6. EL ALMACÉN
Sábado, 11 de agosto de 2012
La última estación acristalada, que fue ocupada también por ciudadanos elegidos por sorteo, de tal manera que el resto de la población desconociera el verdadero motivo del mismo, y que no causó muchos problemas en su ensamblaje ni en su correcta instalación y puesta a punto, fue la estación argentina. A pesar de lo remoto del emplazamiento, en la lejana Tierra del Fuego, entre los cabos de Hall y del Buen Suceso, y muy cerca del cabo de Hornos, por donde Fernando de Magallanes franqueó al Océano Pacífico en su histórico viaje, la ocupación del recinto acristalado se efectuó sin ningún problema. La estación estaba situada en lo alto de un pequeño acantilado, de unos quince o veinte metros de altura sobre el mar, orientado hacia el sur y justo encima de un montón de peñascos y de pequeñas formaciones rocosas, en donde las frías aguas del Atlántico Sur golpeaban con extrema fuerza, salpicando espuma blanca casi hasta los cimientos del recinto. Era un lugar por demás deshabitado, cubierto por doquier de icebergs y de trozos de hielo y agua congelada, en donde hacía mucho tiempo no pasaba un alma, y en donde la seguridad estaba de sobra garantizada. Además, el frío intenso que azotaba inclemente aquella hermosa zona, no daba ningún respiro y en pleno agosto la temperatura ambiental rondaba los veinte grados bajo cero. En estas extremas condiciones, la llegada se hizo dura y difícil. Bien equipados y pertrechados, los tres mil ocupantes de la estación argentina conocían bien la situación de la estación y sus peculiares características, por lo que llegaron con tiempo de sobra al lugar, al igual que sus hermanos canadienses. De hecho, tuvieron que esperar un buen rato a que se alcanzara la hora determinada para su entrada, de manera que coincidieran las diez estaciones al mismo tiempo. Todos los miembros de la Compañía Kermadec, situados en las diez diferentes estaciones de todo el planeta, eran los encargados de respetar esta sincronización, y lo hicieron a la perfección. En Argentina, esta espera —al igual que las otras nueve, tensa y casi dramática—, de los tres mil futuros ocupantes en los aledaños de la estación, no hizo sino acrecentar la sensación de tristeza y desasosiego entre todos los allí presentes. Los futuros colonos eran presa del nerviosismo, de la desesperación y del desconsuelo. Además, tenían los sentimientos enfrentados de salvarse de una muerte segura y de continuar viviendo a pesar de las calamidades que, con seguridad, estaban por venir.
Pero aquella concentración de personas no era como la de las demás estaciones. A la estación argentina no entrarían únicamente tres mil futuros colonos. Dos hombres más se añadirían al total. Y ambos se encontraban de pie, alejados varios metros del grupo que esperaba su hora de entrada, mirando al cubo acristalado con orgullo. Uno de ellos no era demasiado alto, y vestía con un abrigo blanco y un gorro de piel que le cubría toda la cabeza. El otro, mucho más alto y apuesto, no se quedaba corto en elegancia, ya que vestía otro abrigo, largo hasta los tobillos, de color negro, con un sombrero a juego y una bufanda de hilo blanco. Parecía que iban a alguna fiesta. El empresario inglés John Alxander Hurt y su fiel sicario Mark Blaine no podían faltar a la cita.
—¿Pensabas que no daría tiempo a construirlas todas? —preguntó el futuro Gobernador.
—Naturalmente que no. Jamás lo dudé —contestó el señor Blaine.
—Me alegro. Aunque he de confesarte que ha faltado poco.
Una fina sonrisa en la comisura de los labios, fue toda la respuesta que obtuvo.
—Está todo decidido. Mañana mismo se decretará la orden de nombrarme Gobernador General de las diez estaciones submarinas —dijo el señor Hurt.
—Enhorabuena ... Gobernador.
—Muchas gracias —contestó sin mirarle. Ambos dirigían sus ojos hacia el enorme cubo acristalado de más de treinta metros de altura que se erguía delante de sus narices.
—¿Y qué hay de mí? —preguntó el hombre alto.
—Tranquilo. Partirás en un par de semanas o tres hacia tu nuevo destino. Hemos elegido esta estación precisamente porque es la que está más cerca de Kermadec.
—Lo sé.
—Creo que la semana que viene estará terminado el Proteus, mi futuro vehículo submarino para poder desplazarme de una estación a otra.
—He oído hablar maravillas de él.
—Sí. Yo también. Sería una buena inauguración viajar con él hasta la estación Kermadec, y ver allí cómo están nuestras criaturas.
—Y ya de paso, me quedo allí —continuó taciturno el señor Blaine.
—Así es. Noto un pequeño resquemor en tu tono.
—No, no. En absoluto —mintió el señor Blaine.
—Piensa en la importancia de tu misión. Y piensa también que siempre que quieras, podrás salir de allí, e ir a cualquiera de nuestras estaciones, para campar por allí a tus anchas.
—Lo sé, pero todo esto del fin del mundo y del gran cataclismo, ¿estamos seguros de que ocurrirá?
—Completamente. Los últimos registros, de la semana pasada, revelan que el nivel del mar ha subido ya tres metros. Londres es un completo caos. Hemos tenido que salir de allí muy deprisa. Y la temperatura media de este verano, aunque aquí haga un frío del demonio, es cinco grados más alta que la media de los últimos cien años.
—¿El mundo se esfumará?
—Rotundamente, desde luego que sí. En menos de un año, no quedará alma con vida aquí arriba. Te lo aseguro.
—Pues entonces, mejor que nos pille abajo, ¿no te parece? —concluyó el señor Blaine con una sonrisa un tanto forzada.
—Exacto. Eso mismo pienso yo —dijo el señor Hurt consultando su elegante reloj de pulsera.
Un inglés muy delgado, de no más de veinte años, que miraba continuamente hacia el Gobernador y el señor Blaine, muy nervioso y sin poder estarse quieto andaba de aquí para allá alrededor de ellos dos. Al llegar la hora señalada, el señor Hurt le hizo un gesto con la cabeza. Al recibir la orden, con rapidez y diligencia, ordenó que uno a uno todos los argentinos fueran entrando en el cubo de plástico acristalado.
Lentamente, éstos fueron cruzando la estrecha abertura —situada en la parte inferior de la cara oeste—, que les separaba de su nuevo hogar muy despacio y sin demasiadas complicaciones. Un hogar que nunca abandonarían y del que no podrían salir jamás. Y asimilar eso es harto complicado. A pocos metros de allí, un argentino joven, alto y apuesto, de pelo negro largo y ondulado, miraba fijamente al sur, hacia un horizonte recto y limpio, y no se movía un solo músculo de su cuerpo.
—Venga, Samuel, es nuestro turno —le dijo con cariño su novia, una chica casi tan joven como él, no tan alta y muy guapa.
