14

Hicimos un trayecto de una hora en jeep, antes de que la carretera llegara a su fin. Luego, portando nuestros machetes, seguimos a pie por el sendero.

Apenas conversamos, pues dedicamos toda nuestra energía a subir por la larga y empinada cuesta. Pero de nuevo me embargó aquel sentimiento de dicha, y el contemplar el cuerpo esbelto y fuerte de Merrick avanzando delante de mí me producía una constante sensación de gozo mezclado con remordimientos.

La selva se había hecho impenetrable, a pesar de la altura, y volvieron a aparecer unas nubes con su maravillosa fragancia y humedad.

Me mantuve alerta por si distinguía ruinas, y efectivamente vimos muchas a ambos lados de nosotros, pero no sabría decir si se trataba de templos, pirámides u otras construcciones. Merrick no les concedió importancia e insistió en que prosiguiéramos nuestro camino sin detenernos.

El calor me empapaba las ropas. El brazo derecho me dolía debido al peso del machete. Los insectos no dejaban de molestarnos, pero en aquellos momentos no deseaba hallarme en ningún otro lugar del mundo. De pronto Merrick se detuvo y me indicó que me acercara.

Habíamos llegado a un claro, o mejor dicho, a los restos de un claro. Vi unas chozas de argamasa derruidas que antiguamente habían sido viviendas, y un par de cobertizos que todavía conservaban sus techados de paja.

—El pequeño poblado ha desaparecido —dijo Merrick mientras contemplaba el desastre.

Recordé que Matthew Kemp se había referido al Poblado Uno y al Poblado Dos en su mapa y en sus cartas escritas hacía diez años.

Merrick permaneció un buen rato contemplando los restos del lugar.

—¿Sientes algo? —me preguntó con tono confidencial. Yo no había sentido nada hasta que ella me lo preguntó, pero tan pronto como me hizo la pregunta noté algo espiritualmente turbulento en el ambiente. Decidí aplicar todos mis sentidos en descifrarlo. Era muy poderoso. No puedo decir que sintiera unas figuras o una actitud. Sentí una violenta agitación. Durante unos instantes experimenté una sensación de amenaza, y luego nada en absoluto.

—¿Qué crees que es? —pregunté a Merrick. Su silencio me inquietó.

—No son los espíritus de esta aldea —respondió—. Pero sea lo que sea lo que sentimos en estos momentos, es justamente lo que hizo que los aldeanos se mudaran a otro lugar.

Tras estas palabras, Merrick reemprendió el camino y no tuve más remedio que seguirla. Estaba casi tan obsesionado como ella. Dimos un rodeo al montón de ruinas del poblado para tomar de nuevo el sendero, pero al poco rato la selva se hizo más densa y tuvimos que utilizar los machetes para abrirnos camino. En ocasiones sentí un dolor espantoso en el pecho.

De pronto, como si hubiera aparecido por arte de magia, vi una gigantesca mole, una pirámide de piedras de un color claro que se alzaba ante nosotros, con las plataformas cubiertas de maleza y parras.

Alguien había retirado hacía un tiempo los rastrojos que se extendían sobre ella, dejando a la vista gran parte de sus extrañas inscripciones, además de sus empinados escalones. No, no era una construcción maya, al menos por lo que pude ver.

—Déjame saborear esto —dije a Merrick.

Ella no respondió. Parecía estar escuchando un sonido importante. Yo agucé también el oído y presentí de nuevo que no estábamos solos. Algo se movía en la atmósfera, algo nos empujaba, algo trataba decididamente de desplazarse contra la ley de la gravedad e influir en mi cuerpo mientras yo permanecía allí de pie, machete en mano. Merrick giró entonces hacia la izquierda y empezó a abrirse camino con el machete a lo largo del costado de la pirámide, avanzando en la misma dirección que habíamos tomado antes.

El sendero había desaparecido. No había nada excepto la selva. No tardé en observar que a nuestra izquierda se alzaba otra pirámide mucho más alta que la que quedaba a nuestra derecha. Nos hallábamos en un pequeño callejón ante dos monumentos inmensos, y tuvimos que pasar como pudimos a través de un montón de cascotes, pues alguien había excavado hacía un tiempo las ruinas.

—Ladrones —dijo Merrick, como si me hubiera adivinado el pensamiento—. Han expoliado las pirámides muchas veces.

Esto no era novedoso por lo que respecta a las ruinas mayas. ¿Por qué no iba a ocurrirles también a estas extrañas construcciones?

—Pero han dejado atrás un tesoro —dije—. Quiero subir a la cima de una de estas pirámides. Intentémoslo con la más pequeña. Quiero comprobar si puedo alcanzar la plataforma superior.

