5. PRINCETON
18 de abril de 1955
Era una noche tétrica, fría y lluviosa. En la calle, los rayos centelleaban alumbrando ferozmente toda la sala, y eran seguidos casi al instante por un ruido ensordecedor. El agua caía por doquier a grandes borbotones. En una noche como aquella, con una tormenta brutal llena de relámpagos, la única persona capaz de estar en un lugar tan lúgubre, sombrío y tenebroso como el depósito de cadáveres de Princeton, era el joven forense Thomas S. Harvey.
Siempre había sido una persona decidida, valiente y con mucha personalidad. Tenía un profundo sentido del deber y del sacrificio por el trabajo. Llevaba poco tiempo en Princeton, pero enseguida se granjeó el cariño y la estima de sus vecinos. Entró a trabajar en el depósito apenas unos pocos años antes, y muy pronto pasó a dirigirlo. Era un empleo bien pagado y que gozaba de la misma tranquilidad que el pueblo que lo acogía. Aunque pudiera parecer un trabajo desagradable, a Thomas no le importaba en absoluto trabajar con cadáveres, más bien al contrario.
—Éstos nunca se quejan —solía decir a medio camino entre la broma y la afirmación.
A pesar de estar en un pueblo pequeño y apacible, muy tranquilo la mayoría de los días del año, el depósito de cadáveres de Princeton era un lugar frío, gris y sombrío, situado en las afueras del pequeño pueblecito, y en donde nadie se acercaba si no era completamente necesario. La morgue era un edificio pequeño, con varias habitaciones en donde algunos familiares de los fallecidos esperaban, y en donde la sala más grande era la sala de autopsias, con capacidad para tan solo tres camillas. En ésta, una sola luz lóbrega y mortecina, que provenía de un foco de pie —del que se habían estropeado varias bombillas unos meses atrás y que todavía no habían venido a arreglar—, apenas servía para poder trabajar. El agua de la copiosa lluvia exterior se filtraba por una gruesa grieta en el techo encalado, y caía gota a gota en un cubo metálico medio oxidado situado justo debajo. El rítmico sonido de las gotas al caer era todo cuanto podía oírse en la habitación, además de la lluvia del exterior. Había anochecido hacía ya un buen rato, y no quedaba nadie en el depósito, exceptuando al vigilante, que seguramente estaría durmiendo. Completamente sólo y rodeado de cadáveres, el joven forense respiró con profundidad. Acababa de realizarle la autopsia a una vecina suya —que había sido amiga de sus padres un tiempo atrás—, y aunque estaba de sobra acostumbrado a tener que negociar este tipo de asuntos, ese último cadáver le había afectado más de lo normal. Estaba apesadumbrado y triste, y no tenía ganas de seguir trabajando. Durante unos breves instantes, pensó en irse a su casa, prepararse una taza de chocolate bien caliente, y tumbarse en su cómodo sofá a leer un rato. Estaba leyendo una novela de Julio Verne, su escritor favorito, que le tenía completamente intrigado. Pero aún no podía irse. Todavía le quedaba otro cadáver.
El último cuerpo en llegar, hacía ya un par de horas, le había dejado casi sin aliento. Era la personalidad más notable de todo el pueblo. Premio Nóbel de Física en el año 1921, su llegada a la Universidad de Princeton, en el Estado de Nueva Jersey, motivó que ésta creciera enormemente. Su nombre, de todos conocido, irá siempre ligado a la Teoría de la Relatividad que él mismo formuló y que le dio fama y reputación para toda la eternidad. Albert Einstein era ya anciano —ya que contaba con setenta y seis años de edad—, y llevaba varios días en el hospital de la propia Universidad, por lo que no debería sorprender a nadie su defunción. Lo habían traído directamente desde el hospital, en donde había fallecido, según el informe de los médicos, por una neumonía. La enfermera que le acompañó en sus últimos latidos, y que tuvo que ser atendida por una crisis de ansiedad, sostenía que el genial matemático alemán había estado hablando hasta el último suspiro. Como si no quisiera abandonar este mundo, como si tuviera todavía muchas cosas pendientes. El fallecido, antes de morir, no paraba de hablar. El problema fue que esas frases, esas últimas e importantes frases, fueron pronunciadas en su alemán natal, y la enfermera ni lo hablaba ni lo comprendía, por lo que se perdieron para siempre en la memoria del fallecido.
