3. EL CASTILLO DE
AMBOISE
Miércoles, 2 de septiembre de 2009.
François Payer se despertó aquel día con un extraño sentimiento de preocupación en el cuerpo. Tenía la corazonada de que algo malo estaba a punto de ocurrir. No sabía explicarlo bien, pero no se sentía cómodo. Se colocó a los pies de la cama y recapacitó unos instantes. Se rascó la cabeza, suspiró profundamente y se frotó el rostro con la palma de las manos, como si en esos gestos consiguiera hacer desaparecer esa sensación de intranquilidad. Como si así consiguiera ahuyentar todos aquellos malos presagios. Pero no fue así.
—Buenos días, dormilón —le dijo con voz cariñosa su mujer desde el cuarto de baño.
—Buenos días —le respondió. La voz ronca, la barba sin afeitar y el pelo muy corto y despeinado le daban una apariencia muy poco elegante.
—Madre mía, cariño —le dijo su mujer mientras repasaba sus labios con un marcador rojo—. Estás hecho un desastre. ¿Has dormido bien?
—No. Estoy hecho polvo. Y me encuentro fatal —le dijo, poniéndose en pie de la cama. Su pantalón del pijama, de color blanco con rayas azules, y su camiseta blanca de tirantes no le mejoraban tampoco el aspecto, aunque a ella le gustaba así.
—Ya termino. Te he dejado el desayuno en la cocina.
El desayuno no era ni más ni menos que un mísero vaso de leche desnatada, con una tostada de pan integral. Nada más. Ni bollitos, ni mantequilla, ni mermelada. François entró en el baño y, después de besar en el cuello a su mujer se colocó encima de la báscula.
—Vaya mierda —dijo simplemente al comprobar el resultado.
—No te preocupes, cariño, que ya verás como adelgazas, si sigues así.
Ella siempre estaba de buen humor. A todas horas. Incluso por las mañanas, que él siempre se levantaba mal. Al principio —cuando llevaban poco tiempo casados—, ella conseguía alegrarle, pero cada vez le costaba más y más. Aquel día, como tantos otros, no lo consiguió.
—Tengo un mal presentimiento —le dijo con la misma voz ronca de antes.
—¿Por qué?
—No lo sé. No me encuentro bien —dijo encendiendo una pequeña radio que estaba encima de una repisa de cristal del baño. Le gustaba escuchar la radio por la mañana. Le recordaba a su padre. Incluso utilizaba su mismo transistor. Lo escuchaba mientras se duchaba y se afeitaba. Su mujer, una guapa dependienta de unos grandes almacenes, situados dos manzanas calle arriba, tenía el turno de mañana esa semana, y entonces solía dejarle el desayuno preparado. Incluso cuando a él le tocaba turno de noche —como ese día—, le preparaba algún bocadillo para que se lo llevara. Entonces —para no romper el maldito régimen que seguía desde hacía un mes—, le había dejado, tan solo, dos manzanas verdes.
—Será que has soñado algo malo, y ahora no lo recuerdas —le dijo, saliendo del baño.
—Será eso —contestó con desgana.
—Me voy. Te he dejado la cena preparada. Adiós —dijo despidiéndose, con voz dulce, mientras cerraba suavemente la puerta.
—Valiente mierda de cena. Dos manzanas verdes —dijo abriendo la tapa de la cisterna del váter. En el interior había, metido en una bolsa de plástico totalmente hermética, sumergido en el agua, un paquete de Marlboro, con un mechero azul. En un gesto casi involuntario, encendió un cigarrillo y guardó de nuevo el paquete de tabaco con el mechero en el interior de la cisterna, colocándolo todo tal y como estaba. Aspiró profundamente el humo del tabaco, que le supo a Gloria Bendita. Intentando alejar los fantasmas de la noche, se puso a escuchar las noticias de la radio. Éstas, no hicieron sino acrecentar la sensación de peligro con la que se había levantado.
—... no se ha descubierto ninguna puerta forzada —decía la radio—, ni señales de violencia por ningún lado. Excepto, claro está, en las dos víctimas, que yacían en el suelo, boca arriba, una de ellas con dos tiros en las piernas y otro tiro mortal en el centro de la frente, mientras que el otro había sido literalmente acribillado a balazos. Se cree, por tanto, que el asesino era alguien de la casa. En este momento, la investigación se centra en estudiar...
—Lo que faltaba —dijo en voz alta François. Las dos víctimas eran los vigilantes de seguridad del turno de noche, del Panteón de Hombres Ilustres de París—. Con razón me he levantado mal.
Empezó a afeitarse, mientras seguía escuchando la radio. Al parecer, una de las tumbas del Panteón había sido forzada y destrozada. El Panteón, que era visita obligada para los turistas de la capital francesa, albergaba los restos de varios de los personajes franceses más representativos, desde Rousseau hasta Alejandro Dumas, pasando por un sinfín de personalidades. Además, era también la sede en donde se encontraba el famoso péndulo con el que Foucault demostró la rotación terrestre, que colgaba desde lo alto de la cúpula central, y oscilaba a la vista de todos los visitantes.
—Si ha pasado esto en París, en el Panteón, qué me podrá pasar a mí —decía con preocupación. Él también era vigilante de seguridad, y también trabajaba en un lugar de afluencia masiva de turistas, aunque no albergaba tumbas de grandes e ilustres franceses. Solamente albergaba una, y no era de un francés, sino de un italiano, aunque desde luego era uno de los más grandes genios que dio la humanidad: Leonardo da Vinci.
Terminó de afeitarse, cada vez más nervioso por las noticias que escuchaba. Se duchó con rapidez, se puso una camisa y un pantalón, dejó el uniforme encima de la cama —para ponérselo después de comer—, y bajó a la cocina. Siempre con la radio en la mano, la misma que utilizaba su padre, y que él había conseguido conservar, pendiente de las desalentadoras noticias que iban dando.
—... ¿Por qué solamente han saqueado una tumba? ¿Por qué no han saqueado más? Tenemos todavía muchas preguntas sin respuesta. Se ha remitido un comunicado, en el que se informa de que a las 12:00 de la mañana se dará una rueda de prensa, para informar a todos los franceses...
—Algo raro hay en todo esto —pensó François, mientras se comía la tostada de pan integral. Nada más tragarla, el estómago se quejó con un ruido gutural—. Joder, estoy muerto de hambre.