—Fíjate en eso —le dijo él, señalando la inmensidad del océano que tenían delante.
—Ya lo he visto muchas veces —contestó ella.
—Pero no lo volverás a hacer —replicó él con tristeza.
—Precisamente por eso es mejor no mirarlo. No te tortures. Vámonos, que no debemos hacer esperar más a la gente —dijo ella arrastrando a su novio hasta la compuerta del grandioso cubo de cristal blanquecino que se erguía firme e imperturbable delante suya, majestuoso como un enorme palacio de cristal.
Como si estuviera planeado, una gran orca de color negro y blanco saltó del agua a escasos metros de la construcción, provocando una gran sacudida en la calma superficie marina, y la admiración de todos los colonos. Era como si se despidiera de ellos, como si les deseara toda la suerte del mundo.
Unas pocas lágrimas resbalaron por las mejillas del joven argentino, y su novia no pudo consolarle. Allí abrazados, trataban de memorizar, de recordar para siempre, aquella espectacular visión, todos aquellos olores, colores y sonidos que no volverían a sentir.
Y al igual que ellos, el resto de los colonos luchaba también por aferrarse a lo conocido. Ninguno quería romper todos los lazos que les unían a su tierra, a sus costumbres y a sus raíces. Pero muy despacio y con enorme —y comprensible— dificultad, todos ellos fueron entrando en la imponente instalación acristalada, hasta que unos minutos más tarde, solamente quedaron fuera dos personas: el señor Hurt y el señor Blaine.
—¿Estás preparado? —preguntó el primero.
—Siempre —contestó el segundo.
Con lentitud y parsimonia, Mark Blaine traspasó la estrecha y bajísima puerta de entrada. Tuvo que agacharse ya que sus casi dos metros de altura eran un gran obstáculo para poder cruzarla. Detrás de él, John Alexander Hurt no tuvo tantos problemas. Al cruzar, miró la hora de nuevo en su reloj. Varios segundos faltaban todavía para las once en punto. Como buen británico, la puntualidad era una de sus virtudes.
—Cierren la compuerta —ordenó el señor Hurt, a nadie en particular.
El nervioso jovencillo inglés, que esperaba con ansiedad detrás de la misma, fue el primero en contestar.
—Sí, señor —dijo éste.
Una vez hubieron completado el cierre de todos los sistemas de seguridad de la estrecha trampilla, ante la atenta mirada del Gobernador inglés, éste —siempre mirando su reloj de pulsera—, les indicó que se apartaran de la abertura ya herméticamente cerrada, y una súbita explosión en el exterior, no demasiado fuerte, pero que hizo bastante ruido y que asustó a más de uno, marcó las once en punto de su reloj. Las paredes de la estación, todas ellas en PCC, eran completamente transparentes, por lo que se podía ver el exterior con claridad. Aguantaron la pequeña detonación sin problemas, y protegerían a los tres mil ocupantes argentinos para el resto de sus vidas. Éstos, agrupados en lo que era la gran plaza central formada por la unión entre las dos callejuelas acristaladas más amplias, esperaban con ansiedad a ser dirigidos por los rectores de la estación. El señor Hurt, consciente del papel que le tocaba a partir de entonces, dirigió unas pequeñas palabras a toda la comunidad, elevando el tono de voz para demostrar autoridad.
—Señoras, caballeros, estamos ante la oportunidad de nuestras vidas. Es cierto que la tristeza y la nostalgia ahora nos ocupan gran parte de nuestro corazón. Pero no desfallezcan. Un estrecho camino se abre ante nosotros y debemos cruzarlo. Por el bien de la humanidad. Por el bien de la evolución. Tengan en cuenta la sangre que se ha derramado durante toda la historia del ser humano. Tengan en cuenta la gente que cayó buscando el bien común, por la libertad y la igualdad. Tengan en cuenta que ahora es nuestro turno. Actúen con responsabilidad y rectitud. Hagan que nos sintamos orgullosos.
Una estruendosa ovación cerró el breve discurso del nuevo Gobernador, que agradeció con una leve inclinación de cabeza.
—Diríjanse a sus puestos, y guíen a esta gente por el buen camino —les dijo escuetamente a los quince rectores ingleses.
—Sí, señor —contestaron los miembros de la Compañía.
—Mark, acompáñame a mi despacho, que voy a ver qué tal ha ido todo en las otras nueve estaciones —dijo el inglés, seguido en silencio y muy de cerca por su fiel siervo, el siempre apuesto señor Blaine.
* * *
Lunes, 21 de febrero de 2033
El Proteus jamás le había fallado. Era un submarino verdaderamente bien diseñado y ensamblado. Había dado la vuelta al mundo en numerosas ocasiones, y muy pocas habían sido las averías. Podía confiar en él con los ojos cerrados. Seis días después de partir de la estación Brasil, en donde tuvo que despachar con mano firme una pequeña insurrección —la de la familia Da Lima—, estaba tumbado en la estrecha, aunque cómoda y mullida cama de su pequeño batiscafo, cuando notó que se descendía con rapidez la velocidad de crucero de la nave. Se sentó en la cama, comprobando desde allí los indicadores de velocidad y de régimen de los motores. Sin duda alguna, el piloto automático estaba corrigiendo la velocidad de su embarcación, adecuándola a los intervalos de seguridad, para el atraque en el muelle. Se estaban acercando a su destino: la estación Argentina.
Se levantó descansado. Contaba ya con cincuenta y tres años, y su cuerpo ya lo notaba, pero el ánimo y la voluntad seguían siendo inquebrantables. Recordó brevemente cuando comenzó su carrera en todo aquel sistema. En aquel mismo lugar estuvo más de veinte años atrás, en aquella lejana y gélida mañana, cuando comenzó la aventura por la supervivencia del ser humano, con su fiel vasallo, el señor Blaine, que seguía ejecutando todo aquello que se le encomendara, aunque desde otro lugar más recóndito todavía. Él era el líder de toda la humanidad. Sus ansias de poder se veían siempre satisfechas. Tenía la capacidad para hacer y deshacer lo que quisiera, para dar la vida y para quitarla, para todo lo que quisiera y se le antojara. Y nadie se atrevía a discutirle o a rebatirle. Dirigía con mano dura los destinos de los seres humanos porque entendía que ésa era la única forma. Y, sin duda alguna, la estación argentina era la que más problemas estaba dando, más todavía que la brasileña. Si la estadounidense era problemática por la escasa ilusión que los propios colonos profesaban, la sudamericana lo era por todo lo contrario. Ponían tanto empeño en querer mejorar y en crecer, que la propia estación se les hacía pequeña. Era como querer enjaular a un precioso pájaro de hermoso plumaje: necesita volar, mostrar su extraordinaria belleza y no puede vivir recluido. Pero eso, el estricto y férreo Gobernador, no lo podía entender. Había sido la estación que eligió para empezar a vivir bajo el agua, aunque muy pronto se trasladó a la estación inglesa, que él mismo había diseñado —diferente a las demás—, para adecuarse más a sus gustos y a su forma de hacer las cosas. Y más preparada para el gobierno de todas las estaciones. Los colonos argentinos, lejos de agradecerle ese detalle, fueron siempre los más tercos y los que más protestaban por todo. Como si se sintieran los más importantes o como si el resto de estaciones estuviera en deuda con ellos. Y eso no lo podía consentir. Ya había tenido que solventar más de una sublevación en la estación sudamericana, pero a la que se iba a enfrentar ahora era diferente, y el Gobernador inglés ya lo sabía. En primer lugar, era distinta porque eran los propios rectores ingleses los que la habían generado, por lo que era consciente de que no iba a recibir apoyo por ningún lado, y en segundo lugar, porque por primera vez en su vida, tenía una extraña sensación de temor y de miedo, que le formaba un nudo en el estómago y no le dejaba pensar con claridad. Lo que querían los colonos argentinos no podía admitirlo, no podía permitirlo. Eso derrumbaría todo el sistema que había creado y que le mantenía en su elevada posición. Los ciudadanos de la estación sudamericana querían sustituirle en su cargo. Seguramente tendrían planeada alguna estratagema para conseguirlo, pero él sabía perfectamente lo que había que hacer. Tenía que derrocar aquel movimiento de raíz.
