8. EL ÚNICO CAMINO

 

Verano de 2011.

 

Las voces de protesta contra la contaminación, bien por la emisión descontrolada de dióxido de carbono, de los llamados CFC’s o por la deforestación, se hicieron unánimes en el verano de 2011. Se dieron multitud de avisos mundiales, de llamadas de atención o de advertencias, siempre por parte de entendidos y de expertos meteorólogos. Anteriormente, incluso se llegaron a firmar tratados como el Protocolo de Kyoto, que ningún país llegó nunca a cumplir, abonando sus correspondientes gravámenes. Pero el precio que terminaron pagando fue mucho más alto. La progresiva tala de árboles, el deterioro cada vez mayor de la capa de ozono, que protegía a la atmósfera contra los rayos ultravioleta procedentes del sol, y la continua emisión de gases de efecto invernadero, hicieron que el planeta Tierra, el bien denominado Planeta Azul, fuera cambiando despacio, pero paulatinamente y sin llegar a detenerse. El entonces llamado calentamiento global y la desertización transcurrían lentos e invariables. Y el proceso, en algún punto desconocido, se hizo irreversible. Desde las multinacionales petrolíferas hasta las empresas químicas o textiles —solamente por mencionar algunas—, el entorno industrial se convirtió el enemigo público número uno y en el blanco de todas las críticas.

Ante la mirada inoperante de los gobiernos de la mayoría de los países —movidos más por los intereses económicos que por los de ninguna otra índole—, una extraña y desconocida organización, que se hacían llamar «los Redentores», fue creada con el fin de tomarse la justicia por su mano y destruir todo aquello que fuera perjudicial para el planeta. Un grupo de amigos de clase media—alta estadounidenses, que un tiempo atrás vivían en armonía y felicidad en Miami, Tampa y otras ciudades cercanas, pero que se vieron obligados al nomadismo y a la vida en la carretera, debido a la acción destructora del huracán Julia en el año anterior, se reunieron una tarde y crearon aquella misteriosa organización, determinando las directrices generales y las líneas de acción que deberían tomar. Influenciados sin duda por la nueva vida que tenían que llevar, decidieron actuar con mano firme y pasaron a actuar del modo más agresivo imaginable.

Lo primero que hicieron fue colgar en internet varios anuncios solicitando apoyo para la creación de un club de amigos en pro y en beneficio del planeta. No tardaron en recibir numerosos mensajes y llamadas de gente solicitando formar parte, desde todos los rincones del mundo. Desde Japón hasta Nueva Zelanda, desde Portugal hasta la Polinesia Francesa, miles de personas quisieron dar algo de sí mismos para evitar el lento pero inevitable deterioro de la Tierra. Al principio fueron tildados de locos, de revolucionarios y de radicales, por los mensajes de advertencia que enviaban a las poderosas industrias, pero eso no hizo sino aumentar el número de seguidores en todo el mundo. En tan solo cuatro semanas, más de veinte mil personas en todo el mundo se unieron a esta organización, incluso aportando dinero para las futuras acciones a desempeñar.

Aquellos pocos revolucionarios, que desde sus caravanas en algún punto desconocido de los Estados Unidos dirigían y gestionaban los movimientos que iban a tomar, eran en su mayoría antiguos doctores, ingenieros, economistas o abogados, y conocían los entresijos de las empresas, de las leyes o del propio sistema. Sabían cuáles eran los puntos fuertes y cuáles eran los puntos débiles. Y fue ahí donde atacaron, con toda su fuerza.

A finales del mes de junio —recién pasado el solsticio veraniego—, varias fábricas de papel, en diversos puntos del mapa, procedentes de países y lugares muy diferentes, y sin relación alguna entre sí, fueron saqueadas, asaltadas, atacadas, abordadas y destruidas por los miembros de esta organización que, aunque no mataron a nadie, destrozaron todo lo que encontraron a su paso: maquinaria, instalaciones, materias primas, productos acabados y listos para su venta, ordenadores e, incluso, ficheros y material de archivo. La asociación «Greenpeace», que también había estado luchando para salvar el planeta durante la última parte del siglo veinte y la primera del veintiuno —algunas veces por la fuerza, otras veces de manera más civilizada—, se unió a los actos de vandalismo en contra de la grandes fábricas industriales, lo que supuso que el número revolucionarios aumentara considerablemente.

Después de la industria papelera fueron las petrolíferas. Los enormes y complejos sistemas de seguridad que éstas industrias poseían no fueron obstáculo para los miles de fanáticos que acabaron, entre todos, con más de la mitad de la producción mundial de combustible. Desde gasolineras —que fueron varios cientos—, hasta estaciones de almacenaje e, incluso, plantas petrolíferas en Kuwait y en Arabia, se perdieron millones de litros de combustible. En varios ataques, indiscriminados, violentos e impulsivos, sucedidos en apenas tres días, los extremistas habían acabado con lo que tantas y tantas negociaciones no habían conseguido en muchos años.

