20
La dejé acostada, en posición fetal, en el lecho de Gran Nananne en la habitación delantera.
Regresé al jardín, recogí los fragmentos del perforador de jade y hallé la máscara partida por la mitad. Qué frágil era aquel jade supuestamente resistente. Qué malas habían sido mis intenciones, qué funesto el resultado. Entré de nuevo en la casa con aquellos objetos. No me atrevía a tocar con mis supersticiosas manos la calavera de Honey Rayo de Sol.
Deposité los pedazos del instrumento de jade sobre el altar del dormitorio, entre las velas cubiertas por cristal, y luego me instalé junto a ella, me senté a su lado, y le rodeé los hombros con el brazo.
Ella se volvió y apoyó la cabeza en mi hombro. Tenía la piel febril, y dulce. Deseaba cubrirla de besos, pero no podía ceder a ese impulso, y menos aún al de succionar su sangre para hacer que su corazón latiera al ritmo del mío. Su vestido blanco de seda y la parte interna de su brazo derecho estaban cubiertos de sangre reseca. —Jamás debí hacerlo —dijo Merrick con voz queda y agitada, oprimiendo suavemente sus pechos contra mí—. Fue una locura. Sabía que acabaría así. Sabía que el cerebro de Louis sucumbiría al desastre. Lo sabía. Y ahora está perdido; está herido y lo hemos perdido.
La incorporé un poco para mirarla a los ojos. Como de costumbre, me fascinó su increíble color verde, pero no era momento para dejarme seducir por sus encantos.
—¿Tú crees que era Claudia? —pregunté.
—Desde luego —respondió. Tenía los ojos todavía enrojecidos por haber llorado. Observé que aún estaban húmedos—. Era Claudia, sin duda —afirmó—. O esa cosa que ahora se hace llamar Claudia, pero lo que dijo era mentira.
—¿Cómo lo sabes?
—Pues como lo sé cuando un ser humano me miente. O cuando alguien ha adivinado los pensamientos de otra persona y pretende aprovecharse de la debilidad de esa persona. El espíritu se mostró hostil al ser invocado en nuestro ámbito. Estaba confundido. Mintió.
—No creo que mintiera —protesté.
—¿No lo entiendes? —dijo Merrick—. Utilizó los peores temores y pensamientos macabros de Louis para materializarse. Tenía la mente llena de los instrumentos verbales mediante los cuales podía provocar su desesperación. Ha hallado su condena. Y sea lo que fuere, prodigio, horror, monstruo horripilante, está perdido. Lo hemos perdido.
—¿Por qué no podía decir la pura verdad? —pregunté.
—Ningún espíritu dice la pura verdad —insistió Merrick, enjugándose sus ojos enrojecidos con el dorso de la mano. Le di mi pañuelo de hilo. Después de secarse los ojos con él, me miró de nuevo y prosiguió —: Nunca dicen la verdad cuando los invocas. Sólo lo hacen cuando aparecen por propia voluntad. Asimilé ese concepto en mi mente. No era la primera vez que lo oía. Todos los miembros de Talamasca lo habían oído. Los espíritus que son invocados son traicioneros. Los espíritus que aparecen voluntariamente poseen una voluntad que los guía. Pero ningún espíritu es de fiar. Aunque era cosa sabida, en esos momentos no me procuró ni consuelo ni me sirvió para poner en orden mis ideas.
—Entonces, según tu teoría —dije—, la descripción de la eternidad era falsa.
—Exactamente —contestó Merrick, secándose la nariz con el pañuelo. Se puso a temblar—. Pero Louis jamás lo aceptará — añadió meneando la cabeza—. Las mentiras se parecen demasiado a lo que él cree.
No dije nada. Las palabras del espíritu se parecían demasiado a lo que yo mismo creía.
Merrick apoyó de nuevo la mano en mi pecho, rodeándome los hombros con el otro brazo. La estreché contra mí mientras miraba el pequeño altar que estaba enfrente, entre los ventanales que daban a la fachada, observando los rostros pacientes de los diversos santos.