Unos cuantos años atrás, el joven inglés nervioso que seguía a todas partes al Gobernador en la fría mañana de la entrada a la estación, sustituyó al Primer Rector argentino, llevando desde entonces las riendas de la estación. Robert Towsend era su nombre. Poco a poco, fue tomando más confianza en el cargo, nombrando varios cargos importantes, y decretando normativas de carácter interno de la estación. Con el tiempo, con el lento devenir de los acontecimientos, se fue creciendo y el ansia de poder se adueñó de él. Lejos quedaba ya aquel jovencito nervioso que le adulaba y le agasajaba con toda clase de piropos y de falsos comentarios. Se hizo con el control de la estación, y lo hacía bastante bien, ateniéndose a los datos demográficos y de control poblacional. Y los índices de satisfacción de los colonos eran también muy positivos. Pero llegó a un punto a donde no tenía que haber llegado, porque cuestionó en público las directrices tomadas por el propio Gobernador, granjeándole una mala reputación entre los colonos argentinos, y quedando él mismo como el salvador, el revolucionario y el que traería la salvación a la estación. Naturalmente, el pueblo le adoraba y le veía como el único capaz de conseguir el resurgir de la humanidad, y de retornar a la superficie de la Tierra.
Un par de meses atrás, cuando el señor Hurt se encontraba en sus habitaciones de la estación británica como acostumbraba, dejó de recibir los comunicados semanales de la plataforma argentina. En un principio se preocupó por ellos, pensando en que algo podría haberles sucedido. Al establecer una conexión con el módulo de telecomunicaciones argentino, se disipó cualquier duda. Estaban sanos y salvos, no les había sucedido absolutamente nada, pero no querían entablar la comunicación habitual. No estaban de acuerdo con la política de relaciones exteriores entre las diferentes estaciones, puesto que consideraban que se le otorgaban demasiados privilegios a otras antes que a la argentina, que lo merecía más.
En lugar de darles la importancia que demandaban, el Gobernador no les hizo caso, desmantelando por completo la táctica que empleaban. Sencillamente, no se lo tomó como una verdadera amenaza. Fue entonces cuando organizó su enésimo viaje por todas las estaciones submarinas, planificando con precisión su entrada en la plataforma argentina de tal manera que ésta se produjera en último lugar, para dejar bien a las claras el orden de prioridades en su sistema, y que nadie debería osar poner en tela de juicio sus criterios.
La respuesta del Rector inglés también fue arriesgada, ya que llegó incluso a amenazar al propio Gobernador, instándole a que se presentara en su estación, y que si no lo hacía era por miedo y por temor a un enfrentamiento. Pero el señor Hurt, lejos de verse amenazado o coaccionado, le respondió de la manera más humillante posible, ya que no le hizo ningún caso. No le prestó atención. Ni en aquel primer llamamiento, ni en ninguno de los demás que el Rector le envió, provocando de esta manera la ira y la, cada vez con más fuerza, protesta de los colonos argentinos, que seguían con pasión las arengas de su nuevo líder. Hasta que —a la salida de la plataforma brasileña— comunicó a la estación argentina que estuvieran preparados para su llegada, unos dos meses después de recibir las primeras noticias de la insurrección.
Se levantó de la cama muy despacio. Para irritar todavía más a los rectores de la estación argentina, realizó la lenta y tediosa espera de la descompresión con las compuertas abiertas, de tal manera que ésta duró como poco un par de horas más de lo habitual. Aprovechó todo ese tiempo para hacer algo de ejercicio, ducharse, afeitarse y vestirse. En lugar de ponerse el habitual uniforme de color gris metálico con los distintivos de Gobernador General, que era el mismo uniforme que llevaban los propios rectores de todas las estaciones, eligió un cómodo y elegantísimo traje de estilo asiático con cuello alto y botonera en el costado, de color negro y rojo, muy parecido al que vistió muchos años atrás, en la famosa presentación del plástico PCC, que posibilitó la existencia de la humanidad bajo el agua. Estaba terminando de vestirse, cuando sonó una alarma en el panel de control lateral del submarino. Era una llamada directa al submarino, y solamente una persona podía realizarla. Ligeramente preocupado, el Gobernador se acercó a la consola, y presionó un botón rojo intermitente. Al instante se encendió una pequeña pantalla a su lado, en la que apareció el señor Blaine. Tenía el semblante serio y preocupado. Las arrugas de su rostro denotaban el paso inclemente de los años. El Gobernador nunca había sabido la edad de su fiel vasallo, pero intuía que era un poco mayor que él. El pelo negro azabache de su juventud había tornado en un blanco perla igual de bien cuidado, recortado y peinado. Seguía siendo muy elegante, y seguía teniendo ese atractivo y ese encanto tan particular, a pesar de haber transcurrido más de veinte años.
—Hola Mark, ¿qué ocurre? —preguntó el Gobernador.
—Ah! —contestó el señor Blaine—. Pensé que no te encontraría, que ya habrías entrado en la estación.
—Seguro. Me coges por poco tiempo. He decidido descomprimir con las compuertas abiertas, para que esperen un poco más.
—Comprendo —dijo riéndose—. Oye ten cuidado que he oído que el Rector inglés tiene alguna sorpresa preparada.
—No te preocupes, que ya tengo pensado lo que hay que hacer. Ya veras como estos sinvergüenzas no vuelven a molestarnos.
—¿Igual que los brasileños?
—Sin duda. Algo parecido. Por cierto, que te eché de menos allí.