Thomas no le conocía en persona —a pesar de vivir en un pueblo tan pequeño—, quizás debido a la solitaria vida que ambos profesaban, pero quién no había oído alguna vez hablar de él. El mayor genio de la historia de la humanidad, se decía. Se dirigió lentamente hacia la tercera de las mesas. Agarró el foco estropeado, que conseguía a duras penas emitir un tenue haz de luz, con el que debía alumbrarse para poder ver, y lo situó delante de la camilla. Con un angustioso nudo en el estómago, levantó la sábana de hilo blanco que cubría el cuerpo, dejándola hacia la cintura. Un escalofrío le recorrió toda la espalda. El cuerpo sin vida de Albert Einstein parecía mirarle fijamente a los ojos, con una expresión a medio camino entre la sonrisa y la preocupación. Le cerró los párpados, respiró de nuevo, lo más profundamente posible, y cogió el informe que estaba encima del pecho del fallecido.
—¿Así que quiere ser incinerado? —preguntó en voz alta, como si el propio difunto pudiera contestarle. Solía hacerlo a menudo, cuando notaba ese hormigueo en la espalda, propio del nerviosismo del aprendiz. Hacía bastante tiempo que no tenía que recurrir a esas artimañas para realizar una autopsia. Tenía delante al que podría ser el mayor genio de la época moderna, y eso puede llegar a encrespar los nervios a cualquiera.
Si le incineraran, se perdería para siempre el maravilloso talento del genial matemático alemán. La posibilidad de estudiar y analizar el cuerpo y la mente, desde el punto de vista biológico, se esfumaría como un pájaro entre las nubes de un cielo encapotado. Y ese mismo cuerpo lo tenía allí delante tumbado, inmóvil, justo delante suyo. De nuevo, la habitación se iluminó en un fugaz azul eléctrico, para terminar en un sonoro trueno que asustó aún más al joven forense.
Fue precisamente en ese momento cuando comenzó a barruntar una idea, moralmente execrable, pero tremendamente útil y de un inmenso beneficio a largo plazo. Conocía de sobra que con los medios con los que se disponía en aquella época, el análisis no podría ser nada revelador, pero en varios años, cuando se pudiera examinar más profundamente, con equipamientos y materiales mucho más avanzados, la humanidad seguramente se lo agradecería. Si pudiera sustraer el instrumento definitivo con el que el genial físico alemán desveló muchas de las teorías más revolucionarias de ese siglo, éste podría estudiarse en un futuro no demasiado lejano. Debía robarlo, guardarlo y almacenarlo en las mejores condiciones posibles. Este instrumento lo tenía justo delante en ese preciso momento: su cerebro. Y lo más importante de todo, nadie podía saberlo, porque se jugaba su trabajo y, más aún, toda su carrera.
Retiró definitivamente la sábana blanca que cubría el cuerpo, dejándolo al descubierto. Estaba completamente desnudo, como todos. Justo en ese momento, otro rayo iluminó toda la sala de un fulgor escalofriante, y fue seguido de otro trueno ensordecedor. El color blanquecino de la piel del cadáver podría haber hecho desmayarse a cualquiera, pero Thomas estaba ya acostumbrado. La causa de la muerte, la vejez, sin duda. Los cabellos blancos desaliñados, el bigote espeso, las profundas e insondables arrugas. A los setenta y seis años, una leve neumonía era más que suficiente para acabar con cualquiera. Después de analizar un poco más en profundidad los restos mortales del matemático alemán, después de tomarle la temperatura —para averiguar la hora de la muerte— y de tomar algunas muestras de sangre, de cabellos y de piel, cogió de nuevo la carpeta con el informe. Cumplimentó todos los datos y miró el reloj que estaba colgado de la pared. Las dos de la madrugada. Salió al pasillo, con el paso indeciso y titubeante. No había nadie en ninguna de las salas de espera y Joey, el vigilante de seguridad, estaba dormido en su despacho con los pies apoyados encima de la mesa —como en tantas otras noches—, a la entrada de la morgue. Princeton era una pequeña ciudad muy tranquila, en la que no solía ocurrir nada extraordinario, y en donde todos se conocían. Era muy poco probable que llegara nadie. Tan solo la Universidad podría traer alguna sorpresa, pero eso solamente ocurría muy de vez en cuando.