Se apoderó de mí un peligroso estado de sosiego durante el cual vi con nitidez todos los largos años de mi vida. Una cosa permanecía constante durante este periplo, bien cuando yo era un joven en los templos de Brasil dedicados al candomblé, o el vampiro que merodeaba por las calles de Nueva York en compañía de Lestat. Esa cosa constante era, por más que lo negara, la sospecha de que más allá de esta vida terrenal no existía nada.
Por supuesto, de vez en cuando me complacía en «creer» lo contrario. Me convencía a mí mismo con supuestos milagros: vientos fantasmales y chorros de sangre vampírica. Pero en última instancia, temía que no existiera nada, salvo tal vez la «oscuridad inmensurable» que este fantasma, este fantasma perverso y furioso, había descrito. Sí, lo que digo es que es posible que persistamos. Desde luego. No es disparatado imaginar que algún día la ciencia explique el fenómeno de que persistamos durante algún tiempo después de morir: un alma dotada de una sustancia definible separada de la carne y atrapada en un campo energético que rodea al planeta. No es inimaginable, no, no. Pero no significa inmortalidad. No significa paraíso o infierno. No significa justicia o reconocimiento. No significa éxtasis o un sufrimiento eterno.
En cuanto a los vampiros, constituían un prodigio espectacular, pero que no deja de ser un prodigio materialista y muy pequeño.
Imagínense la noche en que uno de nosotros sea capturado y sujeto con unas correas a una mesa de laboratorio, metido quizás en un tanque de plástico aeroespacial, a salvo del sol, día y noche debajo de un parpadeante chorro de luz fluorescente.
Allí permanecería prisionero e impotente este espécimen infernal, sangrando dentro de jeringuillas y tubos de ensayo, mientras los médicos darían a nuestra longevidad, nuestra inmutabilidad, nuestra conexión con un espíritu intemporal ligado a nosotros, un largo nombre científico en latín.
Amel, el antiguo espíritu que según los ancianos de nuestra especie se encarga de organizar nuestros cuerpos y conectarlos, un día sería catalogado como una fuerza semejante a la que organiza a la minúscula hormiga en su vasta e intrincada colonia, o a las maravillosas abejas en su exquisita y altamente sofisticada colmena. Si yo muriera, quizá no existiría nada. Si muriera, quizá persistiría. Si muriera, quizá, nunca sabría qué había sido de mi alma. Las luces que me rodean, sobre cuyo calor la niña fantasma había hablado en son de burla, el calor…, se disiparía.
Agaché la cabeza. Oprimí los dedos de mi mano izquierda sobre mi sien, estrechando con mi brazo derecho a Merrick, tan preciosa para mí y tan frágil.
Evoqué el conjuro siniestro y la luminosa niña fantasma en medio del mismo. Evoqué el movimiento cuando alzó el brazo, cuando Merrick gritó y cayó hacia atrás. Evoqué los ojos y los labios de la niña, maravillosamente dibujados, y la voz melodiosa que emanaba de ella. Evoqué la supuesta validez de la visión en sí misma. Por supuesto, pudo haber sido la desesperación de Louis la que había espoleado la amargura de la niña fantasma. Pero pudo haber sido la mía. ¿Hasta qué extremo estaba yo dispuesto a creer en los elocuentes ángeles de Lestat o en la visión que había tenido Armand de un cristalino esplendor celestial? ¿Hasta qué extremo me proyectaba yo mismo sobre el supuesto abismo de mi difunta y llorada conciencia, esforzándome una y otra vez en expresar amor hacia el creador del viento, las mareas, la luna y las estrellas?
No podía poner fin a mi existencia terrenal. Temía como cualquier mortal renunciar para siempre a la única experiencia mágica que había tenido el privilegio de conocer. Y la posibilidad de que Louis pudiera perecer se me antojaba un horror, como ver a una exótica flor venenosa desprenderse de un recóndito arbusto en la selva y morir pisoteada.