—Lo sé, lo sé.
—Tenías que haber estado. ¡Qué manera de morir! —el Gobernador no era muy dado tampoco a los comentarios de esa índole, pero quizás los nervios o los diferentes cambios de presión en el interior de la nave le hacían comportarse de forma diferente.
—¿Y los niños? —preguntó con una sonrisa sádica el señor Blaine.
—Maravillosos. Dulces y tiernos. ¿Te acuerdas de los Concejales brasileños, aquel pelirrojo y el gordito señor Harris?
—Naturalmente que me acuerdo. Eran dos completos inútiles, pero sabían guardarse bien las espaldas.
—Y que lo digas. Pues se comportaron con especial maestría. Sobretodo el pelirrojo. Parecían dos profesionales.
—Como yo.
—Exacto, aunque no te preocupes, que no estoy pensando en sustituirte. No tenían tu estilo, eso seguro.
—Comprendo.
—Bueno, que no tenemos todo el día, ¿cuál es la razón de tu llamada?
—Es por nuestras criaturas. Es cuestión de tiempo que todo esto se descomponga. Y deberías venir cuanto antes.
—¿Por qué? —preguntó preocupado.
—Tienen una inteligencia impresionante. Han desarrollado un extraño lenguaje para comunicarse entre ellos, que no soy capaz de averiguar. Y creo que están tramando algo para fugarse.
—Maldita sea, Mark —contestó el señor Hurt visiblemente enfadado—. ¡No podemos permitir que eso suceda!
—No, no creo que lo consigan, porque lo tienen realmente difícil, pero creo que están recibiendo ayuda desde dentro.
—Eso es inadmisible. ¿Quiénes les están ayudando?
—De momento creo que solamente el profesor Kepler... es decir... el profesor Callagher, aunque sospecho también del profesor Murphy.
—Asqueroso perro irlandés. Sabía que no podía fiarme de él.
—Eso mismo pensé yo.
—Ten cuidado, Mark. No podemos perderlos. Vigílales con atención y no pierdas detalle. Es muy importante que no me falles en esto. Y si los profesores les ayudan, ya sabes lo que tienes que hacer.
—Comprendo, señor Hurt. Lo intentaré, pero, por favor, ven lo más rápido posible.
—No te preocupes, que esta pequeña revolución no me llevará tampoco mucho tiempo. Por cierto, ¿cómo marchan los experimentos botánicos del profesor Floyd?
—Bien, bastante bien. Según él, van siguiendo con la planificación, así que en un par de meses podrán comenzar a experimentar nuevas especies vegetales.
—Eso es fantástico. Por fin empezaremos a obtener resultados.
—Señor... —comenzó a decir el señor Blaine dubitativo—, tengo una duda.
—Dime.
—Si las criaturas se intentaran escapar, ¿tendría que encargarme de ellas?
—¿Encargarte?
—Si. Ya me entiende.
—Comprendo —contestó pensativo. Nunca se le había por la cabeza semejante idea. Sencillamente no era una opción factible. Se pasó la mano por el cabello, pensando en profundidad la respuesta. Si murieran, se perderían para siempre sus extremas capacidades y potenciales. Y entonces ya sería verdaderamente imposible recuperarlas. Pero tampoco podía permitir que se escaparan. Eso de ninguna manera.
—¿Señor? —preguntó el señor Blaine al cabo de unos minutos.
—Efectivamente. Tendrías que encargarte de ellos —contestó el Gobernador.
—De acuerdo.
—¿Querías algo más?
—No. Simplemente rogarte que no tardes.
—Tranquilo. Te veré la semana que viene.
—Hasta entonces.
El Gobernador apagó entonces la conexión, justo cuando sonaba la alarma correspondiente al tiempo de descompresión. Era la hora de entrar en la estación argentina. Comprobó de nuevo los indicadores del submarino, verificando que todo estuviera en orden, y se dirigió a la estrecha compuerta del suelo del Proteus, para entrar en la plataforma argentina a través de la entrada de la parte superior, la habitual. Giró el gran volante de seguridad que cerraba la compuerta y, al abrirla, se encontró con una escalera mucho más estrecha de lo habitual. Habían colocado otra, incómoda y molesta para poder descender, por lo que comprendió que no le iban poner las cosas fáciles, aunque él sabía bien lo que tenía que hacer. Bajó muy lentamente los estrechos escalones, saliendo de su pequeño submarino y entrando en la cámara de recepción de la estación argentina, semejante a la de las otras estaciones. El comité de bienvenida, formado por doce miembros, mostraba con semblantes serios y abatidos su cansancio por la larga espera. De entre ellos, destacaba el delgado Rector, siempre moviéndose nervioso de un lado para otro. En eso no había cambiado. Se acercó lentamente hacia el señor Hurt, tendiéndole la mano para saludarle.
El Gobernador, lejos de ofrecerle el mismo gesto, se metió las manos en los bolsillos y, para sorpresa de todos los presentes, sacó del mismo una pequeña pistola negra, semiautomática de siete disparos, que llevaba un silenciador enroscado. Apuntó a la cabeza del inglés y, sin un solo gesto dubitativo, apretó el gatillo. El ruido, gracias al silenciador, fue como el de un chasquido lejano, pero el inglés cayó al suelo desplomado, con la cabeza destrozada y un enorme charco de sangre debajo.
—¿Alguno más tiene pensado criticarme en público? —gritó el Gobernador.
—¡Lo ha matado! —gritó otro inglés del comité, presa del pánico.
Sin mediar tampoco palabra alguna, el Gobernador se giró, mirando directamente al Concejal que acababa de hablar. De nuevo le apuntó y volvió a disparar, matándolo también en el acto.
—¿Alguno más?
Esta vez, nadie abrió la boca, aunque todos temblaban de miedo.
Como quiera que su sed de venganza no estaba todavía saciada, se dirigió hacia otro de los rectores, un irlandés ya bien entrado en años.
—Dígame su nombre.
—Concejal James Dennehy —contestó temblando, presa del pánico.
—Encantado de conocerle —dijo con mucha ironía—. ¿Qué piensa usted de lo que el difunto Rector, aquí de cuerpo presente, hablaba sobre mí, sobre mi política y sobre mi forma de gobernar las estaciones?
El Concejal no era capaz de articular palabra.
—¡Conteste! —chilló ido el Gobernador, apuntándole a la cabeza.
—Señor Hurt —dijo temblando—, yo creo que podría haber ayudado un poco más a la estación argentina, porque ha dotado de muchas más comodidades al resto de plataformas.
—¿Eso cree?
Concejal comenzó a llorar.
—Lo siento señor, pero eso es lo que creo —llegó a decir entre sollozos.
—Respuesta equivocada —contestó. Otra vez levantó su pistola y volvió a apuntarle a la cabeza, disparando sobre su frente, a menos de diez centímetros de distancia, y matándolo en el acto.