Miró el reloj que estaba colgado de una de las paredes. Las 9:34. Todavía quedaba bastante hasta las doce. Estaba preocupado, porque existían muchos lazos de unión entre el suceso de París y él mismo. Las únicas víctimas eran los vigilantes de seguridad, del turno de noche. Como él. El lugar era uno de los lugares más visitados de París. Y él trabajaba en otro de masiva afluencia de turistas, el Castillo de Amboise, a tan solo cincuenta y cinco kilómetros de la capital francesa. Decidió llamar al trabajo, para ver si necesitaban algo. Además, escucharía a otro colega suyo, que seguro compartiría su preocupación, y les vendría bien a ambos. Cogió el auricular y marcó el número de la garita de la entrada, la única que tenía línea telefónica.
—¿Dígame? —contestó la voz al otro lado.
—Hola —dijo con la voz ronca—, soy François. ¿Quién eres?
—Hola François. Soy Jean Paul. ¿Qué tal?
—Bien, bien. Estaba escuchando la radio y me he enterado de lo que ha pasado en París. ¿Cómo estáis por allí?
—Bien, por aquí bien. Un poco más de tensión de lo normal, pero nada de qué preocuparse. La gente, eso sí, nos mira y se da cuenta de que existimos —dijo riéndose.
—Eso está bien. Oye, ¿necesitáis algo? ¿Queréis que os lleve alguna cosa?
—No, no es necesario. Muchas gracias de todas formas.
—Bueno, como quieras. Por cierto, ¿a quién le toca conmigo esta noche?
—Aquí está Jean Pierre, que ahora está en la capilla. Olivier y Serge creo que hoy libraban. Así que te tocará con Alain.
—Perfecto, Jean Paul. Muchas gracias. Si necesitas cualquier cosa dame un toque, ¿vale?
—De acuerdo, François, gracias a ti. Luego nos vemos. Y no te preocupes que todo está en orden.
—Que tengas un buen servicio.
Y colgaron. Se quedó un rato en silencio. Le habían tranquilizado las palabras de su compañero, pero pensaba en el maldito diablo que había dado muerte a sus dos colegas parisinos. Si le tuviera delante le destrozaría sin piedad. Sentía mucha furia y mucha rabia, que debía contener. Bebió de un solo trago el resto de leche que aún quedaba en la taza. Apagó la radio, se levantó y se sentó en el sofá del salón, encendiendo la televisión. Puso el canal de noticias, a ver si ahí contaban algo más.
No hablaron de otra cosa en toda la mañana. El suceso conmocionó a toda la sociedad francesa. La rueda de prensa de la policía no hizo otra cosa que engrandecer aún más el misterio, porque confesaron que las cámaras del circuito cerrado de televisión no daban pista alguna. Incluso llegaron a emitirlas. Solamente aparecían turistas, turistas y más turistas. A la hora del cierre, se veía cómo todos iban saliendo, lentamente, como en un día normal. Y con el museo ya cerrado, no se aprecia a nadie, ni siquiera alguna sombra, hasta que —en un instante repentino—, se cortaban una por una todas las cámaras y no se veía nada más que nieve e interferencias.
Cuando el comisario de policía fue preguntado acerca de la tumba que había sido saqueada, una sombra de tristeza asomó en su rostro. Con una camisa blanca y una corbata negra tristemente anudada al cuello desabrochado, bajó la mirada y no supo qué contestar. Así estuvo unos instantes, hasta que pudo rehacerse. Levantó la cabeza y miró a todos los periodistas presentes, que no eran pocos.
—Madame Curie —fue toda su respuesta. Sin duda estaba afectado.
Un considerable murmullo se adueñó entonces de los periodistas. Se oyeron multitud de preguntas lanzadas al aire, gritos e, incluso, protestas. Marie Curie era la única mujer enterrada en el Pabellón de Hombres Ilustres, por mérito propio. Además, era también uno de los pocos que no eran naturales de Francia, ya que nació en Polonia. Sin duda que dos Premios Nóbel —en Física en 1903 y en Química en 1910—, la hacían merecedora de estar allí enterrada. Curiosamente, dos características que hacían de su estancia en ese lugar, todavía más singular. Una de las preguntas que siguieron fue acerca de la identidad del asesino o asesinos.
—Todavía no sabemos nada —dijo el comisario con el semblante serio—. Seguramente sea una sola persona, porque sería muy difícil que más personas no fueran captadas por las cámaras. Y es muy probable que tuviera algún tipo de unión con el Panteón: algún ex—trabajador, o algún enemigo de la dirección, por poner un ejemplo. Se están investigando todas las posibilidades.
—¿Por qué a una mujer? ¿Y por qué a una persona que no era natural de Francia? —preguntó otro de los periodistas.
—No creemos que tenga nada que ver. Según las pistas que tenemos, no hay datos que induzcan a pensar en la autoría de algún grupo de ideología radical de cualquier tipo...
François estaba completamente absorto viendo las noticias, hasta que reparó en la hora. Ya pasaban de la una del mediodía, y todavía no había preparado la comida. Se fue corriendo a la cocina, con el volumen del televisor lo suficientemente alto como para oírla desde allí. Por culpa del maldito régimen, su menú se componía de una pechuga de pollo a la plancha, con una hojita de lechuga aderezada con aceite y sal. Y para terminar, un yogur de leche desnatada. Todo ligero y libre de grasas. Un asco. Después de la revisión médica que pasó antes del verano —en la que le habían dicho que tenía el puñetero colesterol por las nubes—, se había estado planteando adelgazar, pero hasta que no terminó sus vacaciones —en las que se fue a pasar unos días por la costa de Normandía—, no se decidió a hacerlo. Con la siempre dulce y cariñosa ayuda de su mujer, todo era más fácil, pero aún así, le resultaba muy duro. Y lo estaba pasando muy mal.
Puso el plato con el pollo a la plancha y la lechuga encima de una bandeja, con una lata de Coca—Cola light y el yogur, y se lo llevó todo al salón, sin dejar de escuchar la televisión. Siempre que le tocaba el turno de noche, le gustaba comer en el sofá del salón, para poder dormir un rato después. Se levantaba muy fresco y capaz de aguantar despierto hasta la mañana siguiente. Pero aquel día estaba demasiado preocupado por las trágicas noticias, y no consiguió conciliar el sueño, ni tan siquiera un instante.
