EPÍLOGO
Martes, 1 de marzo de 2033
La pequeña cápsula de salvamento, por suerte para los tres hermanos, logró ganar la suficiente distancia con respecto de la estación, para que la brutal explosión de ésta no provocara su propia destrucción. Aunque varios sistemas quedaron dañados y completamente inservibles, como por ejemplo los indicadores de profundidad y la brújula. A los pocos minutos de la gran sacudida, Pablo volvió en sí, y se encargó de despertar a sus hermanos. Los tres tenían un agudo dolor de cabeza, como nunca habían sufrido con anterioridad, aunque en general se encontraban bien. Después de unos momentos, comenzaron a reírse, nerviosa e incontroladamente.
—Qué pena que los otros tres no lo hayan podido ver —dijo Juan, apesadumbrado.
—Sin duda —contestó Mateo.
—A Lucas le habría encantado —dijo Pablo.
—Y a María y Marcos, aunque no cabríamos todos, ¿no os parece? —dijo Mateo, sonriendo.
—Desde luego, porque esto es muy estrecho.
—¿Qué os parece si subimos a la superficie? —preguntó Mateo.
—Creo que ya va siendo hora, ¿verdad? —contestó Pablo, ansioso.
—¿A qué esperáis? —contestó Juan.
Después de un breve análisis de los desperfectos de la cápsula, comenzaron a guiarla, realizando la ascensión respetando los parámetros de seguridad y perdiendo del orden de diez metros de profundidad por cada minuto, aproximadamente. Cuando notaban mareos, náuseas y sensación de ahogo, disminuyeron la velocidad, tratando de aclimatarse con la mayor rapidez posible a los cambios bruscos en la presión de la cabina, pero también intentando subir lo más rápido posible. Después de casi tres horas, llegaron a la superficie marina, con la sensación eufórica de haber pasado el mayor de los peligros.
—Todavía no abráis la escotilla —ordenó Mateo—. Recordad que la atmósfera es irrespirable.
Justo a su derecha, un pequeño compartimento escondía tres trajes de exploración exterior, equipados con soportes vitales para unas dos o tres horas. Incluían, además del depósito de aire comprimido para poder respirar, numerosos utensilios sumamente prácticos, incluyendo unos potentes prismáticos, una brújula, un pequeño y afilado cuchillo, hilo, linterna, pastillas potabilizadoras de agua, complejos vitamínicos y varias antorchas químicas, entre otros. Los tres hermanos se pusieron cada uno su traje, aunque a Pablo el suyo le quedaba muy grande. Se lo ajustó todo lo que pudo, aunque no llegaba todavía a su tamaño. Dejaron las escafandras para el momento de la salida definitiva, y así ahorrar aire.
—¿Ves algo por la escotilla? —preguntó Mateo antes de ponerse la escafandra.
—No —respondió Juan—. Solamente agua azul por todas partes. Pablo, gira lentamente la nave, para ver todo alrededor.
—De acuerdo —contestó éste, mientras accionaba los controles. La nave respondió bien, girando sobre su eje. Al cabo de media vuelta, Juan contempló la magnificencia de la Isla Raoul, y su gran volcán, a menos de media milla de distancia. Allí se alzaba, majestuoso, soportando los terribles rayos solares, la radiación ultravioleta y las altísimas temperaturas. De un color marrón anaranjado, todo el verdor que antaño poblaban sus faldas había desaparecido por completo. Era un amanecer extraño, con un cielo cubierto de nubes grises, que parecía que estaban a punto de estallar en una fuerte lluvia, pero que no llegaba a hacerlo nunca.
—¡Es una isla! —gritó Juan sin poder evitarlo.
—¡Déjame verlo! —chilló también Pablo, casi empujando a su hermano.
—Mira tú también, Pablo.
—Fíjate —dijo éste—, es igual que la isla que teníamos en la urna, pero obviamente mucho más grande.
—¡Vamos hacia allí! —dijo Pablo.
—Un momento —recapacitó Mateo—. Pensemos en un plan. Daros cuenta de que allí debe estar ese hombre bajito que todos llamaban el «Jefe».
—A lo mejor ese se ha marchado a otro lugar.
—No lo creo.
—Pero tenemos que probar el «Shilagit».
—Exacto.
