4. RUTINA

 

Sábado, 11 de agosto de 2012

 

Mientras en Japón estaban navegando en un desvencijado barco y en la vieja Europa también ocupaban las estaciones acristaladas, al mismo tiempo en los Estados Unidos otra comitiva cruzaba el desierto de Arizona con rumbo a otra de las instalaciones de la Kermadec. Allí era todavía de noche, y aún quedaban un par de horas hasta el amanecer. Varias decenas de camiones del cuerpo de Marines del ejército estadounidense marchaban uno detrás de otro, en una comitiva silenciosa y ordenada. Se habían separado de la autopista unos kilómetros antes, y marchaban lentamente sobre las agrietadas llanuras arenosas, sorteando cactus, arbustos espinosos y demás plantas propias de la zona. La fuerza del viento había erosionado lentamente las rocas y les había conferido formas verdaderamente espectaculares. A pocos metros del río Colorado, entre dos formaciones rocosas, de unos cincuenta o sesenta metros de alto, y separadas entre sí unos pocos metros, se abría un enorme y tenebroso desfiladero, que serpenteaba varios cientos de metros, hasta llegar al interior de un claro, de planta casi circular, y que abrazaba en su interior a la acristalada construcción, sin dejar más de un par de metros a los lados. De nuevo el emplazamiento de la estación había sido elegido teniendo en cuenta criterios de seguridad, pero también de una enorme belleza. Como si la propia elección del lugar fuera determinante para la salvación del planeta. Como si los propios ocupantes pudieran llevarse con ellos aquellas maravillosas localizaciones, y poder así salvaguardar la enorme bellaza del planeta.

Lejos de la autopista y de cualquier otra carretera, el acceso al lugar era verdaderamente complicado, y los camiones tuvieron que detenerse en la entrada del desfiladero. El aire venía frío, y soplaba con fuerza. Uno a uno, los estadounidenses fueron bajando de los transportes. Las miradas eran de temor, de nerviosismo y de inquietud. El estrecho desfiladero era todo lo que les separaba de su destino. Una larga franja negra, sobre un fondo ocre. Un estrecho pasadizo de oscuridad, que terminaba en una brillante y acristalada edificación. Cuando los tres mil ocupantes de la estación ya se habían introducido en el estrecho pasadizo, sumergiéndose en la tenebrosidad de la grieta, los camiones del ejército fueron retirándose, regresando a la lejana autopista por el mismo camino por el que habían llegado.

Nadie dijo nada. No hubo palabras de aliento, ni despedidas, ni nada parecido. Los militares tenían la orden estricta de no entablar conversación con nadie. Simplemente tenían que llevar a aquellos pasajeros hasta ese punto. Y cuando eres miembro de los Marines de los Estados Unidos de América, las órdenes se cumplen a rajatabla. Sin preguntas y sin dudas. Mientras los camiones se retiraban, en el interior de la cerrada oscuridad que proporcionaba la grieta, los futuros ocupantes de la estación fueron avanzando muy lentamente y con dificultad, transportando cada uno sus propios equipajes. Al igual que sus hermanos japoneses, británicos, alemanes, italianos, españoles y franceses —que en ese mismo momento estaban instalándose en sus respectivas estaciones—, los ocupantes eran todos parejas jóvenes, y sus obligaciones en el interior de la estación ya habían sido establecidas con anterioridad, cubriendo de esta manera todas las necesidades básicas para la supervivencia de la especie.

Al llegar a la estación, la emoción se adueñó de los ocupantes. Incluso varios de los futuros gobernantes, los miembros de la Compañía, que marchaban en cabeza, no pudieron reprimir algunas lágrimas. No sin dificultad, fueron entrando uno por uno a través de la estrecha compuerta, que se encontraba en la parte inferior. Los primeros rayos solares se antojaban cálidos en el este, pero apenas alumbraban en el interior del desfiladero, ni en el claro circular en donde se encontraba la estación. Un rato después, una vez que ya estaban todos dentro, y la seguridad de la entrada había quedado garantizada, otra repentina explosión, sorda y lejana, fue seguida de un pequeño derrumbamiento en la entrada del desfiladero, que quedó así completamente tapado, impidiendo por completo la entrada y aislando el acceso por tierra a la secreta estación.

 

 

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Varios miles de kilómetros más al norte, en un lugar por demás inhóspito, desértico y de acceso prácticamente imposible, la estación canadiense se erguía impasible e imperturbable. Estaba completamente rodeada de hielo y nieve, a pesar de que aquella mañana estaba siendo muy soleada. El blanco refulgente de todo el entorno resultaba de una belleza sobrecogedora, aunque llegaba a amenazar por la soledad, el aislamiento y el desamparo en el que se hallaba. La estación canadiense se encontraba situada sobre un rocoso islote en las gélidas regiones del norte de Canadá, muy cerca del cabo Sverre. Las terriblemente frías aguas envolvían a la estación, en un lugar de maravillosa y cruel hermosura. La forma de la isla, similar a la de una lágrima o una gota de agua, daba a entender que la propia Madre Tierra, el propio planeta, lloraba y se afligía por estar cambiando de manera tan drástica, haciendo que tanta gente muriera y sufriera. Haber elegido aquella zona tenía un valor simbólico mayor que el de ninguna de las otras estaciones, también debido a la dureza y dificultad del propio entorno.