En la televisión, una vez que terminó la rueda de prensa del comisario de policía, estuvieron hablando toda la tarde de lo mismo, pero no dieron más datos que aclarasen un poco el asunto. Entrevistas con diferentes personalidades, del Cuerpo de Policía o de diferentes partidos políticos, debates en directo o conexiones con el mismo Panteón, pero ningún dato nuevo acerca del asesino. Y sonó el despertador a las cinco de la tarde. Tenía que marcharse al trabajo. Se levantó del sofá, y cuando estaba estirándose y bostezando, sonó el teléfono.
—¿Dígame?
—Hola cariño. Soy yo —dijo la misma dulce y cariñosa voz de su mujer. Siempre solía llamar a esa hora.
—Hola, ¿qué ocurre?
—Nada, solamente te llamaba para ver cómo estabas. Por si te habías quedado dormido. Y por si acaso seguías estando preocupado, como esta mañana.
—No, ya no tanto. Justo iba a vestirme, para irme ahora. ¿Qué tal tú? —le preguntó para cambiar de tema. Sí estaba preocupado, pero no quería que ella lo supiera.
—Bien, bien. Termino dentro de un rato.
—Bueno, pues te dejo. Que me tengo que marchar.
—Te quiero, cariño. Que tengas un buen día —le dijo ella. Sin lugar a dudas, se había percatado de la angustia de su marido.
—Igualmente. Un beso —contestó François colgando el auricular, sin saber que esas serían las últimas palabras que ella oiría de su boca.
Subió a su habitación y se puso el uniforme, que estaba tal y como lo había dejado por la mañana. Después de lavarse los dientes, cogió las llaves, unas monedas del mueble de la entrada y la pequeña bolsita de papel estraza con las manzanas verdes que su mujer le había preparado y salió a la calle.
Un soplo de un desagradable aire caliente le recordó que todavía no había terminado el verano, e inmediatamente pensó en la masiva afluencia de turistas al Castillo. Por suerte, en el turno de noche, eso no era ningún inconveniente, aunque también había visitas nocturnas. El turno empezaba a las cinco y media, justo media hora antes de cerrar el Castillo a las visitas del día. Por tanto, lo primero que hacía cuando llegaba era echar a todo el mundo y quedarse solo con su compañero. Y se pasaban la noche entera de guardia, turnándose en las rondas por el Castillo y en la garita de la entrada. El Castillo, por la noche, era un lugar lleno de oscuridad y figuras fantasmagóricas. Estaba profusamente decorado y su estilo a medias entre el gótico resplandeciente y el renacentista le confería un aspecto amenazador. Pero los vigilantes ya estaban acostumbrados a sus pórticos, a sus sombras o a las tenebrosas luces de la calle, filtradas a través de las vidrieras.
En la acera, justo delante de la puerta de su casa, tenía aparcado el coche, un Peugeot modelo 207 de color rojo que le había salido muy bien de precio. Lo arrancó y puso el aire acondicionado porque, aunque estuviera apenas a diez minutos, hacía mucho calor en el interior. Iban a ser unos instantes, pero encendió la radio, para ver si decían algo nuevo. La sensación de peligro le embargaba por completo. Los nervios casi le atenazaban. Por un momento, llegó incluso a pensar en llamar al trabajo y decir que no iría, que se encontraba mal y que le cubrieran el turno. Pero no lo había hecho en toda su vida y no lo iba a hacer ahora. Sin perder más tiempo, se dirigió directamente hacia el Castillo. Miró el reloj del coche, con la misma sensación extraña de intranquilidad que arrastraba durante todo el día, y que no conseguía eliminar. Las 17:18. Tenía tiempo de sobra.
Después de aparcar el coche en los alrededores del Castillo, entró en la garita de la entrada. El equipo de aire acondicionado conseguía que la temperatura en el interior fuera muy fresca y agradable, teniendo en cuenta el calor reinante. Y François lo agradeció.
—Hola François —le dijo un chico joven, alto y delgado, con el pelo rubio y los ojos azules.
—Hola Jean Pierre —le contestó François—. ¿Qué tal ha ido todo?
—Bien, bien. Nada de particular. Mucha gente, pero pocos problemas.
—Me alegro. ¿Y Jean Paul?
—Está terminando la ronda por la Capilla. Ya debe estar a punto de terminar.
—¿Ha venido Alain?
—No, todavía no —dijo mirando el reloj de pulsera de su mano izquierda—. Llega tarde.
—Es lo normal —dijo François sonriendo—. Es Alain.
—¿Qué decís de mí? —dijo otro chico entrando en la garita. Era más fuerte que Jean Pierre, pero no tan alto. Los dos, de todas formas, eran pequeños al lado de François, que les sacaba dos cuerpos de ancho y otros dos de alto, a cada uno.
—Que siempre llegas tarde, paleto —le dijo riéndose François.
—Es que no quiero quitarte los honores, François —le contestó Alain, ni corto ni perezoso.
—Claro, claro. Pues muchas gracias, compañero.
Y los tres acabaron riéndose en la pequeña garita. Justo cuando entró un cuarto vigilante de seguridad, de espaldas anchas y piel curtida. Estaba sudando ligeramente, debido al calor.
—¿Qué ocurre aquí? ¿Qué me he perdido?
—Nada, nada, dijeron todos. Este Alain, que es un cachondo.
—Oye —dijo François—, ¿qué sabéis de lo de París? ¿Algo nuevo?
—Acabo de oír a un grupo de turistas ingleses —empezó a decir Jean Paul, el último en llegar—, que no se han llevado el cuerpo de Madame Curie.
—¡No jodas! —dijo Jean Pierre.
—Tan solo se han llevado dos costillas.
—Me cago en la leche —dijo Alain.
—Así es. Por lo visto han destrozado la tumba, y el propio cuerpo, y solamente se han llevado dos costillas.
—¿Y para qué demonios querrá alguien dos costillas del cuerpo de Madame Curie? —preguntó François.
—Ni idea —contestaron todos.
—Seguro que ha sido algún jovencillo, con ganas de armarla —dijo Jean Paul.
—No, yo creo que ha sido algún niñato de esos de los juegos de rol. Le habrá tocado hacer alguna estupidez de esas, y esa gente no distingue lo real de lo irreal.
—Pues no lo sé, pero yo estoy preocupado. Algo no encaja en toda esta historia —dijo François.
—En fin —dijo Jean Paul—, que nos vamos. Chicos que tengáis un buen servicio. Y si necesitáis cualquier cosa no dudéis en llamarnos. Estaremos aquí en un momento.
