1. LOS LABORATORIOS GPH

 

Noviembre de 2004

 

El frío manto de la noche traía malos presagios. Nada bueno se podía esperar en un día tan desapacible. La lluvia caía continuamente. Era una de esas lluvias gruesas, de gota gorda, que calaban vivo a todo el que estuviera debajo. Un viento frío, no demasiado fuerte, pero constante y desalentador, recorría el aparcamiento de la entrada. Dentro de la caseta del vigilante de seguridad, en la barrera de entrada a los laboratorios, la temperatura era más confortable, gracias a una pequeña estufa. El vigilante, un aspirante a policía venido a menos, hacía horas extras para sacarse algún sobresueldo, y permitirse una vida un poco más holgada. Aquella noche, aquella lluviosa noche, no tendría que preocuparse más por el dinero. Cuando el Renault Megane verde azulado se paró delante de la barrera de acceso, no sabía lo que se le venía encima.

—¿Quién demonios vendrá a esta hora? —pensó desde dentro de la garita. Estaba sentado en una silla de plástico color negro, con el asiento y el respaldo acolchados. En su conjunto era bastante incómoda, pero ya se había acostumbrado, después de tantas noches sentado ahí. Se levantó con cansancio, se puso el gorro reglamentario y el impermeable de color amarillo reflectante. Cogió la linterna, para alumbrar al conductor, que en la oscuridad acababa de abrir la puerta y se disponía a salir del vehículo. En un principio le sorprendió el gesto, pero no le dio mayor importancia. Salió a la calle bajo la lluvia y recibió un disparo en la cabeza. Limpio y sin apenas hacer ruido, gracias al potente silenciador que llevaba la pistola, una semiautomática de nueve milímetros. Ni siquiera se enteró. Murió en el acto. El oscuro conductor, sin apenas inmutarse, entró en la garita. Era un hombre muy alto, cerca de los dos metros, y se movía con rapidez. Como si fuera un autómata, desconectó los sensores de movimiento de toda la instalación, sabiendo que muy poca gente podría verle. Desconectó la alarma principal y las dos secundarias, y apagó las luces que iluminaban el aparcamiento delantero. Por último, como si lo hiciera todos los días, presionó el botón para levantar la barrera de seguridad que impedía el paso. Volvió a salir a la calle, tomando la preocupación de no pisar el cadáver del vigilante, que estaba en la puerta, tendido en el suelo boca arriba, sin ningún gesto de sorpresa en la cara, y con un agujero limpio en el centro de la frente. La gruesa lluvia caía sin descanso también sobre su rostro. El hombre alto entró en el coche y, con el camino libre, se abrió paso entre la lluvia, hacia el aparcamiento delantero, en la puerta principal del edificio, justo el que acababa de apagar. Las dos potentes luces del coche eran toda la iluminación que había. Al apagar el vehículo, la oscuridad se adueñó del lugar. El rítmico sonido del limpiaparabrisas cesó de inmediato y el motor se apagó al girar la llave. Rápidamente, el conductor salió del coche y se dirigió caminando, muy lentamente, hacia la puerta principal, sin que le importara mojarse. El acristalado edificio que tenía delante se erguía en silencio en la negrura más completa. Tan solo dos luces se veían encendidas. Ambas estaban en la segunda planta y el conductor del Renault Megane sabía perfectamente quién estaba en su interior.

No siempre le encomendaban trabajos tan satisfactorios. Normalmente pasaba el tiempo entrenando, en el gimnasio o en el ático de su jefe, en la planta veintiuno de su nuevo edificio de Londres. Aquella noche no era la primera en la que había tenido que salir con rapidez e improvisar un trabajito. Pero le pagaban por ello y le pagaban bien. No podía fallar. Hasta entonces, para ser sincero, no había fallado nunca.