¿Le temía? No estaba seguro. Le amaba, deseaba que estuviera con nosotros aquí, en esta habitación. Sí, lo deseaba. Pero no estaba seguro de poseer la fuerza moral necesaria para convencerle de que debía permanecer en este mundo otras veinticuatro horas.
No estaba seguro de nada. Deseaba que fuera mi compañero, el espejo de mis emociones, el testigo de mis progresos estéticos, sí, todas esas cosas. Deseaba que fuera el Louis discreto y amable que yo conocía. Y si él no quería continuar con nosotros, si decidía poner fin a su vida dirigiéndose hacia la luz del sol, a mí me resultaría más difícil seguir adelante, incluso con mi temor.
Merrick empezó a temblar de pies a cabeza. Lloraba sin cesar. Yo cedí a mi deseo de besarla, de aspirar la fragancia de su carne tibia. —Tranquilízate, tesoro —musité.
El pañuelo que Merrick sostenía en la mano derecha estaba hecho una bola, empapado.
La incorporé al tiempo que me ponía de pie. Retiré la gruesa colcha de felpilla y la acosté sobre las sábanas limpias. No importaba que no se hubiera quitado el vestido manchado. Tenía frío y estaba asustada. Tenía el cabello alborotado. Le levanté la cabeza y le extendí el cabello sobre la sábana. Hundió la cabeza en las almohadas de plumón y la besé en los párpados para que los cerrara.
—Descansa, amor mío —dije—. Sólo hiciste lo que te pedimos.
—No me dejes —dijo con voz ronca—, a menos que creas que podrás dar con él. Si sabes dónde se encuentra, ve a buscarlo. De lo contrario, quédate aquí conmigo, aunque sólo sea un rato.
Recorrí el pasillo hasta encontrar un baño en la parte posterior de la casa, un cuarto amplio y suntuoso con una pequeña chimenea y una enorme bañera con patas. Había gran cantidad de toallas blancas y limpias, como es lógico que haya en un baño tan lujoso. Mojé el extremo de una toalla y regresé con ella al dormitorio.
Merrick estaba tendida de costado, con las piernas encogidas y las manos juntas. La oí murmurar en voz apenas audible.
—Deja que te refresque la cara —dije.
Lo hice sin mayores concesiones y luego le limpié la sangre reseca que tenía en la parte interna del brazo. Los cortes se extendían desde la palma de la mano hasta el interior del codo, pero eran muy superficiales. Uno sangró un poco cuando lo limpié, pero oprimí la toalla unos segundos sobre la herida y dejó de sangrar.
Sequé la cara de Merrick con el extremo seco y limpio de la toalla y después las heridas, que estaban completamente limpias y cicatrizadas.
—No puedo quedarme aquí tumbada —dijo Merrick, meneando la cabeza—. Tengo que ir a recoger los huesos que hay en el suelo. No debí derribar los altares, fue una cosa terrible.
—No te muevas. Yo los recogeré.
Aunque me repelía hacer aquello, cumplí mi palabra.
Regresé a la escena del crimen. El sombrío jardín trasero estaba insólitamente silencioso. Las velas apagadas dispuestas delante de los santos ofrecían un aspecto indiferente, testigos de graves pecados.
Recogí la calavera de Honey Rayo de Sol de entre los restos de las mesas de hierro volcadas. Al tocarla sentí que me recorría un escalofrío a través de las manos, pero lo achaqué a mi imaginación. Recogí la costilla y comprobé que ambos objetos mostraban unas inscripciones esculpidas en el hueso, que no quise leer. Entré con ellos en la casa y me dirigí al dormitorio delantero.
—Colócalos sobre el altar —dijo Merrick, incorporándose y apartando la gruesa colcha de felpilla. Vi que se había quitado el vestido de seda blanco manchado de sangre, que estaba en el suelo.
Merrick llevaba sólo una combinación de seda, a través de la cual vislumbré sus pezones grandes y rosados. La combinación también estaba manchada de sangre. Tenía la espalda recta, los pechos enhiestos y los brazos lo suficientemente redondeados para mi gusto. Me acerqué para recoger el vestido. Quería que estuviera limpia, que se sintiera bien.