—Eso es —dijo Jean Pierre abriendo la puerta de la garita.
—Hasta luego, que durmáis bien.
—Dulces sueños —se despidió Alain riéndose.
Y se marcharon. Alain, el chico rubio, delgado y alto, con ojos azules y François se quedaron solos en la fresca garita. Durante unos momentos, el silencio se apoderó de los dos. François se quedó mirando las pantallas del circuito de cámaras, pensativo.
—Te notó muy preocupado —dijo Alain.
—Pues sí. Es que me he levantado esta mañana con una sensación extraña. Es como si notara algún peligro.
—A mí me ha pasado eso alguna vez. Dicen que eso es debido a que tu Ángel de la Guarda te está advirtiendo.
—No me digas eso, que me preocupas más todavía.
—Bueno, si no quieres, no te lo digo, pero eso he oído.
—No hay que creerse todo lo que dicen, Alain —dijo François poniéndose en pie—. Me voy a dar la ronda de salida —así era como llamaban cuando apremiaban a los turistas, para cerrar pronto el Castillo.
—De acuerdo, te seguiré desde aquí. Puedes ir tranquilo —le contestó Alain, siempre con una sonrisa en la cara, como si estuviera siempre riéndose.
François abrió la puerta, y enseguida notó el aire caliente, que le abrasaba la cara, al salir de la puerta. Alain, por su parte, se sentó en la silla, delante de las tres pantallas de televisión en blanco y negro, que mostraban cíclicamente todas y cada una de las cámaras del Castillo. François fue recorriendo una a una todas las estancias y dependencias. Naturalmente, la que más turistas tenía, era la tumba de Leonardo da Vinci, en la Capilla de San Huberto. Después de recorrer casi todo el Castillo, François se dirigió hacia la allí, un poco más tranquilo. Estaba sudando mucho, por el maldito calor que se alargaba demasiado después del verano. Se paró bajo el magnífico dintel de la puerta de entrada, admirándolo. En ese momento, el ruido de un murmullo demasiado alto de lo normal llegó hasta él. Había un revuelo considerable. Parecía como si los turistas estuvieran gritando en el interior de la capilla. Rápidamente, avanzó hasta el interior, sumergiéndose entre las sombras.
* * *
Odiaba Francia. Y a los franceses. Esa maldita manera que tenían de hablar, de moverse, de andar, de hacer las cosas. Nunca había podido soportarla. Estaba acostumbrado a la rectitud y disciplina británica. A las formas y a la educación exquisita de los ingleses, aunque él no fuera de allí. Por tanto, después de pasar tres semanas en París, estaba harto, y deseando volver a Londres. Ya no aguantaba más. El hombre alto se miró al espejo del cuarto de baño del hotel. Recién afeitado, su aspecto era limpio y aseado. El tatuaje del Ave Phoenix en la parte trasera del cuello, con las alas asomando ligeramente por la parte delantera de la cara, cerca de la mandíbula, era sin duda su preferido. Podía pasarse horas mirándolo.
—Resurgiré de entre mis cenizas —dijo en voz alta.
Estaba desnudo. Y, como siempre, completamente solo. Salió del baño, y agradeció pisar la espesa moqueta de color verde del suelo de la habitación, ya que las baldosas del baño estaban frías. Miró encima de la cama, en donde había colocado la ropa que debía ponerse. Le gustaba cuidarse, dedicarse tiempo a sí mismo, y le gustaba —también—, vestir bien. Pero en aquella ocasión, la ropa no podía ser de su agrado. Unas bermudas cortas de color verde pistacho, con una camiseta de manga corta blanca, con un letrero que decía «Mind the Gap» y la bandera británica, calcetines de deporte blancos —que siempre había odiado porque le recordaban al colegio, cuando era pequeño—, y zapatillas de deporte. Todo ello unido a una gorra azul oscura del equipo de béisbol de los Yankis de Nueva York. El perfecto turista. Del todo insoportable. Una cámara de fotos colgada del cuello y un mapa de la ciudad completaban el disfraz. Además, una mochila roja con doble fondo, en cuyo interior llevaba una bolsa de patatas y una botella de agua en la parte visible. El inevitable toque de distinción, por decir algo, lo puso con unas gafas de sol cuadradas de cristal azul y montura fina.
Después de vestirse con semejante atuendo, cogió el mando a distancia del televisor de la habitación, y lo encendió. En todos los canales hablaban de lo mismo. El trabajito de París, en el Panteón de Hombres Ilustres, le había costado dos semanas de preparación, pero, finalmente, había salido casi a la perfección. Las cámaras de vigilancia no habían podido captarle en ningún momento de la visita, y eso era lo más importante. Lo malo fue el segundo vigilante. No se esperaba que llegara tan deprisa, y le viera arrodillado en el suelo, con la taladradora en la mano y haciendo un auténtico estropicio en la tumba. Y lo peor fue que al vigilante le dio tiempo a disparar sobre él. Por fortuna, la pistola automática de nueve milímetros no la había guardado en la mochila, sino que la había dejado en el suelo, al lado de las bolsitas de cierre hermético. Después de oír el disparo, que el vigilante falló, afortunadamente por culpa de los nervios, tuvo tiempo de sobra de coger la pistola y descargar seis disparos sobre el pobre incauto, que ya no lo contó. Dos en la cabeza y los otros cuatro sobre el pecho eran más que suficientes, incluso, para calmarle la ira que tenía después de semejante fallo. Pero eso no lo decía la policía. Tan solo decían que habían saqueado la tumba de Madame Curie, y que dos vigilantes de seguridad habían sido asesinados a sangre fría. Los pequeños detalles —como el disparo fallado del vigilante o el lugar en donde los había recibido— nunca los hacían públicos. Formaba parte del protocolo.
Con una meticulosidad casi religiosa, fue comprobando uno por uno, todos los elementos que necesitaba, para que estuvieran en perfecto estado. No podía cometer más errores. La pistola automática de quince disparos más uno de la recámara, dos cargadores más —por si acaso—, el silenciador, la taladradora y sus baterías, varias brocas de distintos tamaños, las bolsitas de plástico de cierre hermético, un spray con gas tusivo y un pequeño explosivo plástico, para utilizarlo únicamente en el caso de que la lápida se resistiera más de la cuenta. Todo en perfecto estado. Lo introdujo todo convenientemente empaquetado en el doble fondo de la mochila, se la colgó del hombro y salió de la habitación del hotel, después de apagar la televisión.