Los zapatos de piel marrón apenas sonaban sobre el asfalto mojado, ya que el ruido de la incesante lluvia impedía que se oyera nada más. El andar tranquilo y despreocupado, los movimientos lentos y calculados y la mirada fría, solamente tenían un único objetivo: la puerta de la entrada. Vestía muy elegante. Le gustaba la ropa cara y si era de marca, mejor. Para aquella ocasión especial había elegido un traje de color gris marengo, con una gabardina de color crudo y un sombrero negro para resguardarse de la lluvia. Llevaba también una camisa blanca con su corbata preferida, una de seda italiana de color azul celeste y salpicaduras de blanco y rojo. Siempre le había gustado cuidarse. Vigilaba la comida y apenas bebía alcohol. Y dos horas diarias de gimnasio no se las quitaba nadie. Podía haber tenido un éxito enorme entre las mujeres, pero eso no le llenaba en absoluto. Siempre había preferido la soledad a la compañía. Y siempre había preferido cuidarse él mismo, que cuidar a los demás. Un espléndido tatuaje asomaba por la parte trasera del cuello, justo entre la espalda y la cabeza. Tenía la forma de unas llamaradas, que terminaban convirtiéndose en un pájaro de enormes alas, que llegaban casi hasta la parte inferior de las orejas, y por delante hasta la mandíbula. La figura del Ave Phoenix siempre había sido su favorita. Este ave mitológico, cuando moría, rompía en un rojo fuego y después renacía de sus cenizas. Nadie podía acabar con él y eso le enorgullecía y le hacía todavía más peligroso. El hombre alto cruzó la puerta acristalada con tranquilidad y seguridad, sabiendo lo que estaba a punto de hacer, y sin tener por ello ningún remordimiento. Más bien al contrario.

La recepción del edificio era muy elegante y daba una agradable sensación de calidez. Sobre todo viniendo desde la fría y copiosa lluvia del exterior. En un gesto instintivo, el oscuro asesino se sacudió los restos de agua de la gabardina y del sombrero, mientras seguía caminando por el interior del hall de entrada. La más completa oscuridad solamente se veía rota por las luces de los dos ascensores que estaban al fondo de la estancia. Decidió que era mejor, por aquello de no hacer demasiado ruido, subir por las escaleras. Nadie debía oírle llegar. El silencio se vio cortado por las sonoras pisadas del hombre alto sobre el suelo de mármol rosa. Los zapatos de piel color marrón resonaban rítmicamente con fuerza, y se vio obligado a pisar con un poco más de ligereza. Por fortuna, solamente la recepción tenía ese suelo. El resto del edificio estaba enmoquetado por completo, excepto la sala de ensayos inorgánicos y la sala de cultivos de microorganismos, que tenían el suelo alicatado y con desagües, para su mejor higiene y limpieza.

 

 

*   *   *

 

 

Dos plantas más arriba, la alegría y la ilusión eran las verdaderas protagonistas. Michael Rathbone no cabía en sí de gozo. Llevaba dos días trabajando casi sin parar, pero merecía la pena. Mientras miraba a través del microscopio electrónico de barrido —un Jeol, modelo JSM 25, de color blanco—, una muestra de células nerviosas de ratón, se echó hacia atrás en la silla, cerró los ojos muy despacio y se puso a pensar en todo lo que le había cambiado la vida en los últimos años. Había tenido una infancia perfecta, con sus días buenos y sus días no tan buenos, pero con una familia unida y compenetrada. Sus padres siempre habían confiado en Michael y le habían educado para que confiara en sí mismo. Su padre, Peter Rathbone, fue un famoso arquitecto de una pequeña constructora del este de Londres. Aunque viajara mucho —ya que realizaba numerosos proyectos fuera del Reino Unido—, era un hombre muy cariñoso y siempre que regresaba, lo hacía con regalos tanto para él como para sus dos hermanas. De hecho, uno de esos regalos cambió para siempre la vida de Michael. Siendo todavía muy pequeño, su padre realizó un proyecto en la isla griega de Creta, un lugar lleno de cultura, leyendas y mitologías. Incluso, cuenta la tradición que allí mismo se encontraba la ciudad perdida de la Atlántida, que Platón narró en sus escritos. Como el proyecto se alargó un poco más de la cuenta, viajaron hasta allí en las vacaciones de verano, tanto Michael, como su madre y sus hermanas. Fueron dos semanas maravillosas. Visitaron las playas y las montañas, la ciudad de Hania y de Agios Nikolaos, incluso la cercana isla de Santorini. Todo eran risas y alegría. Y el marco acompañaba, ya que era un lugar extraordinario y misterioso, y en donde cada rincón ocultaba algún resto antiguo. Cerca del Palacio de Knossos, en donde según la leyenda vivía el minotauro —un monstruo mitad hombre, mitad toro— encerrado en el famoso laberinto, su padre encontró una piedra de un extraño color verde blanquecino, que refulgía como una llama, en uno de los numerosos puestos del mercado de Heraklion, la ciudad más grande de la isla, y en donde se estaba realizando la construcción.

