5. YO CUIDARÉ DE TI

 

Sábado, 11 de agosto de 2012

 

Una fuerte lluvia tropical sacudía inclemente aquel precioso amanecer. Iba a ser una mañana fría y el olor a tierra mojada lo envolvía todo. Tan solo se escuchaba el sonido del agua cayendo sin cesar sobre los verdes y frondosos árboles de la selva amazónica y sobre un enclenque riachuelo de unos cuatro o cinco metros de anchura, que por la lluvia había adquirido más capacidad de la habitual. El tono marrón claro de sus aguas no dejaba atisbar su profundidad, pero no hacía falta. Las barcas navegaban sin dificultad. Una larguísima hilera de ciento cincuenta barcazas pequeñas, todas ellas rancias y cochambrosas, con la pintura de color blanco ya oxidada y envejecida, surcaban el río una detrás de la otra. Lentamente y en completo silencio, iban avanzando bajo la torrencial lluvia. Apenas se escuchaba el sonido de los pequeños motores, ahogado completamente por el repiqueteo de las implacables gotas de agua. La superficie del río apenas se movía a su paso. Éste, uno de los innumerables subafluentes del Amazonas, recorría el interior de la frondosa selva brasileña girando continuamente de un lado a otro. El grupo de barcazas que avanzaba sin prisa, pero sin pausa, estaba guiado por seis oficiales, pertenecientes a la Compañía Kermadec, y otros tantos iban situados en la última barca, la que cerraba la caravana. Además, diseminados varios botes del interior de la comitiva, otros tres oficiales más, se encargaban de controlar los ánimos de los expedicionarios brasileños.

En total, tres mil personas justas, incluyendo los propios guías de la expedición. Ni uno más. Todos ellos eran muy jóvenes, y, al igual que estaba ocurriendo en Japón, en Estados Unidos y en el resto del mundo, eran parejas que habían sido elegidas por sorteo, atendiendo también a las necesidades básicas a cubrir en su estancia en el interior de la estación. Había ingenieros, médicos, agricultores y funcionarios públicos. Todos ellos, visible en sus ojos el temor a lo desconocido y la esperanza de la salvación, navegaban lentamente bajo la lluvia. Y, naturalmente, los quince rectores de la Compañía Kermadec, que se encargarían de velar por la seguridad de toda la estación, dirigirían sus destinos durante el resto de sus vidas.

Después de casi tres horas de travesía, la lengua de agua, estrecha y alargada, dio dos giros completos hacia la derecha y hacia la izquierda, desembocando en una pequeña recta, de no más de cien metros. Casi no cabían todas las barcazas, y hubo que esperar más de lo debido. En la margen derecha, una pequeña explanada había sido levantada, al derribar varias de las numerosísimas acacias que allí se ubicaban. En el interior del hueco dejado, se lavantaba una enorme caja de cristal blanquecino y transparente, de más de veinte metros de altura, que casi chocaba con las enormes leguminosas a los lados, y que acababa justo en el borde del río. El contraste entre las formas naturales de los frondosos bosques amazónicos y las líneas rectas y carácter vanguardista de la estación resaltaba enormemente. Parecía como si el gran cubo acristalado estuviera camuflado entre los árboles, puesto que éstos llegaban a cubrirlo por completo. La altura de las acacias, que sobrepasaban holgadamente la de la estación, proporcionaba la extraña sensación de encontrarse en un lugar recóndito, pequeño y secreto. Una especie de santuario, de templo oculto, lejos de las miradas curiosas y mezquinas de los extraños a la estación. Los desconfiados ojos de los recién llegados se detuvieron ante la majestuosidad de la construcción, plenamente conscientes de que sería la primera y la última vez que la verían desde fuera y de que esa iba a ser su vivienda el resto de sus vidas. Todos ellos quisieron mirar con detenimiento aquella preciosa estampa, intentando recordar cada detalle, cada minúscula particularidad del paisaje, para poder mantenerla fresca en la memoria el resto de sus vidas. Un pequeño y destartalado embarcadero se había construido en la parte inferior de la estación con los propios árboles cortados para la limpieza del estrecho solar, y allí fueron llegando las pequeñas barcas. El pequeño amarradero, que gracias a la incesante lluvia casi se encontraba al nivel del agua del río, formaba un camino hecho con listones de madera, que discurría entre las raíces de los numerosos mangles que también poblaban la zona, hasta desembocar en la parte inferior de la imponente construcción acristalada. Una pequeña y estrecha compuerta, de no más de un metro y medio de altura, era todo lo que podía encontrarse al final de la estrecha plataforma.

El primero en llegar, un jovencito inglés de la Compañía con el gesto serio y visiblemente preocupado, se colocó delante de la compuerta, en cuyo extremo superior derecho podía apreciarse un teclado con una pequeña pantalla. Era un hombrecillo bajito y regordete, con un pequeño bigote y el semblante nervioso. Llevaba gafas oscuras a pesar de la incesante lluvia y de que no había rastro de sol en el cielo sudamericano. Lentamente, con la mano temblorosa, presionó varios de los números, y la compuerta se abrió, con un sonido sordo y apagado. Se apartó hacia un lado, permitiendo que todos fuesen pasando. Algunos lloraban, otros reían nerviosos y la mayoría protestaba. Fue el inglés regordete con gafas de sol el último en entrar, cerrando de nuevo la pequeña compuerta detrás suyo y dejando el exterior de la estación, en completo silencio. Únicamente se escuchaba el continuo repiqueteo de las gotas de lluvia cayendo sobre los árboles, sobre las barcazas y sobre el agua. Nadie quedó fuera, y nadie en todo el planeta —ajeno a la Compañía—, sabía de la presencia de aquel extraño y enorme cubo acristalado escondido en lo más recóndito de la selva tropical.

Al cabo de unos minutos, que se hicieron eternos, cada una de las pequeñas embarcaciones que habían llevado a los tres mil habitantes, sufrieron otra pequeña y súbita explosión. Con un sonido sordo, amortiguado por la lluvia que no paraba ni un instante, una a una todas ellas fueron hundiéndose lentamente en el río, que las engulló con asombrosa rapidez. Del mismo modo, la consola que controlaba la apertura de la compuerta por donde habían entrado todos los habitantes de la estación, que se encontraba también en el exterior, sufrió otra pequeña detonación, quedando por completo destruida. Estaban encerrados para el resto de sus vidas.

 

 

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Martes, 15 de febrero de 2033.

