3. APUESTA POR LO
DESCONOCIDO
Sábado, 11 de agosto de 2012
Y mientras en una recóndita isla al sur de Japón estaba anocheciendo, en la vieja Europa disfrutaban de los comienzos de una cálida y apacible tarde veraniega. A eso de las tres de la tarde, cuando el astro rey se encontraba en pleno apogeo de luz y calor, otras cuatro estaciones abrían sus puertas por primera y única vez, para ser ocupadas por sus futuros inquilinos.
En la costa sur de la isla de Sicilia, protegida por varias rocosas montañas de considerable altura, lejos de miradas, de carreteras, de caminos, del paso turistas o de cualquiera ajeno a la Estación, el gobierno italiano había dado el visto bueno a la construcción del cuadrado edificio. La Estación se erigía encima de una formación pedregosa bastante estable, aunque a muy escasa distancia del mar Mediterráneo, cuyas azuladas aguas golpeaban rítmicamente en su parte inferior, y parecían abrazarlo y envolverlo. De nuevo el emplazamiento era notable en su conjunto, por su belleza y por su alto valor paisajístico. Y del mismo modo que los habitantes de las otras estaciones, los italianos ocuparon el acristalado edificio en completa soledad. Sin acompañantes, sin despedidas y sin una sola palabra de aliento o de apoyo. Los tres mil ocupantes de la estación italiana, incluyendo los quince miembros de la Compañía Kermadec, entraron en la acristalada construcción, algunos con lágrimas en los ojos, otros nerviosos y otros —la mayoría—, con miedo, con mucho miedo, conocedores de que jamás saldrían de ella.
Un poco más al norte, aunque también en el continente europeo, la estación alemana se construyó en un recóndito e inhóspito lugar de la costa norte, en la isla de Rügen, cerca de la frontera con Polonia, en un rincón frío, de clima desapacible y de muy difícil acceso, aunque la belleza de las vistas era también sobrecogedora. El Gobierno alemán, al igual que los otros gobiernos de los otros nueve países, había puesto todas las facilidades al servicio de la Kermadec, —aunque siempre guardando el más riguroso secreto—, para la correcta y pronta instalación del recinto acristalado. Y el pueblo alemán tampoco se percató de las extrañas embarcaciones que perdían gran parte de su carga o que incluso no regresaban a su destino. Los problemas que agobiaban a la población mundial, después de los fatídicos cataclismos meteorológicos y sociales que habían sufrido y que seguían sufriendo, eran otros muy distintos, y les mantenían, por desgracia, ocupados en otros menesteres. Así pues, a las tres de la tarde, —a la misma hora que en Italia—, los tres mil miembros de la colonia alemana, incluyendo entre ellos a los quince rectores de la Kermadec, atravesaron las acristaladas puertas para no volver a salir en el resto de sus vidas.
Por su parte, la estación francesa era la que había tardado más tiempo en construirse. La costa norte de la bretaña francesa, al noroeste del país, había sido el lugar elegido. Y la estación se encontraba apoyada en la pared vertical de un enorme acantilado, y sujetada y anclada al suelo por dos enormes columnas, una en cada esquina del cubo acristalado que quedaba en voladizo. Se construyó en tan difícil paraje a pesar de las recomendaciones de los miembros de la Kermadec, que veían las enormes trabas que suponían moverse en la pared vertical. Desde el punto de vista de la seguridad en cuanto a ser descubiertos por visitantes o por turistas, sin duda era un terreno protegido y de muy difícil acceso, pero eso no hizo otra cosa que no fuera demorar demasiado en el tiempo la correcta instalación de la estación. La parte inferior de la construcción distaba unos diez metros de las olas del océano Atlántico, que golpeaban con furia las rocas del acantilado, y muchas veces la salpicaban de espuma. Las dos imponentes columnas, también formadas por el acristalado PCC, que sujetaban una en cada esquina al edificio, estaban semienterradas en las aguas del océano. La parte superior de la estación, en donde se encontraba la compuerta de entrada, distaba también de la superficie del acantilado unos seis o siete metros, que había que atravesarlos gracias a una estrecha escalera practicada sobre la propia roca, y que bajaba vertiginosamente. Nadie en su sano juicio se atrevería a bajar por ella, en el difícil caso de que la encontrara, puesto que no era visible con facilidad. Además, una valla metálica, no demasiado alta, pero con alambrada de espinos por la parte de arriba, y carteles anunciando la peligrosidad del terreno por su —no del todo incierta—, inestabilidad, hacía prácticamente imposible la presencia de extraños cerca de la estación, y casi garantizaba su seguridad. Los tres mil ocupantes franceses, al mismo tiempo que sus hermanos del resto del mundo, entraron sin mayores problemas en el cubo acristalado, por la estrecha compuerta de su cara superior, uno a uno y en silencio, incluyendo también a los miembros de la Kermadec, rectores de la estación, y que ya ejercían como tales. Al igual que las otras estaciones, las medidas de seguridad fueron estrictas, y no se dejaron huellas de la presencia de los nuevos colonos, borrándolas de forma tajante.
También en ese mismo momento, varios miles de kilómetros más al sur, bajo un intenso sol que proporcionaba una temperatura superior a los cuarenta grados centígrados, la estación española estaba también siendo ocupada por sus futuros inquilinos. Los miembros de la Kermadec, igual de asfixiados que los casi tres mil españoles, les guiaban hacia la entrada de la estación. Ésta estaba situada en el extremo oeste de la isla del Congreso, la más occidental de las tres que conformaban el archipiélago de las islas Chafarinas, antiguo destacamento militar a unas veintisiete millas al este de Melilla, en pleno mar Mediterráneo. Por su aislada y solitaria situación, el Gobierno español creyó que era la mejor localización posible, para garantizar la completa seguridad en el montaje e instalación. Allí, muy lejos de los ojos de los ciudadanos civiles, ajenos al ir y venir de tantos y tantos barcos con personas, materiales, equipajes, herramientas e incluso animales, los tres mil afortunados ocupantes de la estación española, entraron también en ella. Las consabidas medidas de seguridad —semejantes a las de sus compañeros en el resto del mundo—, se tomaron con extremada cautela, incluyendo las súbitas explosiones que sufrieron los pequeños barcos que les habían trasladado hasta allí, no demasiado violentas —para no ser apreciadas desde la costa—, pero lo suficiente como para hacer que se hundieran lentamente en el cálido Mediterráneo.