—«La Fuerza de Teseo» —le dijo la vendedora. Era ésta una mujer muy mayor, que tenía los ojos completamente en blanco por la ceguera. Tenía el pelo canoso muy sucio y la piel muy morena y curtida, completamente llena de arrugas, pero sonreía amablemente—, así es como se llama la piedra.

—¿Por qué se llama así? —preguntó Michael con la ingenuidad típica de los niños.

—Dicen que el mismo Teseo la llevaba colgada del cuello cuando mató al Minotauro. Y que gracias a ella consiguió derrotarlo.

—¿Y por qué tiene usted tantas aquí encima? —dijo señalando varias piedras, todas ellas iguales, que estaban encima del mantel del puesto ambulante. —¿Llevaba puestas todas a la vez?

De inmediato, la anciana dejó de sonreír.

—Solamente esa que tienes en la mano es la verdadera. El resto son imitaciones —muy lentamente y con mucha dificultad, la anciana se puso en pie, ayudada por una especie de bastón de madera, que tenía una forma extraña. Extendió la mano, y con la palma señalando hacia Michael, le dijo con la voz firme:

—Desde hoy mismo te bendigo, y siempre que la lleves puesta, Teseo te protegerá, y nada malo te ocurrirá —dijo mirando fijamente a Michael, como si pudiera verle a través de sus ojos blancos.

El padre la miró sonriendo, y compró aquella piedra, aunque no creía ni una palabra. No así Michael, que quedó impresionado por la pasión con la que aquella anciana le habló. Cogió la piedra entre sus pequeñas manos. Estaba muy caliente. Venía unida a un fino colgante de cuero, para poder colgarla del cuello, y que así Michael siempre estuviera protegido. Desde entonces, jamás se había separado de ella. Y siempre le había hecho sentirse inmune a cualquier daño. Incluso sentía que, con «La Fuerza de Teseo», podía conseguir todo lo que se propusiera. Gracias a ella había sacado siempre buenas notas, tanto en el colegio como en el instituto, porque siempre lo llevaba puesto. En cada examen y en cada prueba que realizaba. Le admitieron en la prestigiosa Universidad de Oxford, en la Facultad de Biología, y estudiaría lo que siempre había querido —aunque su padre tenía la ilusión de que estudiara Arquitectura—. Se especializó en Biología Genética y Molecular, que también era lo que siempre había querido elegir. Y Michael pensaba que era gracias a la ayuda de Teseo y de su colgante.

En la Universidad, una tan famosa y a la vez tan difícil, como la de Oxford, a Michael le fue estupendamente. Rozó la perfección. Le apasionaba lo que estudiaba, y eso se reflejaba en los resultados, que fueron todos buenos. Fue el primero de su promoción, el que mejores notas sacaba y el preferido de todos lo profesores. Pero aquella vida llena de armonía y felicidad se truncó de repente un par de años antes de terminar la carrera. Su padre tenía que realizar otro viaje, también por motivos de su trabajo. Por alguna extraña razón, Michael tenía un mal presentimiento. El viaje era a España, a la construcción de un edificio acristalado en Madrid, que sería uno de los Centros Comerciales más grandes del país. Michael estaba nervioso y así se lo dijo a su padre.

—No te preocupes, hijo. Está todo controlado —le dijo.

—No papá. Por favor, no vayas.

—Hijo. No puedo. He de ir. Es el trabajo.

—Pues entonces llévate mi colgante —le dijo Michael en un último intento de ayudar a su padre.

—No hijo. El colgante es tuyo, y es a ti a quien debe proteger —le dijo con voz condescendiente—. En lugar del colgante, si te sientes mejor, me llevo a tu madre, ¿vale? —dijo sonriendo.

—¿A mí? —preguntó sorprendida su madre.

—¿Te apetece?

—Claro que me apetece, pero los niños ...

—España es un país precioso. Y Madrid es una ciudad única. Seguro que te encantará. Y los niños ya no son tan niños. Ya son mayores.

—No lo sé. El niño dice que tiene un mal presentimiento, y sabes que no me gusta volar.

—Cariño. No te preocupes, que no pasará nada.