Volvió de nuevo a la sala de autopsias. Allí seguía reposando el cuerpo sin vida de Albert Einstein, que daba una extraña sensación de paz y de tranquilidad, a pesar de la lúgubre luz que le apuntaba y de la noche tan desapacible. Al entrar en la fría sala, Thomas se fijó en los tarros de cristal de cierre hermético, que servían para enviar muestras a los laboratorios, que estaban situados en una estantería metálica colocada detrás de las camillas. En el rincón del fondo a la derecha había una escalera alta, que utilizaban para alcanzar los utensilios situados en lo alto de las estanterías. Cogió la escalera y la apoyó sobre la estantería de los tarros de cristal. Lentamente, notando cómo el corazón latía con fuerza, subió los escalones metálicos, que chirriaban levemente bajo sus pies. Justo cuando estaba en todo lo alto, otro relámpago iluminó de nuevo la sala. Thomas se asustó, y se tambaleó en la escalera. A punto estuvo de caerse al suelo. Se detuvo en el penúltimo escalón, respiró profundamente, sabedor de que nadie podría enterarse de aquella acción y alcanzó de lo alto de la estantería uno de esos botes de cristal, de los más grandes. Bajó la escalera, aliviado de llegar al suelo sano y salvo. Todo el cuerpo le temblaba, como si fuera un chiquillo que prepara a hurtadillas alguna travesura. Aunque en esta ocasión, la travesura era de las gordas, y podría traer consecuencias nefastas. Vació en el interior del tarro de cristal una botella entera de un litro de formol, que lo dejó lleno hasta la mitad. Miró también en la mesita pequeña cubierta de un mantel verde de hilo fino —colocada al lado de la mesa del segundo difunto del día—, y muy lentamente depositó encima el tarro de cristal, con la tapa abierta. Giró la cabeza, buscó con la mirada en la estantería que tenía a su espalda y se fijó en el pequeño y afilado serrucho que se solía utilizar en extracciones de la masa cerebral. Se acercó y lo cogió con la mano temblorosa.
—No perdamos más tiempo —dijo tragando saliva, decidido a cometer la locura más grande de su vida.
* * *
Abril de 1995.
La doctora Sarah Witherspoon llevaba más de veinte años coleccionando, conservando y analizando cerebros humanos. Éstos pertenecían en su mayoría a ancianos que, al fallecer, donaban este peculiar órgano para su estudio, aunque no todas las muestras las había obtenido de esa manera. Precisamente, la muestra más famosa y notoria que la doctora poseía, la había conseguido de una forma ciertamente extraña.
En una fría mañana primaveral la doctora preparaba, como tantas otras mañanas, una de sus clases matutinas en la Universidad canadiense de McMaster, en Ontario. Sentada en la mesa de su pequeño despacho de la segunda planta del Centro de Ciencias de la Salud Humana de la Universidad, repasaba con atención algunos apuntes. Justo en ese momento, estudiaba los efectos de la unión de diferentes elementos químicos, como el cloro, el bromo, el sodio o el potasio, con moléculas de la familia del Diazepan, y sus efectos sobre los enlaces post—sinápticos. Fue entonces cuando sonó el teléfono. En un primer momento se preocupó, y pensó que tal vez podría haberle ocurrido alguna desgracia a algún familiar. Decidió coger el teléfono para salir de dudas.
—¿Dígame? —preguntó la doctora.