A medida que los ataques se producían, la organización recibía más y más peticiones de nuevos miembros, que vieron en ella una posible vía de escape. Rápidamente fue creciendo un clima de inseguridad y de incertidumbre entre los círculos de los grandes industriales. Se aumentaron los sistemas de seguridad y la vigilancia de las instalaciones, aunque tampoco sirvió de mucho. En definitiva, se produjeron incalculables pérdidas de dinero en casi todas estas grandes empresas. El primer paso del plan urdido por «los Redentores» había sido un éxito rotundo.

Como consecuencia, el precio del petróleo, para paliar estos daños, subió imparable —sin duda más de lo que debería haberlo hecho—, perjudicando gravemente a toda la población mundial. El precio de los combustibles, y por consiguiente, de los contratos con las empresas energéticas, ascendió hasta niveles nunca alcanzados, por lo que muchas de las numerosas empresas subsidiarias —como los medios de transporte o los pequeños comerciantes—, tuvieron que cerrar, desbordados por las deudas e incapaces de hacer frente a estos gastos. Esto produjo consecuencias muy graves —y nunca vistas hasta entonces—, en toda la economía mundial. Primeramente, al subir el precio de los carburantes, se produjo una subida en cadena de todos los bienes —del entonces denominado Producto Interior Bruto—, originando la mayor inflación jamás conocida, y descendiendo el índice de ventas de una manera alarmante. Posteriormente, como consecuencia de esta bajada de ventas, se produjo el efecto inverso, es decir, los precios volvieron a bajar, entrando en un proceso de deflación del que nunca más salieron.

Los precios bajaron y bajaron, pero la gente seguía sin comprar porque no tenían con qué hacerlo. Las secuelas que esto ocasionó en la población de la mayoría de los países industrializados llegaron más rápido de lo que nadie podía imaginar, ni siquiera por los propios «Redentores». Lo que empezó siendo una venganza, o una pequeña llamada de atención, contra las grandes industrias se convirtió en el comienzo del fin. La mayoría de los países tuvieron que recurrir a sus propias reservas, de dinero y de toda clase. Y, por lógica, el índice de desempleo subió desorbitadamente. En tan solo dos meses, millones de personas en todo el mundo perdieron sus trabajos. La economía mundial estaba cayendo en picado, y las medidas de emergencia que los gobiernos de todos los países tomaban, no paliaban en absoluto los daños ocasionados. Se entró en una dinámica económica verdaderamente nefasta, y cada día empeoraba la situación.

Y todo ocurrió precisamente durante aquel verano de 2011 —aquel fatídico verano—. La gente se dio cuenta del rumbo inevitable que llevaban sus vidas, irremediablemente condenadas a la extinción o al fracaso, y se pusieron en marcha, tomando las medidas más drásticas imaginables. Al ver el éxito rotundo que habían tenido los «Redentores» con sus movimientos revolucionarios, el resto de los seres humanos —motivados también por la escasez, el hambre, las incalculables deudas y muchos otros motivos de carácter parecido—, salieron también a las calles, a obtener todo lo que fuera necesario, empleando incluso la fuerza. Las ciudades se convirtieron en auténticos escenarios de las más brutales guerras y guerrillas vistas hasta entonces. Comenzaron las matanzas indiscriminadas entre vecinos por las disputas más veniales. Los saqueos, robos, atracos y asaltos se convirtieron en algo cotidiano. Las calles se volvieron auténticos campos de batalla, y ya no eran el lugar de encuentros, de juegos entre niños o de distracción y alegría que eran antes. No eran —ni mucho menos—, lugares seguros. Es más, la seguridad únicamente venía dada por el arma que cada ciudadano tuviera en su poder. Por todas partes había suciedad, basura, podredumbre, escombros y peligro. Mucho peligro. Los edificios, las casas, las tiendas o los parques estaban deshabitados e incluso se podían encontrar cadáveres tirados en las aceras. Los cuerpos de Policía de cada país no daban abasto. El ejército tuvo que actuar en más de una ocasión, llegando incluso a decretarse el Estado de Sitio en muchos países, como Francia, Italia o Alemania, desbordados por los violentos acontecimientos.

Además —y para empeorar todavía más el escenario—, el planeta seguía irremediablemente cambiando, calentándose más y más. La capa de ozono, protectora de la atmósfera, presentaba ya un deterioro de proporciones catastróficas, los bosques seguían siendo indiscriminadamente talados y se seguían —incluso más que antes—, emitiendo gases perjudiciales a la atmósfera.

El verano de 2011 fue devastador, en todos los aspectos. Varias de las denominadas olas de calor, sucedidas casi consecutivamente, asolaron la superficie de la Tierra en el mes de agosto. En los países menos acostumbrados a esas altas temperaturas, como los países nórdicos, Canadá o Islandia, varios cientos de personas perdieron la vida por este sofocante calor, en particular, ancianos y recién nacidos. La temperatura de los océanos subió en más de dos grados aquel terrible verano, lo que ocasionó varios efectos secundarios, todos ellos de gravísimas consecuencias medioambientales.

Por un lado, el vapor de agua emitido a la atmósfera era mucho mayor de lo normal. Este vapor de agua era también un gas de los llamados de efecto invernadero, —incluso su acción era varias veces más eficiente que el mismo dióxido de carbono—. Se entró en un proceso climatológico de retroalimentación, en el que, cuanto mayor era el calor, más vapor de agua se emitía a la atmósfera, calentándose ésta más todavía, y haciendo aún más calor, continuando así el proceso.

