1. UNA NUEVA ERA

 

El mundo dejó de ser el que era a comienzos del siglo veintiuno. Después de los cataclismos de los primeros años, que desembocaron en el descomunal terremoto de las islas Hawai, la meteorología de la superficie terrestre se volvió adversa hasta alcanzar cotas irreversibles. Y a partir de ahí, la Tierra jamás volvió a ser la misma. Quedó convertida en una sombra de lo que antaño fue. La desolación, la completa soledad y el desamparo eran ahora los protagonistas de la superficie. Un interminable y vasto océano de aguas turbulentas lo cubrió todo. Lo que algún remoto día fue símbolo de fuerza, de energía, imagen de naturaleza o de vida, icono de pureza y de limpieza, ahora lo era de todo lo contrario, ya que todo aquello quedó sumergido bajo una capa inhóspita de varios metros de agua.

La deforestación total —bien por causas naturales como el calor, bien por culpa del ser humano, como los incendios provocados, la emisión de gases contaminantes o la masiva tala de árboles—, de la superficie del planeta acabó con el mundo vegetal al completo. Desaparecieron los árboles y las plantas, desde las enormes secuoyas americanas hasta las pequeñas algas acuosas de los ríos asiáticos. Los frondosos bosques centroamericanos o las verdes praderas europeas quedaron en su mayoría cubiertos por el agua de la crecida de los océanos, y la pequeña parte que no lo hizo, quedó convertida en una vasta llanura arenosa, seca y agrietada, convirtiendo a los continentes en extensos desiertos inhabitables.

El aire sufrió cambios en su composición. La atmósfera se hizo completamente irrespirable. Sus niveles de dióxido de carbono y de dióxido de nitrógeno ascendieron hasta baremos nunca alcanzados con anterioridad. Todo ser vivo que se nutriera del oxígeno de la atmósfera —como el ser humano—, falleció irremediablemente en aquellos apocalípticos años. El mismo aire puro y limpio que se podía respirar apenas unos años antes, ahora era sumamente tóxico y viciado.

La faz del planeta, por tanto, se transformó por completo. La capa de ozono, que le protegía de los rayos del sol, se deshizo íntegramente. La tierra estaba expuesta a los fatídicos vientos solares, a la radiación gamma y a los mortales rayos ultravioleta procedentes del astro rey. Esta radiación fue, varios millones de años antes, la responsable del origen de la vida, ya que las especies vegetales consiguieron nutrirse de ella, gracias a los cloroplastos celulares, y —casualidades del destino—, también lo fue del final de la mayoría de los organismos vivientes. Millones de seres vivos, desde organismos unicelulares y microorganismos, hasta la mayoría de los integrantes del reino animal, murieron en muy poco espacio de tiempo. Veinte años después, no quedaba alma con vida sobre la faz de la Tierra.

La desaparición de esta capa de ozono, protectora de la atmósfera respirable, trajo como fatídica consecuencia —además de la muerte de todo organismo vivo—, que todo el hielo acumulado en los polos del planeta, al no resistir el aumento tan drástico de la temperatura, se descongelara en su totalidad. El nivel del mar entonces subió y subió, alcanzando niveles inconcebibles e impensables, y sepultando bajo sus aguas a la mayoría de las ciudades del planeta. Aunque para cuando éstas quedaron sumergidas, ya nadie quedaba con vida en sus calles, en sus casas o en sus parques. Eran todas ellas cementerios enormes, sin rastro alguno de vida, y el agua se adueñó de todo, arrasándolo por completo.

Los ríos, los arroyos, los lagos, los pantanos, la hierba, las montañas, las praderas, los glaciares o los bosques, todos los protagonistas de aquella tierra fértil, próspera y dichosa, desaparecieron íntegramente, dando paso a un planeta cubierto de agua en su mayoría y de una tierra estéril, arenosa, desértica y polvorienta en otra proporción mucho menor. Muy pocas especies animales sobrevivieron al terrible cataclismo. Tan solo lo hicieron algunos tipos de insectos, algunos reptiles —más acostumbrados al calor y a la escasez de agua—, y muy pocos mamíferos, pero que sucumbieron con rapidez en los años posteriores.

