8. RESPUESTAS

 

Sábado, 26 de Febrero de 2033.

 

Al día siguiente, los seis hermanos estaban cansados, cabizbajos y profundamente abatidos. Unas terribles y oscuras ojeras marcaban sus rostros, y denotaban una noche entera sin dormir. No solamente por la aventura en el Almacén, sino también por la enorme cantidad de pensamientos que se pasaron por su cabeza cuando volvieron a sus dormitorios. ¿Quién demonios era aquel hombre tan alto? ¿De dónde había salido? ¿Cómo era posible que supiera sus nombres, y que hablara con ellos como si les conociera de toda la vida? Tantas preguntas sin respuesta que se agolpaban en los pensamientos de los seis hermanos. Demasiadas incógnitas. Todos ellos se miraban con complicidad al día siguiente, pero ninguno se atrevía a pronunciar absolutamente nada al respecto. Después de un desayuno mucho más silencioso de lo habitual, salieron de la biblioteca—comedor, cruzaron el pasillo del nivel Lambda y entraron en la sala multifuncional, en donde el anciano profesor Mendel les esperaba con varios papeles situados en la encimera del laboratorio. Era sábado por la mañana, por lo que tendrían clase común en la sala hasta la hora de la comida.

Llevaban ya varios días investigando en la urna, evoluciones cada vez más complejas de las diferentes fotosíntesis vegetales, llegando a simular varias veces procesos similares en diferentes entornos. Por esta razón, no les extrañó encontrarse al viejo profesor con las tareas ya preparadas.

—Buenos días, chicos —dijo con ese tono ausente tan característico, sin darse cuenta de las caras de cansancio que tenían—. ¿Habéis dormido bien? Seguro que si.

—Buenos días, profesor Mendel —contestaron todos.

—Tengo aquí un ejercicio que vamos a empezar a practicar hoy, y que quizás nos tenga ocupados durante algún tiempo —dijo entregando las hojas a los hermanos.

Estos empezaron a leer lo que parecían varios cuadros de valores. Correspondían a numerosas mediciones de Nitrógeno, Oxígeno, Argón y del resto de elementos químicos presentes en el aire, además de muchos otros datos de muy diversa índole, desde temperaturas medias, pH del agua, grado de humedad relativa, porcentaje de ozono, y distintas variables eléctricas y energéticas. Al principio, ninguno de los seis reparó en los datos que tenían delante, pero al poco tiempo Mateo, sorprendido, cayó en la cuenta.

—Lucas, ¿te has dado cuenta de esto? —le dijo en voz baja, señalando los valores de una de las tablas.

—No, de qué se trata —respondió éste, sorprendido.

—Piensa un poco, maldita sea. ¿Qué crees que significa todo esto?

—Mateo, no tengo ni idea. Bastante tengo con mantenerme en pie —respondió sincero.

—¡Son los datos climatológicos de la atmósfera terrestre actual! —dijo Mateo lo más bajo posible.

—¡No es posible! —contestó Lucas, casi sin poder contenerse.

—Fíjate que son muy completos, que no falta casi ninguna variable, y vamos a poder simularlo en la urna.

—Para eso nos tienen aquí encerrados —concluyó Lucas.

—Pues debemos tener clara una cosa —aseguró Mateo, razonando con rapidez—. En el momento en el que lo resolvamos con éxito, nuestra presencia será inútil. Y entonces acabarán con nosotros.

—Seguro —contestó Lucas asentando con la cabeza—. Lo mejor será no darse prisa.

—Estoy de acuerdo.

Inmediatamente se puso a garabatear varias líneas en una hoja en blanco, dándosela a Marcos, que le tenía al lado. En el lenguaje matemático que habían inventado, le contaba lo que acababa de hablar con Lucas, y le preguntaba acerca de la decisión que debían tomar.

—Lo más despacio posible —contestó Marcos, afirmándolo también con la cabeza.

—Aunque no va a ser fácil disimularlo —sentenció María—. En el momento en el que introduzcamos en la urna todos los valores, en un par de horas habremos encontrado alguna propuesta viable de generación espontánea de oxígeno atmosférico.

—Eso es verdad, pero el profesor Mendel no lo sabe.

—Pero tampoco es tonto.

—No, desde luego que no —añadió Mateo—, pero nos subestima en exceso. Recuerda que ha dicho que este ejercicio nos va a tener ocupados durante algún tiempo.

—Es verdad —agregó Lucas.

—Y te aseguro que si quisiéramos, hoy mismo podríamos tener la solución.

Juan, que estaba sentado en el otro lado del laboratorio, repasando en un monitor algunas variables de control de la urna, no se estaba enterando de la conversación. Su cara denotaba el extremo cansancio y el abatimiento en el que se encontraba. Parecía triste y meditabundo, y su mirada perdida y absorta no ayudaban a mejorar ese aspecto. Al fin y al cabo, de los seis hermanos era el que mejor se llevaba con el fallecido profesor Kepler.

—Profesor Mendel —preguntó de pronto con algunas lágrimas en el rostro.

—Dime, Juan.

—¿Qué le habéis hecho al profesor Kepler?

Sus cinco hermanos se quedaron petrificados. No se lo podían creer. Juan estaba al borde de la locura y poco le importaba ya lo que pensaran. Pero podría echar al traste el experimento en la urna.

—No le comprendo —dijo carraspeando el anciano.

—No me venga con tonterías —dijo Juan, poniéndose en pie—. Sé muy bien que usted también está metido en el asunto.

—No sé de qué me estás hablando.

—¿Ah, no? Usted sabe perfectamente lo que le ha ocurrido. Y no me venga con tonterías, que no le voy a creer.

—Está bien —dijo el viejo profesor, sentándose en un silla alta, cerca de la compuerta de la salida—. Pensaba decíroslo al terminar la clase, pero si insistes tanto, lo haré ahora.

—Le escuchamos.

—El profesor Kepler falleció ayer por la tarde, mientras se duchaba.

—Eso ya lo sabemos.

—¡No es posible! —dijo—. ¿Quién os lo ha contado?

—Nos lo ha dicho un hombre al que no habíamos visto en la vida.

—¿Qué hombre? —dijo el profesor, abriendo los ojos como platos, en un gesto que sorprendió a los hermanos, y llevándose el dedo índice a los labios, en un claro gesto de pedir el máximo silencio.

—Era un hombre alto —dijo Mateo en voz baja, adelantándose a Juan que, presa del nerviosismo y la excitación, podría haber elevado demasiado la voz—, con un tatuaje en la parte trasera del cuello, que asomaba hacia delante.

—¿Dónde le habéis visto?

—Pues, ¿dónde va a ser? Aquí, en la estación —replicó Mateo.

—Mierda —dijo pensativo el profesor Mendel—. Eso es malo, muy malo.

—¿No le parece suficientemente malo que hayan matado al profesor Kepler? —dijo Pablo excitado.

Después de varios minutos en silencio, el anciano se levantó de su silla, y se puso a andar por la sala multifuncional de aquí para allá, dándole vueltas y más vueltas a sus pensamientos.

—Escuchadme, chicos —dijo al fin—. Ese hombre es muy peligroso. Debéis sentiros afortunados. El que se topa con él, muere muy pronto. Eso fue lo que le pasó al profesor Kepler. Hacedme caso: intentad no cruzaros con él.

—¿Y el profesor Kepler? ¿Cómo murió? —insistió Juan, aunque un poco más tranquilo.

—No lo sé. De verdad —dijo el señor Mendel en un gesto de sinceridad que extrañó a los seis hermanos—. Solamente he oído que murió en el baño. Como sabréis seguro, nosotros los profesores vivimos en los niveles superiores, a los que no podéis acceder, y el profesor Kepler, ayer a primera hora de la tarde, se encontró en el baño con ese hombre alto, del tatuaje en el cuello. Y no sabemos nada más, aparte de que le sacaron de allí en cinco bolsas separadas. Haceros una idea.

Los seis hermanos profirieron entonces quejas en voz baja, y a punto estuvieron de vomitar, solamente por pensar en cómo había terminado el bueno del profesor Kepler.

—¿Y qué va a ser de nuestras clases de Física a partir de ahora? —preguntó Marcos con una ingenuidad forzada.

—El mismo profesor Kepler dejó varios problemas preparados, para que continuéis con lo que estabais realizando —contestó el señor Mendel, sacando unos folios de la cartera—. De hecho, los he traído aquí conmigo, y tenía pensado entregároslos al final de la clase. Pero primero tenéis que acabar vuestra tarea.

Sin apenas decir nada, los seis hermanos continuaron con sus labores en la programación de los parámetros de la urna. Mateo y Lucas comprobaban los valores climáticos, María y Marcos —los más escrupulosos y precisos a la hora de trabajar—, introducían los datos en el teclado de la computadora interna de la urna, y Pablo y Juan revisaban los indicadores de salida, con extrema precaución de que todo marchara en orden. Al terminar la manaña, habían terminado con la programación de la mayoría de los parámetros básicos, y les quedaba muy poco para acabar con el resto.

—Profesor —dijo Marcos—, ¿habría algún problema en que nos quedáramos aquí por la tarde, para terminar con la programación?

Los sábados por la tarde lo tenían normalmente libre, y solían quedarse en sus habitaciones, leyendo, dibujando, escribiendo o, simplemente descansando. Era su rato de ocio semanal. No era muy habitual que se quedaran en la sala multifuncional. De hecho, ese rato lo utilizaba el resto de la tripulación de la estación para ver alguna película, y para comunicarse con otras estaciones. Pero eso los hermanos no lo sabían...

—Me temo que no es posible, Marcos —contestó el profesor Mendel—. Hoy es sábado, y los sábados por la tarde tenéis que estar en vuestras habitaciones.

—¿Y estudiar juntos, aunque sea en la biblioteca? —preguntó Mateo, sonriendo. Eso opción ya la habían hecho en alguna otra ocasión.

—Se trataría de encontrar lo antes posible —añadió Marcos, atento—, alguna solución al problema lo antes posible.

—Supongo que no habrá inconveniente —dijo pensativo el anciano profesor—. Iros a comer, que creo que tenéis una sorpresa preparada.