—Me quedan cuatro balas. ¿Alguno más quiere expresar sus desacuerdos conmigo? Por favor, tenéis total libertad para hacerlo.
Los nueve miembros de la antigua Compañía conocían de sobra los terribles y autoritarios métodos dictatoriales del Gobernador, puesto que ya lo habían sufrido cuando trabajaban para la Kermadec en el misterioso edificio de Londres, pero hasta entonces ninguno de ellos lo había comprobado de forma tan cercana. Algunos lloraban en silencio, otros miraban al suelo, incapaces de levantar los ojos, pero ninguno se atrevía a plantarle cara. Bien sabían lo que les ocurriría en ese caso.
—¿No? ¿Nadie? Entonces supongo que no seguiréis con ese estúpido movimiento revolucionario en mi contra, ¿verdad?
Nadie contestó.
—En el próximo carguero de transporte que llegue a esta estación, descuidad que no tendréis carne ni pescado. Seguiréis comiendo esa basura de pan de avena que coméis aquí durante otro par de meses. A ver si así aprendéis.
Tampoco contestaron.
—Eso es todo. Ha sido la visita más corta que he hecho nunca. Y rezad porque no tome mayores represalias. Entre vosotros elegid a vuestro nuevo Rector. Ya tenéis mi visto bueno —sentenció.
Se dio la vuelta y, sin guardar la pistola subió de nuevo los escalones hacia el Proteus, entrando en él rápidamente. Cerró las compuertas visiblemente enfadado, aunque con el rostro pleno de satisfacción. Todo sucedió en apenas cinco minutos.
—Asquerosos imbéciles —decía en voz alta andando hacia su sillón beige situado en el cuadro de mandos frontal del batiscafo. Encendió los focos delanteros, alumbrando poderosamente en la profundidad submarina, y pulsó varios botones de la radio.
—Estación Argentina, aquí Proteus. Por favor, suelten las garras de amarre.
No obtuvo respuesta. O bien no había nadie en la radio, o bien no querían contestarle.
—Estación Argentina, aquí Proteus. Suelten los dispositivos de amarre ahora mismo.
No contestó nadie.
—Maldita sea. ¡Estación Argentina, respondan ya!
De nuevo el silencio. El Gobernador estaba histérico, y el hecho de que nadie le contestara, le terminó de enloquecer. Bien podría ser porque la radio se había estropeado, porque estuvieran todavía recuperándose de las muertes de sus dirigentes, o porque no hubiera nadie en la radio en ese momento. No importaba.
—¡Será posible! ¡Se van a enterar de quién es John Alexander Hurt! ¡La última vez que me hacen esto!
Se levantó encolerizado, y se dirigió a la parte trasera del submarino. En el panel de mandos más cercano a la compuerta inferior, por donde había accedido a la nave, tecleó varios números, y bajó dos palancas pequeñas. Al cabo de unos segundos, oyó cómo las garras se soltaban, dejando al submarino flotando peligrosamente en las profundidades. Salió corriendo hacia el sillón de tripulante, aunque, por fortuna, la corriente le desplazaba hacia arriba. Si hubiera sido al contrario, con seguridad hubiera tenido un accidente de catastróficas consecuencias. Al llegar a su sillón beige, ya estaba a unos cuatro o cinco metros de la estación.
—Malditos imbéciles. Esto no se le hace al Gobernador.
Cogió los mandos de la nave y aumentó ligeramente la potencia. A medida que se alejaba de la estación submarina, se levantó del sillón y se dirigió al panel lateral del costado derecho. Se agachó y, en la parte baja del mismo, pulsó varios botones. Al hacerlo, se encendieron numerosos testigos y una desagradable alarma sonora acaparó la atención del inglés. En la pantalla principal de la consola central, un mensaje decía:
«ELIMINACIÓN DE LA ESTACIÓN ARGENTINA. ACCESO RESTRINGIDO. CONFIRME SU IDENTIDAD».
Al momento, el señor Hurt tecleó la contraseña. El mensaje subsiguiente decía:
«ACCESO PERMITIDO. DESTRUCCIÓN EN 2:00. EVACUACIÓN NECESARIA. MANTÉNGASE A LA DISTANCIA MÍNIMA DE SEGURIDAD».
La alarma sonaba incluso más fuerte, poniendo más nervioso todavía al inglés. De nuevo se sentó en su cómodo sillón, y dio toda la potencia a la nave, alejándose con rapidez de la estación.
—Esto por poner en tela de juicio mis decisiones, imbéciles —dijo con el odio reflejado en su rostro.
El reloj de la consola fue disminuyendo, segundo a segundo. Cuando la nave se encontraba a poco más de un kilómetro de la plataforma argentina, se produjo la terrible detonación, cuya onda expansiva alcanzó al pequeño submarino, originando una terrible sacudida y haciendo que el propio Gobernador se cayera al suelo, golpeándose en el hombro con el cuadro de mandos central. Pero el piloto automático funcionó a la perfección, y el pequeño submarino se estabilizó con rapidez. Una vez conseguido el completo equilibrio, desactivó el piloto automático, dando un giro de ciento ochenta grados y retornando a la estación. Quería comprobar los daños. El señor Hurt, sin levantarse del sillón y completamente desquiciado, se volvió para mirar al panel de control del lateral izquierdo de la nave. Allí se encontraban los mandos que guiaban los brazos articulados situados en los dos costados de la nave. Presionó varios botones, seguidos por el zumbido de los pequeños motores en el exterior. Al acercarse a los restos de la estación, los poderosos focos del submarino mostraban el desastre, la hecatombe, la muerte y la desolación. Todo era un mar de escombros acristalados, de cadáveres y sangre, mezclado con las burbujas y las pequeñas bolsas de aire. Millones de restos de mobiliario, comida, algunos animales de la granja y utensilios de todo tipo se veían por doquier. El inglés, controlando los dos brazos mecánicos, fue comprobando que no quedaban bolsas de aire estancadas, y que no había supervivientes. Algunos pocos argentinos, sin duda sorprendidos por la explosión, y todavía vivos, trataban desesperadamente de subir a la superficie, heridos, buscando una sola bocanada de aire fresco, una sola esperanza de vida. Aunque allí arriba hubieran muerto por la elevada toxicidad del aire, el Gobernador inglés, casi enloquecido, no lo quiso permitir. Guiando los dos brazos articulados desde la consola central del submarino, fue aniquilando uno por uno a los pocos supervivientes. El apéndice móvil del pequeño batiscafo acababa en unas poderosas pinzas metálicas, gracias a las cuales el inglés atenazaba y desgarraba el cuerpo de los inocentes sudamericanos, que intentaban nadar hacia la superficie como podían, después de haber superado la enorme explosión. Un argentino alto, de abultada melena ligeramente canosa, fue el último de los que encontró. Manteniendo la respiración hasta límites impensables, braceaba con fuerza hacia el exterior. Era Samuel, el joven y apuesto argentino que miraba absorto al horizonte, de la mano de su novia, veinte años atrás. El señor Hurt intentó aprisionarle con las tenazas, pero se desembarazó en un movimiento rápido y ágil, y ganó unos metros al submarino, lo que le posibilitó nadar con mayor soltura. Subía y subía con rapidez. El Gobernador, dentro de la nave, desconectó el estabilizador, le siguió raudo y no tardó en alcanzarle. El apuesto sudamericano estaba exhausto, y le faltaba el aire. Cuando se encontraba ya a muy pocos metros de alcanzar la superficie —tóxica y venenosa, pero superficie, al fin y al cabo—, el inglés consiguió atraparle el pie derecho con la pinza metálica izquierda de la nave, a la altura del tobillo. Presa del pánico por la falta de aire y por la proximidad de la superficie, el argentino intentó desembarazarse sin éxito. El inglés, con una macabra sonrisa en el rostro y disfrutando verdaderamente con aquella sanguinaria ejecución, aumentó la presión de las pinzas, rompiendo los huesos y los ligamentos, y terminó por arrancar el pie del cuerpo. El otro brazo articulado del submarino —el derecho—, le asió por el hombro, y el argentino comprendió que ese era el fin. El destrozo que el inglés le hizo, fue dantesco y espantoso. Aunque hubiera muerto a los pocos segundos por la falta de aire, el Gobernador pagó con él la ira y la locura que le dominaban, destrozándole y despedazándole el cuerpo por completo.