 

Cuatro semanas después de partir de la estación Groenlandia, el pequeño submarino del empresario inglés se aproximaba lentamente a la estación brasileña, dando las últimas maniobras de otro largo viaje. Había parado en la estación canadiense y en la estadounidense, y en ambas había pasado varios días dictaminando pequeñas ordenanzas, aprobando leyes y reglamentos internos, y reordenando distintos aspectos de la vida diaria de las estaciones. Todas y cada una de ellas eran independientes de las demás —eran como pequeños y cuadriculados países separados por el inmenso océano—, existiendo en su interior la suficiente capacidad de autogobierno para poder subsistir y desarrollarse. Los tres grandes poderes: el Político, el Judicial y el Ejecutivo estaban bien representados en el interior de los enormes cubos acristalados. Y por encima del bien y del mal, por encima de lo correcto o de lo recomendable, por encima de todo y de todos, estaba el inglés John Alexander Hurt, que guiaba los destinos de los aislados supervivientes con mano firme y voluntad pétrea.

Había estaciones que no solían dar demasiadas complicaciones, como la canadiense. Aquí siempre se respiraba un extraordinario ambiente positivo y cordial. Era como si todos fueran gente alegre y dinámica, como si no hubieran pasado —tantos años atrás—, las calamidades y las desavenencias que acaecieron en el planeta y que también ellos sufrieron. La estación canadiense era una de las que más prosperaba a nivel económico, la que mayor calidad de vida ofrecía a sus ocupantes y la que más había crecido demográficamente de las diez. De los tres mil colonos que cruzaron sus puertas en aquella gélida, triste y ya tan lejana mañana del doce de agosto, en la última visita del Gobernador inglés ya se contaban más de cinco mil.

Por el contrario, la estación estadounidense, al principio embutida entre las paredes de piedra de aquel fantástico desfiladero, que después se convirtió en una fantasmagórica, lúgubre y sombría gruta submarina con la subida de las aguas, había sufrido un severo decrecimiento en su censo poblacional. Contaba con menos de dos mil individuos y empezaba a faltar personal para varias de las más necesarias ocupaciones, como doctores y enfermeros o miembros del cuerpo de seguridad. Las causas de este alarme descenso eran siempre las mismas: la tristeza, la depresión y la angustia que se hacían insoportables y llegaban incluso a provocar el suicidio de numerosos colonos. Con el lento pasar de los días, la estación estadounidense se convirtió en la más triste, penosa y abatida de las diez. Los pocos representantes de lo que fue el país más poderoso del planeta eran ahora los más desfavorecidos, los más pobres y los que menos se desarrollaban. Y el inglés, que se daba perfecta cuenta de todos estos acontecimientos, no soportaba con facilidad las penurias, los llantos y las quejas de los norteamericanos. Cada vez que llegaba a la estación situada en el antiguo desfiladero de Arizona, cercano al río Colorado, sentía ese desasosiego y esa tristeza que no le gustaban en absoluto. En cierta forma se sentía responsable de todos aquellos pobres desgraciados que pasaban los días con la mirada perdida y el espíritu ausente. Al principio intentó gobernar con mayor disciplina y mano dura, convencido de que esa era la forma más adecuada de guiar los destinos de los colonos, pero la tristeza y la pesadumbre se adueñaron del lugar por completo, y no hubo forma de encauzar el ánimo y la ilusión de los tristes habitantes. Después de dos días de trabajo en su despacho del nivel superior del acristalado cubo estadounidense, John Alexander Hurt se sintió aliviado cuando por fin dio por terminada su estancia en el interior de aquellos tristes muros y puso rumbo a la estación brasileña.

En ella, la familia Da Lima era sin duda la de mayor repercusión social. Eran los más famosos, conocidos y respetados por sus compañeros. El padre de familia, que entró con los tres mil primeros colonizadores en una de las destartaladas barcazas, en aquella lejana y lluviosa mañana veintitantos años atrás, había logrado con todo merecimiento varios premios al trabajo, a la dedicación, al compañerismo y a la solidaridad. Se había granjeado la amistad y el afecto de sus iguales, y era por todos respetado y valorado. Sus seis hijos demostraron excepcionales cualidades en la escuela e, incluso, el mayor de ellos —Leandro—, ya despuntaba en su integración al mundo laboral, desempeñando con gran calidad varias funciones en el Gobierno de la estación. Gracias a su padre y a su notoriedad en ésta, obtuvo plaza en la Dirección, aunque en un puesto pequeño, de índole administrativa y escasa importancia. Pasó así un par de años, hasta que otro brasileño compañero suyo en el trabajo, amigo y coetáneo de su padre, falleció tristemente al ahorcarse en su vivienda particular. El hecho no pasó desapercibido entre la comunidad. Enseguida encendió la mecha de la incertidumbre y de la sospecha. Era el Secretario de uno de los quince miembros de la Kermadec, en concreto del Concejal de Seguridad, el señor Harris, aquel hombre bajito y regordete, con enorme bigote ya por entonces de color grisáceo, muy malos modales y unas gafas oscuras que no dejaban apreciar sus ojos fríos e impasibles. Había estado hablando bastante mal de los métodos y de las formas de gobernar de los dirigentes ingleses, y sus desavenencias con ellos eran conocidas por todos. Además, jamás había dado muestras de tristeza, de depresión o algún indicio de querer quitarse la vida, por lo que —en el seno de la familia Da Lima— sospecharon desde el principio de la veracidad del suicidio de su compañero.

En un intento de calmar los ánimos de los ciudadanos, le ofrecieron el mismo puesto al hijo mayor de la familia Da Lima, lo que suponía un hecho sin precedentes, ya que era un chico joven, perteneciente a la segunda generación de habitantes de la estación —a los primeros en nacer dentro de los muros acristalados de la misma—, y normalmente se daban los puestos de mayor responsabilidad a los más veteranos y expertos residentes. Pero como el ambiente estaba enrarecido y se respiraba un clima de sospecha y desconfianza entre la población de brasileños, se optó por tomar esa medida, que silenció en gran parte las voces de protesta.

Leandro era un muchacho extraordinario. Tenía la fogosidad y la bravura propia de los jóvenes, y una particular capacidad para saber decidir la mejor opción en cada momento. Al principio se enojaba enormemente por los continuos desfalcos monetarios que los rectores de la estación realizaban a escondidas suyas. Pero poco a poco fue acostumbrándose a ellos, y a numerosas acciones de dudosa legalidad que realizaban de forma cada vez más visible. Poco después, incluso le ofrecían llevarse un pequeño porcentaje de los tratos que se llevaban a cabo. Unas veces el cinco por ciento, otras el cuatro o el tres y medio, pero él nunca había aceptado. No era lo correcto.

Un par de meses más tarde, las sospechas, el descontrol y el clima de descontento entre los brasileños volvió a brotar. Los Gobernadores de la estación brasileña, antiguos trabajadores de la Kermadec, no eran capaces de dirigir y de dominar las voluntades de los sudamericanos. En un espacio tan reducido, en donde todos se conocen y todo se sabe —desde lo más inútil o superfluo hasta auténticos delitos graves—, las malas conductas y malos hábitos por parte de los rectores ingleses, que se aprovechaban de sus posiciones en la cúpula del poder para su propio beneficio, tampoco pasaron desapercibidas.