Los seis hermanos se miraron con complicidad, sonriendo, y terminaron de recoger todos sus enseres, guardando convenientemente todos los datos introducidos en la urna en su memoria interna, para poder utilizarlos más adelante.

El profesor Mendel, tal y como les había prometido, les entregó a cada uno las hojas en las que estaban los problemas de Física que había dejado el señor Kepler. Cada uno tenía la suya correspondiente, con su nombre escrito en la portada. Lentamente fueron saliendo al pasillo central, lo cruzaron y entraron en la biblioteca—comedor, dejando todos sus bártulos encima del mostrador de los seis ordenadores, y sentándose a la mesa del comedor, en donde ya tenían preparada la comida del día. Aquel sábado, para variar, en lugar de las habituales gachas, se encontraron con cordero asado con patatas, acompañado de ensalada, flan de huevo y vino tinto.

—¡Madre mía! —chilló Pablo.

—¡Qué maravilla! —dijo también Mateo, lanzándose a por la comida.

—¡Cordero! —dijo Juan, detrás de él.

—Chicos, parad un momento —dijo María, desconfiada—. Esto no me gusta.

—No te preocupes —dijo Pablo, con la boca llena de patatas asadas—. No están envenenadas.

—No, no lo decía por eso. Es que no es lo habitual. Es como si quisieran mantenernos contentos.

—Pues lo están consiguiendo —dijo Marcos, agarrándola del brazo, y ofreciéndole una copa de vino.

—¿No os parece extraño?

—Sin duda —sentenció Mateo—, pero de momento nos vamos a dar un buen homenaje, y luego ya veremos qué pasa.

—Además —dijo Juan—, con el estómago lleno se piensan mejor las cosas.

—Tal vez llevéis razón —dijo María, engullendo un suculento trozo de jugoso y humeante cordero asado.

—Por cierto —dijo Lucas—, ¿qué clase de ejercicios nos habrá dejado el profesor Kepler?

—Eso me recuerda una cosa —dijo Juan con el semblante triste—. No os lo había comentado, pero en nuestra última clase, le confesé nuestro lenguaje encriptado. Fue en ese sistema en el que me escribió la contraseña del Almacén.

—O sea que él conocía nuestro método —dijo Pablo—. A lo mejor se lo contó a otro antes de morir.

—No creo —dijo Juan—. Fue lo primero que pensé cuando me enteré de su muerte, pero no creo que lo hiciera. Yo confiaba en él, y por eso se lo dije.

—¿Y dices que él conocía nuestro sistema? —preguntó Marcos después de unos instantes pensativo.

—Así es —contestó Juan cabizbajo—. Lo siento.

—No, no, no —contestó—. No te preocupes, porque fue una idea estupenda. Gracias a ella pudimos entrar en el Almacén, aunque a él le costara caro. Es que estoy pensando en otra cosa.

Se levantó rápido, y se acercó a las mesas en donde estaban los ordenadores. Cogió los nuevos ejercicios de Física, que no les habían prestado atención. Al instante, reparó que el enunciado y las ecuaciones que venían incluidas no tenían ningún sentido. Casi no pudo evitar soltar un grito de alegría, al comprobar que estaba escrito en el lenguaje de números y signos matemáticos que habían inventado. Aunque lo que decía, una vez traducido, tampoco tenía mucho sentido.

—¿Qué has descubierto? —preguntó Juan.

—Nada, nada —dijo mintiendo en voz alta, y guiñándoles el ojo—. Son problemas de Física normales. Después de comer les echamos un vistazo.

Y eso fue lo que hicieron. El excelente cordero merecía sin duda la pena, así que disfrutaron la comida todo lo que pudieron, que no fue poco. Una vez degustaron las últimas gotas de la segunda botella de vino, ya con los platos vacíos, se levantaron y se dispusieron a revisar los problemas del profesor. Recogieron la mesa, dejando todos los restos en el carrito metálico que utilizaban a diario. Sabían de sobra que un rato después los cuidadores se lo llevarían. Una vez limpiada la mesa, pudieron trabajar cómodamente en ella.

—Son seis problemas diferentes —dijo Marcos, siendo el primero en percatarse de aquel detalle—. Por eso no tenía sentido lo que leí en el mío.

—Son enormes —dijo Juan, al echarle un primer vistazo y ver el enorme enunciado que tenía delante.

—Debemos colocarlos en el orden correcto —sugirió Mateo, en voz baja.

—Supongo que será por orden de edades —añadió Juan.

Al colocar los enunciados ya traducidos, unos detrás de otros, el sentido de las oraciones tampoco quedaba claro. Eran todo frases incoherentes, y sin ninguna lógica. Probaron entonces en orden alterno, de atrás hacia delante y por orden alfabético, pero los resultados tampoco fueron claros.

—Es que no puede haber ningún orden —dijo Marcos—. Fijaos que cada problema, por separado, no tiene lógica.

—¿Y si separamos las palabras y las colocamos una a una, en orden de edad, que creo que es el más lógico? —preguntó Mateo.

Efectivamente, situando las seis traducciones diferentes en el orden sugerido, palabra por palabra, el mensaje del profesor Kepler apareció ante sus atónitos alumnos con toda claridad. Palabra por palabra, fueron traduciendo pasando de una hoja a otra.

 

»Queridos alumnos:

»En el caso de que estéis leyendo estas líneas, significará que he muerto y que seguís recibiendo las clases habituales. Supongo que os habrán notificado mi fallecimiento. Tiene gracia esto de hablar de la muerte de uno mismo. No sé qué extraño cuento os habrán relatado, pero debéis saber la verdad. Me ha asesinado, sin ninguna duda, un hombre llamado Mark Blaine, aquél que le dije a Juan el otro día que es «el que nos vigila». Es un hombre muy alto, elegante a más no poder y con un llamativo tatuaje en el cuello. Si leéis este mensaje es porque él me ha matado. No os quepa ninguna duda. Aquí dentro no hay nadie más capaz de realizar algo así. Y él ya ha matado en numerosas ocasiones. Por favor, sed precavidos y desconfiad de él. Si alguna vez os cruzáis con él, no lo dudéis: corred. Corred lo más lejos que podáis y esconderos. En el momento en el que os encuentre, os matará de forma cruel y despiadada. No dudará y no le temblará la mano. Este hombre es peligroso, muy peligroso.

»Recordaréis que también le dije a Juan que el «Jefe» está a punto de llegar. Creo que el próximo lunes, y si no el martes, su extraordinario submarino, el Proteus, atracará en el muelle de la estación, por lo que no os sorprendáis si cambian la rutina habitual durante un par de días. Es el hombre más importante del mundo actual. Es el Gobernador de las estaciones submarinas y hasta el malvado señor Blaine le obedece en todo. Él construyó esta estación en la que os encontráis.

»Por cierto que no os he hablado de este lugar. Ya le adelanté algunos datos a Juan, aunque debéis conocerlos mejor. Os encontráis a mil quinientos metros de profundidad, en la fosa submarina de las islas Kermadec, y sujetos con fuerza a una de sus paredes. La estación está dispuesta en vertical, con los niveles unos encima de otros, y mediante una larga y recta escalera, por la que subís y bajáis a diario, se recorren todos. Vosotros estáis en los niveles Lambda —en donde está la sala multifuncional y la biblioteca—comedor—, y Phi —en donde se encuentran vuestras habitaciones, los baños y el fatídico almacén—. En total hay nueve niveles, y vosotros os encontráis en los números seis y siete. Eso quiere decir que hay dos más abajo, y cinco más arriba. Os pido, por lo que más queráis de este mundo, que jamás bajéis a los niveles inferiores. Allí tiene su residencia el hombre alto, el señor Blaine, y desde allí nos vigila a todos, no sólo a vosotros, sin perder un solo detalle. Han sido varios los que lo han hecho, y ninguno volvió con vida. En los más de veinte años que llevo viviendo aquí dentro, nunca he bajado, y espero no hacerlo nunca. Quién sabe lo que tendrá allí guardado. No quiero ni pensarlo. En los niveles superiores convivimos el resto de la tripulación. Allí están nuestros dormitorios, una enfermería, otro comedor, la cocina, y varias salas de estudio del agua y de comunicaciones con otras estaciones.

»Si no me equivoco, hay catorce plataformas submarinas. Cuatro similares a esta, pequeñas y con poca tripulación. Y diez estaciones enormes, con capacidad para tres mil personas en su interior. Aunque yo nunca he estado en ninguna, he mantenido correspondencia, durante muchos años, con gente de otras instalaciones. Creedme si os digo que no os estáis perdiendo nada de los niveles superiores, aunque comprendo vuestra esperanza en subir y salir de aquí. No la perdáis nunca. De hecho, os voy a dar varios datos para facilitaros vuestra huida, ahora que nadie puede hacerme ya más daño.

»Para subir al nivel Ypsilon, el situado encima del Lambda, debéis fijaros en el techo del pasillo, en donde hay una marca redonda, al lado del último fluorescente. Si la presionáis con fuerza aparecerá un panel con un teclado igual que el del almacén. La contraseña para subir es 2901, y, una vez que la marquéis, deberíais daros toda la prisa del mundo, porque ya sabrán que habéis escapado. Las tres siguientes compuertas no deberían suponer ningún problema, ya que siempre están abiertas y, en caso contrario, simplemente girando el volante de seguridad se abrirán. Pero la última trampilla, la que da acceso al último nivel de la estación, el nivel Alfa, es la más difícil de todas. Ni yo mismo puedo abrirla. Mediante un mando a distancia se acciona su apertura, aunque desconocemos las frecuencias a las que trabaja, por lo que no hemos podido nunca accionarlo por nuestra cuenta. Y creedme que lo hemos intentado. Solamente hay un mando capaz de abrir esa compuerta. Lo tiene el señor Blaine, por lo que su uso es prácticamente imposible. Hace ya muchos años, al comienzo de nuestra vida aquí dentro, el segundo de a bordo, un señor llamado John Barnsley, tenía otro mando igual, pero el propio señor Blaine le pegó dos tiros en la cabeza y nadie supo jamás qué ocurrió con aquel dispositivo. Suponemos que lo destruyó. Si por casualidad conseguís traspasar esa puerta, ya lo habréis logrado. Habréis accedido al nivel Alfa, en donde se encuentra el muelle de atraque y la cápsula de escape, con capacidad —por desgracia—, únicamente para tres personas. Los mandos de control de la cápsula se encuentran en el panel lateral de la entrada a la misma. Desde allí se permite la salida, que se acciona desde el interior de ésta. No sé nada más. Si lo supiera os lo diría, porque ya habéis pasado por demasiadas calamidades y penurias, y no os lo merecéis. Si algún día os acordáis de mí, espero que lo hagáis simplemente como un profesor, que quiso ayudar a sus alumnos por encima de su propia vida. Pero que no se lo permitieron.