Al salir a la calle, el calor le abrasó el cuerpo. Todavía tenía la sensación de frescor de después de la ducha, pero enseguida se puso a sudar, por el rápido y repentino cambio térmico. El hotel era muy céntrico y estaba a dos calles de su destino: el Castillo de Amboise. Miró su reloj de pulsera, para cerciorarse de que tenía el tiempo bien calculado. Las 17:31. El tiempo justo, porque cerraban a las 18:00. Compró su entrada y se unió a la última visita guiada del día. Por su experiencia, el lógico desbarajuste que se origina con los grupos numerosos, le venía a la perfección. Lo malo era cuando ese grupo lo componían turistas asiáticos. La intención de pasar desapercibido, en ese caso, era del todo imposible, por lo que tendría que habérselas ingeniado de otra manera. Pero aquel día no fue así. El último grupo del día lo componían cerca de veinte americanos, todos ellos venidos de Chicago. Nadie notaría su presencia.
Entró en el recinto del Castillo y, de reojo, se fijó en la garita de los vigilantes de seguridad. Justo coincidía con el cambio de guardia, puesto que había cuatro en su interior. Dos de ellos eran muy altos y fuertes —uno, incluso, bastante gordo, que podía andar en torno a los ciento cincuenta kilos—, y otros dos más delgados. Éstos, normalmente, eran los peores. De cualquier forma, la sensación que experimentaba cuando miraba a sus futuras víctimas era siempre de un extremo placer. Si pudiera, se sentaría delante de ellos a contemplarles. Verles cómo se mueven, cómo hablan, qué maneras tienen o, incluso, qué cosas dicen. Se sentía casi como si fuera Dios, al ser el único que conoce el trágico final que les espera. Eso era mucho más hermoso que cualquier museo, castillo, tumba o panteón.
Se unió al grupo de americanos, pasando con ellos varias de las estancias del Castillo. A decir verdad, ni siquiera atendía a la pequeña charla que una guía les estaba dando en un correcto inglés. Desde debajo de la visera de la gorra de los Yankis, y sin levantar demasiado la cabeza, se fijaba atentamente en todas las cámaras de vigilancia, en los sensores de movimiento o en los detectores de humo. El dispositivo de seguridad era considerable, pero él contaba con el factor sorpresa, que siempre había manejado a la perfección. Después de un buen rato recorriendo el Castillo, llegaron a la Capilla de San Huberto, el esperado final del recorrido. Al entrar en su interior, casi se agradecía ponerse a salvo del agresivo sol que no daba tregua. Detrás de una pequeña valla de hierro forjado, estaba el objetivo de esa tarde: la tumba que albergaba los restos del mayor genio que ha dado la humanidad. Bajo unas hermosísimas vidrieras alargadas y una sencilla imagen en relieve, una escueta leyenda sobre la propia lápida era toda su decoración:
LEONARDO DA VINCI
Tenía que ponerse rápidamente manos a la obra. Desde el final del grupo, sacó el spray de gas tusivo —basado en el fosgeno—, y en un rápido gesto, aplicó una pequeña dosis a una señora despistada, ya entrada en los cincuenta. Intentando pasar desapercibido, pero sin perder de vista a la señora, se apartó de ella, que empezó a notar un picor en la nariz. No había dado ni tres pasos, cuando, en un gesto instintivo, ella hizo lo que nunca debería haber hecho: rascarse. De esta manera se extendió el gas por toda la cara. Y comenzó a toser como una desquiciada. Ante la ligera sonrisa del hombre alto, todo el mundo empezó a mirar a la pobre señora, que no podía parar con el ataque de tos. Sin más preámbulos sacó su nueve milímetros, con el silenciador, de la mochila, siempre de espaldas a la cámara de vigilancia de la pequeña estancia, que estaba en la parte trasera. En un gesto rápido y silencioso, cuando nadie le miraba, se dio la vuelta y disparó a la cámara. Además, lo hizo desde fuera del ángulo de visión de la misma, para que no fuera tampoco enfocado. Lo había estudiado a la perfección. El disparo fue certero y silencioso y nadie reparó en el destrozo que había dejado en un rincón. Con rapidez y sin movimientos bruscos, fue hacia donde habían caído los restos de la cámara. El de seguridad no tardaría en llegar, por lo que recogió todos los pedazos del suelo, y los guardó en la mochila, cerrándola rápidamente. Se dio la vuelta, para comprobar que nadie le había visto. La mujer seguía tosiendo, cada vez más fuerte, y casi perdiendo la respiración. Tenía la cara roja, y alguna ampolla le había salido el en pómulo derecho, justo donde le había lanzado el gas. A su alrededor, el resto de los turistas de Chicago hablaban y gritaban, poniéndose más nerviosos al ver que su compañera no mejoraba.
No tardó en llegar el vigilante de seguridad. Era el alto y gordo que había visto al entrar. Venía deprisa, y sudando por el calor.
—¿Qué ocurre? ¿Qué ha pasado? —preguntó al ver al grupo de turistas rodeando a la mujer americana.
—Esta señora —dijo un señor mayor, de pelo cano y bigote pequeño—, que ha empezado a toser de pronto, y no hay manera de que pare.
—A ver, señores, por favor —dijo abriéndose paso—, déjenme pasar. Ábranse, por favor.
La gente, poco a poco, fue permitiendo el paso al guardia de seguridad, que consiguió llegar hasta la pobre señora. Rápidamente la examinó, viendo las pequeñas ampollas del pómulo.
—Ya está, señora —dijo dándole unas palmaditas en la espalda—. No pasa nada. Ya verá como se le pasa enseguida —dijo alejándose. En un gesto rápido, cogió el comunicador, lo sacó de la funda y apretó el botón, mientras se lo acercaba a la boca.
—Alain, Alain, ¿estás ahí? —preguntó. Un sonido de zumbido fue su única respuesta. Repitió la pregunta, un poco más nervioso.
—Si, François, ¿qué ocurre? —contestó el compañero.
—Llama a una ambulancia, tenemos a una señora con un ataque de tos en la Capilla.
—De acuerdo, ya estoy llamando. ¿Es muy grave?
—No lo sé. Parece que le ha picado algún insecto y ha tenido alguna reacción alérgica.
Algún insecto. El hombre alto con el tatuaje en el cuello no pudo evitar una sonrisa, bajo su gorra azul. Aquel vigilante había llamado a una ambulancia, que era lo habitual, pero le retrasaría un poco más de lo esperado. No importaba. Era una posibilidad que ya había previsto.