Una mañana en la que llegó a su estrecho despacho más temprano de lo habitual, se topó de bruces con el propio Concejal de Seguridad, modificando varios archivos del ordenador central. Estaba agotado después de varios días sin poder dormir bien y no quería más problemas con los dirigentes, por lo que volvió a hacer la vista gorda y a mirar para otro lado. Pero no pudo evitar echar una hojeada de reojo a los papeles desparramados por la mesa y por el suelo, y enseguida se percató de que eran los expedientes de su antecesor en el cargo, el amigo de su padre.

—Buenos días, señor Concejal —dijo educadamente Leandro.

—Buenos días, Leandro —contestó éste, intentando disimular la vergüenza de verse descubierto, aunque el enrojecimiento de su regordete rostro le delataba—. Enseguida termino.

—No se preocupe, que voy un instante al baño —dijo el joven brasileño, dejando solo al Rector y evitando así incómodas situaciones.

Cuando el Concejal se hubo marchado, salió del baño y entró en el sistema con su clave habitual, comprobando los archivos que éste último había estado modificando. Por suerte, no los había eliminado definitivamente, aunque el acceso estaba restringido. Eso no era problema para él, que ya entonces había averiguado las diferentes contraseñas de seguridad del sistema, y pudo sin problemas escudriñar los archivos que el Concejal de la estación había intentado eliminar. Eran los expedientes de cinco habitantes brasileños, todos ellos suicidados en el último trimestre. Entre ellos, naturalmente se encontraban los del amigo de su padre. Habían borrado varios documentos relativos a su muerte, pero lo que vio en ese instante, le heló la sangre. Se quedó petrificado y en ese momento supo que no debería haberlo ojeado.

Tal y como él y toda la comunidad sospechaban, no se suicidó. Fue asesinado por otro Concejal de la estación —el de Movilidad—, otro inglés de cabello pelirrojo, pecoso y mirada extraña, que no dudó en disparar varias veces sobre el cuerpo del hombre valeroso. Varias fotografías y testimonios así lo demostraban. En esos instantes, no supo qué hacer. Podría enviarse por correo los archivos que lo atestiguaban, pero inevitablemente le descubrirían, ya que los correos estaban intervenidos. Decidió imprimir las pruebas en papel normal, y llevárselas —ocultas bajo el uniforme— a su casa, en donde podrían estar más seguras. Ya pensaría después qué hacer con ellas. Se introdujo los papeles entre el pecho y el traje, con cuidado de que exteriormente no se notara nada, sin saber que una cámara de seguridad, instalada en el techo de su estrecho cubículo, y oculta tras una rejilla oscura, grababa todos sus movimientos. Pasó aquel día muy nervioso, atento a todos los movimientos de sus superiores, y precavido de que nadie se diera cuenta de lo que ocultaba bajo el atuendo. Parecía que ninguno de los rectores reparaba en él. Tramitó varios expedientes con la diligencia habitual, y les ayudó como todos los días, con la amabilidad y la naturalidad de siempre. Hasta que llegó la hora de volver a casa, una vez terminada la jornada. Apagó el ordenador, las luces del cuartucho acristalado, quedándose a oscuras, y se dirigió hacia el pasillo, cuando una sombra le detuvo el paso.

—¿A dónde vas, Leandro? —preguntó una voz en la oscuridad, que rápidamente reconoció como la del Concejal Harris.

—Me voy a casa, señor. Ya he terminado por hoy.

—Me temo que no es así —dijo en voz baja.

Consciente de que le habían descubierto y presa de la angustia, Leandro no fue capaz de articular palabra.

—¿Qué llevas ahí dentro? —dijo el Concejal de Seguridad de la estación brasileña señalándole al pecho.

—Nada, nada —dijo titubeante.

Apareció desde el pasillo otro de los rectores, el inglés de cabellos naranjas, pecoso a más no poder. Tenía los ojos pequeños y muy juntos, lo que le confería una mirada extraña.

—No mientas, malnacido —dijo con voz arrogante.

—Dame esos documentos, y puede que no te hagamos nada —dijo benevolente el Concejal, en una mentira que ninguno de los tres creyó.

—¿Qué documentos? ¡No tengo nada! —gritó Leandro con todas sus fuerzas, intentando que le escuchara alguien desde fuera. Por desgracia, nadie le oyó. Ya se habían marchado todos.

A pesar de que en el interior del cuchitril se encontraban en la más absoluta oscuridad, la puerta abierta facilitaba un haz de luz al interior, gracias al cual Leandro pudo observar como el alto pelirrojo sacó despacio una pequeña pistola de color negro del interior de su uniforme.

—Respuesta equivocada —dijo el Concejal regordete.

—¿Puedo? —preguntó con brevedad el pelirrojo, levantando el arma y apuntando a la cabeza de Leandro.

—Adelante —respondió el otro.

—¡No! ¡Por favor! ¡No! —gritó desesperadamente Leandro. Súbitamente, escuchó con claridad un disparo cercano, no demasiado ruidoso, pero nítido y profundo. No oyó nada más, y supo que todo acababa ahí. Todavía estaba vivo cuando cayó desplomado al suelo de su pequeño y angosto despacho, en donde murió a los pocos segundos.

—Y esta vez, asegúrate de borrar con seguridad los archivos del ordenador —dijo en voz baja el pelirrojo en la oscuridad, en la que las cámaras de vigilancia, lo único en lo que los dirigentes no podían intervenir de la estación, no habían obtenido más de unas sombras oscuras, tenues y difusas.

—Descuida. Pero me preocupa más lo que dirán los familiares y los amigos, que este tenía muchos.

No se equivocaba el Concejal. Cuando apareció la noticia del falso suicidio de Leandro Da Lima, las protestas y los reproches de los ciudadanos de la estación fueron imposibles de aplacar. Por todas partes se respiraba un clima de tensión y desasosiego. El ambiente estaba tremendamente caldeado, y la cólera se apreciaba en los rostros de los habitantes brasileños. Después de más de veinte años encerrados entre aquellos acristalados muros, sin poder salir un solo instante, comprobando cómo el resto de la humanidad perecía irremediablemente y el agua lo cubría todo, cualquier situación incómoda o adversa podía ser el detonante de una sublevación de los colonos.