»Por último, Juan, no desesperes, porque no te guardo ningún rencor. Todo lo contrario. Estoy muy orgulloso de ti. De lo que has crecido humana e intelectualmente. Sigue así, y no cambies nunca. Espero que con los datos que os he dado podáis escapar, aunque sé de sobra que lo tenéis muy complicado. Yo también lo he intentado, y nunca he podido hacerlo, pero tampoco tengo vuestro potencial. Usadlo adecuadamente y seguro que lo conseguís. Vosotros valéis más de lo que os han contado. No penséis lo contrario. Sois verdaderos genios. Y continuad con este formidable sistema de comunicación, porque no lo han descubierto, ni creo que lo consigan nunca.

»Atentamente,

Kevin Callagher Jr.

 

Juan lloraba en silencio, intentando que no se le notara, para no levantar sospechas. Marcos y María se cogían de la mano sin poder articular palabra. Mateo, cabizbajo, intentaba contener las lágrimas como podía. Lucas miraba al techo pensativo y Pablo se levantó y empezó a pasearse por la habitación, andando muy deprisa y a grandes zancadas, como solía hacer a menudo.

—Fue un buen hombre —dijo Mateo, resignado, sin caer en la cuenta de hablar en voz baja.

—Ya lo creo —contestó Marcos.

—Tenemos que vengarle —dijo Lucas en voz baja—. Aunque nos vaya en ello la propia vida.

—Estoy de acuerdo —se apresuró a decir Juan.

—Contad conmigo —dijo María, todavía emocionada.

—Ya sabéis mi respuesta —dijo Pablo, sin parar de moverse.

—Debemos tomar todas las precauciones posibles —dijo Lucas.

—Y debemos ser rápidos —añadió Mateo, mirando a sus hermanos—. Los más rápidos. Ya nos lo ha advertido el profesor.

—¿Cuándo lo intentamos? ¿Ahora? —preguntó Pablo, sentándose.

—No —contestó Marcos rascándose la cabeza—. No creo que sea lo mejor. Hay que esperar un momento mejor.

—Hay que aprovechar algún momento en el que estén despistados, y cuando nadie pueda vernos —dijo Juan.

—Por la noche —sugirió Lucas—. Ahí todos están dormidos, y podríamos subir a los niveles superiores sin problema.

—No estoy tan seguro —contestó Mateo—. Acuérdate anoche cuando entramos en el almacén. A la salida nos encontramos con ese hombre alto del que habla el profesor. Y no sabemos cuánto tiempo tardó en llegar, pero parecía que llevaba bastante.

—Seguramente habrá sensores de movimiento en los pasillos, así es como detectaron nuestra presencia.

—Por lo tanto tenemos que aprovechar un momento en el que estén despistados.

—¡Este lunes llega ese «Jefe» del que habla el profesor!

—¡Ese es el mejor momento! ¡Toda la tripulación estará ocupada!

—Por lo que nos cuenta —dijo Marcos—, deduzco que ya ha venido otras veces. Y nosotros nunca le hemos visto. Así que siempre que nos cambian una clase, o nos cambian algo habitual es porque ha venido este hombre. Debemos estar atentos a esto, y aprovecharlo. Tenemos hoy y mañana para planificar la salida.

Y así estuvieron un buen rato, escribiendo diferentes opciones, posibilidades y variaciones de su fuga. Llegaron a varias conclusiones, tomaron varias medidas y planificaron concienzudamente todo lo que debían realizar, y las medidas que no debían pasar por alto antes de irse.

—¿Y si lo conseguimos? —preguntó Juan.

—Habremos salido de este agujero —contestó Pablo.

—Ya, pero qué hay de lo de la atmósfera irrespirable, de la toxicidad del aire, de las descargas eléctricas y todo aquello que nos comentó el profesor Kepler.

—Ya tenemos los parámetros que necesitábamos —dijo Marcos—. Ahora solamente necesitamos dedicarle un poco de tiempo a la urna para probar alguna solución. Aunque a mí ya se me han ocurrido varias.

—A mí también —replicó Mateo—. A medida que María y Marcos introducían los valores y nosotros revisábamos el sistema, se me ocurrieron varias posibilidades.

—Eso es fantástico —dijo Pablo—, pero necesitamos tiempo para llevarlo a cabo.

—Esperemos que no nos descubran —apuntó también María—. En el momento en el que sepan que hemos encontrado la clave que necesitan, se acabó todo.

—¿Y qué hay de ese hombre... Mark Blaine? —preguntó Juan finalmente.

—Ya lo has leído —contestó Mateo gravemente, señalando las hojas de papel que tenían encima de la mesa—. Si te encuentra, te mata.

 

 

*   *   *

 

 

Lunes, 28 de Febrero de 2033.

 

La mañana del lunes comenzó con total normalidad. Los seis hermanos estaban expectantes ante cualquier variación en sus rutinarias costumbres que, por otra parte, conocían de sobra. Desayunaron a la misma hora, las mismas gachas de avena de siempre, y tuvieron después su primera hora lectiva del día. Les tocaba clase individual a cada hermano en su propia habitación. A Pablo le tocaba Música, a María Química, a Mateo Física, a Marcos Historia, a Lucas Matemáticas y a Juan Botánica. Cada clase transcurrió con total normalidad, a excepción de la de Mateo que, por razones obvias —ya que el profesor Kepler estaba ausente—, permaneció solo en su habitación durante toda una hora. Naturalmente, aprovechó ese tiempo para realizar varios cálculos sobre las diferentes hipótesis que se le habían ocurrido para practicar en la urna, y de este modo adelantar los posibles resultados. Aunque las variables climáticas en un entorno cerrado son más fácilmente predecibles que en la atmósfera real, sus cálculos son extremadamente complejos, lentos y laboriosos. Por eso aprovechó para adelantar varios de estos cálculos. Por su parte, el resto de hermanos tuvieron su lección habitual, sin sobresaltos y sin visos de la llegada de aquel que llamaban «Jefe». En ella, Juan —que estaba con el profesor Mendel—, aprovechó también para investigar más sobre los experimentos que tanto les preocupaban. En concreto, revisó la lista de catalizadores que habían estado utilizando y que sabían que eran energéticamente favorables en los procesos bioquímicos presentes en la fotosíntesis. Analizó uno por uno todos ellos, dando prioridad a los más abundantes en la atmósfera terrestre.

El problema que tenían era que no podían verse entre ellos entre clase y clase. Normalmente permanecían en sus habitaciones, aunque nadie les había dicho nunca que no lo hicieran. Tomaron la decisión de salir al pasillo y verse los cinco minutos de descanso, para comentar entre ellos los posibles incidentes, aun sabiendo que podría levantar sospechas.

—Se trata de conseguir que el Oxígeno de la atmósfera —decía Lucas en voz baja—, que ahora está en una proporción muy baja, aumente al menos un veinte o un treinta por ciento, siendo el Nitrógeno el que disminuya.

—La clave está en el Metano —aseguró Mateo—. Según mis cálculos, es lo que hará posible la síntesis de Oxígeno molecular.

—¿Y qué hay del Dióxido de Carbono? —preguntó Juan—. He estado observando que la concentración de CO2 en la atmósfera ha ascendido hasta niveles muy tóxicos. Deberíamos encontrar algún sistema mediante el cual se convierta ese CO2 en Oxígeno molecular.

—Una planta —dijo Pablo con sencillez.

—Si —contestó Mateo—, pero las plantas murieron todas, porque la radiación ultravioleta acabó con ellas.

—Luego hay que encontrar plantas que resistan esa radiación.

—O protegerlas de la luz del sol —replicó Marcos.

Justo en ese instante volvieron los profesores, después de su descanso habitual entre clase y clase. Los seis hermanos se callaron de inmediato, entrando en silencio en sus habitaciones, dispuestos para la siguiente lección. Esta vez, la asignatura de Botánica la tuvo Lucas, mientras que María dispuso de la hora libre para estudiar. Decidió confiar en el criterio de Marcos, al que adoraba en secreto, y trató de buscar un método para proteger a las plantas de la radiación solar.

—La clave estará en la genética de la propia planta —pensó.

Después de una hora buscando entre sus innumerables libros y anotaciones, no pudo encontrar lo que buscaba. Miró en libros de Química energética, de Termodinámica, de Química Orgánica y de Física, así como en todos sus apuntes de Genética y de Biología, pero no encontró nada que pudiera dar respuesta a sus cuestiones.

Hasta que alcanzaron el siguiente descanso. Los profesores salieron con rapidez de las habitaciones —con demasiada rapidez, a decir verdad—, y subieron las escaleras de acceso a los niveles superiores, dejando los cinco minutos de rigor a los seis hermanos que —otra vez—, salieron al pasillo a hablar entre ellos, lo más bajo posible, para no ser escuchados.

—No he encontrado nada —dijo cabizbaja María.

—No te preocupes —dijo Marcos consolándola.

—¿Por qué no lo intentamos con alguna especie vegetal que ya sepamos que es fuerte y poderosa, que sea capaz de aguantar en condiciones extremas? —preguntó Lucas.

—¡El Shilagit[13]! —respondió Juan.

—¡Claro! —respondió Mateo—. Arriba en la urna tenemos dos o tres brotes. Podríamos plantarlos y comprobar cómo funcionan.

—¿Qué componente principal era el que tenía esta planta, que la hacía tan característica? —preguntó Marcos.