—Es monstruosamente injusto que estés tan asustada
—comenté.
—No, deja el vestido —respondió Merrick, sujetándome la muñeca—. Suéltalo y siéntate aquí a mi lado. Cógeme la mano y háblame. El espíritu es un mentiroso, te lo juro. Debes creerme.
Me senté de nuevo en la cama. Quería estar junto a ella. Me incliné y la besé en la cabeza, que tenía agachada. Hubiera preferido no verle los pechos y me pregunté si los vampiros jóvenes (los que se habían convertido en vampiros en su juventud) sabían lo mucho que me turbaban aún esos detalles carnales. Por supuesto, esos detalles excitaban mi sed de sangre. No era fácil amarla tan intensamente y no poder degustar su alma a través de su sangre.
—¿Por qué he de creerte? —pregunté con delicadeza. Merrick se pasó los dedos por el pelo y se lo retiró de la cara.
—Porque es preciso —respondió con tono imperioso, pero suavemente—. Debes creer que sé lo que hago, debes creer que soy capaz de distinguir a un espíritu que es sincero de otro que miente. ¡Menudo era ese espíritu que se hizo pasar por Claudia! Debía de ser muy poderoso si pudo alzar el pico y clavárselo a Louis en el pecho. Apuesto a que odiaba a Louis debido a su naturaleza, capaz de estar muerto y al mismo tiempo deambular por la Tierra. Se sentía ofendido por el mero hecho de que Louis existiera. Pero tomó los versos de sus propios pensamientos.
—¿Cómo puedes estar segura? —pregunté, encogiéndome de hombros—. Ojalá estuvieras en lo cierto. Pero tú misma invocaste a Honey. ¿Acaso no se encuentra Honey perdida en el mismo ámbito que ese espíritu que respondía a la descripción de Claudia? ¿No demuestra la presencia de Honey que ninguna de ellas puede aspirar a nada mejor? Tú misma viste la forma de Honey frente al altar… Merrick asintió con la cabeza.
—… e invocaste a Claudia, que se hallaba en el mismo ámbito.
—Honey quiere que yo la invoque —declaró Merrick, mirándome al tiempo que se estiraba el pelo violentamente hacia atrás para apartárselo de su atormentado rostro—. Honey siempre está ahí, esperándome. Por eso estoy segura de que podría invocar a Honey.
»Pero ¿y Sandra la Fría? ¿Y Gran Nananne? ¿Y Aaron Lightner? Cuando abrí la puerta no apareció ninguno de esos espíritus. Hace mucho que se han dirigido hacia la Luz, David. De lo contrario me lo habrían hecho saber. Yo habría sentido su presencia como siento la de Honey. Habría notado su presencia, como Jesse Reeves notó la de Claudia cuando oyó la música en la Rué Royale.
Sus palabras me dejaron perplejo. Profundamente perplejo. Meneé la cabeza para indicar que no estaba de acuerdo.
—Tú me ocultas algo, Merrick —dije, decidido a aclarar la cuestión—. Has invocado a Gran Nananne. ¿Crees que no recuerdo lo que ocurrió hace unas noches, la noche que nos encontramos en el café de la Rué Ste. Anne?
—¿Y qué? ¿Qué ocurrió esa noche? —preguntó ella—. ¿Qué tratas de decirme?
—De modo que no sabes lo que ocurrió —contesté—. ¿Cómo es posible? ¿Llevaste a cabo un conjuro y no reparaste en lo poderoso que era?
—Habla sin rodeos, David —replicó Merrick. Me alegró que sus ojos estuvieran más serenos y que hubiera dejado de temblar.
—Esa noche —dije—, después de que nos viéramos y habláramos en aquel café, me echaste un conjuro, Merrick. Cuando regresaba a la Rué Royale, te vi por todas partes; a mi derecha, a mi izquierda. Y luego vi a Gran Nananne.