Los siete miembros de la familia de Leandro —los cinco hijos menores y los progenitores—, la más laureada y premiada de toda la estación, la más querida y admirada, llevaban las riendas del pequeño motín. Marcharon por las tres pequeñas callejuelas acristaladas que formaban el entramado de viviendas de la estación submarina. Dos de las calles discurrían en horizontal, y la tercera unía ambas desde sus puntos medios, en trayectoria vertical. Las dos uniones formaban dos plazas, una Mayor, y la otra Menor, y todos los edificios aledaños —la mayoría de viviendas y pequeños comercios—, estaban fabricados en PCC transparente. Varias docenas de ciudadanos paseaban por las acristaladas y plastificadas avenidas a voz en grito, proclamando la falsedad del suicidio de su hijo, y la culpabilidad de los miembros del Gobierno de la estación, aún a sabiendas de que acarrearía graves consecuencias. De hecho, ésta no tardó mucho en llegar. Justo antes de alcanzar la plaza Mayor —lugar de residencia de los rectores de la estación, y emplazamiento del Gobierno—, cuatro miembros del equipo de seguridad, fuertemente armados y que además eran muy amigos de la propia familia Da Lima, salieron a su paso con lágrimas en los ojos, y visibles signos de tristeza.

—Tenemos que deteneros —dijo el mayor de los agentes, sin poder contener la emoción.

—Ya lo sabemos, amigo Roberto —dijo el padre reconociendo a uno de sus amigos e intentando calmarse.

—Por favor, no nos lo pongáis difícil, que ya es suficientemente duro.

—¿Qué le han hecho a mi hijo? —preguntó el padre.

—No te tortures, amigo mío. Tu hijo descansa ya en paz con el señor, y no merece la pena malgastar energías en averiguar lo imposible.

—¿Por qué no viene el Rector a detenernos? ¿No tiene agallas de aparecer ese maldito rastrero y miserable hijo de mil padres? —dijo el padre.

—Es injusto —dijo la madre—. Nos han quitado a nuestro hijo y vamos a pagar nosotros por ello.

—Lo siento —contestó el agente—. Pero no tengo palabras para consolaros. Tan sólo os diré que será mejor que no os resistáis. He de llevarme a Rogerio por el tumulto organizado, y cuanto más se oponga, será peor.

—¿Vais a matar también a mi padre? —preguntó el hijo mayor, que miraba con furia a los agentes.

Después de unos momentos de incertidumbre, en los que nadie se atrevió a hablar, Rogerio dijo:

—Escúchame, hijo mío. Estos hombres no han matado a tu hermano. Son otros los responsables de su muerte. Son los rectores de la estación. Y no te preocupes que a mí no me harán nada.

—¿Y por qué te detienen? —preguntó inocente la hija más pequeña, que no tendría más de cuatro o cinco años.

Sin saber qué contestar, el padre lloró desconsolado. Fue abrazado rápidamente por su familia, que permaneció abrazada unos pocos instantes.

—Vámonos —dijo Rogerio separándose de su mujer y de sus hijos con la mayor de las tristezas reflejada en el rostro.

A pocos metros de allí, siete plantas más arriba, el Proteus terminaba su tiempo de espera en la descompresión, para que las presiones internas del pequeño batiscafo y de la estación se igualaran. Un par de horas antes había encajado la compuerta de salida inferior en la trampilla superior de la estación. También había cerrado todas las compuertas interiores, estabilizado la nave y encendido los sistemas de seguridad habituales. Cuando la señal luminosa que indicaba la despresurización se encendió, se abrieron automáticamente las trampillas circulares, permitiendo el paso del Gobernador inglés al interior de la estación brasileña.

Bajó lentamente los escalones, esperado por los quince miembros de la Kermadec que regían la estación. Vestía un sencillo traje negro satinado, con la botonadura en el lateral de la solapa, y el cuello alto con bordados plateados. Resaltaba enormemente entre los allí presentes, ya que todos vestían el mismo uniforme de color metálico. Fue saludando, como era habitual, uno por uno a todos los rectores, entre los que se encontraban, naturalmente, el pelirrojo de mirada perdida y el señor Harris, Concejal de Seguridad, con sus gafas oscuras y su espeso bigote.

El Gobernador inglés fue llevado a su despacho, que —como en el resto de estaciones—, se encontraba en el mismo nivel superior, separado del muelle de atraque de cargueros y naves por tan solo unos pocos metros. El propio inglés intervino en los diseños de las diez estaciones, y siempre puso como norma que las dependencias que él utilizara estuvieran en el nivel superior, al igual que en el antiguo edificio de la Compañía, en Londres. Era una medida simbólica, pero reflejaba con claridad quién era el que mandaba en todo aquel sistema. Aunque las estaciones submarinas eran esencialmente idénticas, siempre había variaciones de unas a otras, motivadas por la propia orografía del terreno. Tras el estrecho corredor que comunicaba con el muelle, la comitiva alcanzó la sala de reuniones, por la que tenían que pasar para llegar al despacho del Gobernador. Era una sala amplia, de unos cuatro metros de ancho por seis o siete de largo. La pared contraria a la puerta, en la parte más larga de la estancia, estaba completamente formada por PCC, de manera que era todo un ventanal acristalado, que daba a la plaza Mayor de la estación, proporcionando una de las mejores vistas de la misma. Lentamente se sentaron, a petición del señor Hurt, que no quería descansar después del viaje. Antes de que comenzaran a repasar las normativas y las propuestas de la cúpula directiva, el sonoro barullo procedente de los niveles inferiores alteró al inglés.

—¿Qué es todo ese ruido? —preguntó visiblemente molesto.

—Nada, nada, señor Hurt —contestó el señor Harris—. Son solamente unos cuantos colonos, que protestan por todo.

—De acuerdo. ¿Los tienen controlados?

—Naturalmente. No hay de qué preocuparse.

—Bien. ¿Por dónde empezamos?

Justo en ese momento, un extraño muñeco hecho con trapos, que representaba con claridad las facciones y las regordetas formas del propio señor Harris, incluyendo las gafas oscuras y el tupido mostacho sobre la boca, golpeó en el mirador frontal de la sala de reunión. Estaba impregnado en cola blanca, por lo que se quedó adherido al plástico transparente que hacía de enorme ventanal. Tenía un pequeño letrerito colgado del cuello, con un escueto «ASESINO». El señor Harris, al verlo, se quedó petrificado, pálido y sin poder reaccionar.

—¿Qué demonios es eso? —preguntó irritado el señor Hurt.

—Es de la familia Da Lima, señor Hurt —explicó el pelirrojo—. Hemos tenido algún problema con ellos.

El inglés, durante unos breves instantes, se quedó mirando en silencio al pelirrojo de mirada extraña. Se puso en pie y se acercó al enorme ventanal. Siete plantas más abajo, la familia Da Lima y varias familias más gritaban y vociferaban como locos y el pequeño cuerpo de seguridad no era capaz de detenerles. Con las manos unidas a la espalda, el señor Hurt se quedó mirando impasible la desesperación de los brasileños, sin siquiera mover un solo músculo, desde la distancia y la seguridad proporcionada por la altura.