Al igual que ocurrió con la base de estudio del agua del Mar Menor en la costa murciana, el Gobernador había devastado por completo el centro argentino, hundiéndolo para siempre en el fondo marino, tanto a la instalación, como a los propios habitantes de la misma. Absolutamente nadie quedó con vida tras aquella cruel masacre.
Rápidamente, el inglés puso rumbo a su nuevo destino, ganando profundidad y alejándose de allí a toda máquina. Cuando pasaron unos minutos, en los que se fue tranquilizando y serenando ligeramente, se miró el hombro dañado, el que se había golpeado contra el salpicadero. Lo tenía hinchado, le dolía muchísimo y seguramente se le pondría morado, pero en la enfermería de la estación Kermadec —su próxima parada—, le curarían por completo. Había acabado con aquella insurrección de la mejor manera posible. Y ya nadie discutiría jamás su poder.
* * *
Viernes, 25 de febrero de 2033
Las habitaciones de los seis hermanos estaban amuebladas de la misma forma, con los mismos materiales, las mismas camas, los mismos armarios y las mismas mesas, pero cada uno la había decorado en su estilo. La habitación de Juan estaba muy escuetamente adornada. Todo lo contrario a Mateo, que no tenía un solo centímetro libre de la pared. En esos pequeños detalles podía comprobarse con claridad las diferentes personalidades de cada uno de los seis hermanos. Mateo tenía colgadas de la pared multitud de fotografías, desde preciosas puestas de sol, hasta fotografías de varias muestras microscópicas de plantas, que eran de considerable belleza. Y Juan, siempre metódico, organizado, sobrio y austero, apenas tenía colgado un par de folios. Y ni siquiera eran imágenes, sino dos problemas matemáticos, que por su especial dificultad —y porque todavía no había sido capaz de resolverlos—, le motivaban y le alentaban. No tenía absolutamente nada más. Pero a él le gustaba así. Juan era el más pequeño de los seis, el que siempre había ido detrás de ellos, admirándoles, en lugar de marcar él mismo su propio camino, y eso había forjado en él una sólida personalidad. Siempre a la sombra de sus hermanos, había desarrollado un sentimiento de seguridad en sí mismo muy profundo, quizás porque sus hermanos también habían influido en ello.
El profesor de Física, el profesor Kepler, estaba muy contento con el rendimiento que Juan daba en sus clases. Cuando eran más jóvenes, éstas no entrañaban demasiada dificultad, ni para los seis alumnos, ni tampoco para el profesor. Pero con el lento pasar de los días y de los años, la complejidad fue creciendo. Pasaron de problemas relativamente sencillos, basados en la mecánica clásica tradicional, a auténticos quebraderos de cabeza cuando comenzaron con las enseñanzas apoyadas en la Mecánica Cuántica y la Física Nuclear. En estos complicados niveles, tanto Lucas como Marcos despuntaron sobre sus hermanos. Y Juan, que era algo inferior a los demás, era el que peor marchaba, junto con Pablo, que mostraba más desidia que ninguno. Es por eso que el profesor Kepler le animaba y le apoyaba más que a nadie, porque jamás perdía las ganas de hacer sus tareas. Después de un par de años de continuo esfuerzo, de hacer más ejercicios que sus hermanos, de completar más trabajos —aunque más sencillos—, que los de sus hermanos, en definitiva, de trabajar más que ellos, Juan alcanzó niveles verdaderamente impensables, llegando a discutir numerosos conflictos físicos con Mateo, con Marcos, con Lucas y con su profesor. Éste le tenía, sin duda alguna, como a su alumno favorito, aunque a todos los intentaba tratar por igual. Entre ellos dos, entre alumno y profesor, nació una amistad sincera y honesta, verdadera y auténtica. Y Juan quiso aprovecharse de ella para obtener la información que había preparado con sus hermanos. No fue tampoco algo malintencionado. Y tampoco imaginaban las trágicas consecuencias que traerían.
—Ya te lo he dicho mil veces —decía cansado el profesor—. En el almacén no hay nada más que consumibles, papeles y todas esas cosas, comida enlatada y congelada, y pocas cosas más. No hay ningún acceso a ningún sitio.
El profesor era un hombre alto, espigado y larguirucho, con una barba blanca recortada y muy cuidada, y la piel blanquecina por la falta de luz solar. Tenía los ojos verdes, apagados y desdibujados, tristes por la rutinaria y anodina vida entre aquellos acristalados muros. Aunque era un hombre alegre, vivo y dicharachero, los últimos meses estaba volviéndose melancólico, abatido y meditabundo.
—Comprendo. Y comprendo también que no quiera decírmelo —contestó Juan, muy escuetamente, mientras anotaba algo en el papel, como si continuara haciendo el ejercicio.
»Ya sé que estamos vigilados —escribió.
»Pero no se preocupe, que escribiendo no sabrán nada.
»Debería decirme la contraseña. Si allí no hay nada, tampoco tiene de qué preocuparse, ¿no le parece?
»No lo entiendes —contestó el profesor, también escribiendo—. Si te lo digo, soy hombre muerto.
»Venga ya. Seguro que no es para tanto. Le propongo un trato. Si me dice la contraseña para poder entrar en el almacén, le cuento cómo nos comunicamos entre nosotros, de manera que nadie lo entienda.
»Juan, no puedo. De verdad. Aunque me gustara la idea.