Y el ser humano —para qué negarlo—, no fue una excepción. Más de seis mil millones de personas fallecieron en aquellos fatídicos años. Las muertes provocadas por la falta de oxígeno, sumadas a las ocasionadas por las numerosísimas catástrofes acaecidas entonces, desde incendios, hasta huracanes, pasando por tormentas, ciclones, terremotos, erupciones volcánicas, inundaciones, desbordamientos de ríos, o el asfixiante calor que azotaba sin remisión al planeta, además de la continua crecida de los océanos, estuvieron a punto de marcar la extinción de la especie humana. En un ambiente inhóspito, en una atmósfera viciada formada por un aire irrespirable, rodeado de adversidades climatológicas, sin agua, ni alimentos, ni recursos materiales para poder subsistir, el hombre de principios del siglo veintiuno desapareció casi por completo de la superficie de su planeta. No tuvo más remedio que refugiarse en su interior, como el chiquillo que corre a los brazos de su madre, atemorizado por alguna causa o como el roedor que se esconde en su madriguera, cuando siente el peligro que le acecha.

 

 

 

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Sábado, 11 de agosto de 2012

 

Un pequeño y recóndito islote de piedra volcánica en el archipiélago de las islas Ryukyu, a unas doscientas millas al sur de Naha, en aguas japonesas, estuvo siempre lejos de las rutas comerciales más habituales de los cargueros y de los barcos nipones. Por su orografía en forma de meseta, con la superficie lisa y plana, fue el lugar ideal para la construcción de la estación de PCC para la supervivencia de tres mil japoneses, la cual transcurrió con total normalidad. Durante los seis meses que duró, desde diciembre hasta julio, nadie se percató de los numerosos barcos que zarpaban de las costas chinas, japonesas y surcoreanas, todos ellos con diferentes destinos, pero que inexplicablemente perdían a medio camino gran parte de la carga que transportaban. Y los que se percataron, ni dijeron, ni quisieron decir nada para denunciar esas irregularidades.

En cuanto a la adjudicación de los afortunados habitantes de la estación, con la excusa de buscar voluntarios para realizar algunos experimentos bioquímicos, se realizó un sorteo de entre una primera lista de unos cuarenta mil japoneses, que desconocían el verdadero propósito del sorteo. Se eliminaron de ésta los mayores de cuarenta años y los menores de veinte, quedando un censo de más de veinte mil. De entre éstos, una comisión formada por ochenta y cinco funcionarios del Gobierno japonés —futuros directores de la estación—, eligió a mil cuatrocientos cincuenta nipones, todos ellos varones, casados y sin hijos, con posibilidades y capacidades biológicas para procrear, y a sus respectivas esposas, para completar los tres mil ocupantes, junto con los quince miembros de la Compañía Kermadec. Todos ellos fueron designados conforme a sus respectivas ocupaciones, de manera que se cubrieran completamente todas las necesidades básicas de una gran colonia, desde doctores y médicos de todas las especialidades, a granjeros y ganaderos, que tendrían que aclimatar también a las especies animales necesarias para el ser humano. A todos ellos se les pudo suministrar instalaciones adecuadas para su trabajo dentro de la estación, aunque el espacio siempre estaba muy limitado. Todos ellos tenían cabida en el interior.

Hubo algunos que —una vez que supieron la verdadera naturaleza de su elección—, no quisieron entrar, ya que preferían quedarse con sus familias, a pesar de la advertencia de que no sobrevivirían demasiado, ya que las inclemencias meteorológicas aumentarían todavía más, e irían a peor. Como no se les había dado ninguna información acerca del paradero de la estación, se les recomendó que guardaran silencio en cuanto al verdadero propósito de los falsos experimentos bioquímicos —por su propia seguridad— y fueron de inmediato sustituidos.