Por otro, el hielo existente en los polos —los llamados casquetes polares—, fue derritiéndose poco a poco. Llevaba tiempo haciéndolo —lenta y pausadamente—, pero en aquel verano, debido a las altísimas temperaturas registradas y a que los rayos solares incidían con mayor intensidad por el agujero en la protectora capa de ozono, el incremento del deshielo fue exponencial. Al final del verano, solamente quedaba congelado el treinta por ciento de lo que había al principio. El nivel del mar, cuya altura quedaba registrada en las boyas de todo el planeta, subió dieciocho metros durante todo el verano. ¡Dieciocho metros! Y en tan solo tres meses. El resultado de esta descongelación, apocalíptico. Nueva York, Ámsterdam, Londres, Barcelona, Roma, Venecia, Tokio, Hong Kong, Ciudad del Cabo, Bangkok y cientos de ciudades más quedaron completamente cubiertas de agua. La gente las abandonó, acudiendo a las montañas, que se convirtieron entonces en inesperados centros de refugio y acogida. El planeta Tierra dejó de ser como era. La morfología del mismo quedó cambiada por completo. Desaparecieron miles de islas. Países enteros quedaron deshabitados —cuando no sumergidos—, en especial los bañados por el Océano Pacífico, como los pequeños países de la Polinesia y los de Micronesia. Allí, solo por dar unos ejemplos, no quedó alma con vida. Y el calor, incluso al término del verano, seguía siendo sofocante. Pero lo realmente apocalíptico eran las previsiones, que desesperanzaban a los supervivientes. La temperatura atmosférica seguiría subiendo todavía más, el invierno sería caluroso al máximo, y el nivel del mar seguiría subiendo en los años venideros, varios metros más, sepultando bajo sus cálidas aguas a más pueblos y ciudades, a más animales y terreno vegetal, y, naturalmente, a más seres humanos.

Eso sin mencionar los incendios. Casi todos los países de todo el planeta sufrieron los daños de numerosos fuegos, en su mayor parte ocasionados por el calor y la falta de humedad. De nuevo las consecuencias que sufrió el ser humano fueron catastróficas. Se aumentó todavía más la temperatura atmosférica, se acabó con la vida de un sinnúmero de especies animales y millones de hectáreas de terreno boscoso desaparecieron, convirtiéndose en tierra estéril y sin vida. No perdieron la vida muchos seres humanos —no más de veinte en todo el planeta—, por causas exclusivamente aplicables a los incendios, pero los daños medioambientales fueron terribles. La enorme cantidad de oxígeno que se produciría en todo ese suelo vegetal ya no se podría sustituir de ninguna manera, lo que agravaba todavía más la ya suficientemente peligrosa situación.

En resumen —en lo concerniente al ser humano—, más de dos millones de ancianos, hombres, mujeres y niños perdieron la vida solamente en el mes de agosto. Y los que lograron sobrevivir a los desbordamientos y a las inundaciones, a las enfermedades o al calor asfixiante, perdieron todo lo que tenían. Se produjo un éxodo masivo de la mayoría de las ciudades, grandes o pequeñas, de todo el mundo. Cientos de millones de personas tuvieron entonces que vagar por el mundo, obligadas, y con todo destruido. Sin ninguna esperanza. Sin un rumbo ni un destino. Sin un solo objeto de valor en la mochila. Y la vida, en estas circunstancias, se hacía cada vez más difícil. La impotencia, el desánimo y la desesperanza se hicieron patentes en los errantes habitantes del decrépito planeta. Los niños andaban desnudos por las montañas, con los ojos cubiertos de lágrimas, con la mirada perdida y la esperanza cada vez menos clara. No era extraño encontrar hombres matándose por comida o por agua potable. La tristeza y la desolación se adueñaron de la mayoría de la gente.

Fue entonces —ya a finales de agosto—, cuando aparecieron masivamente las enfermedades y los trastornos provocados por la falta de higiene y de limpieza y, en particular, las enfermedades relativas al aparato respiratorio, por el ascenso de las temperaturas. Al aumentar el ya elevadísimo calor, se llegaron a dar casos de enfermedades propias de ambientes tropicales en latitudes muy diferentes. Se encontraron enfermos de malaria, de dengue o de cólera incluso en países como Dinamarca o la zona norte de Estados Unidos y Canadá. Y todo por el calor, la falta de limpieza y la crecida de los océanos.

Además, las corrientes oceánicas, esencialmente necesarias para la vida de los diferentes ecosistemas del planeta, cuando no desaparecieron, se vieron modificadas de forma capital. Estas corrientes se originaban por las diferencias de temperaturas y de salinidad de las aguas marinas[6]. Con el enfriamiento repentino de las aguas del planeta, por la descongelación de los casquetes polares, estas diferencias entre aguas se amortiguaron, cambiando la dinámica de las corrientes marinas y afectando, por consiguiente, a todo el planeta. Miles de especies animales se extinguieron por completo, en particular, especies marinas que ya se encontraban en peligro de desaparecer.