Allí apartados, completamente solos y abandonados en la zona más al norte de Canadá, los tres mil colonos de la estación canadiense, incluyendo a los quince gobernadores de la compañía Kermadec, eran conscientes de los peligros a los que iban a estar sometidos. Al estar muy cerca de los límites del círculo polar ártico —además de que se hacía mucho más difícil la posible localización por parte de algún extraño—, el frío extremo al que iban a estar sometidos, hasta que se cerraran las puertas de la estación, podría poner en peligro la misma ocupación de la plataforma canadiense.

El lugar era del todo inaccesible. No porque sus características fueran de difícil llegada —más bien al contrario, ya que la estación se encontraba en el medio de una kilométrica llanura, completamente abierta y diáfana—, sino porque estaba apartado, en un lugar por donde hacía muchos años que no pasaba nadie. La soledad, la lejanía y el abandono podían escucharse en el sonido del viento al soplar, ya que una ligera ventisca arreciaba con solidez. La expedición canadiense había llegado con varias horas de adelanto para evitar retrasos. Las condiciones climatológicas eran verdaderamente duras en aquellas latitudes, por lo que tenían que ser precavidos. De hecho, habían llegado en la tarde anterior, y habían pasado la noche en la fría llanura cubierta de nieve y hielo que se extendía delante del cubo acristalado. Se plantearon refugiarse en el interior de la propia estación, cálida y confortable, pero eso era del todo imposible. Nadie podía entrar antes de tiempo. Las puertas tenían que abrirse a la vez en todo el planeta, y no podía haber excepciones.

Los ocupantes canadienses, al igual que el resto de su compañeros, habían sido elegidos por sorteo, y todos ellos eran jóvenes de muy diferentes ocupaciones y posiciones. A diferencia de algunos de los otros países, no habían elegido parejas, sino que habían elegido indistintamente a hombres y mujeres, sin ninguna relación entre ellos. Pero los tres mil futuros ocupantes de la estación canadiense estaban ya de sobra acostumbrados al frío extremo de la noche, y no temían dormir sobre duras placas de hielo congelado, ni al viento que soplaba cada vez con más intensidad. La verdadera inquietud de los colonos norteamericanos era que la Tierra se estaba despedazando, que el fin del mundo estaba próximo, y que la inminente transformación del planeta tal y como lo conocían traería la muerte segura de miles y miles de familiares y amigos. Y más aún: ¿qué sería de sus vidas a partir de entonces, en el interior de aquel cubo acristalado que se erguía delante suyo?

 

 

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Martes, 18 de enero de 2033.

 

Los viajes entre las distintas estaciones eran lentos, tediosos y llegaban a desesperar a cualquiera. Los cinco diferentes cargueros de transporte submarinos que iban de una estación a otra, suministrando personal, alimentos, medicinas, instrumentos, documentos y un sinfín de cosas más, tardaban varios días —o incluso semanas—, en realizar las travesías entre las estaciones, por lo que el aburrimiento hacía presa de los mensajeros con frecuencia. Pero en el interior del Proteus, éstos mismos viajes se convertían en algo mucho más placentero. Además de que el vehículo era bastante más rápido, por lo que el recorrido se hacía en menos tiempo, John Alexander Hurt era uno de esos hombres que rara vez se aburrían. Siempre tenía algo que hacer. Si no tenía que enviar mensajes o directamente comunicarse con alguna estación, tenía que tomar decisiones sobre el devenir de éstas. Y cuando todo el deber estaba cumplido, le sobraban fuerzas para hacer algo de ejercicio en el pequeño banco destinado a ello en el cuarto de ocio del submarino, o veía alguna película antigua, archivada en el disco duro del ordenador de abordo, en donde tenía para elegir entre más de cien mil títulos.

Casi tres días después de salir de la estación española, anclada con firmeza en una de las antiguas islas Chafarinas, el Proteus daba las últimas y minuciosas maniobras para encajar la escotilla inferior con la estrecha boca de entrada de la estación de estudio del agua submarina localizada en la parte sur de lo que antes fue Groenlandia. Normalmente, esta tarea de atraque del submarino era sencilla y podía incluso hacerla el piloto automático, pero aquel día el océano atlántico estaba muy revuelto y había corrientes submarinas de profundidad, por lo que el pequeño batiscafo cabeceaba más de lo habitual, impidiendo la maniobra. Después de unos minutos de maniobras lentas y seguras, el inglés encendió los dispositivos de guiado láser, que emitían un sonido cuando la trayectoria se desviaba más de lo debido. De esta manera, el atraque se produjo con total seguridad. Un fallo en el atraque podría haber resultado fatal, tanto para el submarino —y por consiguiente para el propio gobernador inglés—, como para la propia estación, que tendría que quedar incomunicada hasta que se reparara el muelle de entrada.

—Estación Groenlandia, aquí Proteus. Atraque realizado sin problemas. Me dispongo a igualar presiones —dijo el señor Hurt con satisfacción.

—Proteus, aquí Estación Groenlandia. Mensaje recibido. Procediendo a la nivelación de presiones. Bienvenido señor Hurt —dijo una voz agradable al otro lado de la radio.