Una vez conseguido el más absoluto secreto, la estación se fue montando adecuadamente, y por fin abrió sus compuertas, por primera y última vez, al caer la tarde del once de agosto del 2012. Fueron momentos muy duros para los nuevos colonos. Las despedidas con los familiares y amigos que dejaban atrás, se hicieron agónicas en algunos casos, y las lágrimas y la tristeza se apoderaron de todos los presentes, incluyendo a los ochenta y cinco japoneses miembros del futuro Gobierno. Los únicos que permanecían impasibles, ya que no había nadie allí para despedirles, eran los quince representantes de la Compañía Kermadec, que miraban con prisa sus relojes, presas del nerviosismo. Por motivos de seguridad, estas despedidas se produjeron en tierra, en concreto, en un retirado puerto pesquero del sur de Japón, cerca de Kagoshima. Solamente los futuros ocupantes embarcaron en un pequeño, viejo y desvencijado carguero —que a duras penas podía con los tres mil pasajeros—, y que zarpó rumbo al sur, rumbo a lo desconocido. Alrededor de una hora más tarde, a medida que se acercaban al pequeño islote, todos miraban con una mezcla de admiración, de temor y de emoción a la sencilla construcción que tenían delante. Tenía forma cuadrada, como de una enorme caja de cristal, aunque desde fuera apenas se distinguía el interior, y los últimos rayos del día brillaban en sus paredes. Se erguía impasible e imponente por encima de los bordes rocosos de la pequeña isla, y parecía como si se alegrara de tener huéspedes.

Los quince ingleses encargados de la dirección de la futura estación eran los únicos que sabían bien lo que había que hacer. Algunos se apostaron en la entrada, otros guiaban, otros vigilaban y cuatro, los de mayor grado, se quedaron en el barco, ya que serían los últimos en entrar. Uno a uno, los ocupantes japoneses fueron entrando lentamente en la Estación, a través de la pequeña compuerta situada en la parte superior, en el nivel más elevado, a la que se tuvo acceso a través de unas estrechas escaleras que subían por toda la enorme pared vertical acristalada. Al final, cuando ya todos estaban dentro, los últimos cuatro quedaron de pie, junto a la compuerta circular abierta en el suelo, en todo lo alto de la estación de cristal y respirando sus últimas bocanadas de aire puro. Serían los futuros gobernantes de la estación.

—¿Estáis listos? —preguntó un inglés alto, con voz chillona, y un tono alegre. Parecía ansioso por entrar.

—Hay que completar la misión, no podemos dejar cabos sueltos —dijo otro, más bajito, pero con un tono más autoritario.

—Cierto. Ya me encargo yo —dijo un tercero, sacando una consola de control remoto, con una pequeña antena de color negro y varias palancas y botones. Con manos expertas, fue moviendo lentamente los pequeños controles del mando, y el viejo carguero que les había llevado hasta el islote —y que permanecía flotando varios metros por debajo suyo, en un pequeño embarcadero formado en la roca volcánica—, respondió lentamente moviéndose y separándose de la costa del pequeño islote. Más y más fue alejándose de la estación hasta que casi se perdía de vista en el horizonte.

—Cuando quieras —dijo el inglés más alto, cuyo nerviosismo ya era bien visible.

—¿Os parece bien ahí? —preguntó el que tenía el mando.

—Adelante —dijo el tercero, de nuevo con un tono de voz muy autoritario, y sin dejar de mirar al horizonte.

Sin pensárselo dos veces, el inglés presionó un pequeño botón de color rojo situado en la esquina derecha del mando. Inmediatamente, una pequeña y sorda explosión se produjo en la parte baja del viejo, oxidado y casi deshecho barco, que comenzó a hundirse con rapidez. En apenas diez minutos no quedaba nada más que una pequeña y estrecha columna de humo oscuro, que se elevaba hasta el cielo estrellado, en el que el sol se había puesto ya hacía un rato en el oeste.

