2. LONDRES

 

Sábado, 11 de agosto de 2012

 

Después de una mañana clara en la que el sol apenas había calentado el día, la tarde veraniega se antojaba cálida y reconfortante. La más que habitual bruma matinal todavía parecía envolverlo todo, y los rayos del sol brillaban ya desde lo alto del cielo azul. El emplazamiento que el Gobierno británico había elegido en absoluto secreto para la instalación de la enorme urna de cristal en donde se refugiarían los tres mil ingleses, no podía ser más hermoso. Entre dos colinas —no demasiado elevadas—, cubiertas por completo de praderas verdes, salpicadas por varios arroyuelos y con numerosas y muy pequeñas formaciones rocosas, con las caras alisadas por la inexorable acción del aire y del agua durante miles de años, que intentaban asomar entre la tierra húmeda, la belleza de todo el paisaje era conmovedora. Muy lejos de caminos y de carreteras y fuera del alcance de la vista de los innumerables turistas que visitaban aquella zona, a unos cuantos kilómetros al sur de Borrowdale —en el conocido distrito de los lagos—, el edificio de plástico transparente se erguía majestuoso y contrastaba con el entorno verde y azul, propio de la zona. Las paredes rectas y acristaladas de la estación se imponían sobre la poco espesa neblina baja que estaba ya desapareciendo.

Una oscura y alargada silueta, formada por numerosos autobuses, repletos de ingleses, se dirigía con cierta dificultad hacia la cuadrada construcción, atravesando las verdes y húmedas praderas, y llegó a sus puertas casi al mismo tiempo que lo hacían los japoneses, al otro lado del mundo. La zona elegida no estaba cerca de caminos, ni carreteras, ni ninguna otra vía de comunicación, por lo que los pesados autobuses, cargados con todo el personal, incluyendo los equipajes y toneladas de material que sería del todo necesario para su utilización en la estación, apenas podía avanzar por encima del barro húmedo, de las praderas casi cubiertas de agua o de la gran cantidad de pequeños arroyuelos que poblaban la zona. Continuamente se producían paradas porque alguno de los autobuses que formaban el convoy se detenía ante la imposibilidad de continuar, por haberse quedado atrapado en algún barrizal, y tenía que ser remolcado por otro autobús, modificando la trayectoria del resto, y originando un nuevo retraso. Pero los británicos, fieles a su propia naturaleza, llegaron finalmente puntuales a la estación.

Al alcanzar el recóndito lugar, los autobuses fueron desocupándose, y los futuros ocupantes de la estación se agolparon a las puertas de ésta. Todos y cada uno de los vehículos, ya vacíos, se dirigieron hacia una estrecha cueva cercana, a la que se tenía acceso atravesando otra pequeña catarata colindante. Uno a uno, todos los autobuses entraron en la pequeña gruta. Al rato, cuando todos los conductores —que también entrarían a vivir en la estación—, hubieron salido, un inglés de cabellos naranjas, y la piel cubierta de pecas, se dirigió a la entrada la caverna. Miró detenidamente el lugar, comprobó que nadie en su sano juicio entraría atravesando aquella cascada, y volvió sobre sus pasos.

—Todo en orden —le dijo a un hombre de corta estatura, que miraba ensimismado a la estación acristalada, con las manos unidas en posición reflexiva. Tenía el pelo corto, peinado con una fina y marcada raya en el lado derecho.

—De acuerdo —contestó el nuevo Rector de la estación, sin mover un solo músculo—. Entremos.

Al instante, otro inglés un poco más alto y con la voz dura y poderosa, instó al resto de los ingleses a que entraran en la construcción de cristal blanquecino y transparente. Poco a poco, con la tristeza, la congoja y la pesadumbre reflejada en los rostros de todos los colonos, fueron entrando en la estación, a través de la estrecha puerta situada en su parte inferior. Un rato después, una vez que hubieron entrado todos, solamente quedaban en el exterior el inglés pelirrojo, el oficial alto de voz enérgica y el Rector inglés.