—Hola —contestó una voz masculina al otro lado—. ¿Es usted la doctora Witherspoon? —Era ésta una voz extraña, casi apagada. Sin duda de algún anciano, como tantos otros que llamaban a la Universidad para entrevistarse con la doctora para donar sus órganos. Pero esa voz parecía distinta. Era una voz trémula y dubitativa, y era muy ronca, sin duda motivada por la consumición de gran cantidad de tabaco durante muchos años.
—Sí. Soy yo. ¿En qué puedo ayudarle?
—No doctora. Usted ya no puede ayudarme en nada —contestó secamente.
—Pues usted me dirá —dijo ella un poco molesta.
—Perdone mi brusquedad, pero después de varios años de soledad, uno pierde las formas —dijo más amable—. Lo que quería decirle es que soy yo el que va a ayudarle a usted.
—Bien, ¿quién es usted? —preguntó intrigada.
—Eso no importa. Lo que importa es lo que tengo.
—¿Y qué es lo que tiene, caballero?
—Verá doctora, cuando un hombre llega a una edad como la mía, se ve la muerte de otra manera. Se ve más cercana.
—Le comprendo —dijo condescendiente.
—Es posible —hizo una pausa, en la que tosió con profundidad durante unos instantes—. El caso es que estoy a punto de morir, y no puedo hacerlo hasta que no haya cumplido una promesa que me hice a mí mismo hace ya muchos años.
Las palabras pronunciadas por aquel anciano empezaron a conmover a la doctora. Se sintió perturbada e intrigada. La manera que tenía de hablar, las educadas formas que tenía de expresarse, aunque fuera en extremo sincero, no hicieron sino emocionar a la experta doctora.
—La única cuestión —continuó el anciano—, es que necesito saber si usted se merece el regalo que estoy dispuesto a hacerle.
La doctora no contestó nada. Se hizo un silencio eterno, que el anciano no quiso y la doctora no se atrevió a romper.
—¿Sigue usted ahí? —preguntó finalmente el primero.
—Si. Sigo aquí. No me he movido —dijo secamente la doctora—. Usted seguramente querrá que le pregunte por ese regalo que me está ofreciendo, pero debe saber que no lo voy a hacer. No le voy a preguntar ni por él ni por ninguna otra cosa. No hasta que no me diga quién es usted, y qué demonios quiere de mí —dijo la doctora, harta de ese juego. Acostumbrada a tratar con jóvenes estudiantes, a veces soberbios y altivos, otras veces impulsivos y enérgicos, no estaba dispuesta a que nadie le tomara el pelo.
—Comprendo —dijo el anciano—. Le ruego acepte mis disculpas. Mi nombre es Thomas y mi apellido Harvey. Supongo que no habrá oído hablar de mí.
—¿Thomas Harvey? Pues no. No he oído hablar de usted.
—Verá doctora, tengo en mi poder algo completamente secreto. Lo he estado guardando durante muchos años, y ahora, que estoy a punto de morir, necesito que alguien capaz de valorar esa posesión se encargue de su conservación —hizo una pequeña pausa, en la que la doctora oyó cómo el anciano tosía con fuerza—. Usted no ha oído hablar de mí, pero seguro que sí le suena el nombre de Albert Einstein, ¿verdad?
—Naturalmente.
—¿Cómo se sentiría usted si tuviera el privilegio de analizar y guardar en su banco de cerebros, el del matemático más famoso de la historia?
—No me lo podría creer. Einstein fue, si no recuerdo mal, incinerado.
—Así es, señorita Witherspoon. No recuerda usted mal. Einstein fue incinerado Pero permítame que le cuente una pequeña historia, acerca de un joven y prometedor doctor forense de Nueva Jersey —hizo otra pausa, en la que volvió a toser repentinamente. Era una tos seca y desgarrada, de esas que son difíciles de detener.
* * *
Después de contarle a la doctora lo que sucedió aquella fría y tormentosa noche de abril de 1955, se hizo de nuevo otro silencio. Ahora la doctora verdaderamente estaba conmocionada y atónita. Sin duda que los estudiantes que acudían a sus clases no eran capaces de sorprenderla de esa manera. Fue el anciano, aunque a duras penas, el que continuó hablando. Con la voz temblorosa, presa de la emoción por haber roto el silencio durante tantos años guardado, el anciano pronunció las palabras que llevaba mucho tiempo queriendo decir.