Por desgracia, se equivocaron. El vuelo de British Airways, procedente del aeropuerto de Londres—Heathrow, con destino Madrid—Barajas, fue perfecto. Incluso llegó a su hora. En el mismo aeropuerto cogieron un taxi que les llevaría al hotel. Nada más coger la autopista A2, entrando en Madrid por el este, un chico joven que conducía un Audi A3 de color gris metalizado, embistió al taxi en la parte trasera, perdiendo el control los dos coches y estrellándose ambos contra unos árboles de la parte derecha de la carretera. Ni siquiera las vallas, ni los quitamiedos, pudieron hacer nada por detener a los vehículos e impedir de esta manera el fatídico y brutal choque. Tanto el padre y la madre de Michael, como el chico joven del Audi y el taxista, fallecieron en el acto. No se pudo hacer absolutamente nada por salvar sus vidas. En Londres, con «La Fuerza de Teseo» colgada de su cuello, Michael no daba crédito a las noticias que le estaban dando. Estaba completamente seguro de que si se hubieran llevado el colgante, no les habría pasado nada. Estaba convencido de ello. Lo intuyó, pero nadie le hizo caso. Le invadía un enorme sentimiento de culpabilidad, porque sabía que algo malo, algo trágico, iba a ocurrir, pero no fue capaz de cambiar el trágico devenir de los acontecimientos.

Desde entonces, Michael se centró más y más en sus estudios. Ese sentimiento de culpabilidad se apoderó por completo de él. Fue encerrándose en sí mismo, cada vez más, hasta el punto de que se convirtió casi en un ermitaño. Apenas salía de su habitación. No iba a ningún sitio con nadie. No tenía amigos. Los libros eran toda su compañía. Los libros y su preciado colgante, por mejor decir. Se alejó incluso de sus hermanas mayores, que trabajan ya en Londres y que no podían ir a verle tan a menudo como antes.

Su vida volvió a girar cuando conoció al profesor Bernstein. Era el director de la Unidad de Genética del Departamento de Bioquímica de la Universidad. Era un hombre mayor, con el poco pelo que le quedaba, completamente canoso. La bata blanca, que siempre llevaba puesta, ya estaba muy desgastada y llena de manchas. Pero aún conservaba mucha energía en su interior, y era un hombre activo y dicharachero. Dirigía un pequeño laboratorio de estudio del ADN celular a las afueras de Oxford, en la cercana localidad de Abingdon, y no tardó en ofrecerle a Michael el puesto de becario, con el objetivo de estudiar el comportamiento de las células eucariotas frente a la acción de diferentes enzimas. La pasión por la Química del profesor Bernstein fue determinante para convencer a Michael, al mismo tiempo que también le ayudó a salir del círculo de tristeza, nostalgia y depresión, en donde estaba inmerso. Así fue como Michael entró a formar parte del equipo del profesor, y poco tiempo después, debido a su dedicación y a su interés y afinidad mutua por la Bioquímica Genética, se convirtió en el auténtico brazo derecho del profesor en el laboratorio. Nadie era capaz de rebatirle, ni de contradecirle en ninguna opinión. Era el que primero llegaba por las mañanas —ya que acudía al laboratorio antes incluso de asistir a clase—, y el último en marcharse todas las noches. En definitiva, estaba comenzando a recuperar una ilusión por vivir, una alegría que no tenía desde que sus padres murieron. Todo gracias a la fuerza y a la pasión que el profesor Bernstein imprimía en todas sus acciones. Y eso no fue nada más que el comienzo.

Como en tantas otras veces en la historia de la humanidad, el descubrimiento vino por una serie de casualidades. Después de varios días de trabajo probando enzimas del tipo de las Isomerasas, se desconectó el centrifugador por un corte de luz del edificio, y no funcionó debidamente el generador de emergencia. Después de unos minutos, la luz volvió. En el centrifugador estaban los veinticuatro tubos de ensayo con las muestras en su interior, y las enzimas que iban a ser utilizadas, a medio centrifugar. Este detalle, en un principio, pasó desapercibido para los miembros del laboratorio, y cuando comprobaron que las enzimas no se comportaban como estaba previsto, surgieron de inmediato las dudas, las sorpresas y las preguntas sin respuesta. Poco a poco, fueron dándose cuenta del error. Al principio, a punto estuvieron de eliminar las muestras, pero la experta visión del profesor, consciente de que podían tener entre manos algo distinto a todo lo investigado con anterioridad, ordenó que se estudiaran como el resto de las muestras, y que se utilizaran como si fueran enzimas normales.