—Caballeros, sean tan amables —dijo éste, señalando educadamente con el brazo hacia la compuerta.

Una vez que entraron los dos ingleses, el Rector se dispuso a hacer lo mismo, no sin antes asegurarse de que todo lo que quedaba fuera estaba en orden, con una mirada desconfiada y sombría. Cerró la estrecha compuerta detrás de él, cerrando y aislando herméticamente la estación.

Al igual que los japoneses, aquellos ocupantes de la estación habían sido elegidos por sorteo. Y también se ocultó la verdadera naturaleza del juego. Del mismo modo, cien miembros del futuro Gobierno fueron inscritos entre los ocupantes, y serían los encargados de la gestión posterior del interior de la estación. Pero hubo un punto que sí fue diferente, tanto de sus hermanos japoneses, como del resto de estaciones: los elegidos sumaron un total de dos mil novecientos ochenta. Además de los quince miembros de la Compañía Kermadec, los cinco restantes —hasta completar los tres mil—, estaban ya adjudicados. El empresario inglés John Alexander Hurt y cuatro de sus más fieles colaboradores no podían faltar a la convocatoria. La posición que había ganado el señor Hurt era de un poder incalculable. Era el dueño de todo aquel circo acristalado, y de las otras estaciones. Allá por donde pasara le reconocían y le respetaban. Pero el empresario inglés, ante la sorpresa de la mayoría de sus allegados, eligió otra estación distinta de la británica para comenzar su andadura como Gobernador General. De hecho, el dueño de todo aquello tenía más sorpresas todavía guardadas, y no tardaría mucho tiempo en desvelarlas.

 

 

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Lunes, 10 de enero de 2033.

 

El panorama era devastador. Por todas partes se encontraban desperdigados esqueletos humanos destrozados. El agua, de un color negro y marrón que no dejaba siquiera adivinar lo que escondía en sus profundidades, lo había anegado absolutamente todo, y lo que antes eran modernísimos edificios acristalados, ahora eran unas cuantas simples montañas de escombros y restos de ladrillos y hormigón. Todo lo que se escuchaba era un silencio mortecino que no auguraba nada bueno, a veces roto por el estruendo de un rayo cercano. El cielo, completamente cubierto de espesas y negras nubes, daba la sensación de que rompería en una lluvia intensa, pero no llegaba a hacerlo nunca. Únicamente crujía en centelleantes relámpagos, cargados de electricidad, que iluminaban fugazmente el gris y deprimente lugar. La antigua ciudad de Londres, símbolo del progreso del hombre, de la capacidad humana para evolucionar y modernizarse, había cambiado mucho en los últimos años. Ahora estaba completamente inundada por el agua, y tan solo algunos de los edificios más altos sobresalían a duras penas por encima del nivel del mar. Y los que lo hacían estaban destrozados hasta quedar irreconocibles y estaban a punto de ser absorbidos por el agua o de derrumbarse definitivamente.

Una de las escasísimas zonas que todavía no estaban sumergidas era un peñasco informe de hormigón, atravesado por varias vigas de cemento, cuyas armaduras de acero corrugado estaban caídas y despedazadas, y que rompían en abanico en la parte superior como si se tratara de palmeras tropicales. Todos los escombros que se encontraban en ese pequeño y gris islote, al igual que los del resto, tenían las caras erosionadas y gastadas por la acción del inclemente viento, como si hubieran pasado cientos de años, aunque tan solo habían transcurrido poco más de veinte. No había ni un solo alma con vida, ni rastro de ningún ser vivo, ni insectos, ni plantas, ni —por supuesto—, ningún ser humano. Todo era soledad, silencio y muerte.