Para no tardar más tiempo en la descompresión, el inglés cerró las compuertas de la cabina de mando y del acceso de entrada, quedando éste completamente estanco. Al no ser un lugar de más de un metro cuadrado, la descompresión se haría con rapidez. Posteriormente —una vez que el inglés hubiera entrado ya en la estación—, alguno de sus empleados abriría el resto de compuertas del submarino, para que éste no soportara demasiados esfuerzos innecesarios, e igualando de esta manera las presiones internas.

De las primeras treinta personas que comenzaron su trabajo en la estación Groenlandia, a finales del año 2009, solamente trabajaban ya dieciocho, seis de los cuales no llevaban más de dos o tres años allí. Incluso había un chico joven, de diecinueve años, que se encargaba de las transmisiones. Fue uno de los primeros miembros en nacer —perteneciente a la familia «Soplo de Aire»—, de la estación de Alemania, y uno de los más famosos por sus logros académicos y universitarios. Él mismo solicitó el ingreso en la estación Groenlandia unos meses atrás, a pesar de las quejas de sus familiares, que no querían separarse de él. Pero, de todas formas, eran muy pocos operarios para poder realizar todo el trabajo necesario en la estación. Y eso ocurría en todas las instalaciones submarinas. El descenso de la población empezaba a ser alarmante. Además de que la segunda generación de los nacidos en las estaciones todavía no había llegado con claridad, había un problema mayor. Al igual que en el resto de las estaciones submarinas —bien de estudio del agua, bien de colonización del entorno submarino—, el suicidio se convirtió en la primera causa de muerte entre los supervivientes a la gran tragedia que llevó el fin del mundo a la superficie terrestre. Aproximadamente el veinte por ciento de éstos fallecía por esta terrible causa. Y es que las condiciones que se daban a unos doscientos metros bajo el agua, en la más absoluta oscuridad, sin poder volver a ver la luz del día, sin poder caminar hasta cansarse, encerrados para siempre en sólidos muros de cristal, eran verdaderamente duras y desesperantes.

Además, a diferencia de las estaciones de colonización, en las instalaciones de estudio del agua, el tiempo pasaba mucho más despacio. Al haber menos personas, las relaciones entre ellas —siempre necesarias para el desarrollo humano y social—, eran mucho menores, por lo que el individuo, lenta y paulatinamente, se iba desequilibrando y perturbando. Hasta que no podía más y ponía fin a aquella terrible agonía.

En ese enloquecedor marco se desarrollaba la vida en las estaciones submarinas. Cada vez que John Alexander Hurt bajaba los escalones del Proteus, y entraba en una estación submarina de estudio del agua, se preguntaba qué desventura tendría que soportar esa vez. En aquella ocasión, en la estación Groenlandia no fue menos.

El comité de bienvenida de la estación danesa estaba formado tan solo por seis miembros, que esperaban en fila al Gobernador inglés. Uno a uno, éste fue saludándoles con alegría, pero el rostro y la mirada de los técnicos revelaba la tragedia, el sufrimiento y muchas noches sin dormir. El primero de los científicos era un hombre alto y fuerte, que le sacaba más de una cabeza al Gobernador Hurt. De piel curtida y con el semblante pleno de madurez, tenía el cabello rubio y fino, peinado hacia atrás.

—Bienvenido a la Estación Groenlandia, señor Hurt —dijo con un marcado acento danés y sin disimular su abatimiento.

—Muchas gracias —dijo frío el inglés—, señor Lardsen.

—Supongo que recordará —dijo el danés alto, a medida que iba presentando a sus compañeros—, al señor Blicko, al señor Karlstrong, a la señorita Donenberg, a la señorita Volgren y al señor Travis.

—Naturalmente —replicó el inglés—. Solamente han pasado ocho meses desde mi última visita. Por cierto, que no veo al señor Stromberg. ¿Está de servicio?

—Me temo que no —dijo secamente el señor Lardsen.

—Comprendo. Lo lamento de veras —dijo el señor Hurt.

—Fue hace tan solo un par de días. Mientras los demás dormíamos, se encerró en la cámara estanca de salida de la cápsula de escape, en el nivel superior, la cargó de agua, abrió la escotilla y salió sin escafandra a mar abierto. No creemos que sobreviviera más de quince o veinte segundos, pero tomó todas las medidas de seguridad necesarias, ya que incluso llegó a cerrar la escotilla por fuera.

—No quiero ser insensible, pero ¿estáis seguros de que abandonó la estación sin escafandra?

—Sí —contestó el señor Blicko—. No faltaba ninguna en el armario.

—Lo comprendo, pero me resulta muy difícil de creer que una sola persona cierre la compuerta exterior, desde fuera y sin la escafandra de soporte vital, a más de doscientos metros de profundidad. ¿Las videocámaras de seguridad grabaron algo?

—Las interiores si —contestó de nuevo el señor Blicko—. Grabaron al señor Stromberg entrar en la cámara sin escafandra y sin uniforme. Incluso la videocámara del interior del cuarto de descompresión le captó mientras se inundaba la sala y entre burbujas se le puede observar salir de la estación a pulmón libre.

—Comprendo —dijo el señor Hurt—. No merece la pena estudiar el caso con mayor profundidad. ¿Y las exteriores? —preguntó secamente.