El cuarto de los ingleses, que había permanecido en silencio todo el tiempo, era el más mayor de ellos, muy bajito y las arrugas de su cara reflejaban fuerza de carácter  una tremenda preocupación, a partes iguales. Sin duda tenía más de cuarenta años, pero nadie le reprocharía nada. Era el máximo responsable de la estación japonesa, y sus únicas palabras fueron:

—Entremos.

Cuando todos ellos lo hicieron, las compuertas se cerraron, aislando de por vida a sus ocupantes. Absolutamente nadie quedó fuera.

 

 

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Martes, 8 de febrero de 2033

 

Llevaba varios días intranquilo. Tenía ese nudo en el estómago propio del que está nervioso por alguna razón desconocida. Siempre había sido una persona inquieta, activa y dinámica, pero ese extraño sentimiento había llegado a apoderarse de él, bloqueándole. Y todos los que estaban a su alrededor lo habían notado claramente.

Era el más mayor de todos sus hermanos, seis en total, y por lo tanto tenía que ser responsable, maduro y sensato, pero el no quería ser nada de eso. El quería correr y saltar. Tenía la necesidad de levantarse y gritar, bien fuerte y con todas sus ganas. Pero no podía hacerlo. Nunca había podido. Los sólidos y acristalados muros de la Estación le impedían desahogarse y aliviar esa pesadumbre que le aprisionaba cada vez con mayor fuerza. Cuanto mayores eran las ganas de espaciarse, mayor era la desesperación.

Sabía de sobra que no podría salir de allí nunca. Que toda su vida la pasaría encerrado en aquella maldita caja de cristal, y era eso precisamente lo que más le agobiaba. Ser consciente de esa realidad era lo que podía llegar a hacerle pasar días enteros sin abrir la boca ni a hablarle a ninguno de sus hermanos. Aunque siempre, incluso en los momentos de mayor angustia y depresión, albergaba una pequeña ilusión, una mínima luz en la oscuridad, por salir de allí y ver salir el sol detrás de alguna lejana montaña, como tantas y tantas veces había visto en el proyector de la sala multifuncional. Daría su vida por poder verlo solamente una vez.

Su nombre era Pablo. Como a todos sus hermanos, le habían puesto un nombre procedente de la antigua religión cristiana, aunque no entendía muy bien porqué. Pero había tantas cosas que no entendía, o que no alcanzaba a comprender su sentido, que ya no perdía el tiempo en intentar averiguarlas. A diferencia de sus hermanos —en particular de Mateo y de Marcos—, él ya no malgastaba sus energías en intentar averiguar las causas de tantas y tantas bobadas. No merecía la pena averiguar porqué estaban allí encerrados, porqué no podían subir a los niveles superiores ni bajar a los inferiores de la estación, a diferencia de su profesores y de sus cuidadores, que sí lo hacían. Y muchas otras dudas que también martilleaban su cabeza. Pero él había decidido no preocuparse por todo esto, ya que no podrían resolverlo. Había llegado a la conclusión de que jamás lo harían, por lo que no perdería ni un segundo en seguir preguntándoselo.

—No te desanimes —le decía Juan muy a menudo. Pero raras veces lo conseguía. Juan era el más pequeño de los seis, y se dejaba influenciar por sus hermanos en general, y por Pablo en particular. La figura de Pablo era para Juan la del padre que jamás tuvieron, y eso le ponía todavía más nervioso, puesto que odiaba esa responsabilidad.

La rutina y la monotonía con la que convivían día a día había llegado a aprisionarle sobremanera. La única salida que tenía, la única vía de escape en donde se refugiaba, eran las clases de música. Se sentía diferente en ellas. La profesora era una estricta señora de unos cuarenta años, que era especialmente atenta con Pablo. Quizás por eso a él le encantara, ya que eso hacía que se sintiera importante. De hecho, era la materia que mejor dominaba, y ninguno de sus hermanos alcanzaba su nivel. Quizás Marcos algún día, si se esforzaba más, pudiera tocar el piano con soltura, pero nunca llegaría a su altura. Además, le encantaban el violín, el clarinete y la guitarra, a pesar de que ésta no era muy del agrado de su profesora.