Merrick sabía también como yo que antiguamente la cima debía de estar rematada por un templo con el techado de paja.

En cuanto a la antigüedad de esos monumentos, yo no tenía ni idea. Era posible que hubieran sido construidos antes de Jesucristo o mil años después. En cualquier caso, me parecían maravillosos y estimulaban mi afán juvenil de aventuras. Ardía en deseos de sacar mi cámara para tomar unas fotografías.

Entre tanto continuaba la agitación espiritual. Era tremendamente intrigante. Parecía como si los espíritus agitaran el aire. La sensación de amenaza era muy poderosa.

—Hay que ver lo que se esfuerzan por detenernos, Merrick —murmuré. Un coro de exclamaciones surgió de la selva como en respuesta a mi comentario. Algo se movió entre los arbustos.

Pero Merrick, después de detenerse unos momentos, siguió avanzando.

—Tengo que encontrar esa cueva —dijo con tono seco y categórico—. No lograron detenernos la primera vez, y ahora no conseguirán detenernos a ti y a mí.

Y continuó avanzando a través de la impenetrable selva que la rodeaba.

—Sí —exclamé—. No es un alma, sino muchas. No quieren que nos acerquemos a estas pirámides.

—No son las pirámides —insistió Merrick abriéndose paso con su machete a través de las enredaderas y la maleza—. Es la cueva, saben que nos dirigimos a la cueva.

Me afané en seguir su ritmo y en ayudarla, pero ella era quien se encargaba de desbrozar el camino. Cuando hubimos recorrido unos metros, la selva se hizo de pronto impracticable y la luz cambió súbitamente. Me di cuenta entonces de que habíamos llegado a la puerta ennegrecida de un edificio inmenso, cuyos muros inclinados se alzaban a nuestra derecha e izquierda. Se trataba sin duda de un templo. Contemplé las impresionantes figuras esculpidas a ambos lados de la entrada y en la parte superior del muro, que ascendía hasta formar una gigantesca plataforma de piedra decorada con unas complicadas figuras e inscripciones esculpidas y apenas visibles bajo los escasos y elevados rayos de sol que trataban de filtrarse desesperadamente entre las ramas.

—¡Espera, Merrick! —exclamé—. Deja que haga unas fotografías. —Traté de sacar mi pequeña cámara fotográfica, pero tenía que quitarme la mochila y los brazos me dolían debido al cansancio.

La turbulencia de la atmósfera se intensificó. Sentí corno unos golpecitos aplicados con unos dedos sobre mis párpados y mejillas. Era muy distinto al acoso incesante de los insectos. Noté que algo me tocaba el dorso de las manos, y a punto estuve de soltar el machete, pero enseguida conseguí recuperarme. En cuanto a Merrick, contemplaba la oscuridad del vestíbulo que había frente a ella. —Dios mío —murmuró—. Son más poderosos que antes. No quieren que entremos.

—¿Y por qué íbamos a entrar aquí? —me apresuré a preguntar—. Lo que buscamos es una cueva.

—Saben que esto es justamente lo que estamos haciendo —contestó Merrick—. La cueva está al otro lado del templo. El camino más corto es a través de él.

—¡Por todos los santos! —exclamé—. ¿La otra vez tomasteis por este camino?

—Sí —respondió—. Los aldeanos se negaron a acompañarnos. Algunos no llegaron hasta aquí. Nosotros continuamos adelante a través de este templo.

—¿Y si el techo se derrumba sobre nosotros? —pregunté.

—Yo voy a pasar atravesándolo —declaró Merrick—. Es de piedra caliza, muy resistente. Nada ha cambiado y nada cambiará.

Se quitó la pequeña linterna que llevaba sujeta al cinturón y orientó su haz hacia la entrada. Vi el suelo de piedra a pesar de algunas plantas descoloridas que habían conseguido cubrirlo. Distinguí unas pinturas espectaculares sobre los muros.

La linterna de Merrick iluminó unas exquisitas figuras de gran tamaño, con la piel oscura y unos ropajes dorados, avanzando en procesión sobre un fondo de un azul intenso. En lo alto de los muros rematados por un techo abovedado, vi otra procesión sobre un fondo oscuro de color rojo romano.

Toda la habitación debía de medir unos quince metros de longitud y el débil resplandor de la linterna iluminó unas pocas plantas que crecían en el otro extremo de la misma.

Sentí de nuevo la presencia de los espíritus revoloteando a mi alrededor, silenciosos pero intensamente activos, tratando de golpearme en los párpados y las mejillas. Merrick retrocedió espantada.

—¡Alejaos de mí! —exclamó—. ¡No tenéis ningún poder sobre mí!