—Ácido Fúlvico —respondió Lucas. Es el organismo vegetal con mayor concentración de ácido fúlvico sobre la tierra.

—Madre mía —respondió Pablo asombrado—. Vaya memoria que tienes, Lucas.

—¿A quién le toca ahora la hora de física? —preguntó Mateo.

—A mí —respondió Pablo.

—De acuerdo, tienes que buscar todo lo que puedas sobre ese ácido. Su composición, sus propiedades químicas como la solubilidad, la acidez o el punto de ebullición y su comportamiento real frente a diferentes reactivos, para ver cómo puede actuar con los distintos catalizadores.

—Perfecto. Así lo haré —respondió, entrando en su habitación sin esperar a que terminaran los cinco minutos de descanso.

Unos pocos instantes después, los profesores de nuevo bajaron por las escaleras desde el nivel superior. No era en absoluto habitual que subieran entre clase y clase, pero los seis hermanos sabían que subían a preguntar por la llegada de ese «Jefe». Normalmente permanecían en el pasillo transversal que separaba las habitaciones de los baños y del almacén, aunque alguno de ellos, nunca todos, subía a los niveles superiores y bajaba justo a tiempo para comenzar su siguiente lección. Estaban tan agitados y tan emocionados, que no repararon en absoluto en que los seis hermanos esperaban en el pasillo.

—Nos vemos en una hora —dijo Marcos, mirando a María.

—Hasta ahora —respondió ella.

La tercera hora de estudio no deparó tampoco ninguna sorpresa. Cada profesor, con la profesionalidad habitual, impartió sus correspondientes lecciones y, al acabar, salieron de nuevo todos en estampida, subiendo las escaleras del nivel Phi. Los hermanos, intentando disimular también su emoción, le preguntaron en silencio a Pablo por los datos que tenía que buscar.

—Aquí lo tengo —dijo enseñándoles un buen paquete de folios escritos con rapidez—. Lo tengo casi todo. No he podido encontrar todo lo que buscaba, pero si he encontrado la mayoría de las propiedades físicas y químicas.

—Fantástico —dijo Mateo, que fue el primero en hojear el dossier elaborado por su hermano—. Ahora solo falta probarlo en la urna, e introducirle catalizadores y reactivos para ver cómo se comporta.

—Si, pero hay un problema —dijo Marcos—. No vamos a entrar en la sala hasta la tarde, y eso suponiendo que mantengan la rutina de todos los días.

—Tranquilo —le contestó Mateo—, que eso no lo van a alterar.

—No estés tan seguro —respondió Lucas—. Han salido todos los profesores corriendo hacia arriba. Incluso el profesor Mendel, que casi no se tiene en pie.

—Desde luego que es extraño —contestó Mateo, frotándose la barbilla, pensativo.

—Todo esto es muy extraño —contestó María.

—Estad atentos —añadió Juan—. En cualquier momento nos pueden coger inadvertidos y puede ser el fin.

—Debemos aprovechar nuestras ventajas —respondió Marcos.

—¿Acaso tenemos alguna? —preguntó Pablo, como siempre muy nervioso.

—Ya lo creo, hermano —le dijo Marcos, poniéndole una mano en el hombro, y tranquilizándole—. Tenemos muchas. Ellos piensan que no sabemos nada, que estamos desprevenidos y, lo mejor de todo, que no nos estamos percatando de nada.

—Ya veo lo que quieres decir —dijo Mateo con una sonrisa maliciosa.

El resto de la mañana transcurrió de la misma manera. Las clases se fueron sucediendo, siempre seguidas de una inexplicable estampida por parte de los profesores, que salían corriendo hacia los niveles superiores como si les fuera la vida en ello. Cuando llegó la hora de la comida, los seis hermanos, con cierto temor y angustia, subieron las escaleras, accediendo al nivel Lambda, y entraron en la biblioteca—comedor, encontrándose con sus habituales gachas de avena y azúcar, con la misma jarra de agua, los mismos platos y los mismos cubiertos de todos los días. Si no fuera por la carta encriptada que dejó póstumamente el profesor Kepler, quizás los hermanos no hubieran estado tan precavidos y no se hubieran percatado de la agitación de los profesores. Se sentaron a la mesa como siempre y comieron prácticamente en silencio, sin comentar nada de sus planes, sin hablar entre ellos y sin dar señales de otra cosa que no fuera rutinario y monótono.

—Tenemos muy pocas posibilidades de salir de ésta con vida —dijo Marcos en voz baja, casi cuando estaban terminando.

—No seas aguafiestas —respondió Juan.

—No, hermano. No lo soy. Creo que nos van a matar en cuanto acabemos nuestro experimento con éxito.

—Marcos lleva razón —replicó Lucas—. Matemáticamente hablando, es una ecuación de muy difícil solución. Y las posibilidades son muy pocas.

—Pero no imposible —añadió María.

—Eso también es cierto.

—Chicos —replicó Mateo—. Esto no es un problema matemático. No es una ecuación o un ejercicio en el que podamos calcular las diferentes probabilidades. Esto es nuestra vida, que solamente la viviremos una vez, y que si se acaba no podremos volver a empezarla. Sumar a vuestras ecuaciones las ganas de vivir, las ganas de salir de aquí con vida y las ganas de correr, de saltar y de gritar que tenemos. Y veremos a ver qué resultado obtenemos. Ahora que estamos tan cerca no me vengáis con probabilidades.

Nadie dijo nada. Todos compartían el entusiasmo de su hermano, pero estaban más angustiados que él. O por lo menos, lo disimulaban peor. Tenían ese nudo en el estómago tan característico de la desazón y la preocupación. Miraban en silencio a sus platos vacíos, con el pensamiento perdido en otros mundos lejanos, y ni siquiera se miraban unos a otros. Después de toda su vida encerrados en aquella transparente y segura caja acristalada, sentían que corrían un grave peligro. Casi por primera vez en sus vidas, tenían miedo.

Aunque el que reaccionó mejor que ninguno fue el propio Mateo. Lejos de amilanarse o de venirse abajo, la tensión, la presión y el nerviosismo le avivó el ánimo y trató de hacer lo mismo con sus hermanos.

—Vamos, hermanos —dijo—. No me vengáis ahora con caras largas. Pablo, ¿cuánto tiempo llevas diciendo que quieres salir de aquí?

—Muchísimo.

—¿Y quién te dijo que fuera a ser fácil?

—Nadie.

—Pues ahora lo tienes delante. ¿Vas a hundirte estando tan cerca? Y vosotros dos —dijo mirando a Marcos y a María—, ¿cuánto tiempo más vais a ocultar lo que sentís el uno por el otro? ¡No hay nada malo en sentir lo que estáis sintiendo! Es algo normal, completamente válido y, además, muy recomendable. Ya me gustaría a mí estar en vuestro lugar.

Los dos hermanos se miraron, con timidez y vergüenza. Pero no dijeron nada. Se abrazaron emocionados, aunque no quisieron tampoco, por no levantar más sorpresas, hacer nada que no hicieran normalmente.

—Lucas, Juan. Sois los hermanos pequeños, y aunque siempre os hemos tratado con respeto y consideración, no siempre hemos visto vuestras opiniones igual que las nuestras. Lo reconozco y soy el primero en pediros disculpas. Pero he de deciros que muchas, muchísimas veces, yo particularmente he admirado y he envidiado muchos de vuestros puntos de vista. Tenéis una capacidad increíble de resolver problemas, de plantearlos y una visión maravillosa para prever los acontecimientos. Jamás dudéis de vuestro potencial. No porque lo diga un profesor o un test psicotécnico, sino porque se os nota a través de todos los poros de vuestra piel.

Después de unos pocos segundos, en los que Mateo comprobó cómo sus palabras surtían el efecto deseado, bebió un par de sorbos de agua, y continuó.

—Chicos, vamos a salir de aquí como sea. No me importa si caigo yo o alguno de nosotros. Me da igual. Con que alguno llegue a la superficie y pueda contarlo, moriré satisfecho.

—Estoy contigo, hermano —dijo Lucas.

—Hasta la muerte —contestó Juan.

—Hasta el final —agregó Pablo.

—Yo también —dijo Marcos, que no se soltaba del brazo de María.

—Y yo —dijo ella.

Sonó entonces la débil alarma sonora que anunciaba el final de la hora de la comida, y el comienzo de la clase conjunta en la sala multifuncional. Por fin podrían poner en práctica lo acordado durante la mañana. Se levantaron y, con el ánimo y el entusiasmo a flor de piel, salieron al pasillo y entraron en la sala de la urna. Ésta, al igual que la dejaron el día anterior, estaba cubierta por una sábana negra, que impedía que la luz del exterior penetrara a través de los cristales.

Lentamente, como si de un ritual sagrado se tratara, la retiraron, dejando ver su interior. En él, una porción de tierra, descansaba sobre un lecho acuoso, como una diminuta isla sobre el océano. La pequeña masa terrestre era una isleta arenosa, con algo de roca pero nada de vegetación. Ni una sola rama, hoja, flor o especie vegetal de cualquier índole. Tan solo arena y roca, que ocupaba poco menos de medio metro cuadrado. A su alrededor, llenando el resto de la superficie de la urna, una enorme masa de agua turbia, de color azul oscuro, cubría gran parte del desértico islote. Además, una capa de polvo y ceniza en suspensión dificultaba enormemente la visión. Era una recreación perfectamente a escala de la atmósfera terrestre, según los datos que las diferentes estaciones de estudio del agua les habían enviado, y que ellos habían introducido convenientemente en aquel complejo sistema.

—Pablo —dijo Mateo sin perder el control—. Vigila los parámetros del oxígeno. Necesitamos que superen el treinta por ciento.

—Hecho. Ahora mismo marca doce por ciento y permanece estable.

—María y Marcos —continuó Mateo—, vosotros vais a dirigir la urna. Uno se pondrá en el brazo izquierdo y el otro en el derecho, mientras yo voy a buscar las ramas de Shilagit, los catalizadores y todo lo que haga falta. Juan y Lucas, a vosotros dos os va a tocar la mejor de las funciones.