—Doctora Witherspoon, ¿le gustaría analizar el cerebro de Albert Einstein?
—Desde luego —dijo ella.
—Hágalo bien —dijo el anciano, claramente conmovido.
Y colgó el teléfono. No se despidió ni dijo nada más. Quizás porque no pudiera hablar más debido a esa profunda tos o quizás porque no quería seguir hablando con la doctora, por la emoción. En cualquier caso, un par de semanas después, ésta recibió un extraño paquete en su propio despacho. Una gran caja de cartón, muy mal embalada, escondía en su interior otras catorce cajitas más pequeñas, cerradas simplemente con una tira de celofán. Cada una de ellas escondía una lámina cerebral, de apenas tres o cuatro milímetros de espesor, de toda una masa cerebral, exceptuando el cerebelo y el bulbo raquídeo, cortados todos ellos transversalmente. Se encontraban en condiciones lamentables de conservación. Además, completaba el paquete una carta que estaba sujeta con celofán al interior de la caja grande. El sobre era normal y corriente, y la doctora, muy nerviosa, lo abrió rápidamente. En su interior, un papel grueso, de color amarillo anaranjado, estaba doblado en tres pliegues. Una bonita y formal letra manuscrita, decía lo siguiente:
»Estimada doctora Witherspoon,
»Permítame presentarle mis más sentidas disculpas por mi comportamiento en nuestra conversación telefónica. Le ruego comprenda que, a mis años, no me importa lo que se diga de mí cuando muera —cosa que ocurrirá muy pronto, desgraciadamente—, lo único que me atormenta es que, después de haber dedicado más de media vida a mantener tanto mi honor como el de mi familia intacto y sin sombras, no quiero echarlo todo a perder justo al final, cuando estoy a punto de dar mis últimas bocanadas de aire.
»He esperado cerca de cuarenta años para dar este decisivo paso, y no me pregunte porqué. Las razones es mejor no darlas, ya que hay cosas —y personas—, que es mejor no conocer. Ahora que he encontrado a alguien como usted, capaz de analizar con la precisión y objetividad que el propietario original de las muestras se merece, siento la paz y la tranquilidad que me han faltado en toda mi vida.
»Sírvase a utilizar las catorce muestras que le envío de la manera en la que usted considere más oportuna, pero sí me gustaría rogarle, desde lo más profundo de mi corazón, que realice su estudio con la mayor rectitud y honestidad posible. Como le dije por teléfono, aunque me costó hacerlo, ‘Hágalo bien’.
Thomas S. Harvey
Y eso fue lo que hizo. Al menos, lo intentó. Además, se informó de que su apreciado colega, el doctor Harvey, ya había enviado algunas muestras a otros doctores, que no consiguieron realizar un estudio tan elaborado ni tan completo como el que ella estaba preparando. Incluso, un artículo publicado en el «Experimental Neurology» del año 1985, que hablaba acerca del encéfalo de Einstein, venía firmado por un, entonces desconocido, T. S. Harvey.
La doctora poseía algo que ningún otro profesional más poseía, y no era otra cosa que otros muchos cerebros con los que poder comparar el del genial matemático alemán. En concreto, seleccionó de su preciada colección, cerebros de treinta y cinco hombres de igual edad que Einstein, y de cincuenta y seis mujeres, también ancianas.
Trabajó día y noche durante casi cuatro años, compaginando sus clases con los análisis. Al publicar los resultados, conmocionó a sus colegas y a los entendidos. El cerebro de Einstein era más pequeño que la media, por lo que sus neuronas estaban más juntas entre sí, más «apretadas». Además, varias zonas del encéfalo, que normalmente están casi huecas, en el del genial alemán se podían encontrar también un alto número de células cerebrales. Incluso detectó que era más «ancho» de lo normal, precisamente en la parte parietal, que es la encargada del razonamiento matemático y la visión espacial.