—Acerquémonos despacio, y vigilando a ver si vemos algún otro vehículo como éste. Entonces damos un rodeo y ganamos la isla por otro lado.
—Pensad que tenemos una ventaja —dijo Juan.
—¿Cuál?
—Que ese hombre se piensa que estamos muertos.
—Adelante, entonces —dijo Mateo—. Pablo, acércate a la costa, pero intenta mantener algo de profundidad, para no ser vistos fácilmente.
—No es tan sencillo —dijo éste presionando varios botones.
Juan se puso en la pequeña ventana de la cápsula, mirando a través de ella e intentando buscar alguna otra embarcación como la que ellos ocupaban, pero no veía nada. Tenían delante unos acantilados rocosos, no demasiado elevados, pero sumamente peligrosos y de difícil atraque, por lo que decidieron rodear la isla. Tomaron rumbo al suroeste, siempre cubiertos por un cielo grisáceo y triste, que no terminaba nunca de romper a llover.
Bordearon una pequeña punta rocosa de la isla, en su extremo sur, giraron la cápsula y tomaron rumbo al norte, siempre rodeando la Isla Raoul de las Kermadec. Al cabo de unos pocos minutos, advirtieron la delgada línea arenosa de una larga y recta playa, y decidieron acercarse más lentamente. El indicador de profundidad marcaba apenas siete metros, por lo que debían ir con cautela, extremando la precaución para no chocar contra alguna roca o saliente.
—¡Veo algo! —gritó Juan.
Efectivamente, una silueta brillaba con fulgor en la playa de la isla. Tenía forma achatada, con el frontal curvo y estilizado, dos enormes brazos articulados, dispuestos uno a cada lado y la superficie acristalada y brillante. La parte trasera estaba dominada por cuatro enormes turbinas, que sin duda proporcionaban suficiente potencia a la nave, pero no había rastro alguno de aquel hombrecillo de mirada penetrante con el pelo corto peinado con la raya marcada a un lado.
—Rápido, Pablo, hacia atrás. Que no nos vean —dijo Mateo—. Daremos una vuelta e intentaremos atracar en otra parte de la isla. Hay que mantener el factor sorpresa.
—Recordad que ese hombre está armado —añadió Juan.
Pablo, con rapidez y diligencia, guió el rumbo de la pequeña cápsula hacia mar abierto, y una vez el sónar marcaba más de veinte metros, continuó con el recorrido giratorio alrededor de la isla. No se percataron de que el señor Hurt, desde lo alto de una colina cercana, había advertido su presencia y les estaba siguiendo con unos potentes prismáticos, sin perder un solo detalle de sus movimientos. Los tres hermanos, en el interior de la cápsula, rodearon otro saliente, situado justo en el punto más occidental y notaron que el mar, en ese lugar, estaba más calmado y seguro. Era una zona más protegida de los vientos que azotaban la isla, por lo que el oleaje era mucho más ligero y suave.
—Acerquémonos —sugirió Juan.
—De acuerdo —dijo Pablo—. Ya llevo ese rumbo.
Cuando el sónar marcaba dos metros de profundidad, se escuchó un chirrido sordo, provocado por el roce de la cápsula con la arena del fondo, y ésta se detuvo.
Los tres hermanos se pusieron las escafandras, ajustando convenientemente los cierres herméticos. Cogieron todo el equipamiento que pudieron, incluyendo un medidor de gases de la atmósfera y una pistola de bengalas, que podría servir como arma de fuego. Cuando estaban todos preparados, abrieron la compuerta de la cápsula.
Salieron lenta y torpemente, ya que los trajes eran incómodos y de difícil maniobrabilidad. Juan, Mateo y Pablo, en ese orden, se tiraron al océano Pacífico y nadaron hasta la pequeña formación arenosa que tenían delante. No les costó demasiado alcanzar la playa, porque aunque el pesado traje hacía que se hundieran, era muy sencillo andar por el fondo marino y, en un par de minutos, ya pisaban tierra firme. Una vez en el exterior, encendieron los intercomunicadores, probándolos con éxito y admirando la belleza del paisaje.
—¡Qué maravilla! —dijo Mateo—. Jamás pensé que fuera tan bonito.
—Esto es lo más bello que he visto en mi vida —dijo a su vez Pablo.