El descubrimiento fue inmediato. Aquellas enzimas a medio polimerizar, no solamente se comportaban de manera diferente al resto, sino que no lo hacían como las propias enzimas. En lugar de disminuir el tiempo de los distintos tipos de reacciones entre diferentes microorganismos, éstas se llevaban a cabo casi con total espontaneidad. Reacciones que tardaban varios días en producirse y completarse, con la ayuda de éstas enzimas —que rápidamente fueron llamadas hemienzimas, por ser sintetizadas a la mitad de su proceso—, ahora se producían en apenas uno o dos segundos. Estudios posteriores, incluso, desvelaron que eran reacciones exotérmicas, es decir, que eran reacciones espontáneas en las que se liberaba energía en forma de calor cuando se llevaban a cabo. El hallazgo definitivo, y el que cambiaría para siempre la historia de la medicina, fue cuando estudiaron el comportamiento de estas hemienzimas en su asociación con cromosomas humanos. El resultado fue al mismo tiempo imprevisible y realmente esperanzador. Descubrieron que, en las divisiones celulares, no se producía la pérdida de los telómeros de los cromosomas. Es decir, el envejecimiento celular, intrínseco a todas las células animales y vegetales, sería a partir de entonces, cosa del pasado[1]. Fueron días de enorme trabajo hasta bien entrada la madrugada. Michael estaba encantado con el nuevo hallazgo. No se fue a su habitación en la Universidad en ningún momento. Ni siquiera acudió a sus clases —siempre con el permiso del profesor—. Todo el tiempo lo pasó estudiando las hemienzimas, y sus diferentes aplicaciones. La primera de ellas, y la que decidieron estudiar más en profundidad, era el resultado de la unión de éstas hemienzimas con las llamadas entonces células madre. La nueva cura contra las enfermedades degenerativas del Sistema Nervioso, como el Alzheimer o el Parkinson —solo por citar dos ejemplos de los muchos que había—, estaba por fin al alcance del ser humano. Otra de las aplicaciones era, naturalmente, la clonación de las diferentes especies animales, por ejemplo, que estuvieran en peligro de extinción, como los koalas o los tigres, que apenas existían en estado salvaje. Incluso se podrían recuperar especies ya extintas, como por ejemplo los dinosaurios del cretácico, siempre que se encontraran células con el ADN intacto, al margen de la secuencia final de telómeros —algo verdaderamente difícil, si se tiene en cuenta el tiempo transcurrido desde su desaparición—. Por ejemplo, el experimento de clonación de la oveja Dolly, que falleció de vejez cuando no contaba siquiera con siete años, se podría realizar de nuevo, asegurando que no se produciría ese envejecimiento prematuro[2].

Un año y medio antes de aquellos maravillosos acontecimientos —concretamente el 24 de abril de 2003—, se había terminado de descifrar por completo el Genoma Humano, es decir, se conocía la totalidad de su ADN. Al menos, del ADN del portador de las células de muestra. Lógicamente, cualquier otro ser humano tendría un ADN distinto, pero similar casi al cien por cien. El paso que habían conseguido dar en el laboratorio del profesor Bernstein era uno más en la historia de la medicina. Y fue dado gracias a una de esas casualidades que, como en tantas otras ocasiones, acarrea alegrías, disgustos y muchas horas de trabajo y dedicación.

—Fueron unos momentos maravillosos —pensó en voz alta Michael mientras realizaba una fotografía de la muestra del microscopio. Sacó un bolígrafo del bolsillo de la solapa de su bata blanca, y anotó la hora de la toma de la fotografía.

—Las 22 h.17’ 36”. ¡Qué tarde se me está haciendo! —pensó. Estaba sólo en el laboratorio. Al día siguiente tenían que dar una rueda de prensa para dar a conocer a todo el mundo el hallazgo de un par de meses atrás. El profesor Bernstein se había marchado a casa, a descansar un rato, porque sería él el que se llevaría, lógicamente, el peso de las preguntas y respuestas. El resto de los químicos y biólogos también se habían marchado. Un día más —y no era el primero—, el último en quedarse trabajando fue Michael.

Se puso en pie, estirándose y bostezando y miró por la ventana. En un primer momento no se percató —estaba completamente abstraído, pensando y recordando los últimos hallazgos—, pero al poco tiempo se dio cuenta de que el aparcamiento delantero estaba completamente a oscuras.

—Que extraño —dijo en voz alta—. Seguramente se habrá ido la luz.

En un movimiento instintivo, se tocó el cuello para comprobar que allí estaba su protección, «La Fuerza de Teseo», pero ahora no lo llevaba. Siempre se lo quitaba cuando entraba en la sala del microscopio electrónico de barrido, porque había otros instrumentos de medición que podían sufrir interferencias, como el aparato de Resonancia Magnética Nuclear para la determinación de algunos compuestos químicos, o la máquina de Rayos X. Había que ser muy escrupuloso con todos los aparatos, porque los experimentos que estaban realizando eran de suma importancia. El colgante lo había dejado, como siempre, colgado en el lateral del monitor del ordenador de su mesa, que estaba cruzando el pasillo, dos habitaciones más hacia la derecha.