—Caballeros, tráiganme a la familia Da Lima a mi despacho —dijo finalmente.

—Señor Hurt —dijo el señor Harris tímidamente—. Comprendo que quiera darles un buen escarmiento, y estoy de acuerdo con ello, pero la familia Da Lima es la más querida y respetada de la Comunidad. Han ganado varios premios al trabajo y a la buena conducta. El resto de los colonos se nos echarán encima.

Durante unos instantes, el Gobernador pareció meditar el destino de los infelices brasileños, hasta que finalmente concluyó:

—Tráiganmelos a mi despacho. Ustedes dos —dijo señalando al señor Harris y al pelirrojo—, acompáñenme.

El despacho del Gobernador estaba dos estancias más a la derecha de la sala de reuniones, separada de ésta por una pequeña antesala destinada al trabajo de dos secretarios. Éstos, al entrar el Gobernador con el Concejal de Seguridad y el pelirrojo acompañante, se pusieron en pie inmediatamente, esperando que el inglés les ordenara algo. No fue así. El Gobernador, seguido de cerca por los dos rectores pasaron de largo y entraron en el despacho sin siquiera pronunciar palabra.

—¿Qué ha pasado? —preguntó el señor Hurt una vez estuvieron a solas—. Y díganme la verdad o tomaré medidas más drásticas.

—El hijo mayor de la familia Da Lima descubrió una serie de documentos que no debería haber descubierto —comenzó a decir el pelirrojo.

—Y tuvimos que encargarnos de él —terminó el señor Harris.

—¿Eso es todo?

—Si señor. Eso es todo.

—De acuerdo.

Al cabo de unos minutos, la familia Da Lima al completo fue introducida en el despacho del señor Hurt. Los cuatro agentes de seguridad brasileños, armados con porras y cuchillos, se colocaron alrededor del grupo, en parte para protegerles y en parte para proteger a los rectores y al Gobernador. Éste, con las manos en la espalda y puesto en pie de espaldas al ventanal, miró detenidamente a los recién llegados. Con gestos lentos y parsimoniosos se dio la vuelta, y empezó a bajar, muy despacio, las persianas de plástico de color gris oscuro, de manera que no se viera nada del exterior —o que desde el exterior no se apreciara nada de lo que allí dentro iba a ocurrir.

—Han contravenido la normativa de seguridad de la estación —dijo muy despacio, como un témpano de hielo—. Han puesto en peligro la seguridad de los habitantes de este lugar y deben pagar por ello.

—¡Este hombre es un asesino! —gritó la madre desesperada.

—Les he proporcionado un hogar —dijo interrumpiéndola—. Les he dado la posibilidad de continuar con sus vidas, de desarrollarse personal y laboralmente. Les he dado la vida, ¡y así es como me lo agradecen!

Nadie decía nada. Aquel hombre imponía autoridad con su sola presencia. Se dirigió, siempre con movimientos lentos, hacia su mesa, sentándose en el cómodo sillón presidencial.

—Usted —dijo señalando al Concejal pelirrojo—. ¿Qué cree que debemos hacer?

—No lo sé, señor —contestó dubitativo—. Supongo que darles un escarmiento.

—Correcto.

—Maldito bellaco —musitó el padre, con las manos esposadas en la espalda.

La hija más pequeña de la familia Da Lima empezó a llorar. Al principio débilmente, después de forma ostensible. Esto no hizo sino poner más furioso al Gobernador, que ordenó que se callara, sin éxito. Se levantó, se dirigió al Agente de Seguridad brasileño, que temblaba de miedo bajo el uniforme.

—Deme su pistola —dijo el Gobernador.

Con las manos temblorosas, el brasileño amigo del detenido accedió sin rechistar, y le entregó su arma reglamentaria al señor Hurt. Éste la miró, comprobó la munición, le quitó el seguro y sin perder un solo momento apuntó a la cabeza de la niña pequeña que lloraba desconsolada, disparando en el acto.

El sonido de la detonación fue ensordecedor. Ni siquiera dio tiempo a que la madre gritara de dolor. El suelo quedó manchado de sangre y el cuerpo sin vida de la niña, tumbado en el suelo. Los llantos y las quejas cesaron por completo.

—¿Alguno más quiere protestar? —preguntó el Gobernador con una pequeña sonrisa en la comisura de los labios.

Le entregó la pistola al pelirrojo, que sonreía de forma sádica. El señor Harris, gordinflón, bajito y con gafas, miraba con detenimiento toda la estancia. Y la familia Da Lima no podía creer lo que le estaba pasando. Los cuatro hijos restantes permanecían abrazados a sus padres. La madre intentaba no llorar, pero no lo conseguía, y el padre miraba retador al Gobernador.

—¿Por qué no me mata a mí, cobarde hijo de puta? —le dijo.

—Señor Harris, vigile a este hombre. Quiero que vea morir a toda su familia. Él será el último. ¿De acuerdo?

—¡No!

—¡Maldito cabrón!

—Usted —le dijo el señor Hurt al pelirrojo—. Encárguese de la madre. Ya ha visto como se hace.

Los gritos de la desgraciada familia no fueron obstáculo al inglés de cabello panocho. Apuntó el arma a la cabeza de la madre, pero no disparó. Se quedó mirando a los ojos de la madre, con una sonrisa cruel en el rostro.

—Tranquilo señor Hurt —dijo—, que ya sé cómo se hace. Ya lo he hecho antes.

En ese momento, todos comprendieron que el pelirrojo fue el verdadero asesino de su hijo. Los cuatro miembros del Cuerpo de Seguridad, que también estaban armados, no daban crédito a la ejecución rastrera y miserable que estaban presenciando. Pero antes de que pensaran en ayudar a los desfavorecidos brasileños, el señor Harris se adelantó. Se dirigió a la parte trasera de la habitación, y desde su espalda, levantó el arma y disparó uno por uno a los cuatro agentes en la cabeza, en un fusilamiento rápido y silencioso. Ni se enteraron.

—Terminarían poniéndose de su lado, y atacándonos.

—Cierto —dijo el Gobernador—. Bien hecho.

Fue entonces cuando el pelirrojo apretó el gatillo de su pistola. La madre cayó sin vida al suelo.

—Caballeros... los hijos —dijo el señor Hurt desde su sillón, con un gesto con la cabeza.

El Concejal pelirrojo y el Concejal Harris dispararon entonces sin dudarlo varios tiros sobre los cuatro niños, que no opusieron resistencia alguna, presa del pánico que los atenazaba.

El último en quedar con vida fue el padre, Rogerio Da Lima. Había visto morir a toda su familia, y sabía que ahora le tocaba el turno a él. Sabía que no volvería a su casa, que no saldría de aquella maldita habitación. Cerró los ojos y se puso a rezar.