De la noche a la mañana se convirtió en una mujer ilustre y distinguida en todas partes. Allá por donde fuera, la admiraban y la respetaban. Y todo gracias a aquel fantástico regalo, y a aquel, quizás genial, doctor de Nueva Jersey que —desinteresadamente, únicamente por el completo desarrollo de la ciencia—, le hizo el obsequio más importante de toda su vida. Sin duda alguna, su preciado y anciano colega, estuviera en donde estuviera, debía estar plenamente satisfecho por el trabajo realizado.
* * *
Marzo de 2011.
Varios años después, con el reconocimiento público y notorio de sus compañeros, de sus alumnos y de los rectores, vivía cómodamente y hacía lo que siempre había querido, que no era otra cosa que enseñar. Además, seguía estudiando y analizando multitud de cerebros que, desde la publicación de su estudio del de Einstein, llegaban continuamente a los laboratorios de la propia Universidad. Era una mujer feliz, contenta y orgullosa de la vida que llevaba. Ese día en particular se encontraba, además, mejor que bien. Después de dar su habitual clase, se retiró a su despacho, en la segunda planta del edificio de la Facultad de Ciencias de la Salud. Encendió el ordenador situado encima de su mesa y repasó su agenda. A las once de la mañana tenía una entrevista con un extraño individuo de acento británico, que había insistido en entrevistarse con ella, un par de semanas atrás. Seguramente querría también donar su cerebro para el estudio de la ciencia. Respondía al nombre de Trevor Jones.
Miró el reloj. Las once menos cuarto de la mañana. La mañana era la típica mañana invernal canadiense, muy fría, pero al mismo tiempo clara y despejada. A las once en punto, con precisión inequívocamente británica, alguien tocó la puerta del despacho varias veces.
—Adelante —dijo la doctora.
La puerta se abrió y, sin llegar a entrar en el despacho, un educado y muy elegante hombre alto se asomó con timidez.
—¿Se puede? —preguntó con acento británico. Era la misma voz con la que había estado hablando por teléfono unos días más atrás.
—Por favor —respondió ella.
Entró en la habitación un hombre joven y atractivo, muy alto y que vestía elegantemente, con un abrigo de paño gris oscuro, guantes de piel negra, un traje también gris, aunque ligeramente más claro y una camisa negra. Todo el conjunto le daban un aire distinguido e impecable.
—¿Señor Jones? —preguntó la doctora, inevitablemente atraída por el recién llegado.
—Así es. Trevor Jones —respondió él. En un educado movimiento, se quitó los guantes y se dieron amistosamente la mano. Todos sus movimientos eran tranquilos y relajados, además de elegantes y refinados. Se quitó el abrigo, sosteniéndolo en la mano. La doctora apreció un espectacular tatuaje con forma de alas de pájaro en la parte trasera del cuello, que asomaba hacia delante por debajo de las orejas.
—¿En qué puedo ayudarle, señor Jones? —preguntó ella, mientras se sentaba en el cómodo sillón de su despacho. Le hizo un gesto con su mano, tendiéndola para que el atractivo hombre alto tomara asiento.
—Me gustaría ver el banco de cerebros —dijo despacio, quedándose de pie, mientras sacaba de uno de los bolsillos del abrigo una pistola semiautomática de nueve milímetros.