Ellos, junto con los británicos, fueron los colonos de todas las estaciones europeas. En total, quince mil afortunados a sobrevivir a la mayor tragedia de la historia de la humanidad, en la que —por distintas causas—, perecieron casi seis mil millones de seres humanos. El precio que pagaron los supervivientes, por tanto, fue muy alto. Además de sobrellevar la muerte del resto de la Humanidad, la responsabilidad de perpetuar la especie humana y la corroboración de haber sido los culpables del cambio radical en la faz de la tierra, los nuevos habitantes de las estaciones de PCC tenían que hacer frente a multitud de nuevas situaciones, todas ellas tristes y dolorosas. La vida en el interior de las estaciones se antojaba complicada, en extremo dura y difícil, ya que convivirían en un espacio sumamente reducido, sin ninguna posibilidad de expandirse y tendrían que hacer frente a todas las dificultades que les surgieran. Pero no solamente a los colonos europeos, sino también a sus hermanos japoneses, brasileños, canadienses, estadounidenses y argentinos, a todos los habitantes que estaban ya dentro de las diez estaciones, les fueron sucediendo estos y otros muchos problemas de la misma naturaleza.
Ninguna de las diez comitivas había dejado tras de sí rastro alguno, y todas ellas estaban situadas en puntos de muy difícil localización, por no decir imposible. Las probabilidades de que fueran encontrados por algún extraño eran realmente mínimas. Y además, con el paso del tiempo y la subida inclemente de los océanos, sería todavía más complicado. Sin duda alguna, la misión se había saldado con un éxito rotundo. Desde el momento en el que se cerraron las compuertas —al mismo tiempo en las diez estaciones—, nadie de los que quedaron fuera supo de la existencia de los que estaban dentro. Solo cabía esperar. Esperar a que ocurriera lo inevitable. A que el planeta cambiara, lenta pero invariablemente. A que el resto del mundo pereciera de forma irremediable.
A comienzos del verano de 2012 el mundo tal y como lo conocíamos estaba desecho. Unos pocos países intentaban sobreponerse a la adversidad económica, social y climatológica, pero era un objetivo completamente imposible de alcanzar. Cientos de millones de personas habían perdido ya la vida, y de los que habían conseguido sobrevivir, la inmensa mayoría lo hacía en condiciones lamentables, sin hogar, sin agua y sin comida. Para empeorar todavía más la situación, el planeta seguía sufriendo inclementes catástrofes meteorológicas. Hubo más terremotos, más huracanes y más tormentas, que no hicieron sino mellar todavía más la ya suficientemente resquebrajada moral del ser humano. Como si el propio planeta quisiera castigar al mismo ser humano por su comportamiento. Como si quisiera tomar venganza.
Con el lento, pero inalterable, transcurrir de los años, la situación en la superficie fue yendo a peor. A mucho peor. No se sabe con certeza en qué momento, ni mucho menos de qué forma, el ser humano desapareció por completo en los años posteriores. Pero sin duda tuvo que ser dramático y en extremo doloroso. Se cree que la capa de ozono situada en la franja alta de la atmósfera desapareció íntegramente, desprotegiendo al planeta y dejándolo a merced de los vientos solares o de los rayos ultravioleta. En consecuencia, los niveles de oxígeno de la atmósfera respirable habían descendido hasta hacerla tóxica y contaminada. El Reino Vegetal, necesario para la vida de millones y millones de especies de la superficie terrestre, fue disminuyendo vertiginosamente, hasta que desapareció por completo causando la muerte irremediable de todo ser vivo que se alimentara del oxígeno atmosférico. Tan solo algunas especies de insectos de la familia de los Blatodeos sobrevivieron. Incluso se cree que todavía viven, aunque se desconoce en qué lugar ni de qué forma lo hacen. La superficie del planeta, además de verse reducida hasta casi desaparecer, se convirtió en el blanco perfecto de las microondas y de la radiación gamma, abrasando literalmente a todo ser vivo que se encontrara en ella.
Y mientras en la superficie del planeta las tormentas eléctricas, la nociva radiación ultravioleta, las enormes sacudidas sísmicas, la fuerza de los inclementes vientos que soplaban a más de ciento cincuenta kilómetros por hora, las olas inmensas o, incluso, los enormes remolinos de agua —de más de cien metros de diámetro—, que se daban, eran los protagonistas indudables, tan solo unos metros más abajo, la vida del hombre continuaba, esta vez encerrada en sólidos muros transparentes, que le protegían de una muerte segura. Allí abajo, en donde el estruendoso fragor provocado por el agua al chocar, por el viento al soplar o por los rayos al estallar, tornaba en una calma llena de tensión y en un silencio casi sepulcral. En esa oscuridad y esa negrura que sin duda hacía temblar al más osado y al más valiente, tan solo unos pocos afortunados seres humanos lograron permanecer con vida y sobrevivir a la subida de las temperaturas, a la lenta y progresiva inmersión de la tierra bajo el agua, a la desaparición de la atmósfera respirable y a la completa desertificación del escasísimo terreno sólido que quedó en la superficie. Y únicamente fue posible gracias a la construcción de las diez estaciones submarinas que la antigua Compañía Kermadec realizó por encargo de las Naciones Unidas a lo largo del invierno y la primavera del año 2012. En total, treinta mil seres humanos, más los noventa y cuatro trabajadores de la Compañía que ya ocuparon sus lugares en las otras cuatro estaciones de investigación que se instalaron con anterioridad, en Murcia, en Groenlandia, en Jordania y en la Fosa de las islas Kermadec. Ninguno más. Ninguno menos. Unos pocos elegidos que tenían ante sí la posibilidad de reestructurar un mundo completamente destrozado y devastado. Aunque era ésta una tarea ardua, lenta y llena de complicaciones.