—¿Cuáles?

—Vigilancia. Cuando llegue el profesor Mendel disimulad en la urna, en las estanterías o en el microscopio, pero estad alerta ante cualquier novedad, bien del propio profesor, bien de cualquier otro tipo.

—¿Otro tipo?

—Así es. Estoy seguro de que en el momento en el que encontremos algo que funcione, van a venir a por nosotros, por lo que debéis estar atentos a todo el que entre.

—¿Y qué hacemos con el que entre? —preguntó Lucas.

—A por él. Antes de que os haga nada a vosotros.

—Lo comprendemos —dijeron finalmente.

—¡Llega el profesor! —dijo Marcos desde la puerta.

—Rápido, disimulad. Y Juan y Lucas, no os preocupéis, que yo también estaré atento como vosotros.

Al instante, el viejo profesor, arrastrando como siempre los pies sobre la rejilla metálica del suelo del nivel Lambda de la estación, entró en la sala multifuncional, cerrando la compuerta detrás de él.

—¿Qué tal esos experimentos, chicos? ¿Cómo va la urna?

—Muy bien, profesor —dijeron todos.

Mateo, en el rincón de la habitación, buscaba rápidamente entre los innumerables tarros y botecitos de plástico y cristal de la estantería. Millones de semillas, de tubérculos, de raíces y flores extrañas estaban allí almacenadas. Hasta que encontró la que buscaba. El aspecto exterior era como el de una estrella de un verde resplandeciente. Cogió uno de los tres especímenes con sumo cuidado, y lo depositó en el cajón de la urna, cerrándolo después herméticamente. Marcos, acto seguido, accionó los controles desde la consola central. Al instante, otro cajón en el interior de la urna se abrió, con la pequeña plantita en el interior. María, al lado de Marcos, guió a la pinza mecánica dispuesta en el techo de la urna. Fue desplazándola lentamente hasta el compartimiento interior. Con sumo cuidado, ante la atenta mirada de sus hermanos y del profesor, que parecía no darse cuenta de lo que ocurría, atenazó suavemente la delicada planta, tomándola por el fino tallo. Marcos, además, comenzó a hacer un pequeño agujero entre la arena del islote, gracias al segundo brazo robotizado. Como si de un jardinero se tratara, plantaron aquel pequeño ejemplar de Shilagit en el montículo arenoso de la urna.

—Pablo, ¿qué lecturas de oxígeno tenemos? —preguntó Marcos.

—Nada —dijo con pesadumbre—. Trece por ciento.

—Marcos —dijo Mateo—, ¿por qué no la riegas?

—¡Claro! —dijo éste, introduciendo las pinzas metálicas en el interior del agua de la urna, y rociando después a la pequeña plantita.

Pero aquello tampoco funcionó. Los niveles de oxígeno en la atmósfera tampoco sufrieron demasiados cambios. No llegaron a sobrepasar el quince por ciento, lo que equivalía a una muerte segura del ser humano.

—Tendremos que probar con catalizadores —dijo Lucas, mirando al profesor de reojo.

—Estoy de acuerdo. Intentémoslo con los más conocidos —dijo Mateo.

—Probemos con las enzimas de menor peso molecular, que debe ser lo más lógico —dijo Juan.

Pero tampoco surtió el efecto esperado. Después de las enzimas probaron con multitud de compuestos de naturaleza tanto orgánica como inorgánica, pero tampoco lo consiguieron. La desesperación comenzó a hacer mella en ellos, especialmente en Pablo, que se movía nervioso en el monitor de la lectura de datos. El profesor Mendel se había sentado en una silla alta, en la parte trasera de la sala, y dormitaba cansado, dando cabezazos y llegando a roncar en alguna ocasión. Era ya casi la hora de finalizar la clase, cuando Mateo se acercó a escondidas a la estantería y, sin que le viera el profesor, tomó un par de pequeñas botellitas metálicas de color gris, en las que venía envasado Cloro molecular en forma de gas a presión. Una de ellas la aplicó sobre la boquilla de la urna destinada para tal fin. Marcos, que vio el gesto a hurtadillas de su hermano, accionó disimuladamente el inyector, de tal modo que el Cloro gaseoso entró en la urna.

—¡Un momento! —gritó  Pablo ajeno a los movimientos de sus hermanos, al cabo de unos pocos instantes—, están saliendo valores fatales. La concentración de Cloro es altísima. Casi llega al uno por ciento. ¡Y sigue subiendo!

El profesor pegó un respingo en la silla, y casi se cae al suelo. Juan y Lucas, que estaban nerviosos recorriendo la sala, saltaron como si les hubieran dado una descarga eléctrica. Marcos y María, que estaban al lado de Pablo, llegaron también a asustarse por lo intempestivo de la notificación de la noticia.

Unos pocos segundos después, como por arte de magia, la pequeña plantita de color verde, que parecía que se iba a marchitar de un momento a otro, cambió repentinamente. Comenzó a engordar y a crecer, en una rapidez asombrosa. Lo que vino después, ninguno de los allí presentes lo olvidará con facilidad. El aire encerrado en el interior de la urna de un aspecto gris, humoso y cargado de polvo en suspensión, comenzó a clarearse con rapidez. Parecía como la suciedad del propio aire se limpiara de forma automática, como cuando encendían los ventiladores para cambiar de un ambiente a otro. Pero en ese caso, las reacciones entre los diferentes gases se estaban produciendo de forma espontánea. La antes escuálida y esquelética ramita presentaba un aspecto más que robusto, y se abría paso entre la tierra del pequeño islote e, incluso, varias plantitas nuevas estaban creciendo con asombrosa rapidez en sus proximidades, brotando desde el arenoso y desértico suelo, convirtiendo aquella playa arenosa y desértica en un pequeño oasis verde y boscoso en poquísimo tiempo.

—¡El oxígeno ha subido hasta el dieciocho por ciento! —gritó Pablo sin poder remediarlo, presa de la emoción.

—¿Y el Nitrógeno? —preguntó Juan.

—¡Ha bajado hasta el ochenta y cinco por ciento! ¡Y sigue bajando!

Lo que vino después, ninguno lo esperaba, aunque les colmó de satisfacción. En las partes superiores de la urna, en donde antes solamente había humo, polvo en suspensión y suciedad en forma gaseosa, después de evaporarse, se fue volviendo de un gris más oscuro, casi cubriendo toda la superficie de la urna, compactándose más y más, hasta que toda la parte superior del interior de la urna quedó cubierta por una capa espesa y densa de un color blancuzco oscuro, que ensombrecía al pequeño islote. Los nuevos tallos que habían brotado de forma espontánea alrededor del brote plantado, crecían con asombrosa rapidez, y nuevos tallos brotaban también más allá, desarrollándose una vegetación verde brillante, cada vez más frondosa y saludable. Para sorpresa de todos, el pequeño nubarrón que se había formado en la zona alta de la urna comenzó entonces a sufrir pequeñas descargas eléctricas, y dio paso a una diminuta lluvia fina y delicada, que embarró al islote y a la maraña de verde brillante que había brotado en su superficie. Estuvo lloviendo durante varios minutos, en los que Pablo, atento, no dejaba de notificar los valores de Nitrógeno y de Oxígeno que la urna iba facilitando. El resto de sus hermanos, emocionados, al igual que el anciano profesor, se agolpaban alrededor de la cristalera, admirando el bellísimo espectáculo que se producía en su interior. Fue entonces cuando, para sorpresa de todos, la compuerta de la sala se abrió, cogiendo casi desprevenidos a los hermanos y al profesor.

—¡Quietos! —gritó Mark Blaine entrando de improviso en la sala, mientras apuntaba con su querida semiautomática de nueve milímetros.

—¡Maldito seas! —gritó también Lucas, que se abalanzó a por él con rapidez, aunque tardó casi un segundo más de lo que debía.

Sin duda que el hombre alto con el tatuaje en el cuello no se esperaba ser atacado nada más entrar, y se llevó un buen susto, aunque reaccionó a tiempo. Lucas se tiró a por él y llegó a golpearlo y tirarlo al suelo, gracias a la fuerza con la que le atacó, pero la estrechez de toda la estancia y la escasa libertad de movimientos, provocaron que Lucas cayera encima del señor Blaine y éste, sin pensárselo dos veces, apretó varias veces el gatillo de su arma.

Los disparos se oyeron como ruidos sordos, muy lejanos, y Lucas quedó muerto, tumbado encima del señor Blaine, que le apartó de un empujón y se puso en pie, con un gesto despectivo que no gustó a los hermanos. Todo sucedió muy deprisa. El cuerpo sin vida de Lucas, tendido boca abajo, había manchado de rojo la rejilla metálica. María y Marcos no se lo podían creer, Pablo se había quedado petrificado y Juan había estado a punto de atacar también al señor Blaine, pero se detuvo en el último instante. El único que reaccionó fue Mateo, que cogió por el brazo al profesor Mendel, se situó detrás de él y le puso un afiladísimo escalpelo en el cuello, protegiéndose así del señor Blaine. Nadie dijo nada. El silencio era aterrador.

—¡Será desgraciado! —gritó el apuesto Mark Blaine de forma despectiva, escupiendo sobre el cuerpo sin vida de Lucas—. ¡Mirad cómo me ha puesto la camisa!

—Ni se te ocurra acercarte —le dijo Mateo, abrazando por la espalda a su asustado profesor—. O le corto el cuello ahora mismo.

—Vaya, vaya —contestó riéndose el alto señor Blaine—. Mateo, ¿verdad?

—Así es.

—En verdad eres fascinante, Mateo. O quizás sería mejor llamarte Leonardo, ¿no te parece?

—¿Leonardo? —el hermano más carismático no entendía aquella conversación.

—Así es. ¿Qué harías si mato a alguno más de tus hermanos? ¿En serio le cortarías el cuello a tu profesor? ¿Y qué harías después?

—¿Y qué harías tú? —preguntó Marcos, con asombrosa frialdad—. Si no me equivoco, y nunca lo hago, nosotros somos cinco y vosotros dos. Y uno está aprisionado. Una proporción desequilibrante. Es cierto que tu tienes un arma, pero esto es muy estrecho y no te daría tiempo a disparar sobre todos nosotros. ¿Quieres intentarlo?