* * *
El vuelo de la British Airways con destino al aeropuerto de Heathrow había salido a su hora, y no parecía que fuera a retrasarse. El clima era bueno, muy soleado y sin viento ni lluvia que pudiera dificultar el trayecto. Apoyado en el cómodo sillón de piel de color marrón oscuro de primera clase, el falso Trevor Jones repasó mentalmente todo el camino recorrido, en un gesto que solía hacer con frecuencia. Después de obligar a la doctora a que le abriera todas las cerraduras, y que desactivara todos los sistemas de seguridad que protegían el banco de cerebros de la Universidad, no tuvo más remedio que liquidarla con urgencia, aunque a él le hubiera gustado deleitarse durante más tiempo en la ejecución. Pero la súbita llegada de un alumno, que vendría a discutir alguna estupidez con la doctora, le obligó a actuar con premura, dando pasaporte a ambos, profesora y alumno. En un momento se le ocurrió que tal vez podría colocar los cuerpos de forma que pareciera un crimen pasional, y despistar a la policía, pero se preguntarían de dónde habrían salido las balas y él no estaba dispuesto a dejar allí su querida nueve milímetros. Incluso podrían, con el tiempo y tras una minuciosa investigación, descubrir que el arma era la misma que se había utilizado en otros muchos asesinatos. Repasó también, concienzudamente, todo lo que había tocado hasta que se puso los guantes. Y fue en ese preciso momento cuando se percató de que había cometido un error gravísimo e imperdonable, más propio de un vulgar aprendiz, y no de un frío, experto e implacable asesino a sangre fría como era él. No había limpiado las huellas que había dejado en la propia mano de la doctora, cuando la estrechó al saludarla. De sobra conocía que, con las técnicas modernas de la policía de todo el mundo, éstos eran capaces de averiguar y distinguir las huellas dactilares de un extraño de la mano de la víctima.
Notando cómo la sangre le fluía por el cuello y le calentaba la cabeza, se levantó de su asiento y, con la cara colorada, se metió en el pequeño y estrecho cuartito de baño del avión, que estaba unos pocos metros delante de su asiento.
—Mierda —dijo en voz alta, mirándose en el espejo.
Se lavó la cara, echándose agua fría muy lentamente. Como si de esta manera pudiera alejar de sí todos los temores y las preocupaciones. No podía hacer nada para subsanar el terrible error cometido, por lo que de nada servía preocuparse. Lo único que podía hacer era esperar a que la policía canadiense no averiguara sus huellas, o que su búsqueda se limitara únicamente a Canadá. Aunque había utilizado, tanto en el hotel como en la propia Universidad, el nombre falso de Trevor Jones, sin duda podrían seguir su pista hasta el aeropuerto de Heathrow, y allí detenerle. En su contra estaba la larga duración del vuelo, que posibilitaría su detención. Pensó en llamar a su jefe, y contarle el problema para que le diera protección al llegar a Londres, pero decidió no hacerlo. Él se había metido en ese problema, y él era quien tenía que solucionarlo.
Intentando calmarse, calculó aproximadamente que pasarían cerca de veinte horas desde el descubrimiento de los cuerpos en la Universidad, hasta su llegada a la capital inglesa. En ese tiempo era prácticamente imposible que averiguaran a quién pertenecían las huellas dactilares de la mano de la doctora. Seguro que uno de los primeros sitios en donde buscarían huellas sería allí, en la propia mano, pero para obtener información acerca de la identidad de una huella, la única manera era la de compararla con todas las huellas almacenadas en las bases de datos de las policías de todo el mundo. Normalmente, se solía empezar a buscar en los delincuentes más comunes; posteriormente se examinaba la base de datos de los delincuentes de todo el país. En caso de que la búsqueda siguiera siendo infructuosa, se continuaba con las huellas del resto de las personas, las que no estuvieran fichadas. Los cada vez más potentes ordenadores de todo el mundo, hacían éstas exploraciones con mucha rapidez, aunque solían tardar varios días si al portador de la huella no lo habían detenido nunca. Como ese era el caso, se tranquilizó un poco. Además, tendrían que pedir ayuda a la policía británica para poder identificarle, lo que retrasaría aún más su posible detención. Por otro lado, si le descubrieran, la policía daría aviso al comandante del avión, por lo que —aunque seguramente llegaría sin problemas a suelo británico, produciéndose allí la detención—, decidió concentrar todas sus energías en no quitarle ojo al sobrecargo, para actuar en caso necesario, ya que éste también sería conocedor de su identidad. Un mínimo gesto, una pequeña mirada a hurtadillas, y habría tenido que encargarse también de él, entrando en una espiral de asesinatos de muy difícil salida. Además, se había equivocado muy gravemente, por lo que debía concentrarse al máximo en no volver a hacerlo. Intentó alejar de sí todos esos pensamientos negativos, y centrarse en la vigilancia del sobrecargo y de sus gestos, en espera de su llegada al aeropuerto de la capital inglesa.