Nadie hizo nunca un cálculo aproximado de los daños materiales, porque nunca se llegaron a pagar, pero sin duda habría arruinado a varios países a la vez. El panorama —realmente—, se volvió apocalíptico. No es de extrañar que aparecieran numerosas corrientes religiosas anunciando la llegada del anticristo, del fin del mundo, los suicidios en masa o las inmolaciones. La desesperación, la angustia y el pánico se adueñaron de los hombres que sobrevivieron a aquel fatídico verano de 2011. Y lo verdaderamente catastrófico para el ser humano, estaba todavía por llegar.

 

 

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Octubre de 2011.

 

Después del peor verano de toda la historia conocida, en el que perdieron la vida millones de personas en todo el mundo, el invierno se presentaba verdaderamente caótico y sin esperanza. Las pocas ciudades que todavía resistían al abandono o que no habían sido anegadas por el agua, como Madrid, México o Berlín —por ejemplo—, estaban sumidas en el caos más absoluto, y eran centro de sangrientas disputas y de cruentas batallas. Muy pocos eran los países que mantenían la calma y en los que todavía se podía respirar aires de tranquilidad. Los que la tenían, como Suiza o Austria, sufrían una inmigración desbordante.

Había que tomar medidas. El ser humano —en el fondo el verdadero culpable del repentino cambio climático—, era el único que también podría revertir la situación, y enderezar los destinos de la población mundial. Y la única asociación mundial capaz de tomar decisiones a gran escala, con rápidos movimientos y efectividad casi garantizada, con un ejército a su entera disposición —aunque formado por sus países miembros—, no era otra que la Organización de las Naciones Unidas, cuyo Secretario General era entonces Bang Ki—moon, que sucedió a Kofi Annan y a otros muchos líderes mundiales. La ciudad de Nueva York, al encontrarse completamente cubierta de agua desde el mes de agosto, no pudo ser utilizada para estas reuniones. Sumergida en su parte inferior, la sede no contaba con las instalaciones más básicas, como las de saneamiento, fontanería o electricidad. Los encuentros de los países miembros se dieron en la segunda de las sedes de la Organización, en Ginebra —ciudad que contaba con una altura de más de trescientos metros sobre el nivel del mar y situada en un país que intentaba sobrevivir en la normalidad—, y que podía dar cabida a los jefes de Estado y personal asociado. El Palacio de las Naciones, en la concurrida —y de nombre más que esperanzador—, calle de la Paz, se convirtió en el centro de todas las miradas, en la única posibilidad de salvación para los millones de seres humanos que todavía sobrevivían a la debacle.

Se reunieron durante varios días. En el interior del gran complejo de la Naciones Unidas, los discursos, los enfrentamientos y la polémica, estaban siendo habituales. Hubo quien confió en solicitar la ayuda de la población, ya que el ejército de cada país era a veces insuficiente. Hubo gobiernos también que pensaban en la posibilidad de la no salvación de los seres humanos, de la extinción de la especie, y de las inútiles medidas que se estaban tomando. De hecho, más de un país se decantaba por este pensamiento. Después de varios días de agrias disputas, discusiones, conflictos y también colaboraciones y ayudas, se tomaron varias medidas, drásticas y conflictivas, pero con el único objetivo de salvar a la humanidad. Hasta que alguien nombró al empresario inglés John Alexander Hurt como el único que podría ayudar a la sociedad, el verdadero salvador. Él había construido instalaciones submarinas con éxito rotundo en zonas de climatología adversa y difícil, por lo que podría dar alguna solución posible. Además, él mismo ya había comentado la posibilidad de albergar a varios miles de personas, de forma autónoma, en la presentación de su innovador y exclusivo material PCC, unos meses atrás. Se le notificó su asistencia al Palacio para el día siguiente, el once de octubre.

 

 

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Martes, 11 de octubre de 2011.

 

El Palacio de las Naciones estaba completamente abarrotado, tanto dentro como fuera. Había un enorme ajetreo y muchísimo revuelo entre todos los asistentes. Entre jefes de Estado, políticos, administrativos, traductores, secretarios y algún periodista acreditado —de los pocos que todavía trabajaban—, no cabía nadie en toda la sala de la Asamblea, amplísima por otra parte. A las nueve en punto de la mañana, con la precisión acostumbrada, el empresario inglés subió al estrado. Vestía un elegante traje de corte clásico, color oscuro, con camisa de un tono salmón pastel, muy distinguido en su conjunto. Iba peinado hacia atrás, como solía, con la fina y marcada raya en el lado izquierdo. Caminaba despacio, seguro y decidido. Delante de más de mil personas, con el conocido fondo del símbolo de las Naciones Unidas al fondo, representando el mapa del mundo, daba la sensación de ser más pequeño todavía de lo que en realidad era. Contestó paciente una por una todas las preguntas que le formularon. Algunas respuestas fueron bien recibidas, otras no tanto.

—No puedo hacerme cargo de los destinos de todos los que afortunadamente hemos sobrevivido. Sí lo puedo hacer de algunos miles, pero no de todos.