»Además, nadie lo averiguaría, porque entraríamos a medianoche. Y ahí seguro que nadie vigila.
»¿A medianoche? —preguntó el profesor, dando muestras de su abatimiento.
»Exacto. Cuando todo el mundo esté durmiendo.
»¿Y no haríais ruido, ni diréis jamás nada a nadie?
»Jamás.
»¿Ni diréis nunca que yo te di la contraseña?
»Tranquilo.
»¿Y lo dejaréis todo tal y como lo encontréis?
»Profesor, dígame la contraseña —escribió.
»Primero tienes que explicarme el lenguaje que utilizáis.
»Es muy sencillo de utilizar, y al mismo tiempo muy difícil de adivinarlo.
Muy brevemente, Juan explicó al profesor las reglas básicas de la sencillísima gramática que habían creado. El uso de los números en lugar de letras, y de signos y símbolos matemáticos para crear frases y palabras lo habían perfeccionado y desarrollado hasta convertirlo en un verdadero lenguaje. Y el profesor Kepler no salía de su asombro.
—¿Y cada nota que nos hacíais pasaros de clase en clase eran claves ocultas? —preguntó incrédulo, en voz baja.
—Sí —contestó riéndose Juan—. Pero no debe preocuparse, que la mayoría eran notas para averiguar si descubríais el sistema. Cuando corroboramos que no lo detectabais, entonces empezamos a utilizarlo para otros menesteres. Pero nada de qué preocuparse.
—Comprendo.
—Anda, profesor. Escriba algo, cualquier cosa —le propuso Juan.
—¿Cualquier cosa?
—Eso es. Escriba algo que no quiera que nadie sepa —dijo Juan, intentando que le escribiera la contraseña.
Sin contestar nada, el profesor cogió el cuaderno en el que estaba anotada la conversión entre letras y números que le había proporcionado Juan.
Muy despacio, porque le costaba traducir de una palabra a otra, escribió tres grupos de números. En su traducción, decía:
«KEVIN CALLAGHER JR.»
—No lo entiendo —dijo Juan, lo más bajo que pudo a pesar de la emoción—. Esto no es ninguna contraseña.
—¿Y quién te ha dicho que lo era?
—¿Y qué es entonces?
—Me dijiste que escribiera algo secreto ¿no es así?
—Desde luego.
—Pues ahí lo tienes. Hace más de veinte años que nadie lo pronuncia. No creo que haya nada más secreto que ese nombre.
—¿Y a quién pertenece?
—A mi. Es mi verdadero nombre —dijo emocionado el profesor, en un tono de voz tan bajo que Juan casi no le escuchó.
No se lo podía creer. El verdadero nombre del profesor Kepler era Kevin Callagher Jr. Toda la vida le habían llamado señor Kepler. Toda la vida le habían conocido por un nombre que en realidad no era el suyo. Habían estado equivocados. Y él siempre lo había ocultado. Tantos secretos, tantos misterios concernientes a sus vidas estaban empezando a cansarle. ¿Habría algún día en el que averiguarían toda la verdad?
—No te angusties —dijo en voz baja—. Todos los profesores tenemos nombres falsos. Yo elegí el nombre de Johannes Kepler, por ser el padre de la física moderna, y como ésa era mi asignatura...
—¿No sería más justo decir que Einstein fue el padre de la física moderna? —interrumpió Juan.
—Desde luego —contestó sonriendo el profesor, haciendo una pequeña pausa—. Pero ese nombre ya estaba cogido. Del mismo modo, el profesor Mendel utilizó ese nombre en honor de Gregor Mendel, padre de la Botánica, el profesor Leibniz, de matemáticas, en honor de Gottfried Leibniz, creador y descubridor del Cálculo Infinitesimal.
—¿Y la profesora Callas, de música? ¿Todos falsos?
—Todos. El profesor Jones, de Historia y Antropología, y el profesor Schrodinger, de Química. Todos falsos.
—No me lo puedo creer. Todos estos años utilizando nombres falsos —dijo Juan justo cuando sonaba la tenue alarma anunciando el final de la clase.
El profesor sonreía. El hecho de haberle confesado su verdadero nombre no le producía temor o preocupación. Más bien al contrario. Era como si se hubiera quitado un gran peso de encima.
—Me alegro de habértelo contado —dijo el profesor—. Sin duda alguna, mi padre estaría orgulloso de mí.
Cogió una pequeña hoja de papel y, sin que Juan lo viera escribió algo en ella, doblándolo en varios pliegues.
—No lo abras hasta que me vaya —dijo dejando el papelito encima de la mesa.
—Tranquilo —dijo Juan, mientras el profesor se ponía en pie.
—Lo siento por no poder decirte nada —dijo bien alto, casi gritando—. Y no vuelvas a pedirme que te diga nada más. No podéis entrar allí y punto.
El señor Kepler, o Callagher, con la cara radiante de felicidad, se separó de la mesa, abrió la puerta y se marchó sonriendo, cerrando de un portazo, actuando como si estuviera enfadado. Lo que Juan desconocía en ese momento, era que ya no volvería a verle nunca más. Esa fue la última clase que tuvo con el profesor de Física.
Una vez que hubo salido, desdobló rápidamente el papel, descubriendo una palabra extraña, pero que al instante comprendió que se trataba de la contraseña.
«MISTICO»
Con el corazón desbocado, advirtió que el número para poder acceder al almacén era, traduciendo, «3614». Por fin podrían desenmarañar el secreto oculto tras aquella misteriosa compuerta. Después de veinte años intentando averiguar lo que había detrás, por fin podrían entrar en el secreto almacén.
* * *
A las tres en punto de la madrugada, tal y como habían acordado los seis hermanos, Juan se despertó en su habitación. Sin encender ni una sola luz, en la oscuridad más absoluta, se levantó, se vistió —no sin dificultad—, cogió una linterna y salió al pasillo. Casi al mismo instante, también salía Marcos, Mateo y María. Faltaban Lucas y Pablo, que empezaban a retrasarse. Habían tomado la decisión de no hablar, de no hacer ningún ruido, para no ser escuchados. Es por eso que no utilizaron sus despertadores personales para levantarse. La sola idea de conocer el interior del almacén, de poder salir de allí, de bajar a ver qué era lo que había en los desconocidos niveles inferiores, era suficiente como para no quedarse dormidos. Pero eso no le debió suceder ni a Lucas, ni a Pablo, los cuales seguramente fueron vencidos por el sueño, y a la hora señalada no aparecieron en el pasillo. Éste estaba tenuemente iluminado por un pequeño tubo fluorescente, que proporcionaba una ligera y mortecina claridad azulada. Lo justo para poder ver y moverse, pero que mostraba sombras y negruras de aspecto más que amenazador. Juan entró en el dormitorio de Lucas, que también estaba oscuro. Sin hacer ningún ruido, se acercó lentamente a su cama y, tapándole la boca para que no hablara, le despertó en completo silencio. Éste, consciente de su retraso y de que no podía hablar, se quitó la mano de su hermano, levantándose y vistiéndose con extrema rapidez y premura. Por su parte, Marcos hizo lo mismo con Pablo, al que le costó un poco más levantarse, pero que también lo hizo en el más absoluto sigilo.
