo esta escalera. Sólo aquí.
Llegó a un pasillo iluminado por una hilera de lámparas de neón y giró hacia la izquierda. Ya no se sentía furioso. La necesidad de castigar a aquel individuo había sido registrada y no había necesidad de seguir pensando en aquel asunto. Por supuesto, hubiera sido interesante reflexionar acerca de las miles de posibles consecuencias que podía conllevar el castigo que pensaba imponerle a Rob, pero ahora no era el momento para ello.
Hans sintió ascender en él la sublime sensación de poder que siempre le invadía cuando modificaba a través de sus acciones el destino de alguna persona.
Se le acercó un hombre enfundado en una bata blanca y le saludó brevemente. Hans respondió al saludo, le conocía, pertenecía al equipo del Doctor. Apenas tenía contacto con esa gente, sólo les veía de vez en cuando en la oficina del Doctor. Eran los responsables de los donantes. Qué hacían exactamente era algo que Hans ignoraba hasta que se requería su intervención personal. Como ahora en el caso de Jane Doe.
Poco antes de llegar a la gruesa puerta de acero por la que había salido el hombre de la bata tuvo que girar. Esta nueva puerta contaba con mayor seguridad aún que las anteriores. Aquí, además del código numérico no se requería la presentación de una tarjeta, sino de una huella digital.
Hans no tenía acceso a las habitaciones que se encontraban más allá de esa puerta. Al menos, no podía ir solo. Sin embargo, el Doctor le había llevado muchas veces. Allí se encontraban los laboratorios no oficiales. A diferencia de los situados en la primera planta del edificio de CerebMed, donde la mayor parte de los científicos se ocupaban de cosas sobre las que se informaba de vez en cuando en los periódicos o en televisión, aquí trabajaba sólo un círculo reducido de los hombres de mayor confianza del Doctor.
Hans recordó las estanterías detrás de las cuales se ocultaban otras escaleras, escaleras que conducían a un nuevo sótano.
Al pasillo oculto.
Nadie que no supiera qué había que hacer exactamente encontraría la entrada al pasillo oculto.
Allá abajo estaban situadas las habitaciones de los donantes, aunque Hans se preguntaba para qué necesitaban habitaciones aquellos seres. Además, también había algunos laboratorios y una especie de sala en la que se había instalado aquella máquina tan complicada, más otros aparatos, los que necesitaban cuando realizaban aquello que el Doctor llamaba extracción.
Hans evitaba siempre que era posible pensar en los donantes. Quería evitar como fuera recordar su imagen.
Había visto muchas cosas terribles en su vida. Cosas que eran horripilantes, pero inevitables. Sin embargo, la visión de los donantes le producía escalofríos. No había muchas cosas que Hans temiera, pero ellos le provocaban un grandísimo terror.
Giró dos veces más sin cruzarse con nadie por el camino antes de alcanzar la estrecha puerta de salida en la que estarían esperándole los otros dos.
La llave estaba puesta por dentro, tal como habían sospechado. Hans la sacó, colocándola sobre la pequeña cajita situada a su lado y la abrió. Miró alrededor, pero no vio a nadie. Trabó la puerta a fin de que ésta no pudiera cerrarse y salió.
Volvió dos minutos después. Tenía que informar al Doctor. Tenían un gran problema.