—Señor Harris, todo suyo —sentenció el Gobernador, con la misma sonrisa sádica en el rostro con la que había presenciado aquella ejecución.

—Gracias, señor Hurt —contestó el regordete Concejal.

Se puso delante del detenido, que de pie, con las manos esposadas en la espalda, no oponía resistencia alguna. Tenía los ojos cerrados y rezaba en voz baja.

—¡Eh! ¡Mírame! —dijo el señor Harris. El padre de la familia Da Lima abrió los ojos, encontrándose con los del inglés, a unos veinte centímetros de distancia. Éste, en un gesto extraño, se levantó las gafas de sol, mostrándole al detenido una terrible cicatriz que atravesaba el ojo izquierdo, y que lo había dejado tuerto—. ¿Sabes una cosa? Todo el que lo ha visto, ha muerto a los pocos segundos. Como tú ahora.

Se volvió a poner las gafas sobre los ojos, separándose del arrestado, que volvió a cerrar los ojos y a continuar con sus plegarias. El señor Harris levantó su pistola, igual que la del pelirrojo, y descargó varios disparos sobre la cabeza del inocente Rogerio. Con una despiadada sonrisa en la cara, el señor Hurt presenció el fusilamiento desde su sillón, sin apenas decir una sola palabra.

 

 

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Jueves, 24 de febrero de 2033.

 

La sala multifuncional era la estancia más grande de la estación, por lo que era también la mayor que los seis hermanos habían conocido nunca. Se encontraba en el nivel Lambda, justo encima de sus habitaciones, y al lado de la biblioteca—comedor, separado de ésta por un pasillo central, que discurría por todo el ancho de la planta, y desde donde se podía acceder al nivel inferior, el nivel Phi. La sala, en total, medía poco más seis metros de ancho por unos catorce de largo. La compuerta de entrada, que no siempre se encontraba abierta, estaba en la esquina noroeste del lado corto, y daba al pasillo central. Justo al lado de la puerta, en la misma pared, una enorme estantería metálica con vitrinas acristaladas, guardaba multitud de botellas, vasos y matraces, todos llenos de muy diferentes productos químicos, desde ácidos peligrosísimos hasta macromoléculas de muy difícil obtención, como varias enzimas y proteínas. El armario alcanzaba el techo de la estancia, y a su lado se encontraba la pared más larga de la sala, completamente acristalada de PCC, como la de la biblioteca—comedor. Justo enfrente de ésta, la pared oeste —la más cercana a la roca en donde estaba anclada la estación—, estaba dividida en dos partes bien diferenciadas. La más cercana a la puerta tenía colgados dos murales, uno encima del otro. El superior representaba un mapa del planeta Tierra, tal y como estaba a comienzos del siglo veintiuno, antes del gran cataclismo. El inferior, de medidas similares —alrededor de metro y medio de ancho por uno de alto—, representaba la Tabla Periódica de los Elementos Químicos, con multitud de propiedades atómicas explicadas con precisión. Justo a su lado, se hallaba otra estantería, similar a la anterior, en la que se almacenaban multitud de utensilios y herramientas para el trabajo en el laboratorio. Por último, la última pared —situada al frente de la estantería de productos químicos—, estaba completamente cubierta por una pantalla blanca, que servía al mismo tiempo de pizarra en donde los profesores aleccionaban a los seis alumnos y en donde también se proyectaban películas, documentales y todo tipo de material audiovisual, gracias a un retroproyector situado en el techo de la habitación, a unos cuatro metros de la pantalla. Un potentísimo ordenador situado entre la pantalla y la estantería era el que gobernaba la proyección. En sus discos duros se almacenaba suficiente material como para poder ser visionado en varias vidas. La parte de la sala más cercana a esta pantalla estaba amueblada con tres filas de seis cómodos asientos cada una. Era el área de audiovisuales de la estación, de la sala multifuncional. La otra parte de la sala, entre la última fila de asientos y la pared de la puerta de entrada, era el laboratorio de experimentación. Ésta zona era la única parte de toda la estación que había ido cambiando de mobiliario a medida que los hermanos fueron creciendo. Al principio, cuando no eran más que bebés, era una zona de recreo, de juegos educativos y poco más. Poco a poco fueron cambiando la decoración por herramientas de análisis e investigación mucho más avanzadas: microscopios, básculas de precisión, matraces, pipetas, probetas y multitud de utensilios y pequeñas herramientas. El último aparato en ser instalado —a primeros de enero de ese mismo año—, y que supuso un gran cambio en la metodología de estudio de los hermanos, se trataba de una enorme urna de PCC, completamente transparente, de unos cuatro metros de largo por dos de ancho, por otros dos de alto, dispuesta transversalmente detrás de los asientos. Estaba completamente aislada del exterior y en su interior se podían simular a la perfección la mayoría de los procesos climatológicos de la atmósfera terrestre anterior al gran cataclismo. Al principio, empezaron utilizándola como centro de experimentación de sustancias botánicas, y posteriormente continuaron empleándola como pista de pruebas de diferentes variables climáticas, desde las siempre peligrosas tormentas eléctricas, hasta auténticos huracanes de gran potencia. Presentaba un panel de control por todo el lateral más largo, en donde se gobernaba absolutamente todo el sistema de la urna. Incluso una enorme pinza de tres garras, situada en la parte superior de la urna, podía ser dirigida desde ahí, posibilitando la obtención de diferentes muestras botánicas o de cualquier otra índole, para su posterior análisis. Justo detrás, en el espacio que quedaba libre entre la urna y la estantería de la pared de la compuerta, una enorme y alargada mesa de trabajo, en forma de letra «H», servía para realizar todos esos análisis y muchos otros experimentos químicos de toda índole.

—¿Y por qué hay dieciocho sillones para ver películas y documentales, si nosotros somos solamente seis? —preguntó Mateo, que como siempre era el que se daba cuenta de todos los detalles, por pequeños que fueran.

—Además —agregó Marcos—, si nos fijamos con atención, podemos apreciar que la mayoría de ellos están ligeramente gastados. Incluso algunos que jamás hemos utilizado.

—Es verdad —añadió Lucas, mientras Juan y Pablo miraban y anotaban escrupulosamente unas muestras en el espectrómetro.

Estaban solos en el aula. El profesor de Botánica, el viejo y menguado Mendel había salido un momento en mitad de la clase, dejándolos que terminaran un ejercicio práctico en el que llevaban toda la tarde. Concretamente, estaban recreando el experimento de Miller[12], reproduciéndolo con éxito.

—Silencio —pidió en voz baja María—. No habléis tan alto, que nos van a oír.

Marcos cogió una pequeña hoja de papel, anotó con rapidez una serie de números y de signos, y se la entregó a Mateo.

«Estoy seguro de que no estamos solos en este lugar. Aquí hay más gente».