Él, al igual que sus hermanos, tenía dos tipos de clases: individuales y en grupo. En éstas, estaban los seis juntos y se realizaban en la sala multifuncional. Cuatro horas a la semana de cada materia. Las individuales, por el contrario, se realizaban en las estrechas dependencias de cada uno. Entre unas y otras, ocupaban la mayor parte del día. Tan solo un par de horas al día, si excluimos el tiempo dedicado a las comidas, las pasaba distraído, jugando o charlando tranquilamente con sus hermanos. Y había llegado ya a tal punto que tampoco soportaba estos momentos. Casi prefería las clases, y las tareas que los profesores le encomendaban, ya que éstas le mantenía ocupado, y con la cabeza pendiente de otros menesteres. Pero cuando hablaba con sus hermanos, en las comidas o en las dos horas previas a acostarse, el sentimiento de desesperanza se desbordaba. Sus hermanos eran muy inteligentes, casi más que él mismo, pero al mismo tiempo no podían aclarar todas las dudas que tenían. Y eso le ponía muy nervioso. Aquella cena fue especialmente polémica.

—¿Por qué los profesores suben a los niveles superiores y nosotros no podemos hacerlo? —Mateo siempre se estaba preguntando por detalles a menudo insignificantes, pero de gran importancia para él.

—Ya te lo he dicho mil veces, ellos viven arriba —contestó Pablo intentando calmarse.

—Si, pero ¿por qué ellos pueden entrar en nuestros dormitorios y nosotros no podemos entrar en los suyos? —insistió Mateo.

—Porque son ellos los que nos tienen que enseñar a nosotros, y no al revés. Ellos son los profesores, y nosotros los alumnos —dijo Pablo poniéndose nervioso.

—Pues el profesor Leibniz muchas veces no sabe hacer los problemas como yo —añadió Lucas, que no solía prodigarse mucho en comentarios. Eso no hizo sino poner más alterado a Pablo, que se movía continuamente sentado en su silla metálica. Gracias a que estaba atornillada al suelo, porque si no, se podría haber caído.

—A mí también me pasa lo mismo. Ese hombre es un completo idiota. Le supero casi todos los días —apuntilló Marcos.

—¡Me importa un bledo que seáis mejores que el profesor de Matemáticas! Pero no tengo ni idea de porqué no podemos subir a los niveles superiores. Pero es así y punto. ¡No hay más que hablar! Las cosas son así. Siempre han sido así y siempre lo serán —sentenció Pablo, casi histérico.

Lucas, Marcos y Mateo se miraron preocupados. Pablo estaba muy excitado, moviéndose de un lado a otro de la silla, por lo que decidieron cambiar de conversación.

—Hoy he tenido un sueño muy extraño —sentenció Lucas, dejando en silencio la estrecha habitación. Al instante se olvidó el incidente con Pablo, e incluso éste dejó de moverse nervioso sobre su silla metálica. Todos le miraron inquietos—. Y no es la primera vez que lo tengo. Ya he soñado lo mismo varias veces más.

—¿En qué consiste? —preguntó María, que no solía hablar demasiado.

—Estoy en el exterior, al aire libre, y puedo respirar sin problemas.

Tan solo hubo un murmullo suave, producido por los gestos de admiración de sus hermanos.

—Solamente estamos Mateo, Marcos y yo. Estamos corriendo entre montones de escombros y ruinas. Parece una antigua gran ciudad, una de esas que vemos en las películas, pero todo está abandonado y destrozado. Es como un gran desierto de cascotes, ladrillos y restos de edificios en ruinas.

—¿Por qué corréis? —preguntó Juan, casi ensimismado.