Allí envió la fotografía de la célula, para analizarla más tarde. Repitió la operación varias veces, con varias células más, y envió todas las fotos a su ordenador, En todas y cada una de ellas, anotó la hora de la toma, con la precisión adecuada.

Al terminar con la última de las fotografías, pensó en lo que les tocaba ahora. Recibirían honores, alabanzas y premios. Quién sabe si incluso el profesor recibiría el Premio Nobel. Era más que probable. Sin duda que se lo merecía. También les iba a tocar trabajar muy duro y durante mucho más tiempo, pero seguro que ese trabajo sería plenamente satisfactorio, al menos para Michael. Oyó un ruido extraño en el pasillo —como el sordo chocar de unos zapatos con la moqueta gris del pasillo y el crujido del suelo bajo ésta—, de unos pasos sigilosos que se acercaban. Giró la cabeza y miró hacia el corredor enmoquetado. No vio nada extraño. Todo estaba completamente oscuro. La puerta del laboratorio estaba abierta, tal y como la había dejado antes. Se quedó un instante muy quieto, esperando a ver si aparecía el profesor, o alguno de sus compañeros, que se hubieran dejado algo, pero no apareció nadie. Decidió no darle mayor importancia. Estaba cansado, y sin duda que ese ruido sordo era fruto de su imaginación. Pensó que sería mejor echar una pequeña cabezadita en el sofá del despacho del profesor, como había hecho tantas otras noches. Era un sofá de piel de color negro, muy elegante, y al mismo tiempo muy cómodo. Miró encima de la mesa del microscopio, lo comprobó y lo apagó. Recogió los papeles con los datos de las fotografías y se dirigió hacia la puerta. Al girarse, se encontró de frente con un desconocido. Era un hombre muy alto, con una gabardina y un sombrero empapados en agua de la copiosa lluvia del exterior. Tenía un extraño tatuaje en el cuello, que le sobresalía desde detrás y asomaba casi hasta la mandíbula. Le miraba muy fijamente y sonreía de una manera desconcertante. Michael Rathbone no sabía qué hacer. Se quedó de piedra, mirándole con los papeles en la mano. Estaba al mismo tiempo asustado y sorprendido, porque no se esperaba encontrar a nadie. El otro hombre sacó del bolsillo una pistola negra, con un silenciador como el de las películas. Michael se quedó perplejo. No sabía si estaba dormido o despierto. Sin mediar palabra alguna, aquel hombre le apuntó a la pierna derecha y disparó. No se oyó ningún ruido, solamente un chasquido seco, pero Michael notó cómo se le rompían los ligamentos de la rodilla. El dolor era insoportable. Comenzó a gritar, tanto por el susto, como por el dolor. Se cayó al suelo, porque no se podía tener en pie, desparramando por el suelo los papeles con las fotografías del microscopio. Sin perder más tiempo, el hombre alto volvió a dirigir su pistola hacia Michael, esta vez a la otra pierna, y volvió a disparar. En esta ocasión, el tiro terminó en el muslo, por lo que el dolor fue un poco menor. Michael no se lo podía creer. Los gritos que profería no hacían sino aumentar la sonrisa de aquel maldito hombre alto con sombrero. No terminaba de dar crédito a lo que le estaba ocurriendo. Seguramente era alguna maldita pesadilla, de la que pronto se iba a despertar. Pero eso no ocurría. El dolor de las piernas destrozadas no cesaba y el hombre alto seguía mirándole con la pistola apuntándole. Parecía que disfrutaba cada momento. Seguía teniendo esa estúpida sonrisa reflejada en su rostro. De nuevo, de manera instintiva, se tocó el cuello buscando su preciado amuleto, «La Fuerza de Teseo». Con el colgante puesto, no podría pasarle nada malo, y se salvaría de esta horrible situación. Pero se acordó de que lo había dejado en el monitor de su ordenador, en su despacho, dos habitaciones más allá, saliendo por el pasillo. Lo único que le quedaba por hacer, la única esperanza que le quedaba de salir con vida de aquella maldita situación, era colgarse su preciada piedra. Intentó ponerse en pie, pero fue completamente imposible. Comenzó a arrastrarse por el laboratorio, a pesar de tener que cruzar delante de aquel maldito hombre alto vestido con gabardina, que estaba disparándole desde la puerta.