—¿A Gran Nananne? —preguntó con tono quedo, pero sin poder ocultar su incredulidad—. ¿Cómo que viste a Gran Nananne?
—Cuando llegué al soportal de mi casa, vi a dos espíritus detrás de la verja: uno presentaba tu imagen, de una niña de diez años, como cuando te conocí, y el otro era Gran Nananne, vestida con un camisón, tal como estaba el único día que la vi, el día de su muerte. Los dos espíritus se hallaban en el camino de entrada, charlando íntimamente, con los ojos fijos en mí. Cuando me acerqué, desaparecieron.
Merrick achicó los ojos y entreabrió los labios, como si meditara con gran concentración.
—Gran Nananne —repitió.
—Tal como te lo cuento, Merrick —dije—. ¿Pretendes hacerme creer que no la invocaste tú, que no sabes lo que ocurrió a continuación? Regresé a Windsor Court, a la suite del hotel donde te había dejado, y te encontré tumbada en la cama, borracha perdida.
—No utilices esa expresión tan agradable —murmuró enojada—. Sí, regresaste y me dejaste una nota.
—Pero después de escribirte esa nota, Merrick, vi a Gran Nananne, en el hotel, junto a la puerta de tu dormitorio. Me estaba desafiando, Merrick. Me estaba desafiando con su presencia y su postura. Era una aparición, densa e innegable. Duró unos momentos, unos momentos escalofriantes, Merrick. ¿Pretendes hacerme creer que eso no formaba parte de tu conjuro?
Merrick guardó silencio unos momentos, con las manos extendidas sobre el regazo. Luego alzó las rodillas y las encogió contra sus pechos, sin quitarme la vista de encima.
—Gran Nananne —musitó—. Sé que me dices la verdad. ¿Y pensaste que yo había invocado a mi madrina? ¿Pensaste que yo podía invocarla y hacer que apareciera sin más ni más?
—Merrick, vi la estatua de san Pedro. Vi mi pañuelo debajo de ella manchado con unas gotas de sangre. Vi la vela que habías encendido. Vi las ofrendas. Habías realizado un conjuro.
—Sí, cariño —se apresuró a decir, tomándome la mano con su mano derecha para apaciguarme—. Te eché un conjuro, un pequeño encantamiento para que me desearas, para que fueras incapaz de pensar en otra cosa que no fuera yo, para obligarte a regresar a mi lado en caso de que existiera la menor posibilidad de que no quisieras volver a verme. Un pequeño conjuro, David, ya me entiendes. Quería comprobar si era capaz de hacerlo ahora que eras un vampiro. Y ya viste lo que ocurrió. No te sentiste ni enamorado ni obsesionado, sino que viste unas imágenes de mi persona. Tu fuerza predominó en todo momento, David, eso fue lo que ocurrió. Y me escribiste esa nota tan seca, que cuando la leí hasta me hizo reír.
Merrick se detuvo, profundamente preocupada, con sus grandes ojos fijos frente a ella, como absorta en sus pensamientos.
—¿Y Gran Nananne? —insistí—. ¿No la invocaste?
—No puedo invocar a mi madrina —respondió con tono serio, achicando de nuevo los ojos y mirándome—. Rezo a mi madrina, David, lo mismo que rezo a Sandra la Fría, y al tío Vervain. Ninguno de mis antepasados está ya entre nosotros. Les rezo en el cielo como rezaría a los ángeles y a los santos.
—Te repito que vi su espíritu.
—Y yo te repito que no pudiste verlo —replicó Merrick—. Te aseguro que daría todo cuanto poseo por poder invocarla.
Contempló mi mano, que sostenía con la suya, la apretó cariñosamente y la soltó. Luego se llevó de nuevo las manos a las sienes y se pasó los dedos por el pelo.