—No nos lo podemos explicar, pero ninguna de las tres cámaras captó nada. Ni una sola imagen nítida del señor Stromberg. No se le ve salir, ni aparecer, ni huir, ni nada.

—Es extraño, desde luego —dijo el Gobernador, pensativo.

—Lo que no nos cabe ninguna duda, señor Hurt, es que nuestro compañero Marcus Stromberg falleció irremediablemente a los pocos instantes de salir. Es del todo imposible sobrevivir a la presión, sin aire, y las bajísimas temperaturas del agua en el exterior.

—Estoy de acuerdo con ustedes. Que descanse en paz —dijo el señor Hurt, encaminándose hacia la compuerta de acceso a la estación.

Era ésta —en sus líneas generales—, muy parecida a la murciana del Mar Menor. Estaba construida siguiendo los mismos patrones arquitectónicos, con los mismos materiales y disponía, incluso, del mismo mobiliario y de la misma decoración interior. La diferencia mayor estribaba en la disposición en planta, ya que la estación española estaba dispuesta en forma de «V», anclándose con seguridad a uno de los apéndices de roca de la Manga del Mar Menor, y la estación danesa tenía forma alargada, recta y sin curvas, ya que la pared submarina a la cual estaba fijada estaba dispuesta de esta manera. Aun así, la estación de Groenlandia era bastante más grande. Disponía de tres niveles, más anchos y con mayor capacidad, que dieron cobijo al triple de personas que la estación murciana.

En el nivel superior, además de la zona de acceso a la estación —en donde había atracado el Proteus—, la cámara de descompresión, la cámara estanca en donde se encontraba la cápsula de salvamento, con capacidad para seis personas, se encontraba el pequeño distribuidor de recepción en donde el señor Hurt había repasado las novedades de la estación, y tres compartimentos más: el de comunicaciones con el exterior, con las diferentes estaciones diseminadas por todo el planeta; el de análisis interno, en donde se examinaba todo lo referente a la propia estación desde la calidad del aire, hasta los niveles de las baterías, y, por último, una pequeña salita que hacía las veces de distribuidor, en donde una compuerta situada en el suelo permitía el acceso al nivel intermedio. Naturalmente, al igual que en el resto de estaciones, todas las dependencias estaban separadas mediante compuertas de cierre de seguridad, capaces de aislar los compartimentos de forma segura en caso de fuga o inundación.

La primera de las habitaciones del nivel intermedio era un distribuidor similar al de la planta superior, pero con una escotilla para subir y otra para bajar, además de la compuerta de acceso a la propia planta. Al cruzar ésta, se accedía a un formidable recinto diáfano, que ocupaba toda la superficie de la instalación. En éste, se encontraban todos los recintos de trabajo de la estación: se realizaban análisis de todo tipo de las zonas próximas a la misma, incluyendo densidad, viscosidad, salinidad, pH, temperatura, y multitud de parámetros más. Se analizaban pormenorizadamente los compuestos disueltos en el agua, desde fosfatos, nitratos o sulfatos, hasta hidrocarburos como el benceno o el tolueno. Las boyas situadas en las proximidades de la estación —algunas de ellas dispuestas a varios kilómetros—, enviaban información cuatro veces al día, y allí se estudiaba y analizaba. En total, nunca menos de diez personas estaban siempre allí trabajando, en aquellas extraordinarias dependencias. Bajando por la escotilla del distribuidor se accedía al nivel inferior. Allí estaban, por este orden, la cocina, el comedor, los dormitorios, una pequeña sala de ocio y otra de reuniones y el cuarto de baño y aseo, único para todos los ocupantes.

El señor Hurt, guiado por los seis trabajadores, visitó una por una todas las dependencias de la estación, y, como era costumbre, se interesó por multitud de detalles del funcionamiento de la misma. Llegaron después de un par de horas a la pequeña sala de reuniones del nivel inferior, en donde se sentaron y disfrutaron de una suculenta comida, como siempre hacían cuando recibían la visita del Gobernador, aunque en aquella ocasión, la tristeza, la desolación y el desconsuelo por la pérdida de un ser querido eran inevitables. El señor Hurt, fiel a su fama de sobrio, silencioso y taciturno, apenas pronunció palabra durante la reunión, lo que ayudó todavía más a crear un ambiente ensombrecido y triste. Los daneses le contaron las diferentes andanzas en la estación, la vida que llevaban y los escasos acontecimientos que acontecían entre aquellos muros acristalados. Que si un extraño pez con forma de ventosa se había adherido a la antena de recepción de datos de las boyas y habían tenido que salir con la cápsula y eliminarlo; que si un día hasta seis sistemas se vinieron abajo y hubo que encender los dispositivos de emergencia o que, para combatir el aburrimiento habían organizado un torneo de ajedrez y que había ganado la señorita Donenberg, demostrando, por cierto, grandes cualidades en ese bonito deporte.

Por espacio de cuatro o cinco horas estuvieron departiendo con el Gobernador, que escuchó atento —aunque sin manifestarse nunca al respecto—, todo lo que le relataron, incluso las diferentes peticiones de más personal, de más equipos, de mayor variedad en la comida e, incluso, de otra cápsula de salvamento de mayor capacidad, que hicieron los daneses al final de la reunión.