De repente, junto al pequeño islote, a unos dos o tres metros de la orilla, unas burbujas densas y grandes aparecieron, sucediéndose cada vez con mayor rapidez. Parecía como si el agua estuviera hirviendo, por la cantidad de burbujas que salían, hasta que, como un tapón de corcho que sube a la superficie después de hundirse, apareció desde la oscuridad del agua turbia una pequeña y extraña embarcación submarina de forma ovalada, que quedó flotando sobre el agua oscura y densa, y que resaltaba enormemente con el resto del paisaje. Debía medir poco más de diez metros de largo, y estaba dividida en dos partes bien diferenciadas. La parte delantera era la zona de la cabina de control, cubierta de cristal transparente y con dos cómodos sillones visibles desde el exterior. La parte trasera, de color amarillo vivo y blanco, era la que protegía la maquinaria y el resto de sistemas mecánicos. Era un pequeño submarino, fabricado enteramente en PCC, y había emergido a la superficie desde las profundidades de aquel océano espeso, negro y mortecino.

Al cabo de unos pocos minutos, se abrió una compuerta circular, situada en la parte superior de la nave. De su interior, muy lentamente, salió un hombre bajito, que andaba por encima de la superficie del batiscafo con dificultad, para no resbalar. Al llegar al borde, dio un salto y alcanzó el hormigón del islote, subiendo con soltura hasta las partes más altas. Vestía un traje raro, de algo parecido al papel de aluminio, brillante y refulgente, con unas botas y unos guantes también de aspecto metálicos. Llevaba puesta una especie de escafandra cuadrada, también de plástico transparente, que le permitía la visión en todas las direcciones. Al llegar a la pequeña cima de hormigón del islote se sentó despacio en uno de los salientes de cemento, mirando la extraña puesta de sol. La enorme cantidad de nubes oscuras no eran impedimento para los rayos solares, que incidían en la viciada atmósfera existente. Al hacerlo, un abanico de colores extraños se reflejaban en el cielo encapotado. Desde el azul al morado, pasando por una gama de verdes y blancos, parecían moverse y serpentear en el cielo, como auroras boreales. Las nubes negras se movían también con rapidez, por lo que el cielo era de una belleza sobrecogedora. En la superficie, los miles de cadáveres que todavía se apreciaban, contrastaban sobremanera.

Sentado en un resalte del hormigón, aquel hombre observó con detenimiento la extraña puesta de sol, consciente de que podría ser la última que viera en su vida. No subía a la superficie tanto como le gustaría, ya que sus quehaceres y sus obligaciones le llevaban la mayor parte del tiempo. Pero, a punto de cumplir cincuenta y tres años, ya había visto multitud de ellas. Antes del gran Apocalipsis y la desaparición de la casi totalidad de los seres humanos, le gustaba también observar con detalle las preciosas puestas de sol. La lentitud con la que el sol va bajando, cuando se comienza a esconder detrás del horizonte —ya se trate de un horizonte natural, compuesto de montañas, árboles o liso en la lejanía, o de un horizonte artificial, formado por edificios o bloques de viviendas—, o cuando ya se ha perdido su visión y todavía nos quedan esos maravillosos minutos de luz rojiza, cada vez más tenue y más apagada. Era, sin duda, uno de los mejores momentos del día, cuando el sol se ponía en el oeste, y podía presenciarlo desde su preciado y lujoso apartamento, en la última planta del edificio Kermadec, en el centro de Londres. En esos instantes, nadie podía perturbarle, molestarle o incordiarle con las estupideces acostumbradas. Pero aquello terminó hacía ya mucho tiempo. Nada menos que veinte años habían transcurrido desde aquellos días. Y habían sucedido muchas cosas desde entonces. Mirando aquella extrañísima puesta de sol, John Alexander Hurt recordó lo que había pasado en todo ese tiempo. Recordó la conversación que mantuvo en el funeral de su padre, con uno de sus mejores amigos, tantos años atrás, a finales del 2004. El señor Bernstein —el viejo profesor—, siempre le cayó bien. Era un tipo entrañable, de esos que nunca se olvidan porque consigue que siempre te encuentres de buen humor, pero cuando éste le comentó que quería dar una rueda de prensa por el extraordinario hallazgo de unas extrañas enzimas, no pudo evitar sentirse intrigado. Él sabía de sobra que el profesor estaba investigando en el campo de la genética, algo que a él siempre le había fascinado, por lo que, después de varios intentos de sonsacarle toda la información, consiguió escuchar de su propia voz que había conseguido evitar la destrucción de los telómeros en las divisiones celulares. Aquel hallazgo era sencillamente el más importante de la historia de la humanidad. Y él no podía permitir, por muy bien que le cayera el viejo, que aquello se hiciera público. Gracias a su fiel vasallo, el señor Blaine, se hicieron con todas las notas, con todo el procedimiento y con toda la información necesaria para realizar todas las operaciones en sus instalaciones, en el edificio Kermadec. Y fue entonces, justo entonces, cuando se le ocurrió. La idea le vino como una iluminación, como una bombilla que se enciende al pulsar el interruptor. De golpe se vio como el líder mundial, como el ser más poderoso de todo el mundo, y eso le fascinó. Tendría que utilizar todas sus armas, que arriesgar toda su fortuna, y que perder muchas de sus posesiones, pero tomó la decisión y ya nada ni nadie le haría cambiar de opinión. Trazó su magnífico plan, que se fue cumpliendo paso por paso, sin un solo error.