Aunque no ocurrió nada extraordinario. El vuelo terminó con total normalidad. Ni el sobrecargo, ni el resto del personal del avión le miraron con cautela o con algún tipo de miedo en todo el trayecto. Simplemente le trataron como a un pasajero más. Al salir del aeropuerto, una formidable limusina de color azul marino metalizado, con los cristales tintados en negro, estaba aparcada en la zona de llegada de pasajeros. Un chico joven, delgado y alto, con el porte atlético y la mirada perdida entre la gente, estaba parado delante de ella y sostenía un cartel blanco en el que ponía, en letras mayúsculas bien grandes:
TREVOR JONES
No pudo evitar sonreír, al leer el cartel. Después de las preocupaciones del viaje, en el que no había podido dormir nada —y ya llevaba cerca de treinta horas sin hacerlo—, y de la tensión acumulada por el error cometido en el trabajo de Canadá, su jefe parecía haberle leído el pensamiento y le había mandado una de sus propias limusinas para hacerle el regreso lo más confortable posible.
—Buenas tardes —le dijo el hombre del tatuaje al joven chofer.
—¿Señor Jones? —preguntó éste dubitativo.
—Así es.
El conductor de la limusina, con mucha diligencia, abrió la puerta para permitirle el paso al interior, mientras le cogía el equipaje para introducirlo en el maletero del vehículo. El hombre del tatuaje, cada vez más relajado, entró en el coche, sorprendiéndose de ver en su interior a su propio jefe, que le miraba muy fijamente.
—Hola —dijo sencillamente.
—Hola, jefe —dijo el hombre alto, todavía sorprendido—. ¿Qué ocurre?
—¿Qué tal el viaje?
—Bien, todo perfecto —contestó con dudas, sentándose en el cómodo sillón de piel negra.
—¿Seguro? —preguntó, casi como si supiera la verdad.
—Seguro. Tan solo cometí un fallo, pero no creo que dé problemas —dijo mientras el coche se ponía en marcha, y salía del aeropuerto.
—Perfecto. Ya sabes que te puedo proporcionar coartadas para todos estos días —dijo sencillamente. Parecía casi como si conociera lo ocurrido—. Espero que no te haya molestado que haya contratado a otro conductor.
—No. No me ha molestado —contestó riéndose con tranquilidad—, pero me gustaría saber que voy a hacer a partir de ahora.
—Mi fiel Mark, todo está saliendo tal y como lo teníamos planeado. Y a partir de ahora vas a desempeñar otra función, bastante más importante. Aunque ... —dijo haciendo una pausa, sin saber qué decir después.
—Aunque —continuó el propio Mark— todavía tengo que hacer un último trabajito, ¿verdad?
—Verdad.
—¿Dónde tengo que viajar ahora? —preguntó obediente.
—A ningún sitio. No tienes que salir de Londres.
—Vaya, esto empieza a ponerse interesante.
—¿Conoces la Abadía de Westminster?
—Naturalmente. ¿Quién no la conoce? —la Abadía de Westminster era visita obligada en todos los circuitos turísticos de la capital inglesa. Situada al lado del edificio del Parlamento —el conocido Big Ben—, había sido testigo de todas las ceremonias de coronación, así como de los matrimonios y demás actos religiosos, de los reyes y reinas de Inglaterra desde Isabel I, en el año 1559. Además, la mayoría de éstos monarcas estaban enterrados en su interior, entre otras muchas personalidades notables de su tiempo, que también se habían ganado ese lugar de descanso eterno por derecho propio.
—No me digas que vas a querer algún hueso de la reina Isabel.
—No, Mark. No me interesan los huesos de los reyes. Éstos no tienen absolutamente ninguna cualidad que merezca la pena conservar.
—¿Entonces? —preguntó intrigado.
—Hay dos tumbas que me interesan particularmente —dijo con aire misterioso.
—¿Dos tumbas?
—Exacto. Pertenecientes a dos de los más grandes genios que ha dado la humanidad —dijo con aire despreocupado, y mirando por la ventanilla de la lujosa limusina.