* * *
Martes, 11 de enero de 2033.
Siete horas después de abandonar los restos de lo que fue Londres, el Proteus llegó a la estación francesa. Era un submarino formidable, ya que era capaz de alcanzar —a gran profundidad—, velocidades muy elevadas, llegando incluso a los cincuenta nudos. Y mantenerla durante toda la travesía. Eso hacía mucho más rápido el desplazamiento entre las estaciones, por lo que John Alexander Hurt estaba encantado con su pequeño submarino.
De todas las veces que había visitado la estación francesa, aquella fue la más tranquila. Normalmente se encontraba con disputas por todas partes. Desde pequeñas discusiones por un trozo de carne o por un buen sitio en la amplísima sala de proyecciones —en donde se podían reunir a la casi totalidad de los habitantes de la estación—, hasta auténticas reyertas y peleas que comenzaban quién sabe por qué. Para gobernar, gestionar y dirigir todas esas situaciones estaban los miembros de la antigua Compañía Kermadec, que tenían potestad para tomar las decisiones que consideraran oportunas. Y normalmente eran respetados y sus sentencias eran cumplidas, pero siempre existían muchas dificultades. La vida en el interior de todos aquellos cubos transparentes era muy dura, casi más de lo que se podía imaginar el propio empresario inglés.
Pero aquella visita a la estación francesa no tuvo muchas complicaciones. Una vez que acopló el Proteus a la boquilla de la estación —específicamente diseñada para ello—, apagó todos los sistemas principales del submarino y se dirigió a la cabina de entrada al mismo. Llevaba puesto el uniforme de Gobernador Integral, en el que se apreciaban claramente diez estrellas doradas bordadas en el pecho, una por cada estación, y esperó paciente a que las presiones de la estación y del submarino se igualaran. Unos pocos minutos después, el tenue sonido de la alarma indicó que ya se podían abrir las compuertas. Al abrir la redonda compuerta inferior del Proteus, se produjo el siseo propio del intercambio de gases entre las dos cámaras al unirse, y el inglés bajó los escalones con calma. De los quince miembros del gobierno de la Kermadec, en la cabina de recepción estaban solamente ocho. Cinco estaban obligatoriamente en sus respectivos puestos de trabajo, de manera que siempre estuvieran atendidas todas las necesidades de la estación, desde la seguridad hasta los servicios médicos, por lo que faltaban dos en el comité de bienvenida, pero el inglés no preguntó por ellos. En los últimos años, las bajas entre los habitantes, incluyendo a los propios rectores de la estación, era algo habitual. Por fortuna, los nacimientos de nuevos individuos también se producían con frecuencia. A todos los que le recibieron les saludó con un apretón de manos, pero ni una sola palabra.
Mientras se dirigía con rapidez a los lugares de la estación en donde residían y desempeñaban todas sus funciones los quince miembros de la Kermadec, todo aquel que le veía, le pedía algo, ya fuera aire puro para poder respirar o, incluso, otro lugar en donde vivir. Pero eso era lo habitual. Siempre que visitaba una estación tenía que escuchar los mismos comentarios. Andando entre los acristalados pasillos de la estación, se admiró de lo poco que había cambiado todo. Habían pasado veinte años, los habitantes, en general, estaban todos más viejos, más mayores y más renqueantes, pero las paredes de PCC del interior la estación estaban exactamente igual que el primer día. No habían cambiado nada. Se encontraba en el nivel más elevado del cubo de cristal, por lo que podía otear las idas y venidas de los colonos franceses. John Alexander Hurt se detuvo unos instantes, mirando a los habitantes en sus quehaceres diarios. El movimiento era continuo, ya que todos iban de un sitio a otro, como en cualquier calle de cualquier ciudad, unos cuantos años antes. Todos, sin embargo, vestían uniformes similares —de colores grisáceos y blancos—, pero cada uno llevaba en el pecho símbolos diferentes, que representaban la función que tenía que desarrollar en el interior de la estación, y la familia —o apellido—, que eligió al entrar en ella. Los hijos de los primeros colonos —algunos de los cuales ya contaban con veinte años de edad—, también llevaban la misma simbología. El Tigre Blanco, la Rama de Olivo, la Serpiente Acechante y el Sol Naciente eran las cuatro familias francesas más importantes, por sus excelencia en el trabajo y sus relaciones con sus hermanos. Los rectores de la Kermadec les habían concedido numerosos premios por ello. Después de comprobar el buen funcionamiento de la sociedad francesa, el Gobernador Integral se dirigió a sus departamentos, para que los rectores de la estación le comentaran más en profundidad los entresijos del día a día de la estación. Las cámaras de cultivo de frutas, verduras y hortalizas funcionaban correctamente, salvo por las típicas averías en los emisores de luz ultravioleta, que se solventaban con rapidez. El número de unidades de ganado vacuno, porcino y ovino se mantenía entre los límites aconsejados, y las reservas de comida, de medicinas y de materias primas, en general, se encontraban también dentro de los márgenes establecidos. El censo poblacional, además, proporcionaba datos optimistas en cuanto a la demografía de la estación: tres mil sesenta y ocho habitantes, aunque la media de edad, lógicamente, estaba aumentando. En el último año, habían nacido doscientos catorce nuevos colonos. Con respecto a las bajas, el ochenta por ciento que se sucedieron en el último año se debieron a la depresión causada por la falta de espacio, y la vida encerrada entre muros.