Sentado allí, en aquel inhóspito lugar, recordando cómo había llegado a ser el hombre más poderoso del mundo, era el único capaz de ver la extraña belleza de aquella puesta de sol. Los grises y negros, cada vez más oscuros, de la superficie de la Tierra, se contrarrestaban con los verdes, azules y morados del cielo encapotado. Recordó también la dificultad para encontrar material genético perteneciente a Mozart. Ni uno solo de los mechones de cabello que se guardaban en la Fundación Mozarteum eran válidos. Ni la dentadura, ni la calavera. Pero tuvo la oportuna ocurrencia de analizar el famoso violín que también se guardaba allí. Ordenó a Mark que lo consiguiera, cosa que no le costó demasiado, y lo analizaron exhaustivamente, hasta encontrar varias células muy cerca de la mentonera. La analítica comparativa con el ADN mitocondrial de su madre y de su padre —los obtenidos por Mark en el cementerio de San Sebastián de Salzburgo—, demostró que eran efectivamente del genial compositor.

Estaba completamente absorto en sus recuerdos, cuando un extraño sonido artificial procedente de su traje le hizo volver súbitamente a la realidad. Miró el antebrazo izquierdo de su traje metálico, en donde tenía varios sensores y los indicadores. Había saltado la alarma que le indicaba que le quedaban tan solo cinco minutos de aire en el interior del traje de exploración, por lo que debía darse prisa en volver al pequeño submarino. Además, comprobó por última vez los datos atmosféricos, en un gesto rutinario. Según marcaba la pequeña pantalla, la temperatura exterior era de sesenta y cuatro grados centígrados. Dos grados menos que la última vez que visitaba aquel extraño islote de hormigón, restos de lo que otro día fue Londres. El indicador de cristal líquido que marcaba la concentración del aire, daba también varios datos, todos ellos desesperanzadores: la concentración de Nitrógeno en el aire había subido hasta el noventa y tres por ciento, mientras que la de Oxígeno había descendido hasta el seis por ciento. El Dióxido de Carbono alcanzaba el dos por ciento, y el Metano casi llegaba al uno por ciento. El indicador no daba señales de existencia de Argón, Helio, Criptón, Hidrógeno o Neón[7]. Al ver aquellos datos tan desoladores, John Alexander Hurt chasqueó los labios dentro de su escafandra. Habría que trabajar duro para cambiar aquello. Desde dentro de su escfandra, encaminándose hacia el pequeño submarino, tomó otra importante decisión. Había llegado la hora. Su gran creación, aquello por lo que lo había arriesgado todo, tendría que ponerse a funcionar e idear alguna manera de revertir la situación climatológica para volver a hacer una atmósfera sana y habitable. Después de veinte años de vida submarina, ya iba siendo hora de volver a la superficie, al entorno natural de los seres humanos.