—Lo estudiaremos en profundidad —dijo el señor Hurt lentamente, como hacía siempre, sin llegar a decir que no, pero nunca afirmando nada—. Si entra dentro de los presupuestos, de las capacidades de suministro de las estaciones y no supone ningún perjuicio para nadie, no dude que lo realizaremos, señor Lardsen.

—Siempre dice usted lo mismo —dijo éste riéndose, intentando quitarle hierro al asunto—, y luego nunca nos conceden nada.

—Señor Lardsen —dijo el Gobernador muy serio, sin mover un solo músculo del rostro—, si no se le concede lo que pide es porque no se puede conceder. Y punto.

—Lo comprendo, señor Hurt —contestó cortado—. No quería molestarle.

—No se preocupe. Sigan con su trabajo, que lo están haciendo bien —dijo poniéndose en pie.

—¿No quiere tomarse un café, o descansar un rato antes de salir? —preguntó el señor Blicko, sabiendo de sobra la respuesta.

—Caballeros, me espera otro viaje largo y aburrido, por lo que cuanto antes parta, antes llegaré. Si me disculpan... —dijo atravesando la habitación, y saliendo al pequeño pasillo que comunicaba con el distribuidor de subida a los niveles superiores.

Sin despedirse de nadie, entró raudo en la cámara estanca de acceso a su submarino particular, subió las escaleras y atravesó la escotilla de doble compuerta, ingresando en el Proteus y cerrándola detrás de él. Rápidamente cruzó el pequeño batiscafo y se sentó en su sillón color beige, presionando varios botones, del control de la temperatura y de las luces, encendiendo los motores y abriendo las comunicaciones.

—Estación Groenlandia, aquí Proteus. Escotillas cerradas. Soltando anclajes —dijo en voz alta.

—Proteus, aquí estación Groenlandia —dijo la voz del señor Lardsen—. Que tenga buen viaje y hasta la próxima, señor Hurt.

Sin contestar nada, el inglés presionó varios botones más del panel del techo, y levantó las palancas de la consola central, acelerando lentamente el submarino y alejándose con rapidez de la estación. Después de varios metros, tecleó varias coordenadas en el panel del piloto automático, seleccionando el siguiente destino y dando máxima potencia a la nave. La estación canadiense de colonización submarina estaba lejos, a unos cuatro días a máxima velocidad —poco más de cincuenta nudos—, por lo que tenía que partir cuanto antes. Después de ésta, la siguiente parada era la estadounidense, en la que siempre se sentía incómodo. Serían dos visitas aburridas y tendría que solventarlas con rapidez. A continuación, tocaba la estación brasileña, desde la que le habían enviado varios mensajes pidiendo su asistencia, porque habían tenido que detener a un grupo de colonos que estaban organizando una protesta demasiado llamativa, y que estaba siendo apoyada por demasiada gente. Tardaría en llegar, pero seguro que ésta era mucho más entretenida que las otras.

 

 

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Martes, 22 de febrero de 2033.

 

Las habitaciones de los seis hermanos eran todas iguales. Estaban en el nivel Phi de la estación, y entre ellos se jactaban de que estaban allí en honor al Número Dorado[9]. Eran algo estrechas —como todas las dependencias de la estación—, pero cómodas y confortables. Cada uno la tenía decorada a su gusto, pero todas ellas estaban equipadas con los mismos muebles. Tenían forma alargada, de unos dos metros y medio de ancho, por cuatro de largo. Ocupaban toda la parte derecha de la planta, y estaban dispuestas tres a cada lado de un pasillo central, que las atravesaba. Las habitaciones de Pablo, de Mateo y de Lucas, quedaban a un lado —el lado colindante con la roca a la que la estación se encontraba adherida—, mientras que las de María, Marcos y Juan quedaban en el otro, en el lado acristalado, aunque ellos no tuvieran ventanas. En el otro extremo del nivel Phi, en la parte izquierda y separados por el pasillo principal —que daba acceso a las escaleras de subida y bajada—, estaba el cuarto de baño y un almacén de todo tipo de materias primas, en donde los hermanos no habían podido entrar nunca, aunque lo habían intentado en más de una ocasión. La compuerta de este almacén no tenía ningún sistema de apertura, ni manivela, ni volante de cierre, ni nada. Tan solo disponía de una pequeña consola con una pantalla a color y un pequeño teclado con los números del cero al nueve y otra tecla sin ningún símbolo, pero de color verde. Obviamente, habría que marcar una contraseña numérica en el teclado, y validarla con el botón verde. Las posibles combinaciones eran infinitas, y en multitud de ocasiones lo habían intentado, pero siempre sin éxito. Además, a los pocos instantes de empezar a probar con distintas posibilidades, siempre había aparecido alguno de los cuidadores desde el nivel superior, por lo que habían tenido que abandonar su infructuosa aventura. Tanto este almacén, como el baño que estaba a su lado, quedaban justo debajo de la biblioteca—comedor y sala de ordenadores del nivel Lambda, en donde se produjo la apuesta de los decimales, que solventó Lucas con maestría. Las habitaciones, por su parte, quedaban debajo de la sala multifuncional, que servía de salón de audiovisuales, aula para las clases en grupo y laboratorio para las clases práticas.