—A ver, señores, por favor —dijo el vigilante gordo, mientras la otra señora estaba cada vez peor—. Por favor, no podemos hacer nada aquí. Vayamos saliendo todos hacia la entrada. Además el Castillo va a cerrar ya.
—Ya era hora —pensó el hombre alto, en voz baja.
Y fueron saliendo uno a uno todos los malditos turistas americanos. Encabezados por el gordo de seguridad, que ayudaba a la señora —que seguía tosiendo como una posesa—, al calor del sol exterior. El último en salir fue el hombre alto, con un tatuaje en el cuello.
* * *
No había manera de que la pobre señora americana dejara de toser. François empezaba a ponerse nervioso, y eso que solía mantener la calma hasta en las situaciones más peligrosas. La acercaron a la salida, en la entrada al Castillo que estaba a la altura de la Rue de la Concorde, para que la pudieran trasladar en la ambulancia con mayor rapidez.
Los turistas estaban todos preocupados. Además de los acompañantes de la señora, que parecían ser todos ellos americanos, el resto de los visitantes —la mayoría franceses—, estaban formando un grupo elevado de personas que se arremolinaban alrededor de François y de la señora. Ésta, que seguía tosiendo, llegó incluso a escupir sangre por la boca, y los turistas gritaron con pánico.
—¡Por favor! —gritó François, un poco nervioso—. ¡No se pongan nerviosos! ¡Ábranse! ¡Déjenla un poco de sitio, por favor!
Justo cuando parecía que aquello iba a terminar en una tragedia, una ambulancia dobló la esquina de la Rue de la Concorde con la Rue Victor Hugo y se acercó a gran velocidad. Las sirenas sonaban con fuerza y se detuvo justo delante de François y la señora. De su interior salieron dos enfermeros y un hombre más mayor, con un estetoscopio y unos guantes de látex en las manos. Llevaban chalecos reflectantes y se movían con diligencia. Rápidamente, cogieron a la señora, que seguía tosiendo y ya estaba a punto de darle un colapso, y la metieron dentro de la ambulancia, cerrando la puerta de golpe.
—¡Alain! ¡Alain! —gritó François, entre la multitud, y mirando por todas partes. Con el revuelo que se había montado habían perdido el control de los turistas del interior del Castillo. La mayoría ya habían salido, y solamente quedaban los de la Capilla, que salieron a la vez que él, pero había que asegurarse.
—¿Si? —le contestó Alain. Estaba tres o cuatro metros detrás suyo, pero por la cantidad de gente que se agolpaba en la entrada, alrededor de la ambulancia, no fue capaz de verle.
—Ve adentro y termina de cerrar, que yo me quedo aquí, a ver qué le dicen. Mira que no quede nadie en la Capilla.
—De acuerdo, pero no tardes, ¿eh? —dijo el rubio vigilante, mientras entraba de nuevo en el recinto, cerrando las puertas detrás de él.
—No te preocupes. No tardaré —dijo en voz baja François, a pesar de que Alain ya no le escuchaba—. ¡Por favor! ¡Dispérsense! ¡Ya no hay nada que ver! —dijo intentando no empujar a nadie, pero no consiguiéndolo.
Después de unos pocos minutos, la puerta lateral de la ambulancia se abrió con rapidez. El médico, con cara de preocupación, salió de su interior y buscó con la mirada a François. Éste, se le acercó inmediatamente.
—¿Es grave? —preguntó antes de que pudiera decir nada.
—No. No demasiado. Ha debido tener algún tipo de reacción alérgica extraña, pero no sabemos por qué ha sido debida. ¿Venía acompañada?
—No —contestó uno de los turistas—. Acababa de quedarse viuda y está haciendo este viaje por Europa por esa razón. Era lo que siempre había querido hacer con su marido.
—Verán. Tengo que llevármela al hospital —al ver la cara de preocupación de sus acompañantes, continuó—. No es por nada. Simplemente hay que hacerle varios análisis, para ver por qué causas ha tenido semejante ataque. De todas formas, le hemos proporcionado un calmante y ya está estabilizada.
—¿Necesita que le rellene algún tipo de documento, doctor? —preguntó displicente François.
—No es necesario. Gracias a Dios no ha pasado nada.
—De acuerdo, doctor. Muchas gracias. Yo tengo que volver al Castillo —dijo finalmente.
—Gracias a usted —contestó el médico de la ambulancia.
Al entrar en el Castillo, François pensó en Alain, que no había dado señales y eso que ya había pasado un buen rato. Decidió hablarle por el comunicador.
—Alain. Alain, ¿dónde estás? —dijo presionando el botón.
—Alain, ¡cógelo! ¡Maldita sea! —pero solamente obtuvo el silencio por respuesta. Lo volvió a intentar varias veces, pero en ninguna de ellas logró que le contestara.
—Este maldito holgazán —dijo, abriendo la puerta del Castillo. Entró en él, cerrándola después con la llave de seguridad. Mientras subía hacia la garita de la entrada, continuó intentando comunicarse con su compañero, pero fue del todo inútil. Nadie le contestaba.
—Le he mandado a la Capilla —pensó—. Allí debería estar.
Se encaminó hacia allá, dando grandes zancadas, a pesar del calor sofocante. La ligera cuesta arriba de la terraza superior le pasó factura. El calor apretaba con fuerza. Estaba sudando mucho, y decidió parar un instante, para recuperar un poco el aire. A pesar de la hora —ya estaban cerca de las seis y media—, el sol seguía siendo extrañamente abrasador. Se agachó un poco, intentando recuperar el resuello, apoyando las manos en las rodillas.
—Maldita obesidad —pensó.
Después de unos instantes jadeando, echó el cuerpo hacia atrás, estirando la espalda, y reanudó la marcha. Al llegar a la Capilla, otra vez, se paró bajo el pórtico de la entrada. Esta vez no escuchó ningún murmullo. No escuchó a ningún turista. No escuchó absolutamente nada. En teoría era lógico, puesto que el Castillo ya había cerrado, y ya no quedaba nadie en su interior, pero el silencio de su compañero, que no aparecía por ningún lado, y que no contestaba al comunicador, además de la sensación de inquietud que llevaba arrastrando durante todo el día, le hacían desconfiar de cualquier sombra. Muy lentamente, desabrochó el corchete de su cinturón, que retenía la porra reglamentaria. La sacó y la cogió por el mango, muy despacio y sin hacer ruido. Estaba muy cansado. Tomó aire. Lo expulsó como si expulsara todos los miedos y temores que le habían acompañado ese día, y entró en la Capilla, lo más sigilosamente posible, con la porra amenazante preparada para golpear en cualquier momento.