Con este pensamiento en la cabeza, bajó la ligera pendiente de cemento y acero y se acercó todo lo que pudo a la orilla, intentando no tropezar ni caerse. De nuevo dio un ligero salto y alcanzó al pequeño submarino, introduciéndose en su interior y cerrando la compuerta detrás de él. Después de asegurar convenientemente el cierre de la escotilla, presionó varios botones luminosos de uno de los paneles cercanos a ésta. En concreto, eran los que gobernaban la regulación de la presión interna, y el flujo de Oxígeno. En una pequeña pantalla a color cercana a estos controles, apareció un indicador de porcentaje, que empezó en el cero y fue subiendo con rapidez hasta el cien por cien. Entonces, una suave alarma aguda anunció que el habitáculo estaba dispuesto, que la presión del aire se había estabilizado, y el empresario inglés se quitó la escafandra. Acto seguido se liberó de los guantes, las botas y el traje completo de exploración, guardándolo con riguroso orden y meticulosidad en el pequeño armario contiguo a la pantalla de control.

El submarino era el célebre Proteus, el vehículo privado del hombre más poderoso del mundo. Con él había recorrido millones de kilómetros bajo el agua, desplazándose de una estación a otra. Desde la estación de Argentina hasta la de Canadá, desde la de Japón hasta la de Alemania, John Alexander Hurt iba y venía siempre en su embarcación favorita. Y muy pocos eran —al igual que había ocurrido con su ático de Londres—, los que habían entrado en ella. Estaba de pie, en el estrecho compartimiento de entrada, de no más de un metro cuadrado, en el interior del pequeño submarino, y en cuya pared frontal se encontraba una compuerta de acceso a la parte delantera. Accionó uno de los botones cercanos a ésta, el más grande de todos, que era de color rojo, y la compuerta de acceso, con un leve chasquido y un ruido sordo, se abrió deslizándose lateralmente. Daba acceso a una pequeña salita, de casi tres metros cuadrados, que se comunicaba con la cabina de control mediante un par de escalones de bajada. La primera hacía las veces de cocina, comedor, salón de juegos y recreo durante las interminables horas de travesía de una estación a otra. Estaba equipada con todo lo necesario para ello: placa vitrocerámica, nevera, proyector con pantalla de cuarenta pulgadas e, incluso, un pequeño banco de pesas para hacer ejercicio y una cinta de correr, todo ello abatible y escamoteable, bien en el suelo, bien en los armaritos de las paredes. Pasó de largo atravesándola y bajó los dos escalones, entrando en la cabina de control. Era ésta una sala alargada, que ocupaba todo el ancho del submarino —unos cuatro metros—, y que estaba completamente cubierta de PCC, de manera que tenía una visión periférica excelente. Los últimos restos de la extraña luz solar del exterior se filtraban perfectamente e iluminaban tenuemente el salpicadero y las consolas de gobierno de la nave. Tenía cuadros de controles por todas partes. Todo eran pantallas, palancas y botones. En los dos laterales estaban los controles de los brazos articulados —que estaban plegados en el exterior, uno a cada lado de la nave, y que eran utilizados como herramienta de pesca y de ayuda en alguna misión de reparación de las estaciones—, los controles de los tanques de babor y estribor y otros controles e indicadores varios, desde los niveles de aire y agua, hasta el centro de comunicaciones o el sónar. En la parte izquierda del salpicadero central estaban los controles principales, desde el piloto automático hasta los niveladores, pasando por los controles de potencia e, incluso, los mandos para abrir fuego con las dos pequeñas torretas de proyectiles submarinos —muy similares a los torpedos, pero mucho más pequeños y ligeros—, situadas en proa, bajo la quilla. La parte derecha del salpicadero era más el cuarto de derrota que la cabina de control, ya que todos los instrumentos de navegación, los mapas y las cartas náuticas estaban ahí. Separando estas dos zonas, se encontraban dos paneles de mandos, llenos de lucecitas y botones, uno en el techo —que estaba equipado con todo lo necesario para el encendido, el apagado y los controles de toda la iluminación de la nave, tanto la interior, como la exterior—, y otro en el suelo, como un apéndice del salpicadero, que gobernaba el ordenador de a bordo. Se sentó directamente en la parte izquierda de la cabina de control, en un cómodo sillón de respaldo alto, de piel de color hueso. Con rapidez y diligencia, como el que ha hecho lo mismo miles de veces, presionó varios botones y pequeñas palancas situadas en la consola del techo. El sonido de las hélices en la parte posterior del submarino respondieron con presteza. Lentamente, el acristalado batiscafo se empezó a desplazar entre los escombros de la antigua metrópoli londinense, hundiéndose más y más en el agua negra. Gracias a los potentes focos con los que la nave iluminaba el exterior, podían apreciarse los restos de los emblemáticos edificios ingleses. El antiguo empresario ni se inmutó cuando pasó al lado del famosísimo reloj Big Ben, otrora parte del edificio del parlamento británico, y ahora cubierto de extrañas algas marinas que se ondeaban a ritmo de la corriente. Con extremo cuidado de no dañar a la embarcación, el inglés fue sorteando los innumerables obstáculos que se iba encontrando, y paulatinamente iba aumentando la profundidad. Una luz roja, en uno de los muchos testigos luminosos de la consola situada en el lateral derecho, parpadeaba lentamente. Indicaba que había un mensaje sin leer y que era de máxima urgencia. Cuando el submarino salió de lo que era Londres, y el peligro de colisionar hubo pasado, el inglés estabilizó la nave, puso el piloto automático para nivelarla y mantenerla compensada y presionó el botón parpadeante. Al instante, se iluminó la enorme pantalla de cuarenta pulgadas situada en el cuarto de recreo de la parte trasera de la nave. El inglés se levantó y se dirigió hacia allá, sentándose en otro sillón igual que el de control.