Juan, en silencio, no decía nada. Unas lágrimas resbalaron por sus mejillas, mientras pensaba en sus hermanos caídos, y en la extrema belleza del paisaje que se alzaba delante, majestuoso e imponente. El volcán Moumoukai se erguía silencioso, como si hubiera estado allí toda la vida, y el Gobernador inglés John Alexander Hurt les apuntaba a través de la mira telescópica de su rifle de precisión.
—¿Qué lecturas tenemos del aire? —preguntó Mateo.
—Nitrógeno, noventa por ciento; oxígeno, nueve por ciento; hidrógeno, uno por ciento —dijo Pablo.
—Más o menos como en la urna —dijo Juan.
No escuchó nada más, ya que tuvo una muerte rápida y repentina. Una bala le atravesó la cabeza, y murió en el acto. Ni siquiera le dio tiempo a saber que su verdugo, el señor Hurt, les disparaba sin remisión desde lo alto de la pequeña colina que les separaba de la larga playa de fina arena blanca que habían dejado atrás. Pablo y Mateo se quedaron completamente aturdidos durante unos segundos, pues no esperaban aquel ataque, lo que aprovechó de nuevo el señor Hurt para disparar otra vez sobre ellos. El segundo tiro le alcanzó a Pablo en una pierna, pero no le impidió salir corriendo hacia unas rocas que les protegerían de su perseguidor.
—¡Corre, Pablo! —gritó Mateo, que le llevaba un par de metros de ventaja.
Su hermano, detrás de él, corría con todas sus fuerzas, pero la pierna izquierda la tenía muy malherida. Mateo llegó sano y salvo hasta las rocas, allí se giró y vio que su hermano Pablo, ensangrentado, ya no corría. Se había derrumbado a tan solo tres metros de él.
—¡Pablo! —gritó Mateo, llorando de desesperación. Pero su hermano no le contestó. Allí estaba, tendido boca abajo, aunque todavía respiraba y se movía ligeramente. Se arrastraba sobre la arena blanca, alargando hacia Mateo su brazo moribundo. El señor Hurt, desde una posición aventajada, volvió a disparar sobre el cuerpo de Pablo, destrozándole aún más el cuerpo y acabando impunemente con su vida.
—¡No! —gritó Mateo a punto de perder la cordura. La situación era desesperada. No podía permitir que aquel madito malnacido se saliera con la suya. Revisó en su traje y cogió la pistola de bengalas. Buscó por los bolsillos y solamente encontró dos balas, que eran de gran calibre. Solamente dos oportunidades, ante un francotirador que seguramente tendría bastantes balas más, y que disponía de una mejor posición. Las posibilidades eran verdaderamente escasas. Ni siquiera sabía la posición exacta de su enemigo. Mateo permanecía fuera del alcance del fuego del señor Hurt, gracias a un saliente rocoso en el extremo de la playa, pero tenía que asomarse para poder comprobar la distancia y el lugar del tirador que le acechaba. Se giró y, lo más rápidamente posible, se asomó y miró hacía arriba y hacia atrás, volviéndose a esconder con premura, justo cuando escuchó que otro disparo golpeó la arena detrás de él, recordándole que su enemigo no iba a desaprovechar oportunidad alguna para matarle. Pero le había visto con claridad: el señor Hurt estaba unos setenta metros más arriba, y su silueta quedaba remarcada visiblemente por el fondo grisáceo del extraño cielo encapotado. El corazón le latía con fuerza. Sabía que no podía cometer errores, y que tenía que realizar los movimientos a la perfección. La vida le iba en ello. Allí tenía a su enemigo, y disponía de dos posibilidades para acabar con él. Con la espalda pegada lo máximo posible a la roca, el panorama que se alzaba ante él era del todo desalentador, ya que sus dos hermanos —los únicos que quedaban con vida—, se encontraban allí tendidos, vilmente asesinados por aquel endemoniado francotirador.
Abrió la pistola por la mitad, introdujo la gruesa bala de la bengala en su interior y la cerró con fuerza, escuchando el chasquido del cierre. La cogió con las dos manos. Jamás había disparado a ningún sitio —y mucho menos a una persona—, pero lo había visto en algunas películas y no debía entrañar mucha dificultad.
—Apuntad y disparad —dijo en voz alta.