Estos y otros muchos datos estuvieron analizando los rectores de la estación junto con John Alexander Hurt, que escuchaba tranquilo y atento. Al terminar —y después de hacer un pequeño descanso—, el inglés escuchó cómo le detallaban con mayor profundidad los pequeños incidentes que ocurrían en el día a día de la estación. Infinidad de problemas, de rumores, de chismorreos o de anécdotas, que el Gobernador Integral escuchó divertido, intrigado y siempre dispuesto a solucionarlo.
Después de un larguísimo día sin parar de trabajar en las confortables dependencias de la estación francesa, John Alexander Hurt se dirigió de nuevo hacia su vehículo particular, el Proteus.
—¿No prefiere quedarse a descansar esta noche en la estación, y mañana a primera hora, partir hacia su destino? —preguntó uno de los gobernadores.
—No —dijo escuetamente el inglés—. El tiempo es un bien escaso, y puedo descansar en mi nave durante el camino.
—Como quiera —dijo el gobernador—. Creo que ya le han revisado el Proteus, y he dado orden para que, como es habitual, le aprovisionen al máximo.
—Muchas gracias, Gobernador, siempre está usted en todo.
Llegaron sin más a la antesala del submarino, se despidieron amistosamente y el inglés subió los escalones de plástico atornillados a la pared vertical, entrando en el pequeño submarino, que ya estaba abierto y preparado. Cerró detrás de él la compuerta inferior de seguridad, y pulsó los controles de estabilidad de presión y aire. Con la rapidez acostumbrada, se dirigió hacia la cabina de control, atravesando el pequeño distribuidor y el cuarto de recreo, y se sentó en el sillón de piel beige. Miró un instante por la enorme cristalera. Ante él, la luz procedente del interior de la estación se reflejaba a través de los enormes paneles de plástico que la protegían del vasto océano. Éste, de color negro tenebroso, no mostraba un ápice de luz o de indicios de vida, ni siquiera cuando encendió los potentes focos del submarino. Algunos peces de forma extraña, muy pequeños y que huían del haz de luz, pero nada nuevo. John Alexander Hurt encendió los motores del Proteus, soltó los anclajes que mantenían la nave unida a la estación, y avanzó manualmente hasta que se separó de la estación francesa. Pulsó los botones del indicador de destino del piloto automático para ir a la estación de estudio del agua submarina localizada en Murcia, en las antiguas costas del Mar Menor, y se retiró al pequeño camarote que disponía el Proteus, situado justo detrás suyo, y separado de la cabina de control por un panel lleno de luces. Lenta y paulatinamente, el batiscafo fue aumentando su potencia de empuje, hasta alcanzar la velocidad de régimen.
Quince horas después, una vez atravesada la Península Ibérica, en gran medida sumergida bajo las aguas turbulentas del Océano Atlántico y del Mar Mediterráneo, el Proteus alcanzó la base submarina del Mar Menor. Era ésta una de las cuatro que se construyeron con anterioridad a las estaciones de refugio del ser humano, con la finalidad de analizar pormenorizadamente las innumerables propiedades y características del agua marina, además de la comprobación fehaciente de las enormes capacidades del PCC bajo el agua.
La estación de Murcia, unos veinte años atrás, dio datos de gran importancia, al detectar importantes diferencias en los registros de salinidad y alcalinidad en las aguas del Mediterráneo, lo que indujo a pensar en un cambio en la composición del agua submarina. Y, en efecto, poco después fue cuando el nivel del mar empezó a subir sin remisión, sepultando a la gran parte de la superficie terrestre.
Pero el señor Hurt no estaba allí por eso. No solía desviarse hasta la pequeña instalación murciana. De hecho, llevaba ya un par de años sin parar allí. La estación seguía enviando los datos con la precisión y la puntualidad habituales, por lo que no había de qué preocuparse. Pero una semana atrás, habían dejado de emitir, y eso era mala señal. Después de veintidós años encerrados en la estrecha y claustrofóbica instalación, de los diez ocupantes iniciales, ésta ahora albergaba únicamente a tres personas, antiguos trabajadores de la Kermadec, que estarían, como poco, en dificultades. Y eso era suficiente como para preocuparse.
Tal y como solía hacer con frecuencia, al acercarse a la estación, el inglés pulsó varios de los botones de la consola central.
—Estación Murcia, aquí Proteus acercándose. Estableciendo protocolo de llegada. Responda por favor.
Un zumbido y el típico sonido de interferencias en la conexión fue todo lo que le respondió.
—Estación Murcia, aquí Proteus. Responda por favor.
Después de repetir la misma fórmula varias veces más, siempre con el mismo resultado, arribó la embarcación a la parte superior de la estación, en las escotillas destinadas a tal efecto. Una vez anclado el submarino a la estación, el inglés desconectó los motores principales, la iluminación y los sistemas secundarios, dejando los principales de nivelación y mantenimiento en funcionamiento. Se levantó y se dirigió a la cámara de entrada y salida, cerrando la compuerta detrás de él. Comprobó la presión existente en el interior de la nave, muy diferente a la del interior de la estación, por lo que se dispuso a igualarlas, presionando los controles necesarios. Una hora después, la alarma sonó, indicando que ya podía abrir las compuertas. Inexplicablemente, nadie había dado señales de vida en el interior de la plataforma acristalada.