—No sabéis quiénes sois, ¿verdad? —preguntó el señor Blaine, comenzando a sentirse agobiado.

—No importa quiénes seamos, maldito loco —contestó Mateo, que vio que podían conseguir ponerle nervioso—. Lo que importa es que no vas a poder contra todos nosotros.

—Ni se os ocurra —dijo el señor Blaine apuntándoles.

—Calmaos, por favor, calmaos todos —dijo John Alexander Hurt entrando desde el pasillo del Nivel Lambda, en donde había escuchado toda la conversación escondido y sin aparecer. Vestía igual que varios años atrás, un traje negro satinado, con el cuello tipo «mao» y botonadura y adornos de color rojo carmesí, situados en el lateral de la solapa derecha. Parecía más mayor que de costumbre, ya que el cansancio estaba claramente reflejado en su rostro, pero hablaba con el mismo tono de voz autoritario y dominante. Tenía una pistola en la mano, más pequeña que la del señor Blaine, pero cromada y brillante, y que asustaba como poco igual que aquella.

Entró también en la sala multifuncional, que ya se quedaba pequeña para todos los allí presentes, y la tensión que se respiraba era más que incómoda. Se miraban todos unos a otros, calculando posibilidades y pensando cómo salir de allí con vida.

—Usted debe ser ese «Jefe» del que tanto han hablado los profesores —dijo Marcos, tratando de recuperar el control de la conversación.

—Así que ahora somos cinco contra tres, y además dos de vosotros vais armados —dijo Mateo con cierta ironía.—. Creo que las fuerzas están más igualadas, pero podríamos salir todos de ésta, si nos tranquilizamos y entregáis las armas.

—Eres un buen hombre —dijo cortante el Gobernador—. Verdaderamente eres una creación formidable.

—¿Creación?

—Así es, Leonardo.

—Ya está bien —dijo apretando más el pequeño bisturí contra el cuello del profesor, que jadeaba nervioso, aunque no decía nada. Un pequeño reguero rojo recorría su cuello y le manchaba la camisa—. ¿Qué significa eso de Leonardo?

—Amigo mío —dijo el señor Hurt con voz condescendiente—. Ese es tu verdadero nombre.

—¿Verdadero nombre? Déjese de tonterías.

—Yo nunca digo tonterías —dijo enfadado el Gobernador, apuntándole a la cabeza, a pesar de que el profesor estaba en medio.

—¿Que no dice tonterías? —replicó María, en un gesto agresivo que sus hermanos agradecieron—. No sé quién coño es usted, pero desde luego que no hace otra cosa que decir tonterías. Todo en usted es una enorme tontería. ¿Es usted el Jefe de todo esto? Pues es usted un completo incompetente, un inútil que no tiene no idea de lo que hay que hacer para sacar esto adelante.

—¡Cállate! —gritó el señor Hurt, girándose y apuntándola a ella.

—¡Venga, imbécil! ¡Dispara! —le gritó ella, completamente ida—. ¿Qué me vas a decir a mí, que yo no sepa? ¿Cuál es mi verdadero nombre?

—Tu verdadero nombre —dijo el señor Blaine, interrumpiéndola—, también es María. Y tal vez sea mejor que sepáis de una vez de dónde venís.

—¿Ahora vas a decirnos que somos extraterrestres? Esto sí que es bueno —dijo Pablo, comprendiendo como sus hermanos, que siendo agresivos tenían más posibilidades de seguir con vida.

—No, Pablo, no.

—¿Entonces? ¿Venimos del más allá?

—No. Sois criaturas creadas artificialmente —dijo Mark Blaine, ante la mirada del señor Hurt, que le insinuaba con la cabeza, en un gesto inequívoco, que no dijera nada.

—Seguro —dijo Mateo con tono irónico.

—¡Silencio! —gritó el señor Hurt—. ¡Silencio todos!

—No, no, no —replicó Marcos—. No nos vamos a callar, sea usted quien sea, y seamos nosotros quienes seamos. No venga ahora dando órdenes, porque no le van a servir de nada.

—¡Cállate! —le gritó el señor Blaine.

—¿O qué me vas a hacer, idiota? —le contestó Marcos, presionándole aún más—. Yo no llevo armas de ningún tipo, así que puedes disparar en cualquier momento. ¡Venga! ¡Atrévete a apretar el gatillo! En el momento en el que lo hagas, estarás muerto, porque mis hermanos se lanzarán a por ti y no te dará tiempo para dispararnos a todos.

—¡Silencio! —chilló Mark Blaine, cada vez más nervioso.

—Tu verdadero nombre el Albert —dijo el Gobernador, consiguiendo que su sicario se callara y que Marcos no siguiera incitándole.

—¿Yo también soy una criatura artificial?

—Exactamente. Todos vosotros lo sois —contestó frío.

—¿Y de qué tipo? ¿Somos robots o ciborgs? ¿Androides tal vez? —Marcos intentaba inútilmente poner nervioso al Gobernador, con un tono frío e irónico, que no conseguía alterarle de la misma manera que su hermana lo había hecho antes.

—No. En absoluto. No sois más que experimentos de laboratorio —dijo el señor Hurt, mirándole fijamente con aquellos ojos fríos y siniestros—. Sois meras cobayas. Sois ratas que nos habéis proporcionado todo aquello que nosotros siempre hemos querido. No sois nada más.

—¿Y usted? ¿Quién es usted? —preguntó María, haciendo oídos sordos de las gravísimas acusaciones—. ¿Qué ha hecho usted en la vida? Este hombre, que acaba de matar a mi hermano —dijo señalando al señor Blaine—, ha sido su fiel vasallo y le ha servido en todas las fechorías que hayan cometido durante sus vidas. Y estoy segura de que han sido numerosas. Pero él al menos ha tenido la valentía de apretar el gatillo. No como usted, que seguro que le habrá ordenado cometer las más terribles acciones, sentado cómodamente en algún sillón. ¿Me equivoco? Seguro que no.

—No tienes ni idea de lo que estás diciendo —le replicó el Gobernador.

—¿Ni idea? No estoy tan segura. Es más. Usted es un cobarde. Un maldito baboso que siempre ha estado detrás de los que de verdad se la jugaban. Siempre ha estado en la retaguardia. Es un pusilánime sin escrúpulos y, lo que es peor, sin amigos, sin familia y sin nadie al lado. Porque nadie se fiaría nunca de usted.

—¡Silencio! —chilló el Gobernador.

—Si yo fuera el señor Blaine —continuó ella—, desde luego acabaría con usted ahora mismo. Jamás podría confiar en usted, ya que sabría con seguridad que si fallo en algún momento, usted me mataría sin pensárselo un solo instante. Usted solo tiene sicarios, nunca amigos o hermanos, como nosotros.

—Vosotros no sois hermanos —replicó, reponiéndose—. Ni siquiera sois hijos de una relación amorosa. No tenéis padres. Las mujeres que os dieron a luz fueron contratadas, y luego me encargué personalmente de que murieran. Y os aseguro que lo hicieron.

—Pero tú no lo hiciste, ¿verdad? —volvió a interrumpir María—. No te encargaste de hacerlo personalmente. No tuviste el valor necesario para hacerlo, ¿a que no? No eres más que un hipócrita y un charlatán. Un embaucador con mucha labia. Solo hay que mirarte para darse cuenta.

—¡Cállate! —chilló casi desquiciado el Gobernador, apuntando su pistola cromada contra María, la cual, lejos de atemorizarse, se creció.

—Ya le ha dicho mi hermano antes que no nos dé órdenes. Que usted no es nadie para ordenarnos nada.

—¡Cómo que no! ¡Yo os he creado! ¡Os he regalado la vida! —chilló desquiciado.

—¿A esto llama usted vida? —agregó Pablo, también encolerizado—. ¿Vivir aquí encerrados, sin poder siquiera subir a otros niveles o conocer a otras personas que sabemos con seguridad que viven ahí arriba?

—Ya no vive nadie —contestó el señor Blaine con su típica sonrisa endemoniada—. Todos vuestros cuidadores, vuestros profesores y los técnicos de esta estación han muerto hace no más de veinte minutos. Como vais a hacer vosotros ahora.

—¿Qué te detiene entonces? —replicó de nuevo Mateo, detrás del profesor, que casi se cayó al enterarse de que habían matado a todos sus compañeros—. ¿Es que tienes miedo?

—En absoluto —respondió el hombre alto con una frialdad asesina—. He matado a tu hermano y haré lo mismo contigo. Pero antes nos gustaría que nos dierais los datos de la urna. Si lo hacéis despacio y sin complicaciones, os garantizo que nadie sufrirá mientras le mato. Serán muertes rápidas y sin sufrimiento. Si ponéis trabas, os aseguro que moriréis de una manera tan cruel y dolorosa que os arrepentiréis incluso de haber nacido.

—¿Los datos de la urna? ¿Eso es todo? ¿Y cómo los vais a utilizar después? No tenéis ni idea de cómo poner en práctica todo lo que hemos experimentado aquí —respondió señalando con la cabeza a la enorme caja acristalada que tenía al lado.

—Deja eso de nuestra parte, y danos los datos que necesitamos.

A medida que iban hablando la tensión iba aumentando más y más. Juan estaba muy tenso, y se sentía culpable por no haber atacado al señor Blaine antes. La visión de su hermano tendido sobre la rejilla metálica, muerto y ensangrentado le recordó que tenía que vengarle. Apenas atendió a la batalla dialéctica entre sus hermanos y los dos malditos asesinos que estaban a punto de acabar con sus vidas. Pablo, por su parte, intentaba no moverse, porque cada vez que lo hacía, el señor Blaine —sin perderle de vista—, le apuntaba con su pistola negra. María, que había encontrado el método para desquiciar por completo al señor Hurt, intentaba alejarse de él, por si acaso disparaba. Marcos calculó con rapidez las posibilidades, y se percató de que podían acabar con ellos solamente si atacaban a la vez, aunque alguno caería con seguridad. Y Mateo, utilizando al viejo profesor Mendel como escudo humano y, por lo tanto con la mejor posición, se había percatado de los pensamientos de su hermano. Le tenía un aprecio enorme al anciano profesor, pero tenía muy claro que si tenía que matarle para salvar la vida de sus hermanos, lo haría sin temblarle el pulso.