—Gran Nananne está en la Luz —afirmó, como si discutiera conmigo, y quizá fuera así, pero no me miró—. Gran Nananne está en la Luz, David —repitió—. Lo sé con toda certeza. —Alzó la vista hacia la vaporosa semipenumbra y luego la posó sobre el altar y las velas, dispuestas en unas largas hileras, cuyas llamas seguían titilando—. No creo que Gran Nananne apareciera —prosiguió—. ¡No creo que todos ellos se encuentren en un «ámbito insustancial»! No, te aseguro que no lo creo —repitió, apoyando las manos en las rodillas—. No creo eso tan espantoso de que todas las almas de los «fieles difuntos» se hallan perdidas en las tinieblas. No puedo creer semejante cosa.
—De acuerdo —dije, aprovechando el momento para consolarla y recordando con nitidez los espíritus que había visto junto a la verja, la vieja y la niña—. Gran Nananne apareció por voluntad propia. Tal como dijiste, los espíritus sólo dicen la verdad cuando aparecen voluntariamente. Gran Nananne no quería que yo me acercara a ti, Merrick. Ella misma me lo dijo. Y es posible que vuelva a aparecer si no subsano el daño que te he hecho y te dejo tranquila.
Merrick parecía reflexionar sobre mis palabras.
Durante el largo silencio que se produjo la observé con atención, pero ella no me dio ninguna pista sobre sus sentimientos ni sus intenciones. Por fin, volvió a tomarme la mano, la acercó a sus labios y la besó. Fue un gesto dolorosamente dulce.
—David, mi querido David —dijo, pero sus ojos ocultaban algo—. Ahora, déjame sola.
—Ni pensarlo. No te dejaré a menos que no tenga más remedio.
—Quiero que te vayas —insistió—. No me pasará nada.
—Llama al guarda —dije—. Quiero verlo aquí antes de que me marche de tu casa al amanecer.
Merrick alargó la mano hacia la mesita de noche y cogió uno de esos pequeños teléfonos móviles modernos, no mayor que el billetero de un hombre. Pulsó unos números y oí que respondía la voz del guarda.
—Sí, señora, ahora mismo voy.
Me levanté satisfecho y eché a andar hacia el centro de la habitación, pero de pronto me invadió una profunda desolación.
Me volví y la miré. Estaba sentada con las piernas encogidas contra el pecho, la cabeza apoyada sobre las rodillas y los brazos alrededor de las piernas.
—¿Me has echado ahora un conjuro, Merrick? —le pregunté con un tono más tierno de lo que me había propuesto
—. No quiero dejarte, amor mío —dije—. No soporto la idea de dejarte, pero sé que debemos separarnos. Un encuentro más, o quizá dos. No más de dos.
Merrick alzó la vista, sorprendida, y observé una expresión de temor en su rostro.
—Tráemelo, David —me imploró—. Te lo pido por Dios. Debo volver a ver a Louis y hablar con él. —Hizo una pausa, pero no respondí—. En cuanto a ti y a mí, no me hables como si pudiéramos decirnos adiós tranquilamente. No lo soporto, David. Tienes que asegurarme…
—No será de forma brusca —dije, interrumpiéndola—, y no lo haré sin que tú lo sepas. Pero no podemos seguir viéndonos, Merrick. Si lo hacemos, perderás la fe en ti misma y en todo aquello que es importante para ti. Créeme, lo sé.
—Pero a ti no te ocurrió, querido —protestó Merrick con vehemencia, como si hubiera pensado el asunto detenidamente—. Eras una persona feliz e independiente cuando Lestat te convirtió en vampiro. Tú mismo me lo dijiste. ¿No me crees capaz de seguir viéndote sin dejar que ello me perjudique? Tú y yo somos distintos.
—Quiero que sepas que te amo, Merrick — dije suavemente.
—No trates de despedirte de mí, David. Acércate y bésame y regresa junto a mí mañana por la noche.
Me acerqué a la cama y la abracé. La besé en ambas mejillas. Luego, de forma decididamente perversa y pecaminosa, besé sus pechos sin que ella se resistiera, besé sus pezones y me retiré, saturado de su perfume y furioso conmigo mismo.
—Hasta pronto, amor mío —dije.
Salí y regresé a la casa de la Rué Royale.