Era ésta una construcción similar a la francesa, toda acristalada, pero en lugar de ser cúbica, tenía forma de “V”, estando anclada a un apéndice de la tierra en sus tres lados interiores, y era mucho más pequeña, ya que disponía exclusivamente de dos niveles. En el superior se encontraban todas las dependencias destinadas al trabajo y análisis del agua, además de las cámaras de descompresión y llegada —en el extremo oeste—, en donde había atracado el Proteus. En el nivel inferior, se ubicaban las dependencias de los trabajadores de la compañía, incluyendo la cocina, los dormitorios y una pequeña sala de recreo.
Lentamente, el señor Hurt bajó las escaleras metálicas desde el submarino. Un leve olor a podrido llegó hasta él, y del interior de su traje gris metalizado sacó una pistola negra, consciente de que podría encontrarse con problemas de no utilizarla. Intentó escuchar algún ruido o alguna voz, pero no oyó nada, tan solo el sonido metálico de sus botas al andar sobre el suelo de la estación. Muy despacio, abrió una por una todas las compuertas del nivel superior, entrando en las cámaras de estudio del agua, del sónar, del radar y de análisis del interior de la estación, pero no se detuvo a ver los datos, dejándolo para más adelante. Sin apreciar nada importante, aparte de varias alarmas en el pequeño habitáculo del registro de las boyas submarinas diseminadas por la zona, alcanzó el extremo opuesto —en el este— al submarino, en donde unas estrechas escaleras metálicas bajaban al nivel inferior.
Al llegar a él, un claro olor a podrido y a descomposición hizo casi tambalearse al inglés, que tuvo que sujetarse en los propios escalones para no caer. Haciendo un esfuerzo por no vomitar, avanzó por el estrecho corredor, con la pistola bien sujeta y el seguro quitado. El corazón le latía con fuerza. ¿Quién sabe lo que podría encontrarse? ¿Qué demonios era lo que olía de aquella manera? Solamente había una forma de averiguarlo. Siguió avanzando y entró en la pequeña cocina, con la pistola siempre apuntando al frente. Todo parecía normal, aparte de los restos de la comida ya resecos y recubiertos de moho. Pero el desagradable olor no procedía de allí. Cada paso que daba aumentaba el hedor y la pestilencia. Era difícil avanzar sin vomitar, y alguna arcada se le llegó a escapar al inglés, que se tapaba el rostro con un pañuelo de hilo, para disminuir así la fetidez.
La puerta de acceso a los dormitorios estaba cerrada. El señor Hurt se acercó a ella y, con la pistola levantada y aguantando la respiración, la empujó con fuerza, sabedor de que la fuente de aquel desagradable olor estaba detrás. Ante él, los camarotes de descanso de los habitantes de la estación estaban todos destartalados, como si se hubiera producido una gran pelea. Y en el suelo, tendidos boca arriba, dos cuerpos sanguinolentos parecían gritar y pedir socorro, por la expresión inerte de sus rostros. Tenían las extremidades destrozadas, como si se las hubieran arrancado de cuajo. Sin duda el olor procedía de la descomposición de los cadáveres.
Lejos de atemorizarse todavía más, o de mostrar signos de debilidad por la presencia de los desagradables restos humanos, el señor Hurt parecía más calmado y relajado.
—Estos ya no se quejan más —dijo sonriendo, mirando a los dos cuerpos sin vida.
Pudo reconocerlos al instante, ya que eran antiguos trabajadores suyos, que pidieron voluntariamente aquel destino, pero eso no hizo mella en el inglés. Avanzó entre los despojos desperdigados, sin siquiera molestarse en evitar pisarlos, hasta que alcanzó la última de las compuertas, que daba a un pequeño cuarto de aseo genérico para todos los miembros de la estación.
—Aquí tiene que estar el tercer incauto —dijo apuntando de nuevo con su pistola.
Con rapidez y brusquedad, intentó abrir la estrecha compuerta, pero no pudo. Estaba atrancada por algo en el otro lado, que impedía el giro. El inglés, con el odio reflejado en sus ojos, empujó con más fuerza la compuerta, una y otra vez, hasta que el hueco que dejaba fue suficiente para pasar la cabeza, y mirar en el interior del aseo.
En él, estaba tendido en el suelo el tercer cuerpo, el que faltaba. O, por mejor decir, lo que quedaba de él, ya que encima de los hombros, en donde tendría que estar la cabeza, sencillamente no había nada. Tan solo un charco seco de sangre ennegrecida que cubría casi todo el suelo del aseo. Los restos de la cabeza del trabajador de la Kermadec estaban completamente desperdigados y adheridos a las paredes y al techo.
—Madre mía —dijo el empresario, fijándose en la escopeta recortada que todavía aferraba con fuerza la mano derecha del cuerpo sin vida—. Vaya sangría.
Sin más comentarios, salió del estrecho aseo, volviendo a atravesar el dormitorio en donde los otros dos cadáveres yacían en espantosas muecas. Cruzó también la pequeña cocina y el angosto comedor, subiendo las escaleras que daban al nivel superior. En él, se sentó unos instantes para comprobar los últimos resultados de las mediciones realizadas, las envió a la estación londinense, en donde se recibían, procesaban y analizaban los datos de las tres estaciones de estudio del agua, y empezó a desconectar todos los sistemas.
Después de varios minutos tecleando códigos de desactivación, purgando datos y enviando información, el inglés se levantó de su asiento, se encaminó hacia la compuerta por donde había entrado desde el submarino, y abrió las compuertas del mismo y de la estación, igualando las presiones de ambos departamentos y posibilitando su entrada en el batiscafo. Después, volvió sobre sus pasos, y sobre el teclado central del centro de operaciones de la estación murciana, presionó varias teclas, en una secuencia solamente conocida por él, activando la autodestrucción de toda la instalación.