—No podemos daros esos datos que nos pedís —respondió Mateo.

—¿Y eso? —preguntó nervioso el señor Hurt.

—Primero porque no los sabemos. Hemos probado con un montón de posibles soluciones, todas ellas al azar, y la mayoría de ellas sin anotarlas. Las que hemos anotado convenientemente, son las primeras que hemos probado, y son las que no han funcionado.

—¿Y segundo? —el señor Hurt estaba rojo de ira.

—En segundo lugar, porque si lo supiéramos, tampoco os lo diríamos.

—Comprendo, Leonardo —dijo el señor Blaine, como el hielo—. ¿Sabes una cosa? Tu nombre procede del grandísimo Leonardo da Vinci. ¿Lo sabías? No eres ni más ni menos que una copia genéticamente idéntica al genial inventor, escultor, artista y pintor del Renacimiento. Eres un clon suyo, amigo mío. ¡¿Cómo te sientes ahora, especie de engendro artificial?!

Se hizo de nuevo el silencio, tenso y dramático, en la sala multifuncional. Los hermanos por fin comprendían el porqué de aquella vida encerrada. Su vida, en realidad, no les pertenecía. En verdad eran creaciones artificiales, que habían sido analizados, creados, estudiados y educados con el único propósito de servir como experimento. Las lágrimas comenzaron a resbalar sobre las mejillas de María, que comprendió entonces su papel.

—¿Quién soy yo? —preguntó cabizbaja.

—Tú eres una copia de la grandísima Marie Curie, la única mujer de la historia de la humanidad que ganó dos premios Nobel.

Sin duda que era una gran mujer. Aunque ser consciente de tener una vida que no te pertenece es duro de asimilar. Muy duro. Y María no era una excepción. A punto estuvo de caerse derrumbada allí mismo, pero se rehizo, se secó las lágrimas y permaneció de pie, preparada para el final.

—Y tú, al que han llamado Marcos, eres otra copia genética, posteriormente generada, cultivada y desarrollada en los laboratorios. Tu ADN es exactamente igual al del grandísimo Albert Einstein, quizás la mayor inteligencia que ha dado la humanidad.

Los hermanos no decían nada. Estaban asimilando los golpes recibidos. Mateo tampoco podía contener las lágrimas, y lloraba desconsolado detrás del viejo profesor.

—Pablo —continuó el señor Blaine, que se estaba percatando del daño que les estaba infringiendo—, tu particularmente fuiste uno de los más difíciles de conseguir. Cada vez que te miro, recuerdo el frío intenso y aquella maldita noche en el cementerio de Salzburgo. Además, tu modelo original no tenía nada que ver con la ciencia, ni con las Matemáticas, ni la Física, ni nada parecido. El mejor compositor musical de todos los tiempos: Wolfgang Amadeus Mozart.

—Con razón se me daba bien tocar la guitarra —dijo con una ironía que sorprendió a todos. Acababa de enterarse, como el resto de sus hermanos, que su vida no le pertenecía, que era un producto artificial, pero decidió tomárselo de forma divertida. Al fin y al cabo, él también respiraba, tosía, comía, dormía y hacía lo mismo que el resto de seres humanos.

—Y tú, Juan —continuó Mark Blaine, sabiendo que estaba haciendo daño—, procedes de otro ADN perteneciente a un gran investigador. Charles Darwin fue seguramente el mejor biólogo que haya existido sobre la Tierra.

—¿Charles Darwin? —preguntó Juan, comprendiendo que la ironía era la mejor opción, primero para no deprimirse pensando en el enorme vacío que sentía, y segundo porque de esta manera no daban muestras de dolor, y eso era lo que más le podía doler al sicario del Gobernador—. Yo quería ser Groucho Marx. O mejor todavía, Charles Chaplin. Vaya una mierda de clonación que habéis hecho. Así no vamos a ningún lado.

Sus hermanos le comprendieron y afloraron algunas sonrisas en las comisuras de sus labios.

—¡Silencio! —gritó el señor Blaine, que no esperaba esa respuesta. Sin duda tenía delante a varios genios, porque replicaban de formas inimaginables.

—¿Qué nos vas a hacer, convertirnos en ranas, igual que Blancanieves? —preguntó Pablo, también consciente del punto débil del señor Blaine.

—No, Pablo, no —le contestó a su vez Juan, también riéndose—. El que se convirtió en rana fue el príncipe, que no te acuerdas bien de la historia.

—Ay, hermano, perdóname. Es que debo tener mal configurado el ADN —contestó haciendo chistes.

—Será eso —dijo de nuevo Juan.

—¡Callaos! —exclamó todavía más fuerte Mark Blaine—. ¡Mirad a vuestro hermano Lucas! ¡Así vais a acabar en un segundo si no os calláis! —le puso la boca de la pistola en la cabeza a Pablo, que dejó de reír al instante.

—¿Quién fue Lucas? —preguntó María, cabizbaja y completamente deprimida.

—Lucas no fue nadie —contestó Mark Blaine, nervioso—. Igual que vosotros. Di mejor que su cuerpo era una copia de otro grandísimo científico. El padre de la Física tradicional, Isaac Newton.

—Así que somos genios, ¿verdad? —replicó Juan.

—No sois nada —contestó el señor Hurt, que había permanecido en silencio—. No sois más que unas creaciones de laboratorio.

—Sabes una cosa, Mateo —decía Juan, como si no estuviera siendo apuntado por una pistola—. Creo que estos hombres nos tienen envidia.

—Sí —contestó él—. Seguro que es eso.

—¡Ya está bien! —dijo Mark Blaine, cada vez más histérico—. ¡Dejaos de tonterías y dadnos las claves que habéis sacado de la urna!

—¡Eh, tú! —gritó Juan, aún más fuerte—. ¡Mírame a la cara! Ya te ha dicho mi hermano que no te lo vamos a decir. Así que deja de hacer el idiota. Si vas a matarnos, hazlo ya. Pero deja de una vez esta tontería.

El altísimo señor Blaine no pudo aguantar aquella respuesta. Completamente histérico, apuntó con su arma a todos los hermanos, intentando seleccionar el tiro. Tenía los ojos fuera de las órbitas, la mirada perdida y sudaba profundamente. Le temblaban las manos, y no paraba de mover su querida nueve milímetros de un lado a otro.

—¡No, Mark, no! —gritó el señor Hurt, intentando que su siempre fiel esbirro reaccionara, aunque no parecía hacerlo.

—¡No dispare, señor Blaine, por favor, no dispare! —gritó el profesor Mendel, que había estado completamente callado todo el tiempo, pero que veía asustado que se acercaba el final.

Entonces los acontecimientos se sucedieron con desgraciada rapidez. El señor Blaine, presa de un mar de nervios, apretó el gatillo. El tiro sonó con extrema fuerza en la sala, y todo pareció detenerse. El señor Hurt, por su parte, también apretó el gatillo de su pistola cromada, casi al mismo tiempo. Los dos hicieron blanco, cada uno en un hermano. Marcos y María, que se habían dado perfecta cuenta de la inestabilidad de sus verdugos, se lanzaron a por ellos, justo un instante antes de que abrieran fuego. Recibieron cada uno un balazo justo en el pecho, que les tiró al suelo de la fuerza con la que lo recibieron. Mateo, protegido por el profesor, lanzó con fuerza y puntería el escalpelo al señor Blaine, clavándoselo justo en el centro de la frente. Obviamente, el anciano señor Mendel —o como quiera que fuera su nombre verdadero—, no iba a ser un enemigo difícil, así que atacó al que más peligro entrañaba. El alto señor Blaine apenas se enteró de su muerte. Cayó desplomado al suelo, inerte, con su típica sonrisa endemoniada reflejada en el rostro. Juan y Pablo, por su parte, se abalanzaron sobre el Gobernador, al que no le dio tiempo a disparar sobre ellos. Le cogieron del brazo, de las piernas, le agarraron el traje negro satinado y le intentaron golpear, pero se rehizo y, desquiciado por ver a su devoto esbirro tumbado en el suelo con el afilado cuchillo clavado en la frente, volvió a disparar su arma.

Esta vez, los hermanos tuvieron más suerte. El tiro iba dirigido a Mateo, ya que el Gobernador bien sabía que era el que mejor guiaba a sus hermanos, pero éste seguía bien cubierto detrás del profesor, que recibió el balazo en el vientre. Sin dar tiempo a que los tres hermanos volvieran a la carga, el Gobernador, saltó al pasillo y salió corriendo por éste, huyendo de aquella sala y subiendo con inusitada rapidez los escalones, camino de los niveles superiores.

La escena que Pablo, Mateo y Juan tenían delante era dantesca. Había sangre por todas partes. La urna estaba completamente manchada, y varios restos del abdomen del profesor Mendel habían quedado adheridos a Mateo y a los propios cristales.

—¡María! —gritó con sus últimas fuerzas Marcos, que trataba de aferrarse a sus últimos instantes de vida.

—Marcos, aquí estoy —respondió ésta, con el pecho ensangrentado, la cara aún más pálida de lo habitual y la mirada completamente perdida. Juan, Pablo y Mateo se acercaron a sus hermanos.

—María, siempre te he querido. Siempre he estado enamorado de ti. Eres una mujer maravillosa y me alegro de haberte conocido —dijo Marcos, que no podía moverse, pero que cogió la mano de su amada.

—Marcos, no te mueras. Aguanta un poco más —le dijo Juan, intentando ayudarle.

—Yo también te he querido siempre. Y me siento orgullosa de haber podido pasar mi vida contigo —dijo María, tumbada hacia arriba, y un filo hilo de sangre roja salió de su boca, falleciendo en ese instante.

Marcos, por su parte, cerró los ojos, y exhaló su último aliento de vida pensando en María, y en la felicidad tan grande que había sido conocerla.