* * *
El hombre alto se quedó el último en el lógico revuelo organizado con la pobre incauta a la que le lanzó el gas. No era nada peligroso —a dosis pequeñas—, pero lo suficientemente potente como para organizar una buena escenita y mantener a todo el mundo despistado durante unos pocos minutos. Incluso, al haberlo realizado justo cuando empezaban a cerrar, le sirvió para quedarse retrasado y poder permanecer en el interior del Castillo hasta quedarse a solas. Lo había planeado con precisión, y estaba saliendo a la perfección. Hasta ese momento.
Aquel maldito vigilante de seguridad tardó en llegar más de lo esperado. Lo lógico era que apareciera el vigilante más alto y gordo, que parecía que era el que mandaba, porque el otro, el rubio, parecía más joven e inexperto.
Pero se equivocó. El primero en aparecer fue el rubio. Entró despacio en la capilla, y preguntando desde fuera si había alguien. El hombre alto, escondido a un lado de la entrada, no contestó. Tenía la pistola en la mano, con el silenciador todavía puesto. La cámara de vigilancia no podía enfocarle, puesto que la había destrozado unos minutos antes. El vigilante, ajeno al fatal desenlace que le esperaba, entró con rapidez en la sala de la tumba de Leonardo, sin mirar hacia su derecha, en donde estaba el hombre alto, con la pistola apuntándole directamente a la cabeza. El vigilante miró hacia la tumba. Ninguno hizo ningún ruido. Y el pobre encargado de seguridad se dio la vuelta, dándose casi de bruces con el hombre alto, pistola en mano.
Casi no tuvo tiempo de reaccionar. Las miradas se cruzaron. Los ojos se clavaron los unos con los otros. Hubo unos instantes de silencio. Apenas había un metro entre la pistola y el vigilante. Y éste apenas se asustó. Tampoco le dio lugar a hacerlo. Sin pronunciar palabra alguna, el hombre alto disparó. Directo a la frente y justo en el centro. No pudo gritar, ni coger su pistola, ni hacer absolutamente nada. Cayó desplomado al suelo, completamente muerto. La pared del fondo, de piedra blanca, que estaba como a tres metros, quedó salpicada de sangre, y un charco rojo manchaba las losetas cuadradas, que tenían una flor de lis como único símbolo. Todo quedó empapado de sangre.
Ya había pasado lo peor. De momento, el plan estaba saliendo, punto por punto, tal y como lo había calculado. El otro vigilante del turno de noche, el gordo, no tardaría en aparecer. El hombre alto con un extraño tatuaje en el cuello, vestido como un típico turista, se agachó para registrar el cadáver del vigilante rubio. No buscaba otra cosa que las llaves de la puerta de salida. Pero él no las tenía. De sobra sabía que solamente había una copia, y que ésta la tendría el encargado de mayor experiencia. Se puso en pie, y pensó en empezar a trabajar en la lápida —al fin y al cabo, era para lo que había venido—, pero decidió esperar a encargarse del otro vigilante, y, de paso, asegurarse el camino de salida. En el caso de que la ruta por la puerta principal no fuese factible, la segunda vía alternativa era el muro del lado opuesto, y no le hacía la menor gracia ese camino. Cogió al rubio de los pies, y lo arrastró a uno de los extremos de la sala, para que el otro no lo viera desde la entrada. Cuando lo hubo colocado, se detuvo un instante perplejo. La sangre que había salido del cuerpo sin vida del vigilante rubio dejaba un charco enorme, que seguramente se vería desde la entrada a la sala.
—Maldita sea —dijo en voz alta. Ese detalle se le había pasado por alto. ¿Cómo era posible que alguien tan experimentado como él se hubiera despistado en ese punto? De inmediato se le pasaron por la cabeza multitud de situaciones fatídicas que podían ocurrir después de una mala planificación como aquella. Lo mejor era eliminar todo pensamiento inútil de la cabeza y centrarse en el problema. Respiró profundamente y pensó. Había planeado esperar al segundo vigilante escondido detrás de la entrada —igual que había hecho con el primero—, pero decidió que lo mejor era esperar fuera, en alguna parte de la calle —lo más cerca posible de la entrada—, en la que pudiera ver cuando entrara el vigilante, y naturalmente éste no le viera a él.
Y eso fue lo que hizo. Cogió la mochila y salió a la terraza del Castillo. Afortunadamente, había muchos lugares en donde esconderse, aunque necesitaba estar cerca. En las estancias anexas a la Capilla, hacia el norte, había varias columnas que sin duda servirían. Se dirigió hacia allí y esperó, a la sombra de uno de esos soportales de piedra, siempre con los ojos puestos en la puerta de entrada, hasta que apareciera el otro vigilante.
No tardó en llegar. Estaba visiblemente cansado. Sudaba como un demonio por el calor, y la rampa de subida a la terraza le estaba costando sobremanera. Desde detrás de la columna, el hombre alto apuntó con su pistola con silenciador hacia el vigilante. Éste, abrumado por el cansancio, se detuvo un momento, agachándose y apoyando las manos en las rodillas, intentando recuperar el aliento. Respiraba deprisa, y tenía la mirada fija en la puerta de la Capilla. Sin duda, estaba preocupado. Su figura oronda, en el punto de mira de la nueve milímetros, no daba ninguna posibilidad de errar en el disparo.
—Demasiado fácil —pensó el hombre alto. Y levantó la mirada del punto de mira de la pistola, aunque ésta la mantuvo apuntando hacia el vigilante.