Al instante, la pantalla central se iluminó, con el mensaje:
AUTODESTRUCCIÓN EN 19 MINUTOS, 59 SEGUNDOS
19 MINUTOS, 58 SEGUNDOS
19 MINUTOS, 57 SEGUNDOS
y el reloj empezó a decrementarse lentamente, momento a momento, segundo a segundo. Las alarmas se dispararon en un sonido estridente que casi asustó al inglés. Se iluminaron varias sirenas giratorias, dando al estrecho habitáculo una luz rojiza intermitente amenazadora. John Alexander Hurt, sabedor de que todo aquello volaría en mil pedazos en cuestión de minutos, se dirigió con rapidez a su embarcación, cerrando detrás de él todas las compuertas, y separando los trinquetes que sujetaban la nave a la estación. Llegó corriendo a la cabina de control, encendió los motores y puso popa a la estación, dando máxima potencia al submarino y alejándose hacia el sur a toda velocidad.
A los veinte minutos exactos, el inglés miró a la pantalla del tablero central en la que reflejaba la cámara situada entre las hélices de la parte trasera. A lo lejos, un punto blanco de espuma marina fue agrandándose de tamaño más y más, hasta romper en un ruido sordo, apenas imperceptible desde la cabina del Proteus. Las aguas se removieron en un maremoto de grandiosas proporciones. El pequeño submarino se tambaleó durante unos instantes, afectado por la enorme sacudida, pero continuó avanzando impasible entre la negrura del vasto mar Mediterráneo. El empresario, por la sacudida, se cayó de su asiento de piel color hueso, pero se levantó con rapidez y volvió presto a los mandos del Proteus. Tratando de estabilizar al pequeño submarino, que se agitaba como un pelele en el interior de las tumultuosas aguas, el inglés continuó varios minutos más moviendo el volante y los instrumentos de control de la potencia, de la deriva y de la escora del submarino. Al principio sin demasiada fortuna, pero poco a poco, dominando más y más la situación. Unos minutos después, la calma y la estabilidad volvieron de nuevo al Proteus, y el inglés se relajó un poco en su sillón. Tecleó más coordenadas en el piloto automático, marcando su próximo destino, que apareció al momento escrito en la pantalla de fósforo verde de la consola central: Estación España.
* * *
Viernes, 18 de febrero de 2033.
Siete días después de la apuesta entre Mateo y Lucas, la expectación en el pequeño comedor de los seis hermanos no podía ser mayor. Habían pasado toda la semana comentando y dialogando entre ellos, preguntándose si lo conseguiría o no. Y había opiniones de todo tipo.
—Estoy seguro de que lo logrará —aseveró Marcos—. Lucas es un verdadero genio con los números.
—Sí. Lo es —agregó María cogiéndole con cariño del brazo—, pero se trata de ser genios con la memoria, no con los números.
—Es verdad —añadió Juan—. Pero según dice Lucas, es muy fácil hacerlo.
—¿Fácil? —chilló Pablo—. Es imposible. Yo intenté aprenderme el otro día unos cuantos números y no pude pasar de treinta. ¿Quinientos? Yo estoy con Mateo en que no lo conseguirá.
—Me lo estuvo explicando antesdeayer —continuó Juan—. Se trata de emparejar números con objetos, de manera que luego sea más sencilla su memorización. Por ejemplo, el catorce se corresponde con la palabra taco, el quince a su vez con tela, el noventa y dos con vino y el sesenta y cinco con sol. Es decir, si te imaginas, por ejemplo, a un taco de billar que golpea un trozo de tela, el cual sale despedido y rompe una botella de vino que se derrama, y por último la luz del sol hace que se seque, pues entonces te estás acordando de toda la secuencia. Como, además, las historias que te inventas suelen ser estrambóticas y siempre peculiares, consigues de esta manera dos cosas: por un lado memorizarlo mejor, ya que siempre recuerdas con mayor facilidad este tipo de datos, y, por otro, desarrollar la imaginación, que es quizás el arma más poderosa que la mente humana dispone para aumentar su capacidad cerebral.
—Sí. Parece fácil —contestó Pablo, cerrando los ojos en pequeñas y casi inapreciables convulsiones—. Pero no me lo creeré hasta que no lo vea.
Y así fueron pasando la semana, con la expectación por la apuesta cada día más intensa, y la ilusión y la alegría de los seis hermanos, cada día más palpable. Allí encerrados en las profundidades submarinas, en la mayor de las negruras, en donde nadie les escuchaba, y muy pocos conocían su existencia. Hasta que por fin llegó la cena del viernes.
En la mesa metálica del comedor, que disponía de tres sillas a un lado y otras tres al otro, se encontraban sentados en un extremo María y Marcos —que siempre se sentaban juntos—, y Mateo, y en el otro Pablo, Juan y Lucas, de manera que éste último quedaba enfrente de su contrincante en la apuesta.
—Me encantaría que ganaras, de verdad —dijo Mateo sonriendo—. No solamente pagaría la cena de un cumpleaños, sino la de seis o siete por ver cómo hemos estado esta semana. Lo digo en serio.
—¿Empezamos? —preguntó Marcos.
—Bien —dijo Lucas—. Estoy preparado.
—¿Estamos todos preparados? —dijo Mateo. Además de éste, los otros cuatro hermanos tenían cada uno un pequeño papelito con los quinientos números apuntados, de manera que pudieran ir comprobando de primera mano el curso de la apuesta.
—Adelante —dijo Pablo, como siempre muy nervioso.
—Cuando quieras —dijo Marcos. María, a su lado y cogida de su mano, asintió con la cabeza.
—Empecemos —dijo Juan, con la típica sonrisa nerviosa en el rostro.
Mateo se giró y sin pronunciar palabra miró de frente a su hermano Lucas, que hundió su cabeza en las manos entrelazadas, y empezó lentamente su retahíla de números.
—Tres, uno, cuatro, uno, cinco —y así sucesivamente.