—Rápido, ¡marchaos! —gritó de pronto el profesor Mendel.

—¡Profesor! —exclamó Mateo—. ¡Está vivo!

—No por mucho tiempo —dijo el anciano, al que le costaba un esfuerzo mayúsculo poder respirar—. Chicos, escuchad. No hagáis caso de lo que os han dicho estos dos asesinos. Es cierto que sois copias genéticas, pero habéis desarrollado más tecnología de la que os creéis. Gracias a vosotros se han resuelto problemas que han salvado la vida a muchas personas que viven en otros lugares. Lo que pasa es que estos logros los disfrazábamos de problemas matemáticos. Sin vosotros, la vida humana se hubiera extinguido hace ya muchos años.

—¡Profesor Mendel, no se muera!

—Tranquilos, hijos, tranquilos. Ha llegado mi hora —dijo—. Pero escuchad: podéis salir de aquí y poner en práctica el último logro de la urna. Pero tenéis que daros prisa, porque el Gobernador va a destruir todo esto. Tiene dinamita colocada por toda la estación.

—¡¿Cómo lo hacemos?! ¡¿Cómo podemos salir de aquí!? —preguntó Pablo.

—Cogedle el mando a distancia al señor Blaine, que seguro que lo tiene guardado en su traje. Con él podréis acceder al Nivel Alfa. Subid las escaleras hasta arriba del todo. No tiene pérdida. Allí hay una cápsula de escape para vosotros tres. La clave de acceso está en el mando.

—¡Vamos profesor, venga con nosotros! —gritó Mateo.

—No, hijo, no te esfuerces. Recordad cómo ha funcionado el experimento de la urna. Esa es la clave. Habéis sido los mejores alumnos que he tenido nunca.

Y así murió el anciano profesor. Los tres hermanos se miraron entre ellos, presa de la emoción, la rabia contenida y la alegría de poder salir de allí con vida. No solamente podrían subir a los niveles superiores, sino que podrían escapar de aquella prisión que les había tenido recluidos toda su vida.

Miraron detenidamente en los bolsillos del traje del señor Blaine, buscando el dispositivo que les permitiera abrir las compuertas de la estación. Y allí lo encontraron. El señor Blaine no llevaba nada más. Un traje vacío para una vida vacía. Toda su existencia la había dedicado a exterminar las vidas de los demás, sin percatarse de que la suya propia estaba quedándose desértica y abandonada.

Juan cogió el pequeño mando, y rápidamente salieron de la sala. No tuvieron tiempo ni de pararse a pensar, ya que justo entonces, una potente y desagradable señal acústica retumbó las paredes y se escuchó por doquier. Era la alarma de la autodestrucción. Sin duda, el señor Hurt ya había partido con el Proteus, y desde el exterior la había accionado. Les quedaba muy poco tiempo.

El primer obstáculo que se encontraron fue el que toda la vida, hasta entonces, les había sido imposible superar: la compuerta de subida. Una tecla de color morado en el mando a distancia rezaba «Nivel Ypsilon», por lo que, sin duda, debía ser el que funcionara. Lo pulsaron, apuntando hacia el techo y, efectivamente, una trampilla se deslizó, mostrando la compuerta de acceso a los niveles superiores. Con todas sus fuerzas, y la mayor rapidez posible, subieron los escalones. En el nivel superior se encontraron con quince o veinte cadáveres esparcidos por el suelo. El olor era nauseabundo y los hermanos, completamente muertos de miedo, miraron con estupor aquel dramático espectáculo. No conocían a la mayoría de aquellas personas, aunque entre la montaña de cuerpos, pudieron ver a la profesora Callas y al profesor Leipzig. Después de toda la vida queriendo ver cómo eran esos niveles superiores, en absoluto esperaban encontrarse con aquel esperpéntico cuadro. Sin apearse de los escalones de plástico, continuaron subiéndolos, y alcanzaron el nivel Delta, el nivel Gamma y el nivel Beta, sin encontrarse a nadie, pero no se detuvieron a observar nada, porque la alarma era realmente desagradable y les avisaba de la cercanía del final, si no se daban prisa. Desconocían el tiempo que les quedaba, por lo que corrieron con todas sus fuerzas, escaleras arriba. Al alcanzar el nivel Beta, descubrieron que el acceso al nivel Alfa, que tan complicado lo había descrito el profesor Mendel, no iba a suponer mucha complicación. El señor Hurt, en su afán por salir de allí cuanto antes, se había olvidado de cerrar con seguridad la última compuerta. Subieron al nivel más alto de toda la estación, y allí encontraron el cuadro de mandos que les había descrito el profesor. En el centro del panel, un reloj luminoso marcaba dos minutos y treinta y seis segundos, y bajaba pausadamente y al compás de la desagradable señal sonora.

—Rápido, Pablo, hay que abrir la compuerta de la cápsula —dijo Mateo—. Los controles están en la derecha.

—No podremos salir con rapidez —dijo Juan—. Tendremos que esperar a hacer la descompresión.

—No te preocupes, que ya he pensado en eso —replicó Mateo—. Nos alejaremos a toda potencia, pero sin cambiar nuestra profundidad relativa. Esperemos que funcione.

—¡Aquí está! «Apertura de la Cápsula de Escape» —leyó Pablo en voz alta—.

—Eso es.

Era un interruptor de seguridad, que estaba sellado por una lacra de un fino alambre metálico. Tiró con fuerza de él, rompiéndolo y abriendo el interruptor. Levantó la pequeña palanca y presionó el botón interior. En una pantalla anexa, un mensaje decía: «Introduzca la Contraseña de Seguridad».

—El profesor Mendel dijo que la contraseña estaba en el mando —gritó Mateo.

Juan miró con toda la rapidez posible en el pequeño objeto metálico, buscando algún código numérico. En la base del mismo encontró lo que buscaba.

—Debe ser este. Cero, dos, cuatro y dos —dijo.

Pablo fue introduciendo dígito a dígito en el pequeño teclado situado junto a la pantalla, y cuando presionó el último, una sirena giratoria se iluminó junto a la pequeña compuerta acristalada, que daba acceso a la cápsula.

—¡Vamos, rápido! —gritó Pablo.

La compuerta era estrecha y de unos cuarenta centímetros de alto por no más de sesenta de ancho. Había que tumbarse para poder acceder a la cápsula. Entró Mateo el primero, seguido por Juan y el hermano mayor quedó en último lugar. Una vez los tres estuvieron dentro, comprobaron que la pequeña nave era cómoda, limpia y confortable, aunque muy estrecha. La cabina tenía forma circular, con un mullido cojín de piel de color blanco en el piso, y una única ventana, situada justo por donde habían entrado. El resto de la cápsula estaba completamente abarrotada de controles, pantallas, botones y pulsadores. Por fortuna, la mayoría tenían alguna indicación cercana, de manera que era bien sencilla su utilización. Estaban los controles de guiado, de posicionamiento y de nivelación de la nave; los ajustes de habitabilidad interior, con los niveles de oxígeno de los tanques y presiones internas y externas. También estaban los medidores de profundidad, el sónar, los orientadores e, incluso, un pequeño radar de localización de objetos en movimiento. A los pocos segundos, comprobaron que el agua iba rodeando a la cápsula, de manera que la estancia se inundó por completo. Oyeron varios chasquidos y ruidos de motores, correspondientes a la apertura de la trampilla de acceso. Una vez finalizó este leve zumbido, se iluminaron los testigos correspondientes a la expulsión.

Los tres hermanos se sentaron en cada uno de los sillones, semejantes a los de un avión de combate, aunque mucho más cómodos y confortables. Se apretaron con toda la rapidez que supieron los cinturones de seguridad y Juan, que era el que estaba más cerca, presionó el pulsador de la expulsión de la cabina. Al instante notaron una sacudida terrible, seguida de una brutal aceleración. Salieron despedidos de la estación con una fuerza asombrosa. A los pocos segundos, notaron la ingravidez propia del que flota a la deriva, y vieron que la profundidad de la pequeña nave comenzó a descender.

—¡Hay que parar esto! —gritó Mateo. La flotabilidad de la cápsula de escape hacía que perdiera profundidad a una velocidad superior a la permitida, ya que no habían efectuado la descompresión de la cabina.

—¡Aquí dice «Control de Profundidad»! —chilló Pablo.

—¡Apriétalo! ¡Corre!

Al momento, como la propia máquina les leyera el pensamiento, se detuvo la ascensión, quedando la cápsula a merced de las corrientes submarinas. Pero el peligro no había pasado, ya que se encontraban todavía demasiado cerca de la estación, que estaba ya a punto de estallar. Si lo hacía estando a esa distancia, quedarían destrozados por completo.

—¡Rápido, hay que buscar los controles de desplazamiento de la nave! —gritó Juan.

—Deben ser estos —dijo Mateo, señalando varias palancas, situadas a su lado, bajo un letrerito que indicaba «Guiado».

Fue apretando todos y cada uno de los botones, palancas y tiradores, intentando averiguar para qué servía cada uno. Según los datos que ofrecía la brújula, que iba dándoselos Pablo, Mateo se alejó a toda potencia del lugar de la estación, en donde habían pasado toda su vida, y de donde escapaban para no perderla.

A los pocos segundos, notaron un ruido lejano, sordo y apagado, que no pareció entrañar gran peligro. La nave ni se inmutó, ya que apenas notaron nada. Los tres hermanos se miraron, preguntándose si eso era todo el peligro que entrañaba la explosión. Comenzaron a reírse, de forma nerviosa e insegura, hasta que la nave sufrió una sacudida tremebunda. Perdieron por completo el control de todos los sistemas, dieron varias vueltas sobre sí mismos, salieron despedidos varios cientos de metros e, incluso, varios pequeños trozos de restos de la estación golpearon a la pequeña y descontrolada cabina. Los tres hermanos, debido a la terrible sacudida, perdieron el conocimiento, desmayándose sin poder evitarlo. Quedaron entonces a merced de las corrientes submarinas, como una pequeña y diminuta mota de polvo en medio de la profundidad abisal, a más de ocho mil metros de profundidad y en la negrura y la oscuridad más absolutas.