—¿Qué cantidad de personas podría albergar si se construyera la mayor estación submarina en PCC? —preguntó el Presidente de la República Francesa.

—No más de dos o tres mil personas, por cada estación. Dense cuenta que nuestras instalaciones, nuestras fábricas y nuestros laboratorios, en el edificio Kermadec, en Londres, han sufrido muchos daños. El edificio está cubierto de agua hasta la planta cuarta, por lo que los laboratorios no trabajan con la misma efectividad. A pesar de esto, el edificio sigue funcionando y trabajando, aunque a un rendimiento mucho menor. Los trabajadores viven en el interior del edificio. No tienen que salir porque no lo necesitan, pero las condiciones son difíciles. Por este motivo no se puede diseñar una estación de mayor capacidad. Eso unido a que los sistemas de seguridad, de soporte vital o las instalaciones de supervivencia extrema, necesarios e imprescindibles en todas las estaciones submarinas para su correcto funcionamiento, han sido diseñados con ese tope máximo de habitantes.

—¿Cuántas estaciones podría llegar a construir en el menor tiempo posible? —preguntó el Primer Ministro británico.

—Es difícil de saber. Podría tener diez estaciones de máxima capacidad para antes de que llegara el próximo verano, pero necesitaría muchos permisos, saltarme algunos pasos burocráticos y carta blanca de todos los países miembros, para no tener que...

—¡Imposible!

—¡Jamás!

—¡No puede!

Fueron muchos los gobernantes que interrumpieron al empresario inglés, que se calló respetuoso. Agachó la cabeza en un gesto de timidez, pero su rostro reflejó un leve atisbo de ira en la mirada. Fue el Secretario General el que tomó la palabra, intentando imponerse.

—Caballeros, ¡por favor! ¡Un poco de silencio!

El murmullo de desaprobación fue disminuyendo poco a poco, lentamente, aunque un par de minutos después todavía retumbaba en el vasto salón.

—Damas y caballeros —dijo el señor Hurt, elevando la voz, mirando hacia delante y haciendo callar a todos los asistentes—. Yo he venido a ayudarles en todo lo que esté en mi mano, pero no me puedo hacer responsable de un proyecto de estas dimensiones, en las condiciones en las que me lo están solicitando. Si no están de acuerdo con mis pretensiones no tengo nada más que decir.

De nuevo fue interrumpido por las protestas de los gobernantes, aunque ahora muchos menos que la vez anterior.

—Mi padre me dijo una vez —interrumpió a su vez el empresario inglés, tomando la iniciativa y silenciando de nuevo la enorme sala—, «No hagas nada de lo que te puedas arrepentir en el futuro, porque llevarás esa losa el resto de tu vida». Se me quedó grabado y lo llevo a cabo a todas horas. No estoy dispuesto a dirigir ningún proyecto que pueda ocasionar ni una sola pérdida de algún ser humano. Jamás lo he hecho y no lo voy a hacer ahora. Como sabrán de sobra, he dedicado mi vida entera y cuantiosas cantidades de dinero para la salvación de la vida, o para intentar salvarla, en multitud de ocasiones. Estoy dispuesto a realizar generosos esfuerzos a nivel económico, logístico y humano en la realización de estos proyectos, pero no invertiré ni un solo centavo si no tengo la seguridad, ni la libertad, para hacerlo como yo creo que debe hacerse.

Hizo una pequeña pausa, y añadió:

—Damas y caballeros, ya saben donde encontrarme.

Y salió del salón, dejando tras de sí a todos los jefes de estado de todos los países de la faz de la tierra con la boca abierta y sin saber qué decir ni cómo reaccionar.

 

 

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Miércoles, 12 de octubre de 2011.

 

No tardaron más de veinticuatro horas en contestarle. Al día siguiente, curiosamente el miércoles, doce de octubre de 2011, justo el mismo día en el que Cristóbal Colón desembarcó al otro lado del mundo, otro hecho daba fe y esperanza a los seres humanos.

El señor Hurt estaba sentado delante de una cómoda mesa de madera muy lujosa, en su habitación del hotel de Ginebra, consciente de que no tardarían en llamarle. Hasta ahora, todo estaba saliendo tal y como lo había planeado, y no se iba a torcer al final. Ahora que estaba a punto de terminar. Sonó el teléfono. Era la llamada que esperaba, estaba seguro. Lentamente se puso en pie, dejando que el teléfono sonara un par de veces. Miró el reloj de pulsera. Las diez y seis minutos de la mañana.

—Dígame.

—¿Señor Hurt? —preguntó una voz masculina, firme y segura.

—Sí soy yo.

—Buenos días. Soy Bang Ki—moon, Secretario General de las Naciones Unidas. En primer lugar quería pedirle disculpas por todo lo ocurrido ayer. Debe usted darse cuenta de que somos muchos países, todos provenientes de diferentes culturas, pensamientos y formas de proceder y hacer las cosas.

—Lo entiendo. No debe preocuparse en absoluto.

—Gracias señor Hurt, por su comprensión y por su sinceridad ayer en el hemiciclo —carraspeó ligeramente y continuó—. Después de que usted se fuera, se estuvo dialogando largo y tendido, y al final llegamos a varias conclusiones. ¿Qué necesita para poder ponerse, desde ahora mismo, a proyectar esas diez estaciones que comentó ayer?