—Aquí lo tienes —dijo Marcos con confianza, devolviéndole el problema de matemáticas una vez resuelto al profesor Leibniz, un hombre alto y delgado, con el pelo negro salpicado de canas.

Estaba en su clase particular diaria, que siempre se impartían en las habitaciones de cada uno. Las clases en grupo, que recibían los seis hermanos a la vez en la sala multifuncional solamente les ocupaban un par de horas diarias, y la mañana de los sábados.

—Muy bien, Marcos. Veo que tienes más que superadas las ecuaciones diferenciales en derivadas parciales de segundo orden. Pasemos a algo un poco más difícil, que no creo que te ayude en los complicados experimentos botánicos que os está planteando el profesor Mendel, pero que seguro estimula un poco más las células grises de tu privilegiado cerebro.

—Adelante —dijo Marcos desafiante.

—Quiero que resuelvas «la Conjetura de Poincaré»[10].

—Pero profesor Leibniz, eso es imposible. Nadie lo ha hecho nunca.

—No estés tan seguro. Hubo alguien que sí llegó a plantear una solución correcta.

—Sí, pero nunca se llegó a saber si realmente lo resolvió.

—Bueno. Es igual. Demuestra lo que vales —dijo el profesor, un poco hastiado—. Te doy un mes para que lo consigas.

—Lo intentaré —contestó Marcos, sabiendo que era del todo imposible, pero no dándose por vencido.

—De acuerdo, Marcos. Pues entonces, eso es todo por hoy —dijo levantándose el profesor Leibniz—. Por cierto, que tu hermano Mateo me ha dado esto en nuestra clase anterior, para que te lo dé —dijo entregándole un trocito de papel con una ecuación matemática—. Dijo que no serías capaz de resolverlo.

—No estoy tan seguro —dijo Marcos, echándole un vistazo.

Al instante reconoció la letra de Mateo, que había garabateado unos números y unos signos, sin sentido aparente unos con otros.

En su traducción al código matemático que decidieron emplear para comunicarse entre ellos, decía: «El intercambio de Oxígeno, con baja luz ultravioleta, se produce más rápidamente con catalizadores basados en el Cloro». No pudo evitar sonreír abiertamente al percatarse de que el profesor Leibniz no se daba cuenta de sus sencillas estratagemas.

—¿De qué tienes clase ahora?

—Botánica.

—Suerte con el profesor Mendel —dijo el profesor de Matemáticas mientras abría la puerta—. Tengo entendido que lleva varias semanas planteándoos problemas muy complicados, ¿verdad?

—Así es. Desde primeros de enero, cuando cambió la forma de impartir sus clases, está todo el tiempo con el Oxígeno. Que si el Oxígeno esto, que si el Oxígeno lo otro. Ya hay días que tengo pesadillas con todo eso.

—Bueno, es que ya sabes que el profesor Mendel es muy estricto y que siempre quiere sacar lo mejor de vosotros.

—Ya lo sé, pero a veces se pasa.

—Bueno, ten paciencia, que obtendrás tus frutos. Hasta mañana —dijo cerrando la puerta.

—Adiós —dijo Marcos una vez que se cerró ésta.

Se quedó unos instantes mirando la nota de Mateo. No entendía bien el significado, pero con seguridad la clase de botánica desvelaría el secreto. ¿El intercambio de Oxígeno? ¿Baja luz ultravioleta? Eso sin duda estaba referido al proceso de fotosíntesis que se daba en los Cloroplastos celulares de la plantas de la Tierra, antes del cataclismo de comienzos del siglo veintiuno. Miró el reloj colgado de su habitación. Tenía cinco minutos hasta que apareciera el profesor Mendel, por lo que debía darse prisa. Se puso en pie y abrió su armario. En él, tenía apiladas varias decenas de libros y apuntes, situados en varios montones. Aparentemente estaba todo desordenado, pero él sabía a la perfección en dónde tenía guardado todo. De la primera columna, se fijó en un volumen extraordinariamente grueso, titulado «Química Orgánica», lo sacó y empezó a hojearlo. Al cabo de unos segundos lo dejó encima de su mesilla de noche, para poder repasarlo al acostarse. Volvió al armario. El libro que buscaba tenía que estar allí. En él encontraría sin duda la clave al misterio que le había planteado su hermano Mateo y disponía de menos de un minuto para encontrarlo. Y allí estaba: blanco, de tapa dura y pesaba como el plomo. El «Diccionario de Botánica», escrito por Pío Font Quer a mediados del siglo veinte. Con más de mil doscientas páginas guardaba en su interior toda la información que necesitaba. Pero se le acababa el tiempo para verlo. Lo más rápido que pudo, buscó la palabra «Fotosíntesis», leyendo la definición con rapidez. Después, buscó «Ciclo de Calvin»[11], consciente de que ahí estaba la respuesta que iba a necesitar más tarde, y que su hermano le había adelantado.

Al instante, se abrió la puerta y Marcos, rápido como el viento, dejó el libro en lo alto del montón y cerró el armario, mirando a la entrada de su habitación. Entró un hombre mayor, con el pelo cano y la cara surcada por inescrutables y profundas arrugas. Andaba arrastrando los pies, emitiendo un sonido peculiar. Tenía el ceño fruncido y la cabeza agachada, y unos enormes bigotes de color blanquecino cubrían casi la mitad del rostro. Sin pronunciar palabra alguna, se sentó en la silla que ocupaban siempre los profesores, esperando sin más a que Marcos hiciera lo mismo, pero sin siquiera mirarle.