Éste, en un bravo gesto, reanudó la marcha. Como si estuviera previendo el oscuro destino que le esperaba, sacó de su cinturón la porra reglamentaria, lo que hizo disfrutar aún más al hombre alto escondido en la sombra. Se detuvo bajo el dintel de la Capilla y de nuevo respiró profundamente, lo que aprovechó el hombre alto para salir de la sombra y aproximarse, en silencio y por la espalda, con la pistola en la mano. El vigilante, unos diez metros delante, cogió aire con fuerza, levantó el brazo derecho con la porra en la mano, y entró en la oscura Capilla, no del todo consciente del peligro que corría. Al llegar a la sala de la tumba de Leonardo Da Vinci, vio con estupor a su compañero muerto, con un disparo en la cabeza y un enorme charco de sangre en el suelo. Esto le asustó. Enseguida se percató de que se había equivocado. Con la porra no haría nada. Las marcas sobre el cuerpo de Alain eran de pistola. Levantó el corchete de la pistola reglamentaria, y la sacó de su funda. Detrás de él, completamente en silencio, el hombre alto con la gorra azul de los Yankis, no podía permitírselo. Era el momento de actuar. Apuntó a la pierna derecha —siempre le gustaba empezar por la derecha—, y disparó. No le importó ni lo más mínimo hacerlo por la espalda.
De inmediato, el vigilante gordo cayó desplomado al suelo, llevándose las manos a la rodilla herida, pero no llegó a gritar. Tan solo un leve gemido. El tiro por la espalda, el dolor repentino, la sensación de peligro, la visión de su compañero muerto en el suelo y el miedo que le invadía, no hicieron mella en el vigilante. Más bien al contrario. Con la rodilla destrozada, y a pesar de su exceso de peso, se puso en pie —no sin dificultades—, y se dio la vuelta, muy lentamente y sin movimientos bruscos. El hombre alto sonrió, disfrutando del enemigo que le plantaba cara. A duras penas consiguió terminar de sacar su pistola de la funda del cinturón. Las manos le temblaban, y casi no podía tenerse en pie. Pero su ánimo estaba intacto e intentó apuntar al hombre alto que sonreía como un demonio. Éste, sin mediar palabra, ni gesto alguno, descargó de nuevo su arma contra el vigilante. Esta vez, el disparo le destrozó la otra pierna. El vigilante sintió un punzante dolor que hacía que el de la otra pierna casi desapareciese. No se pudo sostener en pie y se cayó al suelo. La sensación de peligro y de miedo habían desaparecido de su rostro, que ahora solo reflejaba dolor, muerte y desesperación. Desde el suelo, en un último intento de superar ese obstáculo —como había superado tantos a lo largo de su vida—, apuntó su revólver al maldito turista y disparó. Las manos le temblaban y el ruido le dejó sordo durante unos instantes.
Le había dado —estaba seguro—, pero ese maldito Ángel de la Muerte seguía en pie, sangrando ligeramente de su hombro izquierdo. Ni siquiera se había movido. Tan solo se echó un poco hacia atrás, al recibir el balazo. Poco más. De nuevo, como si fuera una brutal máquina de matar, levantó el brazo con la pistola, apuntado al vigilante.
El disparo recibido no había hecho otra cosa que acrecentar la sensación de placer al matar al vigilante. Era capaz de soportar el dolor, era capaz de tatuarse a fuego anagramas en la espalda —ya lo había hecho— y era capaz de soportar muchas otras calamidades. Un simple disparo a bocajarro en el hombro no era para asustarse.
Ninguno de los dos hombres decían ni una sola palabra. Se miraron a los ojos. Creyendo que haría más daño del que en realidad hizo, el vigilante bajó los brazos, y eso fue su perdición. Disfrutando cada momento, el hombre alto, muy despacio, apuntó sobre el brazo que sostenía el arma del vigilante. Se acercó un par de pasos más, y disparó. La pistola no hacía ruido, pero el pobre encargado de la seguridad rompió el silencio con un grito estremecedor. El disparo rompió los tendones y las falanges de la mano derecha, con la que había disparado antes. Su revólver, el reglamentario de seis disparos, se cayó al suelo. Sabía que aquello terminaba ahí.
—No. Por favor, no lo hagas —suplicó en un último intento de salvar la vida.
—¿Por qué? —preguntó el hombre alto.
—Ten piedad. Necesito vivir.
No respondió. Solamente sonrió con esa sonrisa demoníaca que daba miedo. Apuntó a la cabeza del vigilante, justo al centro de la frente. Éste cerró los ojos, resignado a su fatal destino. Pensó en su mujer, en todos los maravillosos momentos que había vivido con ella. Y pensó también en que quizás debería de haberla satisfecho más, porque sin duda ella se lo merecía. Hasta que el turista disfrazado disparó, dejando de nuevo un charco de sangre en el suelo. Por unos breves momentos, éste se quedó extasiado ante el panorama mortal que tenía delante. Los dos vigilantes estaban muertos, tendidos en el suelo delante suyo, a menos de tres metros de distancia uno de otro. Unos segundos después, como si volviera a recobrar el sentido, guardó su pistola y sacó de la mochila la taladradora, entrando en la sala de la tumba.
* * *
De nuevo otro trabajito cumplido a la perfección. Esta vez, había cometido un fallo, porque no había pensado en el charco de sangre del primer vigilante, pero no había traído consecuencias negativas. Había, además, recibido un disparo en el hombro izquierdo, que le molestó bastante mientras abría la tumba de Leonardo Da Vinci. Sin duda que la Policía francesa se daría cuenta de que el vigilante había disparado una vez su arma, por lo que descubrirían algún rastro de su sangre, pero eso no era demasiado preocupante. Adivinarían su grupo sanguíneo e incluso su ADN, pero no tenía antecedentes, nunca le habían detenido, y su jefe se encargaría de darle toda le protección que necesitaba. Se había puesto guantes, a pesar del calor, antes de tocar nada que no llevara en la mochila, por lo que sus huellas dactilares —lo que realmente podría delatarle—, no las podrían encontrar. En general, había cumplido correctamente su objetivo. Después de obtener —tal y como se le había ordenado—, unos huesos del cuerpo del genial italiano —en concreto, recogió el cúbito y el radio—, salió al sol abrasador que ya bajaba por el oeste. Sin temor a equivocarse, después de los dos trabajitos de París, que los había realizado con precisión cirujana, su jefe estaría encantado.
Lo que vendría después, lo sabía de sobra. Primero, debía tomarse un pequeño descanso, y curarse por completo el hombro herido. La marca que le había dejado la bala era limpia y no le pasaría una factura elevada. Cuatro meses de rehabilitación, como mucho. El jefe tenía un par de médicos que se encargaban de todas estas cosas y no hacían preguntas incómodas, del tipo «¿Por qué tienes un balazo en el hombro?». Después de la cura y la rehabilitación —aburrida, pero necesaria, al fin y al cabo—, solamente quedaba esperar a ver cuál sería su siguiente misión.