—Principalmente, señor Ki—moon, si me permite la brusquedad, necesito mucho dinero.

—Naturalmente. Eso no será problema. Me refería a los asuntos burocráticos. ¿Qué documentación necesitaría?

—En primer lugar, debe usted entender, y así se lo debe hacer saber al resto de los países miembros, que lo mejor y más rápido es construir las plataformas sobre lo que ahora es tierra firme, aunque luego estén sumergidas y cubiertas por el agua. Eso implica numerosos permisos, documentos y demás concesiones que, dependiendo de los países en los que se construya, son procesos burocráticos más o menos lentos y tediosos. Lógicamente, estos procesos convendría saltárselos. Además, piense que solamente entrarán en las estaciones tres mil personas. El resto seguramente morirá por las inundaciones. Es muy duro, pero son las previsiones.

—Lo comprendo.

—Pues bien, en aras de garantizar la seguridad de las estaciones, una vez construidas y con la gente conviviendo en su interior, un mínimo de quince empleados de mi Compañía, por cada estación, deberán encargarse de la supervisión, vigilancia y mantenimiento de las propias construcciones. Los otros dos mil novecientos ochenta y cinco habitantes de cada instalación, se elegirán como cada Gobierno prefiera.

—Bien. Estoy de acuerdo.

—Igualmente, el único que conoce las propiedades, las necesidades y el mantenimiento de los materiales que se emplearán, soy yo, por lo que, por la seguridad de mis empleados y de los habitantes, el único que podrá tomar decisiones sobre las instalaciones soy yo. Obviamente, escucharé todas las peticiones que me hagan, y que intentaré cumplir siempre y cuando se guarden los requisitos de seguridad. A cambio, estoy dispuesto a no cobrar absolutamente nada de beneficios. Los gobiernos de los países que quieran encargarme los diez proyectos deberán hacer frente al pago de los gastos derivados de la fabricación y montaje de las estaciones. Nada más.

—Es lógico que solicite todo eso. Y es una postura digna de agradecer.

—Por último, piense que la localización de las diez estaciones debe guardarse en el más absoluto secreto, por lo que los gobiernos también deben estar implicados en ello. En el momento en el que se diera a conocer el emplazamiento, sería imposible mantener la seguridad de las estaciones, ésta se vería afectada sobremanera, y tendría que proceder a su cierre y su desmantelamiento inmediato.

—Estoy completamente de acuerdo. ¿Ha pensado en alguna localización?

—La verdad es que no. Lo ideal es en suelo completamente llano. En tierra firme y sin árboles. A partir de ahí, que los gobiernos de cada país se pongan de acuerdo en elegir las localizaciones que cada uno prefiera.

—Bien señor Hurt, he escuchado sus peticiones con atención y ahora le pido que haga lo mismo con lo que tengo que decirle —hizo una pequeña pausa, en la que incluso tosió levemente—. Oficialmente, le comunico que las Naciones Unidas le agradecen la atención que nos ha dado, pero no le encarga ningún proyecto, al menos de momento.

—Comprendo.

—Extraoficialmente, le doy carta blanca para construir diez estaciones, de máxima capacidad, una por cada país que ha accedido a sus pretensiones.

—¿Qué países son?

—Son los siguientes: Reino Unido, Estados Unidos, Canadá, Argentina, Brasil, Italia, Alemania, Francia, España y Japón. Todos ellos han dado las máximas facilidades. Y ya le han enviado por valija diplomática a su despacho en Londres las localizaciones que cada país ha estimado conveniente. Naturalmente, los envíos se han producido por separado, para que ningún país sepa la localización de los demás.

—Perfecto. Ahora mismo me pongo en marcha. Le garantizo que para el próximo verano, habrá diez estaciones en perfecto funcionamiento —dijo el empresario inglés, colgando el auricular del teléfono y sin poder evitar soltar una inmensa carcajada, que resonó fuerte en la habitación y que se prolongó unos eternos instantes.

Lentamente, como si hubiera estado planeado todos sus movimientos y como si hubiera ensayado esa conversación previamente, se sentó en el lateral de la cama, descolgó de nuevo el auricular y marcó el número de su oficina, uno de los que todavía quedaban operativos.

—Hola, soy yo —dijo confiado sin dar siquiera tiempo a que nadie contestara—. Es la hora. Empecemos con Hawai.

 

 

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Viernes, 11 de noviembre de 2011.

 

Una ligera paz y serenidad comenzaba a extenderse, con lentitud, entre la población mundial. Se habían tomado medidas extraordinarias, aplazando las importantísimas deudas que numerosas empresas habían contraído, y amortiguando así las pérdidas de éstas. Los gobiernos habían respondido dando mayor margen de libertad a los deudores, y absorbiendo los intereses generados. Algunos comercios —los más importantes y con mayor poder financiero— habían recibido ayudas gubernamentales y habían abierto de nuevo sus puertas, intentando recuperar las actividades económicas y el devenir normal de los acontecimientos. Pero todavía quedaban dos problemas por resolver. Uno de ellos eran los millones de personas que habían quedado en el paro, y que vagaban moribundos por las montañas y los bosques de todos los lugares del planeta. El otro, la cantidad de daños producidos por la subida del nivel mar. Ciudades enteras destrozadas, con una interminable lista de infraestructuras, viviendas, fábricas, hospitales o industrias totalmente anegadas y cubiertas por el agua.