—Teníamos un ejercicio pendiente, profesor —le recordó Marcos, consciente de que si no hablaba él, el señor Mendel no lo haría nunca.

—Cierto —dijo. Tenía la voz grave y profunda, casi rota—. ¿Lo tienes?

—Si, señor. Aquí está —dijo entregando un folio de papel en el que había resuelto el problema del día anterior.

El profesor guardó la hoja con la respuesta de Marcos en una carpeta azul, sin siquiera molestarse en mirarla. Por su experiencia sabía que el ejercicio estaba correctamente resuelto.

—Bien. Tengo algo para ti, en lo que me vas a demostrar si eres tan bueno como dices.

—Adelante —dijo Marcos desafiándole. Fue el único momento en el que el profesor levantó los ojos, y miró directamente a la cara a Marcos.

—Necesito que averigües qué catalizadores son los más efectivos, desde el punto de vista energético, en el intercambio de Oxígeno y en condiciones de baja radiación ultravioleta.

—Comprendo —dijo casi sin poder evitar soltar una enorme carcajada.

 

 

*   *   *

 

 

Aquella noche, en la cena con sus hermanos, en voz muy baja y tomando todas las precauciones posibles para no ser escuchados, Marcos comentó divertido sus logros en el ejercicio de Botánica, que con seguridad hubiera terminado resolviendo, pero que, gracias a la nota de Mateo, lo hizo en poquísimo tiempo, provocando así el estupor y el desconcierto del viejo profesor.

—No os podéis imaginar la cara que tenía cuando le di la respuesta en menos de cinco minutos.

—¿Y qué dijo? —preguntó Mateo desternillándose.

—Nada, nada. Miró la hoja con las deducciones, y no se lo podía creer. Hacía así con la cabeza —dijo Marcos haciendo gestos y muecas raras con los ojos y la cabeza, provocando las carcajadas de sus hermanos.

—¿Y el profesor Leibniz? —inquirió María, preguntándose si el profesor de Matemáticas había descubierto algo. Al fin y al cabo, el lenguaje que habían utilizado para comunicarse era un lenguaje matemático.

—No se enteró de nada. Le hizo gracia que nos retáramos entre nosotros —dijo con la voz tan baja que Pablo casi no pudo escucharle—. Pero ni siquiera se fijó en que la ecuación no tenía ningún sentido.

—Yo creo que este sistema funciona a la perfección —dijo Mateo mirando a sus hermanos, esperando a que ellos también manifestaran su aprobación.

—Estoy de acuerdo —dijo Marcos—. Ha sido fantástico.

—Adelante con él —dijo Lucas.

María asintió en silencio con la cabeza, y Pablo se rió nervioso, como siempre. Los hermanos miraron entonces todos a Juan, que estaba sentado en el rincón de la mesa, sin hacer ningún caso de lo que hablaban. Tenía los ojos llenos de lágrimas, y no había prestado atención a lo que habían estado hablando.

—¿Qué te ocurre, Juan? —preguntó María atenta.

—Nada, nada. Es que hoy he estado hablando con el profesor Kepler.

—¿Y qué ha pasado? —preguntó Marcos, que no podía soportar ver a alguien llorar. Y menos aún a su hermano pequeño.

—Nada, de verdad. Es simplemente que...

Juan se detuvo unos instantes, presa de la emoción, en los que se le saltaron las lágrimas, y fue abrazado con cariño por sus cinco hermanos.

—Pablo... —dijo Juan lentamente, mientras se secaba el rostro—. ¿Recuerdas algo de tu infancia?

—Claro, claro que sí —contestó éste sin saber qué demonios estaba queriendo decir su hermano.

—Me refiero a tu infancia más prematura. A cuando eras un bebé.

—No. Eso no lo recuerdo. Y creo que nadie es capaz de recordarlo. Los primeros recuerdos que tengo se remontan a cuando jugábamos en la sala multifuncional, en donde ya tendríamos cuatro o cinco años.

—¿Y tú Mateo? ¿Y tú María? ¿No recordáis nada de cuando todavía erais bebés.

—No. No recuerdo absolutamente nada.

—Yo tampoco —dijo Mateo—. ¿Por qué preguntas eso?

—Veréis. Hoy le he preguntado al profesor Kepler. No sé muy bien cómo ha salido el tema, pero el caso es que hemos estado hablando de nosotros. Ya sabéis que me llevo bastante bien con él, así que he decidido intentar sacarle algo de información.

—¿Y qué te ha dicho? —preguntó Pablo.

Poco a poco, Juan fue relatando a sus hermanos la conversación que había mantenido con el profesor esa misma mañana, haciendo que éstos, a medida que iba narrándolo, fueran asombrándose más y más.

—Me hablaba todo el tiempo en voz baja, como cuando nosotros no queremos que nos escuchen —puntualizó Juan.

—Eso demuestra y confirma la existencia de micrófonos ocultos hasta en las habitaciones —interrumpió Mateo—. Los profesores saben de su existencia y cuando nos quieren decir algo que no debe ser escuchado lo intentan evitar.