La respuesta fue inmediata. Parecía como si la selva que nos rodeaba hubiera comenzado a temblar y una brisa errante se hubiera precipitado sobre nosotros. Una lluvia de hojas cayó a nuestros pies. Oí de nuevo el tremendo estrépito de los monos aulladores en las copas de los árboles, que parecían hacerse eco de los espíritus. —Vamos, David —dijo Merrick, pero algo invisible debió de detenerla cuando se puso en marcha, porque se paró en seco. Al retroceder perdió el equilibrio y alzó la mano como para protegerse. Otra lluvia de hojas cayó sobre nosotros.

—¡No lo conseguiréis! —exclamó en voz alta al tiempo que penetraba en la cámara de techo abovedado. El resplandor de su linterna se hizo más intenso y amplio, de tal forma que nos encontramos rodeados por unos de los murales más espectaculares que jamás he contemplado.

Había por doquier unas espléndidas figuras en procesión, altas y delgadas, ataviadas con vistosas túnicas, pendientes y suntuosos tocados. No pude identificar el estilo como maya ni egipcio. Era distinto a todo cuanto yo había estudiado o visto. Las viejas fotografías de Matthew no habían logrado captar una décima parte de la brillantez y el detalle. El suelo estaba orlado con una exquisita franja blanca y negra que lo rodeaba por completo. Seguimos avanzando. Nuestras pisadas reverberaban entre los muros de la estancia pero el aire se había vuelto insoportablemente caluroso. El polvo se filtraba por mis fosas nasales. Sentí el roce de aquellos dedos por todo mi cuerpo. Incluso noté el tacto de unas manos sobre la parte superior de mi brazo, y un leve soplo de aire en la cara. Apoyé una mano en el hombro de Merrick para que se apresurara y estuviéramos juntos.

Cuando nos hallábamos en medio del pasaje, Merrick se detuvo de pronto y retrocedió, como si algo la hubiera asustado.

—¡Alejaos de mí, no lograréis detenerme! —exclamó.

Acto seguido soltó una retahíla de palabras en francés, invocando a Honey Rayo de Sol para que nos mostrara el camino.

Continuamos adelante con paso rápido. Yo no estaba muy convencido de que Honey accediera a ayudarnos; más bien pensé que haría que el techo se desplomara sobre nuestras cabezas.

Cuando por fin salimos de nuevo a la selva, tosí para aclararme la garganta. Me volví para mirar el templo. Era menos visible desde este lado que desde la parte delantera. Sentí la presencia de los espíritus a nuestro alrededor. Sentí sus amenazas aunque no las expresaran de palabra. Sentí que unos seres débiles me empujaban y zarandeaban, empeñados en impedir que siguiera adelante.

Saqué el pañuelo por enésima vez para limpiarme el rostro y ahuyentar a los insectos. Merrick siguió avanzando.

El sendero describía una empinada cuesta. Distinguí el resplandor de la cascada antes de oír su música. Llegamos a un lugar donde el sendero se estrechaba y las aguas fluían tumultuosas. Merrick pasó a la orilla derecha y yo la seguí, abriéndonos paso con los machetes.

No tuve dificultad en trepar junto a la cascada, pero la actividad de los espíritus arreciaba. Merrick volvió a soltar una palabrota entre dientes. Yo invoqué a Oxalá para que nos mostrara el camino.

—Honey, haz que llegue a la cueva —dijo Merrick.

De repente percibí, justo debajo de un saliente que formaba la cascada, una cara monstruosa, con la boca abierta, esculpida en la roca volcánica que rodeaba una abertura que evidentemente se trataba de una cueva. Era exactamente como la había descrito el desdichado de Matthew. La humedad había destrozado su cámara fotográfica antes de que pudiera retratarla, y su tamaño me impresionó.

Imagínense mi satisfacción al alcanzar aquel lugar mítico. Había oído hablar de él durante años, estaba estrechamente ligado en mi mente con Merrick, y por fin habíamos llegado allí. Aunque los espíritus seguían atacándome, la suave rociada de la cascada me refrescó las manos y el rostro.

Seguí trepando hasta llegar junto a Merrick, pero de pronto los espíritus ejercieron una presión tremenda contra mi cuerpo y noté que mi pie izquierdo resbalaba sobre la roca.

Alargué la mano para sujetarme en algún sitio, sin gritar, pero Merrick se dio cuenta del peligro en que me hallaba y me aferró por el hombro de la chaqueta. De ese modo logré recuperar el equilibrio y trepar los pocos metros que faltaban para alcanzar la entrada de la cueva.

—Fíjate en esas ofrendas —dijo Merrick, apoyando la mano izquierda en mi mano derecha.

Los espíritus redoblaron sus esfuerzos, pero yo me mantuve firme y Merrick hizo lo propio, aunque en dos ocasiones se llevó la mano a la cara para apartar algo que la molestaba.