—Seguro —dijo éste en voz alta.

Al levantar la mirada del espectrómetro, Juan se dio cuenta de la conversación, e interrumpió diciendo:

—He estado hablando esta mañana con el profesor Kepler —dijo Juan en voz baja, de manera que solamente le oyeron Lucas y Pablo, que se encontraban a su lado. Juan apenas había hablado en toda la clase, y se le notaba preocupado y ansioso.

—¿Y le has conseguido sacar la contraseña del almacén? —dijo Pablo, conteniéndose a duras penas el tono de voz. Los otros también le oyeron.

—No. Pero le he visto muy nervioso.

—¿Tanto le conoces? —preguntó Marcos acercándose.

—Es posible —los seis hermanos hablaban en voz baja, y estaban muy juntos formando un estrecho círculo, de manera que no se podría escuchar nada—. Le notado inquieto, muy preocupado y angustiado.

—¿Por qué?

—No lo sé. Era como si se avecinaran problemas y él lo supiera.

—¿Problemas? ¿Qué tipo de problemas?

—No lo sé. No tengo ni idea. Me dijo que venía alguien importante, y que no era buena señal, porque cuando él venía «siempre ocurrían cosas».

—¿Y cuándo dijo que llegaría ese alguien importante?

—En no más de diez días.

—¿Y quién demonios es ese tipo? —dijo Pablo, moviéndose por la habitación.

—Me dio la sensación de alguien peligroso. El jefe de todo esto.

—¿Jefe? —preguntó Mateo, mientras se apoyaba en la encimera alicatada del laboratorio.

—Si. «El jefe». Así lo llamó el profesor Kepler.

—Joder. Eso suena fatal —dijo Pablo preocupado.

—Sin duda —contestó Juan—. Pero esperad que no es eso todo.

—¿Hay más? —preguntó Lucas en una mezcla entre preocupado y divertido.

—Desde luego.

—¿A qué esperas? ¡Desembucha! —gritó Pablo sin poder evitarlo.

—¡Silencio! —gritó Mateo.

—¡Cállate, Pablo! —le recriminaron sus hermanos.

—Perdón, perdón —dijo el hermano mayor, un poco apesadumbrado.

Justo en ese momento oyeron los típicos pasos achacosos del viejo profesor. Juan se separó del grupo, cogió una hoja de papel y se puso a escribir, Marcos se acercó la urna a mover el gancho metálico, para disimular. Mateo y María se acercaron al espectrómetro y Lucas y Pablo al microscopio. En ese instante, el profesor Mendel entró en la sala, andando con dificultad, encorvado y arrastrando los pies como si le pesaran una tonelada.

—¿Cómo vais con ese experimento? —preguntó con su conocida voz ronca.

—Bien, profesor —contestó rápidamente Juan—. Acabamos de localizar y separar varias moléculas de Glucosa.

—Perfecto. Determinen la cantidad de Glucosa obtenida por cada molécula de Metano y den por finalizado el experimento.

El profesor Mendel era un hombre de muy pocas palabras. Normalmente llegaba, impartía sus clases, ordenaba dos o tres ejercicios y, una vez que los terminaban, se marchaba. Era muy serio y callado en general. Y raras veces le habían visto reírse o hablar algo de su vida. De todos los profesores que tenían, sin duda era el más estricto y severo. Pero les caía bien a los seis hermanos. Cuando estaban en la biblioteca, estudiando o comiendo, le imitaban y se reían. Andaban encorvados y ponían esa voz ronca tan característica. Los que mejor lo hacían eran sobre todo Mateo y Pablo. El primero porque era el que siempre estaba haciendo bromas y chistes, y el segundo porque tenía un verdadero talento para imitar voces y sonidos extraños.

A medida que iban recogiendo todos los utensilios empleados en los ejercicios, los hermanos dejaron a Juan que escribiera en la hoja de papel las ecuaciones matemáticas correspondientes a su charla con el profesor de Física, el profesor Kepler. Una vez hubieron terminado, Juan les mostró el pequeño trozo de papel, en donde misteriosamente una sola palabra estaba escrita.

 

«KERMADEC».

 

 

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Dos horas después, una vez que hubieron recogido todas las herramientas que habían empleado esa tarde y habían escrito un pequeño informe del experimento de la urna, estaban sentados en la mesa de la Biblioteca—Comedor. Acababan de saborear las acostumbradas gachas de pan rancio con leche y azúcar, que tanto detestaban. Apenas habían hablado en toda la cena, nerviosos por la extraña nota de su hermano, que no dio tampoco muestras de aclarar el asunto. Y como no podían tampoco hablar en voz alta, decidieron esperar a terminar la cena, que era el mejor momento del día para todos ellos.

—¿Qué demonios significa esto? —siseó nervioso Pablo, mientras le enseñaba a su hermano la nota de papel, sin poder aguantar ni un instante más sin comprender el contenido de aquella extraña nota.

—¡Calla, por favor! —contestó Juan.

—Perdonadme. Es que no entiendo nada de todo esto —se justificó Pablo—. Estos malditos acertijos me van a volver loco.

—Juan, por favor, tienes que contarnos qué es lo que has hablado con el profesor Kepler —pidió Marcos.

—Lo sé. Lo sé. Pero es que es complicado de explicar —contestó lo más bajo posible.

—Nada de complicado —replicó Mateo un poco intranquilo—. ¿Qué significa «Kermadec»?

—A mí me suena de haberlo leído en algún sitio —dijo María.

—Es esto —dijo señalando al techo—. Es este lugar que llamáis «hogar». Es el sitio en donde nos encontramos —contestó Juan, con lágrimas en los ojos, consciente de que las palabras caerían como el cemento sobre la conciencia de sus hermanos, al igual que le había ocurrido a él mismo, por la mañana, cuando el profesor Kepler se lo reveló, presa también de un mar de nervios.

—Continúa —dijo María al cabo de unos pocos segundos.

—El profesor Kepler me lo ha confesado todo. Nos encontramos en una estación submarina, a más de mil quinientos metros de profundidad, en la Fosa de las islas Kermadec, a unas seiscientas millas al noreste de lo que fue la antigua Nueva Zelanda.

—¿Mil quinientos? Pero ¿qué hacemos aquí encerrados? ¿por qué este lugar?

—Es verdad, ¿por qué nos tienen aquí recluidos?

—Kepler me ha contado que fuimos seleccionados por nuestras especiales cualidades y habilidades de desarrollo matemático, comprensión espacial y capacidad de análisis, y que nuestra misión es descubrir algún método para detener el deterioro meteorológico y para conseguir engendrar alguna nueva atmósfera respirable, y así poder volver a vivir en la superficie de la Tierra. Por eso el profesor Mendel cambió a primeros de enero su forma de impartir las clases, para poder modificar el estado actual de la atmósfera.