—Nunca lo he sabido. El caso es que corremos sin parar. Y lo hacemos como si nos fuera la vida en ello. Y cuando siento que el corazón se me sale del pecho, entonces me despierto.

—¿Y cómo es la ciudad? —preguntó Mateo.

—Todo está en ruinas. Todo está derribado y destrozado. No queda ni un solo edificio en pie. Pero lo más extraño no es la ciudad.

—¿El qué?

—Lo más raro de todo el sueño es el cielo. Es un cielo gris completamente cubierto de nubes. Como si fuera a ponerse a diluviar de inmediato. Pero nunca llueve y tiene un color marrón espeso, como el de la arena. Y hay muchísimos rayos y truenos, que hacen un ruido tremendo.

—Qué sueño tan raro.

—Sin duda.

—¿Y dices que nunca llueve? —preguntó Juan interesado.

—Nunca. Al menos hasta que me despierto.

—Qué raro.

Todas las comidas, los desayunos y las cenas, los hacían en la biblioteca—comedor, que no era más que una sala rectangular de no más de diez metros de largo por seis de ancho, con estanterías metálicas de color gris claro, completamente abarrotadas de libros de todo tipo, situadas en los lados largos de la sala, y una enorme cristalera en el lado opuesto al de la compuerta de entrada, colocados en las paredes cortas. Detrás de la cristalera todo lo que podía observarse era una completa oscuridad. En uno de los lados de la habitación, estaba colocada en el centro una mesa metálica, con seis sillas atornilladas, y en el otro lado, otras tantas mesitas más pequeñas, cada una con un ordenador personal encima también atornillado. Ese era todo el mobiliario existente en la sala. Aún así, a ellos les resultaba reconfortante y acogedor. La mesa más grande era utilizada tanto para las comidas como cuando tenían que estudiar en grupo, que lo hacían dos horas a la semana. Tanto la pequeña biblioteca—comedor, como la sala multifuncional —ambas situadas en el nivel Lambda de la estación—, tenían el suelo metálico, de una malla de acero fuerte y robusta, y el techo estaba cubierto de fluorescentes y espejos, a partes iguales. El angosto, corto y estrecho pasillo que separaba ambas dependencias tenía el mismo suelo, pero el techo no tenía espejos y tan solo dos fluorescentes daban una luz muy tenue y casi mortecina. En el pasillo, además de las dos compuertas de acceso a la biblioteca y a la sala, con sendas consolas de control para la apertura y el cierre automáticos, tan solo había dos extintores colgados, un en cada extremo del pasillo. Las paredes no solamente estaban desnudas y vacías, sino que también estaban pintadas en un gris apagado y triste.

—Jamás saldremos de aquí —dijo Pablo con suma tristeza. El relato de Juan no hizo sino acrecentar en su interior la angustia y la depresión. La frase cayó como una pesada losa de plomo entre sus hermanos. Solamente Mateo, que siempre estaba de buen humor y era el que gastaba más bromas de los seis, fue capaz de esbozar una pequeña sonrisa.

—No estoy tan seguro —dijo secamente, lo que motivó que Pablo se pusiera más nervioso todavía.

—¡Pues deberías estarlo! —gritó Pablo—. ¡Mira esto!

Acto seguido, se levantó de un salto. Completamente ido, corrió hasta el otro lado de la pequeña habitación, en donde estaban los ordenadores, y se dirigió al que solía utilizar él mismo. De un tirón fortísimo, arrancó los cables que unían la estrecha pantalla de cristal líquido con la unidad central, y se acercó a la gran cristalera, sujetando el monitor con ambas manos por encima de su cabeza.

—¡No lo hagas! —gritaron los demás al unísono.

Y lo lanzó contra la cristalera con todas sus fuerzas. Al chocar la pantalla contra el enorme muro de PCC, no se oyó nada más que un ruido sordo y profundo. Después, al caer al suelo con estrépito, la pantalla se rompió en mil pedazos.