Seguían quedando millones de personas errantes, nómadas y dispersadas por todo el planeta, que lo habían perdido todo, y que estaban dispuestas a cometer las mayores atrocidades por un simple plato de comida. Todavía se seguían dando multitud de atracos, de robos o de amenazas y los saqueos en las ciudades que quedaban en pie seguían siendo habituales. La ley marcial continuaba imponiéndose en la mayoría de los países, con severidad y sin contemplaciones. Uno de los países que más apoyó el empleo de la fuerza, y que fue de los primeros en imponer el estado de sitio en sus tierras, fue Estados Unidos. Ciudades como Chicago o Boston se convirtieron en campos de batalla y escenario de cruentas batallas. Pero poco a poco, la tranquilidad y la calma fueron llegando a los supervivientes. Hasta que llegó el fatídico mes de noviembre.

Después de un mes de extraños en sus formas y reiterados movimientos sísmicos en toda la costa de California, por otra parte normales en esa época del año, el viernes, once de noviembre, amaneció con una extraña tranquilidad. El día anterior había deparado dos pequeños terremotos, de escasa intensidad, que ni siquiera habían llegado a asustar a los ciudadanos. Apenas tres grados en la escala Ritcher no eran nada comparado con los otros que se habían registrado los días anteriores. Pero el viernes no se notó ninguno. Los sismógrafos no detectaban movimiento alguno. Parecía como si la tierra hubiera perdonado por fin a los seres humanos.

No muy lejos de allí, un lugar había sufrido daños irreparables. Las maravillosas y paradisíacas islas Hawai siempre habían sido símbolo de paz y felicidad. La armonía de la gente que las habitaba eran un atractivo más para los millones de turistas que cada año las visitaban. Con la subida de los océanos, varias de éstas habían quedado sumergidas bajo el agua, muriendo miles de personas. Como tantas y tantas islas diseminadas por todo el planeta, había visto cómo su litoral se alteraba profundamente, disminuyéndolo de forma más que drástica. Ciudades enteras, entre ellas la propia capital Honolulu, quedaron anegadas por el agua, haciendo imposible la vida del ser humano en ellas. Y a las once de la mañana del día once, del mes once de dos mil once —uno, uno, uno, uno, uno, uno—, la tierra de nuevo se agitó interiormente, llegando a desquebrajarse. Y esta vez, fue demoledor.

Al sur de la isla más grande de Hawai —la curiosamente denominada Isla Grande—, el volcán Kilauea, que había causado ya numerosos quebraderos de cabeza a los geólogos y vulcanólogos de medio mundo por su intensa y prolongada actividad, pasó a la historia como el detonante de la mayor tragedia jamás conocida por el ser humano. Curiosamente, la altura del volcán, medida desde el nivel del mar, alcanzaba una altura de mil ciento once metros —uno, uno, uno, uno—. El movimiento sísmico empezó despacio, registrándose un cuatro en los sismógrafos de la zona. Duró casi un minuto y no preocupó demasiado a los habitantes del lugar, demasiado acostumbrados a esos sucesos. «Otro pequeño movimiento más», debió pensar más de uno. Pero unos minutos más tarde, la tierra de nuevo comenzó a moverse. El volcán no pudo aguantar la enorme presión interna que se generó en sus entrañas, y entró en erupción, en una violenta y brusca explosión. Esto no hizo sino acentuar y acrecentar el movimiento sísmico. Se generaron dos procesos paralelos. Por un lado, el enorme terremoto, cuyo epicentro se registró ciento sesenta millas al sureste de la isla y por otro, la explosión del volcán Kilauea, que fue el más devastador de su historia y que significó el fin de la vida animal y vegetal sobre la isla. La lava salía despedida del cráter del volcán hawaiano con una fuerza asombrosa. La luz naranja, como el fuego incandescente que lo envolvía, proporcionaba un espectáculo de una tremenda belleza, que se contrastaba con la desolación que producía. Esta explosión motivó a su vez que el resto de volcanes de la isla, y también del propio archipiélago, también entraran en erupción, incluso volcanes que se encontraban extinguidos o inactivos como el Mauna Kea, el Hualalai, el Kohala o hasta el Lo’ihi, que estaba sumergido bajo el agua, a casi treinta kilómetros de la isla. El planeta empezaba a romperse.

En su conjunto, se produjo la catástrofe natural más devastadora de la historia del hombre, de proporciones y de consecuencias similares a la acaecida unos sesenta millones de años antes, que acabó también con la vida de numerosas especies tanto animales como vegetales. El famoso meteorito que acabó con los dinosaurios ya tenía sustituto: el terremoto de Hawai.