En primer plano apareció una cara conocida. Hacía varias semanas que John Alexander no le veía y ya se notaba en su rostro el paso del tiempo. Su fiel vasallo Mark Blaine tenía aspecto de preocupado y nervioso, algo que no solía ocurrir con frecuencia.

—Hola John —dijo Mark en la pantalla. La voz era baja y hablaba con lentitud, como era costumbre en él—. Los experimentos de las dos últimas semanas parece que no están dando los frutos esperados. El jefe del laboratorio dice que es algo normal y que no hay que preocuparse, pero no estoy muy seguro. Iré al grano. Tenemos problemas con nuestras criaturas. Están experimentando comportamientos cada vez más agresivos e impacientes. Son difíciles de controlar por nuestro personal, y, sinceramente, no sé qué debo hacer. La situación está empezando a desbordarse. Contesta con rapidez, por favor.

Inmediatamente después, se inclinó hacia la pantalla, acercando la mano hasta ella y el mensaje terminó, apagándose la pantalla, y dejando el interior del submarino en silencio, roto solamente por el crujir de los tanques de proa trasvasando agua o aire a los de popa, para mantener el equilibrio de la nave. El inglés se frotó pensativo el rostro y —después de unos segundos—, se levantó. Justo al lado de la gran pantalla estaba situada una pequeña cámara, que el inglés inspeccionó y colocó, dirigiéndola hacia él. Presionó varios botones, hasta que se iluminó un pequeño testigo verde. La pantalla grande se encendió, apareciendo el propio inglés en ella, y un punto rojo parpadeando en la esquina superior derecha.

—Tranquilo, Mark —dijo el inglés con calma, dirigiéndose a la pequeña cámara—. Tal vez sea el momento de cambiarles el adiestramiento, y de que empiecen a hacer cosas más útiles. Ya sabes a lo que me refiero. De todas formas, no te preocupes que voy para allá. Estoy en Londres así que tardaré unos cuantos días. Además, tengo varios asuntos también en la Estación Argentina y en la Estación Brasil, por lo que me detendré allí a solucionarlo. Entretanto, comienza con ese cambio, que cuando llegue determinaremos cómo seguir con su instrucción —hizo una pequeña pausa, y añadió: —Si necesitas cualquier cosa, ya sabes dónde encontrarme.