Los otros hermanos, que guardaban un silencio respetuoso y casi sobrenatural, empezaban a quedarse asombrados al comprobar que iba acertando uno por uno todos los números. Con lentitud y parsimonia, pero sin llegar a detenerse ni un instante, Lucas iba recitando los dígitos con precisión cirujana. A la altura del ciento treinta, unos cinco minutos más tarde, cometió el primer error, sustituyendo un cero por un cinco. Pero sus hermanos no dijeron nada. Ni siquiera se movieron para no desconcentrarle, ya que seguía con su sucesión de cifras. Simplemente apuntaron en sus hojas el error.
—Dos, siete, uno, dos —Lucas continuaba impasible e inmutable.
La segunda falta la cometió en el doscientos cuarenta y dos, cuando pronunció el número cuatro, en lugar del siete, que hubiera sido el correcto. Al instante, sus cinco hermanos registraron el error en sus papeles. Aplicando el apalabrado coeficiente de seguridad del uno por ciento, podría llegar a fallar cinco veces para considerarse la prueba superada, pero si fallaba en una sexta ocasión, perdería la apuesta.
—Cero, seis, tres, uno, cinco ...
El tercer fallo lo cometió en el trescientos noventa y siete, de nuevo sustituyendo un cero por un cinco. Los hermanos, atentos al juego, anotaron el fallo. Pablo se movía cada vez más nervioso en su silla metálica, Juan miraba a su hermano con admiración, Marcos y María, atentos a sus papeles, contemplaban atónitos cómo iba pronunciando a la perfección, uno a uno y muy despacio, todos los números. Y Mateo, con una sincera sonrisa en el rostro, contemplaba repanchigado la estampa con inmensa alegría.
Por un instante, Marcos, al ver a su hermano diciendo todos los números con la cabeza hundida entre las manos, pensó que estaba leyéndolos de algún lado oculto de su uniforme, o que los tenía apuntados debajo de la manga, pero no era así. Parecía un truco de magia.
A la altura del número cuatrocientos cincuenta y uno, cuando solamente quedaban cuarenta y nueve para terminar, otra vez cambió el cero por el cinco, cometiendo así el cuarto error. Dos más y perdía la apuesta. Con la cabeza cada vez más hundida entre sus manos, Lucas continuó pronunciando cifras, una detrás de otra. A medida que se acercaba al final, sus hermanos le veían con mayor admiración. Lo estaba logrando, aunque solamente podría fallar una vez más para conseguirlo.
Unos veinte minutos después de empezar, las últimas diez cifras las pronunció muy lentamente. La verdad es que no las recordaba con la claridad que el resto, pero parecía como si quisiera mantener la ilusión y la curiosidad del momento para toda la eternidad. Los seis hermanos allí reunidos, felices, sin más preocupación que unos simples números, estaban disfrutando de uno de los escasísimos momentos de alegría de toda su asfixiada vida. En su inocente retraso, era como si Lucas quisiera alargar aquellos instantes al máximo.
—Nueve, cuatro, nueve, uno y dos. Quinientos —dijo finalmente Lucas. A María se le saltaban las lágrimas. Pablo empezó a aplaudir casi con histerismo, gritando y alabando a su hermano. Juan le cogía de los hombros, zarandeándole, y Marcos sonreía feliz. Y todas las miradas se detuvieron en Mateo, que sacó una hoja de papel en blanco, y empezó a garabatear unas palabras. El rostro, normalmente enjuto y ceñudo, era claramente un indicativo de relajación y armonía. La enorme nariz, los ojos algo hundidos y las profundas comisuras de los labios se cerraban todavía más en una enorme y sincera sonrisa.
—¿Y qué es lo que quieres que pida en mi próximo cumpleaños? —preguntó con una mueca de disgusto, pero la sonrisa irónica en la cara le delataba.
—Quiero macarrones con tomate, solomillo de buey a la parrilla y helado de chocolate —dijo rápidamente sin dudarlo un solo instante. Tenía la respuesta preparada desde hacía tiempo.
—De acuerdo —dijo Mateo apuntándolo cuidadosamente—. Pero tendrás que esperar hasta el once de abril.
—Te aseguro que no me importa —dijo Lucas, tendiendo la mano a su hermano, para estrecharla en señal de agradecimiento.
—¿Os habéis visto las caras? —dijo Mateo, devolviendo el saludo a Lucas—. Pagaría mis comidas de cumpleaños de toda mi vida por seguir viéndolas como las tenéis ahora.
María no paraba de llorar de la emoción, sentada en la silla metálica. Su pelo rubio, largo y rizado, caía sobre el rostro fino de rasgos marcados. A su lado, Marcos la abrazaba por encima de los hombros, también eufórico. Pablo, siempre nervioso, se puso en pie, y comenzó a andar de un lado al otro de la estancia, llegando a pronunciar pequeños gritos incontrolados.
—¿Os habéis dado cuenta de que todos nuestros cumpleaños caen en día once? —preguntó unos momentos después Marcos.
—Es verdad —dijo Mateo—. Juan, el tuyo es también el once de abril, como Lucas, ¿verdad?
—Verdad. Somos gemelos. Nacimos el mismo día.
—¿Y tú, Marcos?
—El once de marzo. Y también cumpliré veintidós años.
—No podéis, por tanto, ser verdaderos hermanos —sentenció Pablo, que a pesar de andar de un lado a otro, estaba atento a la conversación—. Si os lleváis solamente dos meses de diferencia, es imposible proceder de la misma madre.
—Ya lo sabemos —dijo Lucas sin darle importancia—. Ya lo habíamos hablado hace algunos años.
—Yo también lo había averiguado antes —contestó Marcos—. De hecho, estoy empezando a plantearme que ninguno de nosotros seis somos verdaderos hermanos.