El magma incandescente derramado cubrió por completo todas las islas, quitando la vida a todo organismo que se encontrara en ella. El propio volcán, al entrar en erupción, comenzó a romperse. Al principio fue en el cráter, que no soportó la enorme presión de la lava al salir despedida. Después fue toda la falda de la montaña, que se resquebrajó en miles de fragmentos al rojo vivo, lo que motivó que la lava saliera en mayor cantidad. Además de la erupción, el terremoto, cuya fuerza aumentó por la acción del volcán, alcanzó los nueve con siete grados en la escala de Ritcher. Esto le convirtió en el seísmo más grande jamás visto por el ser humano. De nuevo la desolación, la debacle y la tragedia estaban garantizados. Las paradisíacas islas de Hawai, centro turístico por excelencia, se rompieron en mil pedazos y llegaron a desaparecer por la fuerza del terremoto y por la acción conjunta con la explosión del Kilauea. Quedaron totalmente destrozadas por el movimiento sísmico y cubiertas por el agua. El fin de la vida humana, la extinción de la especie, había llegado. Todos los habitantes de las islas perecieron en el trágico acontecimiento. Y lo hicieron de una forma verdaderamente dolorosa y horrible. Los que no murieron achicharrados por la lava, que se lanzaron al agua para evitarla, se encontraron con que el mar, por la acción del magma incandescente, estaba a más de setenta grados. Literalmente, se cocieron. Y la tragedia no terminó ahí.

El planeta no aguantaba. Las presiones internas, la descompensación magmática generada por la expulsión de toda aquella cantidad de lava, y la propia inestabilidad de la zona, fueron suficientes para propagar, incluso aumentar, el desplazamiento tectónico. Se produjeron entonces una serie de movimientos sísmicos en cadena, agitando toda la dorsal oceánica, resquebrajándose y rompiendo todo aquello que lo cubría, hasta que llegó a las costas de California.

Allí, los movimientos sísmicos subsidiarios, además de causar el pánico y el terror entre los habitantes —que ya estaban al corriente del fatal destino que habían sufrido sus vecinos hawaianos—, terminaban de destrozar las instalaciones, los edificios y las construcciones que todavía quedaban en pie. Los edificios se movieron como si fueran marionetas, cayendo derribados muchos de ellos. Las carreteras se agrietaron. Se cayeron miles de árboles, de farolas o de semáforos. Se originaron miles de pequeños incendios, causados por los numerosos escapes de gas de las tuberías que circundaban las ciudades. Los puentes, las torres, los edificios y todas las construcciones del ser humano se vieron afectadas en gran medida por las terribles sacudidas internas del planeta.

Pero el terremoto de Hawai no solamente destruyó esas islas, sumergiéndolas para siempre bajo el océano. La acción del hundimiento, conjuntamente con el seísmo, los movimientos tectónicos subsiguientes y la acción devastadora de la explosión de los volcanes, motivaron una agitación brutal de la capa de agua sobre las ya inexistentes islas. Se produjo entonces un fenómeno similar al maremoto que azotó Indonesia siete años antes, en diciembre de 2004, aunque de origen diferente. Una enorme ola, de más de cuarenta metros de altura, nació en donde las islas habían desaparecido, y llegó a las costas estadounidenses, de México y de Centroamérica unos minutos más tarde, destrozando por completo todo aquello que se pusiera en su camino. Desde Seattle hasta las faldas de los Andes, el agua penetró en el continente americano. Y en el otro sentido, las miles de islas e islotes diseminados por el océano Pacífico, que habían sobrevivido a duras penas a la crecida del nivel del mar durante el verano, no pudieron con la enorme ola que les pasó por encima y que terminó de anegarlo todo. Incluso en las costas de la Isla Norte, en Nueva Zelanda —a miles de kilómetros de distancia—, registraron la llegada de una gran ola, aunque ya bastante debilitada.

Los daños y los efectos que se produjeron, imposibles de calcular. Millones de heridos, de fallecidos y de infraestructuras destrozadas. El agua —tan necesaria para la vida del ser humano—, lo inundaba todo. En apenas una hora, el Hombre había visto el fin de varios millones de familiares, de vecinos, de amigos o de ciudadanos. El planeta gritó, y lo hizo de la peor manera posible. Si la humanidad estaba ya en un punto en el que era muy difícil recuperarse, desde entonces jamás pudo rehacerse y volver a la vida que tenía con anterioridad. Entre unas catástrofes y otras —algunas motivadas por la propia Naturaleza y otras de claro y marcado carácter antropogénico—, más de la mitad de la población mundial perdió la vida y los que no lo hicieron, perdieron sus posesiones y sus pertenencias, sus tierras, sus casas, sus trabajos o sus familiares. El panorama que se le presentaba entonces al ser humano era del todo desalentador. El Apocalipsis, se dijo entonces. El fin de la humanidad, la extinción de la especie, se estaba revelando más cerca de lo imaginable.

Un solo camino hacia la vida, una sola estrecha senda que lo evitase, se abría camino entre la muerte y la desaparición. Las diez estaciones submarinas de la Compañía Kermadec que estaban siendo erigidas en otros tantos puntos del planeta, secretos y desconocidos, eran la respuesta a la salvación del ser humano. La única pregunta que podía hacerse era: ¿quiénes serían los afortunados en ocupar alguna plaza en ellas?