—¿Lo ves? ¡Es imposible! —gritó Pablo, con las lágrimas que le cubrían el rostro, mezcla de desesperación y de impotencia.

—Espera un momento —dijo de nuevo Mateo, poniéndose en pie. Se había percatado de un detalle, que había pasado inadvertido para el resto.

Se dirigió también a su ordenador y, del mismo modo que había hecho su hermano, cogió el monitor con ambas manos.

—No lo tires, Mateo —gritó Juan, que no veía lo que iba a hacer su hermano.

En lugar de arrancarlo, lo acercó encendido a la cristalera, alumbrándola con la resplandeciente luz de la pantalla.

—Mirad esto.

Al situar el improvisado foco sobre el plástico acristalado, la oscuridad del otro lado se vio irradiada por un haz de luz azul, enseñando muchos de los secretos que antes en la oscuridad no se podían ver.

Los otros cuatro hermanos, asombrados, se levantaron de inmediato, y corrieron a mirar por la cristalera, presos de la curiosidad y la emoción. Lo que vieron, les admiró y les cautivó a partes iguales. Un millar de pequeñísimas sustancias, semejantes a las pequeñas partículas de polvo que se pueden apreciar en el aire, flotaban en lo que parecía ser un oscuro, lúgubre y sombrío océano. Los seis hermanos estaban absortos contemplando el impresionante panorama que se les presentaba, cuando repararon en que las casi microscópicas sustancias que estaban suspendidas en el agua eran capaces de moverse por sus propios medios. Y además, se sentían irremediablemente atraídas por la luz, de manera que al mover la pantalla, las miles de partículas se dirigían hacia el foco. Lo más sorprendente fue cuando Mateo enfocó hacia su izquierda, alargando y tensando el cable del monitor hasta el máximo. Una enorme masa oscura y pedregosa, cubierta de barro y fango, se alzaba majestuosa y se extendía en todas direcciones, de forma que no se veía su fin, ni por arriba, ni por abajo, ni hacia la terrible e insondable oscuridad abisal que tenían al frente. Toda la estación estaba anclada con formidable fuerza a una pared de roca completamente vertical, y al dirigir el haz de luz procedente del monitor del ordenador hacia arriba, hacia la superficie, y no atisbar ningún indicio de luz solar, revelaba la enorme profundidad a la que se encontraban sumergidos.

Un escalofrío de vértigo recorrió la espalda de los seis espectadores de aquella magnífica visión. Estupefactos ante la enormidad que tenían delante, eran incapaces de articular palabra. De vez en cuando se podía divisar muy a lo lejos, en el máximo alcance de la luz del monitor, algún pez de forma extraña, con enormes ojos negros y cola pequeña, que enseguida se revolvía y desaparecía con rapidez del foco de luz azulada que les alumbraba.

—Era verdad. Estamos bajo el agua —sentenció Pablo, secándose las lágrimas del rostro.

—Ya nos lo habían dicho un montón de veces, pero nunca lo habíamos creído —dijo Juan.

—¿A qué profundidad podemos estar? —preguntó Marcos.

—No lo sé —contestó Juan—. Es posible que a unos cien o doscientos metros. Es difícil de calcular. Piensa que ahora mismo debe ser por la noche en el exterior, por lo que si estuviéramos a dos metros, también estaría todo oscuro.

—Pero en el desayuno habría más luz —añadió Mateo.

—Y nunca hemos visto nada mas que negrura. Ni en el desayuno, ni nunca.

—Como poco —dijo María, como si pensara en voz alta—, debemos estar a unos doscientos metros.

—Si es eso verdad, jamás saldremos de aquí —dijo Marcos, dejándose caer con brusquedad en su silla metálica.

—No digáis eso —replicó Mateo—. Nunca más volváis a decir que no saldremos de aquí. No quiero volver a oírlo. ¿Me entendéis? No sé cómo demonios vamos a hacerlo, pero os juro que saldremos de este maldito agujero.