—Eso es imposible —dijo Juan.
—No, querido Juan. Me temo que es perfectamente posible. Fíjate que tampoco nos parecemos en nada.
—Eso es cierto —dijo Mateo—. Las características morfológicas y anatómicas de cada uno de nosotros no tiene nada que ver con las de los demás.
—Yo también lo había pensado —dijo María, secándose las lágrimas—. Por ejemplo, Mateo y yo, que también somos gemelos ya que nacimos el mismo día, el once de septiembre, no nos parecemos en nada. Nadie en su sano juicio diría que somos mellizos.
—Lo que dices es cierto —dijo Juan—, pero entonces, ¿por qué nuestros cuidadores nos han dicho siempre que somos hermanos? De hecho, siempre nos han llamado así.
—No lo sé —dijo María—. Quizás no se estén refiriendo a hermanos de sangre, sino a hermanos pertenecientes a alguna hermandad, como aquellas que hemos estudiado en Historia.
—Además, yo no me fiaría de los profesores —dijo Mateo bajando la voz, como si quisiera contarles un secreto—. Ya sabéis que no me gustan y que no son de fiar.
—Estoy de acuerdo contigo —dijo Marcos.
—Pues a mí me caen bien —dijo Juan—. Sobretodo el señor Kepler.
—¿El profesor de Física?
—Sí.
—Pero si es un completo inútil —dijo Mateo.
—¡Mentira! —protestó Juan—. Es muy buen profesor.
—No lo pongo en duda, pero creo que nosotros, tú incluido Juan, somos mucho mejores en Física. Por no hablar del profesor de Matemáticas o del de Química.
—Calma, por favor —dijo Marcos—. No discutáis, que no conduce a nada. Está claro que hay muchas preguntas que no podemos responder. Pero las respuestas están ahí, y seguro que los cuidadores las conocen.
—Yo, por lo tanto, no me fiaría de nadie, excepto de nosotros seis —dijo Mateo.
—Estoy de acuerdo con Mateo —dijo Pablo—. De hecho, creo que incluso nos vigilan con cámaras ocultas.
—Es verdad —dijo Lucas—, muchas veces me da la sensación de que me están mirando.
—No lo sé —dijo Juan, dándose por vencido—. No estoy seguro, pero si lo decís todos, será por algo.
—Deberíamos vigilar nuestros movimientos, y fijarnos en las cosas que decimos, para que no descubran nuestros planes —dijo Mateo.
—¿Qué planes? —preguntaron sus hermanos intrigados.
—Ya lo sabéis. Ya os lo dije la semana pasada. No aguanto más tiempo aquí encerrado. ¿No os habéis preguntado por qué los cuidadores si pueden subir a los niveles superiores y nosotros no? ¿Y por qué ninguno come con nosotros?
—Continuamente —dijo Marcos, mirando de reojo a María.
—Yo también —dijo Lucas—. Estoy convencido de que hay algo ahí arriba que no sabemos lo que es, pero que no quieren que lo sepamos.
—Y digo más. ¿Por qué no hay ninguna compuerta de acceso hacia abajo, cuando muchas veces oigo voces y ruidos en los niveles inferiores? Hay muchas cosas que no sabemos, que nos están ocultando.
—Es verdad. Siempre nos han dicho que el mundo se deshizo hace unos veinte años, que murieron todos, excepto nosotros, pero no me lo creo. No me creo una sola palabra de lo que nos han contado. ¡Todo es mentira! —gritó Mateo, que siempre ponía toda su pasión en lo que hacía.
—Tranquilo, Mateo —le dijo María.
—No, hermana. Tranquilo, no. Tomé la decisión de salir de aquí y la voy a cumplir. Aunque me lleve toda la vida. He estado dándole vueltas a algunas cosas, que podemos empezar a hacer ya.
—¿El qué? —preguntó Pablo, al que la idea de salir de allí le colmaba de ilusión.
—Lucas —dijo en voz baja, casi inapreciable—, esas reglas que utilizas para memorizar los números, se basan en la asociación entre éstos y las letras, ¿verdad?
—Así es.
—¿Podrías enseñarnos esas asociaciones?
—Naturalmente. Es muy sencillo. Tan solo requiere un poco de práctica al principio, pero en un par de días, lo tendremos controlado.
—¿En qué estás pensando, Mateo? —preguntó Marcos intrigado.
—Creo que he encontrado un sistema para poder comunicarnos sin que ninguno de los cuidadores lo entienda. Esa es la base en la que vamos a trabajar.
Fue entonces cuando Lucas, también con voz muy baja para no ser escuchado, y con la precisión habitual en él, explicó pormenorizadamente el código de palabras —todas ellas pronunciadas mediante números—, que había empleado en la asombrosa memorización y que ellos utilizarían como medio de comunicación.
El número uno se correspondía con las letras «T» y «D». El dos, con la «N» y el tres con la «M». Del mismo modo, el cuatro se relacionaba con la «C», la «K» y la «Q». Y así sucesivamente. Las vocales, a su vez, las relacionaron con signos matemáticos, de manera que cualquier frase podía ser escrita como una ecuación matemática, por lo que nadie podría nunca averiguar este sistema.
Además, le hicieron varios añadidos, para posibilitar su uso diario, en el lenguaje ordinario, utilizando otros símbolos matemáticos y letras griegas para definir las palabras más comunes en el lenguaje, y tomaron la decisión de comunicarse entre ellos utilizando estos códigos, cada vez que quisieran decir algo relativo a su plan de fuga.
—¿Y has pensado en algo para salir de aquí? —preguntó Juan a su hermano, consciente de que éste siempre iba un paso por delante que el resto.
—Algo he pensado, querido hermano —contestó enigmáticamente Mateo, sonriendo ligeramente—. Algo he pensado.