Una vez que estuvieron los seis al completo, en el pasillo transversal del Nivel Phi, se acercaron al acceso al almacén, a unos pocos metros de allí. De las dos compuertas de aquel pasillo —la otra era la del cuarto de baño, mucho más pequeña y sin cerradura de seguridad—, aquella había sido siempre un muro infranqueable. Siempre habían convivido con aquella compuerta cerrada, siempre habían tenido su acceso prohibido, y ahora, por fin, podrían abrirla. El suelo del pasillo, de una rejilla de acero pintada en negro —que sin duda también escondía algún oscuro secreto—, apenas resonaba al pisar sobre él. Y así llegaron a la compuerta. Fueron innumerables las veces que hicieron eso mismo en otras ocasiones —desconociendo la contraseña—, y siempre algún cuidador les había interrumpido después de varios intentos, o sencillamente se habían cansado después de varios fracasos en las combinaciones. Pero en aquella ocasión era diferente: conocían el código de seguridad. Fue Juan el que, lentamente y con los nervios en tensión, pulsó los cuatro dígitos, seguidos del botón verde. Al instante, un ligero chasquido, que retumbó muchísimo por el silencio reinante, dio paso a un débil silbido y la compuerta se entreabrió ligeramente. Sin hablar ninguno de los seis, aunque todos ellos presas de la emoción, empujaron la pesada plancha metálica, entrando en el oscuro almacén, y encendiendo sus linternas. Tenían delante un pequeño corredor, de unos tres metros de ancho —la mitad del ancho del nivel—, por unos cuatro o cinco de largo. La pared izquierda era la que se sujetaba en las sólidas rocas submarinas, y la pared derecha daba con el pequeño aseo de los seis hermanos. En el interior, todo eran estanterías. Y todas estaban repletas de comida. Comida enlatada, sin pegatinas ni distintivos de ningún tipo, pero escrupulosamente ordenadas. Algunas bolsas de pan, y varios sacos de algo parecido a la harina. Con ello era con lo que hacían las malditas gachas de avena. El corredor giraba a la derecha, bordeando el baño y dejando a la izquierda una cámara frigorífica herméticamente cerrada. El corredor, en definitiva, tenía forma de «Zeta». La última parte del mismo, que circulaba paralela a la entrada, estaba llena de artilugios y cachivaches de todo tipo. Los hermanos, absortos, iluminaban con sus linternas, y pudieron reconocer —en esta última parte—, varios de los juguetes que usaron cuando eran niños, y que habían dado por perdidos: una muñeca de María; una ranita de Lucas, que hacía graciosos ruiditos al apretarla; una pequeñísima guitarrilla blanca con botones, que perteneció a Pablo o una especie de ábaco de madera de Marcos, colocados y ordenados entre millones de artilugios más complejos y desconocidos, desde tarjetas electrónicas rotas y desarmadas a pequeños dispositivos ópticos, con lentes y cristales.
Por todas partes miraron y buscaron. Escudriñaron en el suelo —que era de la misma rejilla oscura que la del pasillo—, por las paredes y por todos los rincones, pero no encontraron absolutamente nada. El profesor Kepler tenía razón. Allí no había ninguna compuerta de bajada. Abrieron la cámara frigorífica, con la esperanza de encontrar algo allí. Entraron en un recinto pequeño, en el que hacía un frío terrible. Había un fuerte olor al gas del aire acondicionado. Varias piezas de carne de vacuno, enormes, estaban colgadas en ganchos. También había multitud de pollos, muchas piezas diferentes de cordero y de cerdo, embutidos como chorizos, morcillas y jamón, y un montón de cajones llenos de pescado congelado: merluzas, sardinas, lenguados o salmones. Muchos de los pescados que allí había, jamás los habían comido. Había salmonetes y cabrachos, y ellos jamás los habían probado. Ni siquiera sabían lo que eran. Aquello evidenciaba sin temor a equivocarse que allí vivía más gente. Sin terminar de perder la esperanza de encontrar allí la ansiada salida al nivel inferior, miraron en el suelo, que estaba forrado de plástico, más higiénico que la rejilla de acero. Pero allí tampoco encontraron nada.
Después de más de tres horas buscando en el almacén, en el que removieron absolutamente todo lo que allí se encontraba, y que escrupulosamente dejaron en su mismo estado, no encontraron nada. Llegaron a la conclusión de que el profesor Kepler, en realidad, llevaba razón y le tenían que haber hecho caso. Tremendamente abatidos, cansados y somnolientos, los seis hermanos se dirigieron a la entrada del almacén, la ansiada compuerta que tantos años habían intentado traspasar, y que no escondía nada más que alguna extraña comida, sin duda perteneciente a otros, posiblemente a los profesores y a los cuidadores. Multitud de preguntas se planteaban entonces los seis hermanos. ¿Cómo bajar a los niveles inferiores que, con toda seguridad, existían? ¿Por qué no les habían dejado entrar nunca allí, si no había tampoco nada de qué preocuparse? Y, sobre todo, ¿quién estaba detrás de todo esto? ¿Quién era el que ordenaba que nadie entrara? ¿Quién era el que les tenía allí prisioneros, recluidos de por vida, sin dejarles traspasar aquellas compuertas?
Así marchaban en el oscuro almacén, sorteando latas de comida, sacos de harina de avena y muchas otras cosas, en completo silencio, ajenos al peligro que se cernía sobre sus cabezas. Llegaron a la compuerta, la tan ansiada y soñada compuerta, que no había significado absolutamente nada, y que tenían sujeta con una pesada lata de conserva para evitar su cierre. Apagaron las linternas, se relajaron un instante, para volver a sus dormitorios, y tiraron de la pesada trampilla de acero. Al abrirla, se quedaron petrificados. Allí en el pasillo, bajo la débil y azulada luz mortecina, había un hombre al que jamás habían visto. Era un hombre apuesto, con el porte muy elegante y distinguido. Estaba ya entrado en años, con el pelo plateado bien cortado, aunque se conservaba muy bien. Tenía la piel ligeramente morena, no como sus profesores o sus cuidadores, que tenían ese tono blanquecino propio del que nunca le da el sol. Y era alto, tremendamente alto. Jamás habían visto a alguien tan alto. Llegaba casi a los dos metros y tenía un extraño tatuaje en el cuello, como el de un pájaro que asoma por la mandíbula, debajo de las orejas. Era un hombre muy guapo y apuesto, y sonreía tranquilo ante la atónita mirada de los seis hermanos.