De nuevo se acercó a la consola y apagó la conexión. Se detuvo un momento de pie, pensando qué hacer, qué movimientos debía realizar, y planteándose si habría tranquilizado realmente a Mark. Pero no había tiempo que perder, así que bajó de nuevo los escalones que daban a la cabina de control, se volvió a sentar en el sillón principal y tecleó varias coordenadas en el panel central. Una pequeña pantalla de fósforo verde, situada encima del teclado, mostró una línea que, escuetamente, decía:

—Destino seleccionado: Estación Francia.

Con la rapidez propia del que ha hecho lo mismo en multitud de ocasiones, John Alexander comprobó rutinariamente todos los sistemas del submarino: tanques de proa, de popa, de babor y de estribor, sistema de ventilación y de generación de aire, estado de las células nucleares de alimentación, estado de las baterías, estado del casco, turbinas, presión del aire y niveles de refrigeración. Todo en orden.

—Vamos para allá —dijo el inglés en voz alta, aunque casi no se oyó ni él mismo, por el rugido que los motores en la parte trasera del pequeño submarino hacían al ponerse en marcha.

 

 

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Viernes, 11 de febrero de 2033

 

La cena de aquel viernes era muy especial para Pablo, sin lugar a dudas. Era su vigésimo cuarto cumpleaños, y eso siempre era motivo de alegría. Sus cuidadores, como todos los años, habían preparado una cena algo diferente, preparando los platos favoritos del homenajeado. Un par de días antes, al igual que a sus hermanos cuando eran sus aniversarios, le preguntaron qué le apetecería, para ir preparándolo. En el caso de Pablo, no tenía la menor duda de lo que quería: Sopa de mariscos y Estofado de ternera con patatas fritas. Absolutamente delicioso. Si, además, pudiera tomar aunque solo fuera una copita de vino tinto, la noche sería magnífica. Estaba harto del agua marina destilada, con ese sabor tan peculiar, y de las repugnantes gachas diarias que le daban sus cuidadores. En realidad, estaba harto de aquel maldito lugar. Lo único que merecía la pena eran sus hermanos.

—Muchas felicidades, Pablo —le dijeron todos al unísono, cuando terminaron el fantástico estofado.

—Gracias, muchas gracias —dijo levantándose—. Creo que es el momento de abrir la primera botella de vino, ¿verdad?

—Eso es —dijo Marcos—. Ábrela, hermano. Aunque este año solamente nos hayan dejado dos botellas.

—Vamos, Pablo, ábrela tú —insistió Mateo.

Entre risas y vítores, el mayor de los seis hermanos se levantó de la mesa y cogió la primera botella de vino tinto del carrito con la comida, que los cuidadores habían dejado para la cena. Con gran pericia, la abrió con el sacacorchos, y sirvió a sus hermanos. Empezando por María siguió con riguroso orden de edad a los demás: Mateo, Marcos, Lucas y Juan, sirviéndose él mismo la última de ellas y dejando todavía algo de vino al terminar.

—Gracias —dijo María. Era una mujer de pocas palabras. Muy trabajadora y cumplidora, siempre estaba atenta a sus hermanos, para alentarles, animarles o reprimirles cuando era necesario. Era la más responsable del grupo, y siempre sabía qué era lo que había que hacer en cada ocasión.

Después de dos copas cada uno, la conversación tornó en más risas y alegría.

—¿Sabéis quién fue Akira Haraguchi? —preguntó de pronto Lucas.

—Ni idea —contestó Pablo.

—No —dijeron los demás.

—Le he estado estudiando esta mañana. Fue un japonés que vivió a finales del siglo veinte y principios del veintiuno.

—¿Y qué hizo?