—¿Y a mí qué narices me importa la atmósfera? —contestó Pablo enfadado—. Como si no tuviéramos suficientes problemas aquí abajo como para pensar en los problemas de ahí arriba.

—Si Pablo —dijo Mateo—. Pero te imaginas lo que sería salir de aquí y poder correr y saltar al aire libre o en una pradera de esas que vemos en las películas.

—No, hermano —contestó Pablo cabizbajo—. Lo siento de veras, pero no puedo imaginármelo.

—¿Y por qué no nos lo han dicho antes? ¿Qué ganan con ocultárnoslo? —replicó Marcos.

—Ni idea —contestó Juan—. Pero eso no es todo lo que me ha dicho.

—No me digas —dijo María.

—Os vais a sorprender.

—¿Más todavía? —preguntó irónicamente Lucas.

—Adelante —dijo Mateo—, ya estamos acostumbrados.

—Además de los profesores, que son los únicos que conocemos, hay más gente trabajando aquí, en la estación.

—¿Más gente?

—¿Trabajando aquí? ¿Quiénes? —Pablo no daba crédito a lo que le contaba su hermano. Aunque Marcos, Mateo y Lucas no parecían sorprendidos.

—Lo sabía. Os lo llevo diciendo durante meses —sentenció éste.

—Si. Según el profesor Kepler, en la estación convivimos treinta y dos personas, incluyéndonos a nosotros.

—¿Treinta y dos? —preguntó María. No se esperaba un número tan alto.

—Exacto. Ni uno más, ni uno menos. Y os recuerdo que «el Jefe» está a punto de llegar, por lo que seríamos treinta y tres.

—¿Y dónde demonios se meten todos?

—No lo sé. Kepler no me lo ha querido decir. Me ha confesado que son los que se encargan de la marcha de la estación, que nos vigilan día y noche, y que están al tanto de todo lo que nos pasa.

—Lo sabía —dijo Mateo dando un puñetazo en la mesa.

—Todo esto me escama. Aquí hay algo extraño que no concuerda —dijo Lucas.

—Seguro. El profesor Kepler no te ha dicho toda la verdad —dijo María.

—¿Y qué habrá en los niveles inferiores? —preguntó Marcos—. ¿Estarán allí los demás habitantes de este lugar?

—Me ha dicho que no hay nada, que me olvide de ellos, pero no estoy convencido.

—¿Por qué?

—Porque no lo decía de la misma manera. Teníais que haberle visto la cara. Cuando me contaba que abajo no hay nada, que no vayamos allí, parecía más temeroso que nunca. Como si abajo estuviera encerrado algún monstruo o algún ser muy peligroso. Por eso, estoy seguro de que ahí abajo está la clave de nuestra huída.

—¿Huída? —preguntó Marcos—. No lo sé. No lo sé.

—Claro —contestó Juan—. Ahora más que nunca.

—Eso que dices lo cambia todo —empezó a decir Mateo, que siempre pensaba con extrema rapidez—. Comprendo a Marcos en sus dudas. Antes pensábamos que lo del fin del mundo era una patraña, pero ahora nos lo han asegurado. Y debemos solucionarlo antes de salir de aquí. Tendremos que descubrir cómo sintetizar una nueva atmósfera, que al fin y al cabo es para lo que nos tienen aquí encerrados. Porque según estás contándonos, es imposible salir a la superficie.

—Eso es lo que me ha dicho el profesor, y le creo, porque parecía como si él también quisiera salir de aquí y no pudiera.

—Eso quiere decir que tenemos que ponernos manos a la obra —dijo Marcos.

—Hay que salvar el planeta —dijo Mateo casi riéndose.

—Adelante —dijo María. La sola idea de salir de allí les motivaba a todos.

—Lo primero que tenemos que hacer es simular el entorno actual en la urna —dijo con cautela Mateo—. Después iremos probando diferentes posibles soluciones.

—Eso es un problema, porque ¿qué composición tiene? —preguntó Marcos.

—Ni idea —contestó Lucas.

—El profesor Kepler no me lo dijo —dijo Juan—. Y yo tampoco caí en la cuenta de preguntárselo.

—Tendremos que averiguarlo —sentenció María.

—Es fácil. Se lo sacaremos al profesor Mendel en la próxima clase —aseguró Mateo.

—Hay otra cosa —dijo Juan, poniendo más nervioso todavía a su hermano Pablo.

—¿Más todavía?

—Sí. Yo pensaba que la clave para bajar a los niveles inferiores está en el Almacén de aquí abajo. Y lo sigo creyendo, pero él me asegura que no es así, y que no conseguiríamos nada entrando. Le pregunté entonces que por dónde demonios se bajaba, pero no me lo quiso decir, porque si me lo decía le matarían.

—¿Le matarían? —preguntó asustado Lucas.

—Eso dijo.

—Esto va en serio. Aunque no sepamos nada de ahí afuera —dijo Mateo.

—Ahí abajo hay algo. Hemos oído voces, gritos e incluso movimiento de muebles y cosas así. Llevamos hablando de ello toda nuestra vida, y seguro que en el almacén está la respuesta —aseguró Marcos.

—Yo pienso igual que tú —contestó María.

—No estoy seguro —dijo Mateo.

—Yo tampoco —dijo Lucas.

—También me dijo que tuviéramos mucho cuidado, porque «el que nos vigila» es un tipo muy peligroso.

—¿«El que nos vigila»? —preguntó Lucas incrédulo.

—Así es. Eso fue lo que dijo. Y justo ahí dio por terminada la clase. Os lo juro: estaba temblando de miedo.

Pasaron unos minutos de silencio, en los que los seis hermanos analizaron y digirieron lo que acababan de escuchar. Tenían delante un trabajo sumamente complicado: analizar la composición atmosférica existente mil quinientos metros más arriba, y sin que se dieran cuenta los que les vigilaban. Fue Mateo el que comenzó a hablar.

—Hermanos —dijo lentamente—. Tenemos la salida delante nuestra. Se acerca nuestra hora. Y nosotros somos capaces de lograrlo. Como ha dicho Juan, nos seleccionaron por nuestras capacidades y potenciales. Pero parece que va a ser peligroso de veras. ¿Estáis preparados?

—Lo estoy —dijo Pablo con mirada altiva y arrogante.

—Y yo —contestó Lucas.

—Contad conmigo —sentenció Marcos, cogiendo la mano de María.

—Y conmigo —añadió ésta, muy emocionada y con lágrimas en los ojos.

Todos los ojos se detuvieron en Juan, que guardó silencio unos instantes.

—Yo estoy muerto de miedo —dijo Juan, finalmente—. Teníais que haberle visto la cara.

—Tranquilo, hermano —dijo Mateo cogiéndole del brazo—. Yo cuidaré de ti.