Con toda la rapidez que aquel traje de exploración le permitía, se dio la vuelta, salió a la arena lo mínimo posible y, al ver la silueta del señor Hurt, abrió fuego sin pensárselo dos veces, retornando de nuevo a la seguridad de las rocas. El proyectil describió una parábola pronunciada, y pasó muy por encima del señor Hurt, que no se esperaba aquel disparo, y que no le dio tiempo siquiera a abrir fuego. Al cabo de unos pocos segundos, la bengala estalló en una detonación de color rojo vivo, acompañada de un brutal sonido seco y grave, y que iluminó casi toda la isla de un fulgor rojizo.
—Mierda —dijo Mateo—. Muy alto. Ya no puedo fallar.
De nuevo repitió la operación, abriendo la pistola e introduciendo en su interior la enorme bala, gruesa y achaparrada. Cargó el arma, levantó los brazos y se preparó para el disparo, consciente de que su enemigo estaba también listo para abrir fuego en cuanto se pusiera a tiro. Otra vez salió a la arena abierta de la playa, la mínima distancia como para poder disparar, y todo sucedió con extrema rapidez. Apuntó a su enemigo, un poco más bajo que en el disparo anterior, teniendo en cuenta la trayectoria que la primera bala había realizado, cerró los ojos y disparó. Pero su enemigo también estaba prevenido y también abrió fuego sobre él, alcanzándole en el pecho. Sintió una punzada aguda y dolorosa sobre la parte izquierda del pecho, pero vio cómo su bengala se elevó por el aire más y más, describiendo la misma parábola que la vez anterior, pero en esta ocasión con mayor fortuna, ya que se clavó en todo el centro del traje de supervivencia del señor Hurt. Éste, boquiabierto, no pudo más que gritar incontroladamente al ver que la bengala, durante unos pocos instantes, ardía en su pecho sin que pudiera evitarlo, hasta que explotó. El señor Hurt quedó deshecho en innumerables pedazos teñidos de rojo fulgurante, y acabó sus días gritando de pánico y terror.
Por su parte, Mateo, perdía también la noción del tiempo. La bala no le había alcanzado el corazón, pero sí le había perforado con seguridad el pulmón izquierdo, y estaba a punto de desmayarse. El agujero que la bala había hecho en el traje presurizado estaba provocando la pérdida de soporte vital. Salió a la arena y corrió lo más deprisa que pudo hacia donde estaba su hermano Pablo. No podía morir. Todavía tenía una misión pendiente. Le cogió el medidor de gases de la atmósfera, que había guardado en el bolsillo del pantalón. Cada vez le costaba más respirar, ya que el aire estaba muy caliente y viciado. Jadeando medio ahogado, se dirigió lo más rápido posible hacia el interior de la isla. Cuando pasó de la zona arenosa de la playa a un suelo más sólido y firme, aunque muy terroso, agrietado y estéril, cayó al suelo, casi sin fuerzas.
Con el cuchillo de supervivencia, hizo un pequeño agujero en el suelo, lo mojó con el agua potabilizada de la cantimplora e introdujo en su interior la pequeña ramita de Shilagit que había conservado desde la sala Multifuncional, cubriéndolo después con arena húmeda. La pequeña, endeble y casi marchita rama verdosa de Shilagit apenas sufrió cambios mientras Mateo, moribundo, le espolvoreaba con todos los catalizadores que había podido conseguir del laboratorio. Varias enzimas, sustancias orgánicas e inorgánicas, aunque no todas las que probaron con anterioridad, fueron diseminadas sobre la planta. Por último, casi con Mateo a punto de perder el conocimiento, extrajo de otro de los bolsillos el pequeño cartucho metálico de cloro gaseoso comprimido. Clavó el afilado cuchillo en la pequeña cápsula del gas, provocando una pequeña fuga. Con sus últimas fuerzas, dirigió el chorro de cloro gaseoso hacia el Shilagit, y cayó al suelo boca arriba, perdiendo el conocimiento.
No supo cuánto tiempo había pasado, pero en un último esfuerzo, consiguió abrir los ojos una última vez, llegando a entrever, en sus últimas bocanadas de vida, un cielo azul, limpio, puro y luminoso, sin una sola nube. El agradable frescor de una brisa suave y la sensación de frescura primaveral provocada por un campo enorme de millares de plantas verdes en forma de destellos fulgurantes, que brillaban a la luz de sol como estrellas en el cielo.