 

 

*   *   *

 

 

Aquel chico joven de bata blanca machada de sangre se dirigía directamente hacia donde se encontraba él, que al principio se sorprendió al ver que su víctima parecía hacerle frente. Eso le gustó. Pero se dio cuenta de que en realidad no era eso lo que hacía. Ese chico, en realidad, quería salir de aquella habitación extraña, toda llena de aparatos raros, llenos de botones y pantallas de fósforo verde. Le apuntó con su 9 milímetros parabellum. Esta vez apuntó directamente a la cabeza. El chico joven le había dado buena impresión —le había caído bien, para qué negarlo—, por lo que pensó que lo mejor era no prolongar demasiado su agonía. Pero antes de disparar, el chico giró en el pasillo, siempre arrastrándose por el suelo, y siempre dejando un reguero de sangre sobre la moqueta gris. El hombre alto decidió esperar a ver hacia dónde iba, ya que parecía muy decidido. Siempre arrastrándose, con las piernas inutilizadas, entró en la segunda puerta de la derecha, la única que permanecía encendida.

Los dos disparos habían sido muy certeros, y habían destrozado las piernas de su víctima, aunque estaba más orgulloso del primer disparo que del segundo. Ese primer disparo es siempre el más importante. A él no le había ocurrido nunca, pero conocía a algún incauto que la había cagado en trabajitos fáciles, solamente por fallar ese primer disparo. En aquella lluviosa noche, todo estaba saliendo a pedir de boca, al menos de momento. El joven estudiante entró en el despacho, cada vez más descompuesto por el dolor, pero su ánimo y su decisión eran inquebrantables. La habitación era grande y muy acogedora. Había tres mesas de ordenador, con uno de ellos encendido. Un póster grande de la tabla periódica de los elementos químicos ocupaba gran parte de la pared frontal, que también estaba repleta de fotos muy raras. Todo estaba muy revuelto, lleno de papeles, fotografías, gráficas y libros, incluso desperdigados por el suelo. El chico joven se acercó a la mesa del ordenador encendido, en cuya pantalla una alerta indicaba que había recibido un correo electrónico nuevo. El chico, desde el suelo, se agarró con fuerza a la silla, intentando ponerse en pie, o por lo menos, intentando sentarse en el ordenador, para utilizarlo y seguramente, apagarlo o desconectarlo todo. De hecho, estiró el brazo hacia el monitor, en donde colgaba un extraño colgante de una piedra verde muy brillante, al lado de una foto de una pareja ya mayor. Eso no lo podía consentir. A pesar de que aquel chico joven le había caído bien, no podía permitir que desconectase todo el sistema. Uno de sus objetivos, como su jefe le había dejado bien claro, era obtener toda la información posible. Y si el estudiante apagaba el ordenador, esa información sería muy poca. Debía aprovechar que estaba todo encendido. Le apuntó a la cabeza. El chico estaba a punto de alcanzar el monitor del ordenador con su brazo, sin saber que le apuntaban por detrás. Estiró la mano todo lo que pudo, pero no llegaba a alcanzar el colgante. Se encontraba a tan solo un par de centímetros. Casi rozaba el colgante con los dedos. El hombre alto le miró con cierta condescendencia. Aguantó la respiración para no fallar y disparó. El brazo del estudiante cayó sin vida sobre la mesa de su ordenador, y un enorme charco de sangre salpicó con brusquedad toda la mesa, el monitor y los papeles y libros que estaban encima. El hombre alto de la gabardina color crudo miró al ordenador. Sacó un moderno y minúsculo dispositivo de almacenamiento de datos, parecido a un pequeño llavero, del interior de uno de sus bolsillos, y lo introdujo en el puerto USB del ordenador. Copió todos los ficheros del ordenador al pequeño instrumento, para que su jefe pudiera revisarlos luego. No sabía muy bien para qué demonios querría su jefe todos los datos de un pequeño laboratorio, que no habían hecho nada importante nunca, pero a él eso no le importaba. Simplemente le habían encomendado esa misión, y era eso lo que tenía que hacer. Sus ojos, de pronto, repararon en el colgante que estaba en el monitor, al lado de la fotografía. La mano del estudiante parecía señalarlo, en lugar de señalar a algún interruptor del ordenador.