—Todos conocéis el número pi[8], ¿verdad? —era una pregunta retórica, ya que todos habían desarrollado de forma independiente varias maneras de calcularlo.

—Por supuesto —dijo Marcos—. Ya os dije que mi forma de calcularlo fue la más exacta.

—Eso no es verdad —protestó Lucas—. La mía era mucho más exacta.

—Por favor —dijo riéndose María—, no empecéis otra vez con eso.

—Bueno —continuó Lucas—, pues este japonés consiguió, en octubre del año 2006 memorizar correctamente los cien mil primeros números decimales del número pi.

—Madre mía —dijo Juan.

—Eso es una locura —sentenció Mateo.

—¡En absoluto! —gritó Lucas—. Es muy fácil. Simplemente hay que dedicarle tiempo, pero es muy fácil.

—¡Venga ya! Eso es imposible —protestó Mateo, provocando a su hermano.

—De eso nada. Es perfectamente posible. Tan solo depende del tiempo que se le dedique.

—No me lo creo —dijo Mateo, mientras que a Juan le entraba una risa nerviosa.

—Apuéstate algo —dijo Lucas retando con la mirada a su hermano.

—Lo que quieras —contestó éste, devolviéndole la mirada.

—Chicos, chicos. Calmaos un poco. No hay porqué enfadarse.

—No nos enfadamos, Marcos. Descuida —dijo Mateo, tranquilizando a su hermano—. Es el cumpleaños de Pablo, estoy muy contento y no me voy a enfadar con Lucas por ninguna causa. No ya los cien mil, que me parece una barbaridad, estoy convencido de que no es capaz de aprenderse ni siquiera los doscientos primeros números decimales en una semana —sentenció riéndose.

—Ni doscientos, ni trescientos. Te aseguro que soy capaz de aprenderme quinientos en dos días.

Las miradas de los dos hermanos, en una mezcla entre el reto y la sorna, así como el silencio que se produjo entonces, hizo que el ambiente se tensara un poco. Fue Marcos el que, dándose cuenta de la situación, rompió la tensión.

—¡Uauh! Eso es una apuesta en toda regla. Y nosotros somos los testigos —dijo sonriendo—. Tenéis que apostaros algo.

—¡Vale! —dijo Juan.

—La cena del próximo cumpleaños —dijo Lucas, consciente de que era una de las escasísimas posesiones de las que disponían, y quizás la que tenía mayor valor.

—¡De acuerdo! —dijo Mateo.

—Bien —dijo Juan—, ¿y cuáles son las condiciones? Porque hay que determinar las condiciones.

—Te lo digo. Soy capaz de recitar de una sola vez y de memoria, los quinientos primeros números decimales del número pi, dentro de dos días —dijo Lucas, seguro de sí mismo.

—Bueno, está bien. Me parece poco tiempo dos días. Te daré una semana —contestó Mateo, condescendiente— Y te digo otra cosa: me encantaría que ganaras. Así nos darías una lección a todos —dijo finalmente, con la sonrisa en la cara. Para él, el mero hecho de haber motivado a su hermano ya era una victoria.

—Ha quedado claro —dijo María—. El viernes que viene, a esta misma hora, Lucas tiene de recitar de memoria los quinientos primeros decimales del número pi. ¿Qué margen de error le damos?

—El dos por ciento —dijo Pablo—. Creo que con eso es suficiente.

—En las antiguas pruebas de récord Guiness, para que éste fuera válido, tenía que haber un margen de error del uno por ciento o menos —dijo el propio Lucas.

—Perfecto —continuó María—, uno por ciento entonces. Tienes una semana.

—No hay problema —dijo confiado Lucas, ante la mirada incrédula de sus hermanos—. Me sobran cinco días.

Y los seis hermanos se rieron, apurando con felicidad los últimos restos del vino tinto que todavía quedaba en sus copas, completamente inconscientes del enorme peligro que se cernía sobre sus cabezas, y que muy pronto les llevaría a una misión mucho más peligrosa que la de memorizar unos cuantos sencillos números.