—Exacto —dijo Juan—. Eso fue lo primero que pensé.

—¿Y qué te dijo?

—Me confesó que, efectivamente, no somos hermanos.

Al instante, un incómodo silencio se apoderó de la Biblioteca—Comedor. Ninguno de los hermanos se sorprendió ante la noticia. Más bien fue una constatación de algo que ya todos intuían.

—Y me dijo más. Me dijo que procedemos de seis madres y seis padres totalmente diferentes.

—O sea, que no tenemos nada en común —dijo Marcos.

—Absolutamente nada.

—¿Y por qué estamos aquí encerrados? —preguntó Pablo.

—Me dijo que lo que nos han contado del fin del mundo es verdad. A comienzos de siglo, hace poco más de veinte años, se produjeron varios cataclismos que originaron un cambio en la composición del planeta, de la capa de ozono y de las corrientes marinas, haciendo imposible la vida en la superficie, y tuvieron que refugiarse en las profundidades submarinas. Y nosotros lo hicimos con ellos.

—¿Por qué preguntabas antes si recordamos algo de nuestra infancia? —preguntó Mateo, que intuía la respuesta.

—Porque también me dijo algo que me hizo pensar. Y de verdad que, por las palabras que utilizó y por lo bajo que lo dijo, para evitar que nadie lo oyera, estoy convencido de que decía la verdad.

—¿El qué?

—Vosotros tres sois los tres mayores, ¿verdad? Los tres tenéis que cumplir este año los veinticuatro.

—Yo ya los he cumplido —dijo Pablo orgulloso.

—Y vosotros dos —continuó Juan señalando a María y a Mateo—, los hacéis en septiembre.

—Exacto —dijo este último.

—Nosotros tres —continuó Juan—, somos dos años más pequeños. La semana que viene Marcos cumple veintidós, y Lucas y yo mismo los cumpliremos el mes que viene.

—Sí, pero eso ya lo sabemos.

—No os habéis preguntado nunca el porqué de ese desfase de dos años.

—Desde luego, un millón de veces —contestó Lucas.

—Pues eso es lo que me ha contado el profesor Kepler.

—¿Y qué te ha dicho? —preguntaron todos intrigados.

—Vosotros tres —dijo señalando a sus hermanos mayores—, nacisteis en Londres, en el año 2009.

—¡¿En Londres?! —chilló Pablo.

—¡Silencio!

—Lo siento —se disculpó Pablo.

—Eso es imposible —sentenció María.

—No puede ser —aseguró Mateo—. Recordaríamos algo, ¿no?

—Por eso os lo he preguntado. Además, nosotros tres —continuó Juan—, ya nacimos aquí dentro, en el año 2011.

Los tres hermanos mayores guardaron silencio, mientras encajaban el golpe. Siempre habían creído que toda su vida la habían pasado encerrados en aquellos sólidos y acristalados muros. El pensar que hubo algún día que estuvieron fuera, que respiraron aire atmosférico sin tratar, como todas las personas que veían en los vídeos y en las películas, les hacía sentirse de forma extraña.

—Luego el fin del mundo tuvo que ocurrir entre esas dos fechas —aseguró Lucas.

—No tiene por qué —contestó Juan—. He estado dándole vueltas. Pudo ocurrir después, y que sencillamente ya estuviéramos encerrados aquí dentro. De hecho, yo estoy más inclinado a pensar de esta manera, porque es más lógico pensar que hemos sobrevivido a ese holocausto, que por otra parte está a la vista.

—¿Y dónde nos encontramos ahora? —preguntó Mateo, visiblemente afectado.

—No lo sé —se adelantó Marcos—, pero a veces pienso que ni siquiera estamos en la Tierra.

—No tengo ni la menor idea de dónde nos encontramos —contestó Juan—. El profesor Kepler no me ha dicho nada de eso, pero sí me ha asegurado que estamos en la Tierra, que hay más estaciones, en donde vive mucha más gente bajo el agua, diseminadas por todo el planeta.

—¿Pero por qué demonios no podemos salir de aquí e ir a verlas? —preguntó Pablo, presa también de un nerviosismo excesivo, aun mayor del que tenía habitualmente—. ¿Por qué tenemos que estar siempre, toda nuestra maldita vida, aquí metidos?

—No lo sé, Pablo —contestó Juan, despacio—. No tengo ni la más remota idea.

—Juan —le interrumpió, María, que no hablaba mucho, pero cuando lo hacía siempre era para decir algo importante, y sus hermanos la tenían en muy alta estima—. Tú te llevas muy bien con el profesor Kepler, ¿verdad?

—Así es.

—Pues vas a tener que llevarte todavía mejor, y vas a conseguir que te diga cómo demonios podemos salir de aquí.

—¿Cómo?

—Muy sencillo —continuó María—. Le tienes que sacar la contraseña del acceso a los niveles superiores, al almacén y a los niveles inferiores, que aunque no haya compuertas de acceso, estoy segura de que hay alguien ahí abajo.

—Pero eso es imposible —protestó Juan—. No puedo hacerlo. No querrá darme esos números. Estoy seguro.

—Si —sentenció María—, pero hace unas horas también estabas seguro de que éramos hermanos.