—Seguramente es algún estúpido regalo —pensó. El estudiante le había caído bien, por lo que cogió el colgante y se lo puso entre las manos muertas al estudiante, sin tocarle demasiado. A pesar de que llevaba unos finos y elegantes guantes de color negro —para no dejar huellas—, notó que el colgante estaba muy caliente. Casi abrasaba. Era de un color verde extraño, muy brillante. Y le sorprendió que también pesaba demasiado para lo pequeño que era. Terminó de copiar todos los datos y retiró el dispositivo, guardándolo de nuevo en el bolsillo de su gabardina. Antes de salir, decidió echar un último vistazo. La imagen le era familiar. Un reguero de sangre, un cuerpo sin vida, tendido en el suelo, silencio y un ligero olor a pólvora quemada. Pero había algo nuevo en aquella estampa. El cadáver no estaba tendido en el suelo, como en tantas otras veces, sino que parecía gatear por encima de la silla del despacho, y su brazo estirado parecía aferrarse a algo. Parecía buscar algo a donde agarrarse, y no irse al otro mundo. No le gustó aquello. No le gustó nada. La maléfica sonrisa que hasta ese momento había dibujado su cara, se transformó en un gesto de desavenencia. Lentamente, como si siguiera algún ritual religioso, desenroscó el silenciador de la nueve milímetros y apuntó de nuevo al estudiante. No le gustaba dejar cabos sueltos. Para asegurarse definitivamente, apuntó otra vez a la cabeza y volvió a disparar, hasta en tres ocasiones. Esta vez el ruido fue estremecedor. Incluso le sorprendió. El rastro de sangre que dejó el cadáver sobre la mesa, esta vez fue casi dantesco. La cabeza, totalmente destrozada, caía sin vida encima de los papeles ensangrentados de la mesa. No había margen de error: estaba muerto, completamente muerto. Sabía que no había nadie más en todo el edificio, pero lo mejor era salir con rapidez. Ya había hecho lo que tenía que hacer, por lo que se dirigió a las escaleras por donde había subido.

Al salir a la calle, de nuevo la fría y copiosa lluvia le caló hasta los huesos. Se dirigió hacia el Renault Megane verde azulado y se metió dentro. Durante unos instantes, analizó todos y cada uno de los movimientos que había realizado en esa incursión. No siempre lo podía hacer, y un movimiento en falso podría acarrear más de un problema. Se miró las manos. Había llevado guantes durante todo el tiempo. Pensó en la garita de la entrada. Había desconectado todas las alarmas, así como las cámaras del circuito cerrado de televisión. No se había encontrado tampoco con ninguna sorpresa, como por ejemplo algún empleado que estuviera donde no debiera, o cosas por el estilo. Que todo es posible. Recordó uno de sus primeros trabajos, en donde tenía que eliminar al Presidente de una compañía francesa de productos de desarrollo informático, que comenzaba a hacerle sombra a su jefe. En teoría estaba solo en las oficinas. Fue todo muy similar al trabajo de aquella noche lluviosa, pero con la particularidad de que al salir, se encontró de bruces con la jefa de personal, que había quedado con el presidente a un hora intempestiva, solo Dios sabe para hacer qué, aunque seguro que no sería nada relacionado con el trabajo. Lógicamente, tuvo que eliminarla también a ella, pero se llevó un susto considerable. De momento, en el aparcamiento delantero, todo marchaba como debía. Ni un solo movimiento que no hubiera planeado. Encendió el motor del coche, que rugió bajo el silencio de la noche. Las gotas de lluvia caían con fuerza sobre el parabrisas, y apenas se veía nada. Encendió las luces y dio marcha atrás. Puso en marcha el limpiaparabrisas, a su máxima velocidad, y a duras penas podía ver la carretera de salida de los laboratorios. Estaba todo muy oscuro, y no había absolutamente nadie en toda la instalación. Giró el vehículo, dirigiéndose hacia la barrera por donde había entrado un rato antes. La lluvia caía con mucha fuerza. El vigilante todavía estaba tumbado, con el cuerpo sin vida totalmente empapado de agua, y la barrera levantada. Todo tal y como él lo había dejado. El trabajo había salido a la perfección. Salió de los laboratorios, se incorporó a la carretera A34 y tomó la dirección sur, hacia la casa de su jefe, para darle la noticia del éxito de su misión. Tenía la prohibición expresa de no llamarle al teléfono móvil, porque no era en absoluto seguro. Puso la radio del coche, y una noticia sobresalía de las demás: Yasser Arafat, el líder de la Autoridad Palestina, después de varios días en coma, había fallecido en un hospital, cerca de París.

—No ha sido el único muerto de hoy —dijo en voz alta, debajo de su gabardina empapada, con una maléfica y orgullosa sonrisa asomando en su cara.