En cuanto a «las ofrendas», lo que vi ante mí fue una cabeza gigantesca de basalto. Era semejante a las cabezas olmecas, pero es cuanto podía decir. ¿Se parecía a los murales del templo? Imposible afirmarlo. En cualquier caso, me encantó. Lucía un casco y estaba vuelta hacia arriba, de forma que el rostro, con sus ojos abiertos y su curiosa boca risueña, recibía la lluvia que caía inevitablemente en aquel lugar. Alrededor de su base, de forma irregular, entre montones de piedras ennegrecidas, vi una asombrosa colección de velas, plumas y flores marchitas, además de numerosas vasijas de barro cocido. Desde el lugar donde me hallaba percibí un olor a incienso. Las piedras ennegrecidas confirmaban muchos años de velas encendidas, pero la última de las ofrendas no tenía más de dos o tres días de antigüedad.

Noté cierto cambio en la atmósfera que nos rodeaba. Merrick seguía agobiada por los espíritus que no cejaban de fastidiar. Hizo un ademán involuntario, como para ahuyentar a una de aquellas invisibles entidades.

—De modo que nada les ha impedido venir —me apresuré a comentar, observando las ofrendas—. Veamos si este truco funciona. — Saqué del bolsillo de la chaqueta un paquete de Rothmans, que siempre llevaba encima por si me entraban ansias de fumar.

Lo abrí rápidamente, encendí un cigarrillo con mi encendedor de gas, pese a la rociada incesante de la cascada, inhalé el humo y luego coloqué el cigarrillo delante de la gigantesca cabeza, junto con el resto del paquete. Acto seguido recé en silencio a los espíritus, pidiéndoles que nos permitieran acceder a aquel lugar.

—Conocen nuestros motivos —dijo Merrick contemplando la inmensa cabeza vuelta hacia arriba y sus marchitas flores—. Entremos en la cueva.

Encendimos nuestras potentes linternas y al instante cayó sobre nosotros el silencio de la cascada, junto con el olor a tierra seca y ceniza.

Inmediatamente vi las pinturas, o lo que creí que eran unas pinturas. Se hallaban en el interior de la cueva y nos dirigimos con paso rápido y decidido hacia ellas, haciendo caso omiso de los espíritus, que hacían un ruido sibilante junto a mis oídos.

Comprobé con estupefacción que aquellos espléndidos murales eran en realidad unos mosaicos realizados con millones de minúsculos fragmentos de piedras semipreciosas. Las figuras eran mucho más sencillas que las de los murales del templo, lo que indicaba una fecha más antigua. Los espíritus habían enmudecido.

—¡Qué maravilla! —exclamé, porque tenía que decir algo. De nuevo traté de sacar la cámara, pero el dolor que sentía en el brazo me lo impidió—. Tenemos que hacer fotografías de este lugar, Merrick —le dije—. Fíjate en esas inscripciones, cariño. Hay que fotografiarlas. Estoy seguro de que se trata de jeroglíficos.

Merrick contempló los muros fijamente, como si estuviera en un trance.

No alcanzaba a descifrar si las figuras altas y delgadas plasmadas en el muro avanzaban en procesión, ni atribuirles ningún movimiento; sólo diré que parecían estar de perfil, ataviadas con unos ropajes largos y que portaban unos objetos importantes en las manos. No vi ninguna víctima ensangrentada tratando de liberarse de su tormento. Tampoco vi las inconfundibles figuras de sacerdotes.

Mientras me esforzaba en distinguir con claridad aquellas intermitentes y espléndidas pinturas, tropecé con un objeto hueco. Al mirar hacia abajo vi un gran número de vasijas de brillantes colores dispuestas por todo el interior de la cueva, hasta donde alcanzaba nuestra vista.

—Esto no es una cueva, ¿verdad, Merrick? —pregunté—. Recuerdo que Matthew dijo que había un túnel. Esto es un túnel excavado en la roca por el hombre.

El silencio era aterrador.

Merrick siguió avanzando con cautela y yo la seguí, aunque en varias ocasiones tuve que apartar las pequeñas vasijas de mi camino.

—Es una tumba, y estos objetos son ofrendas —dije.

De repente sentí un fuerte golpe en la parte posterior de la cabeza. Me volví rápidamente, empuñando la linterna, pero no vi nada. La luz procedente de la entrada de la cueva me deslumbró.

Algo me empujó por el lado izquierdo y luego por mi hombro derecho. Eran los espíritus que volvían a emprenderla conmigo. Vi a Merrick moverse bruscamente y apartarse a un lado, como si algo la hubiera golpeado también.

Murmuré de nuevo una oración a Oxalá, y oí a Merrick reiterar su negativa a detenerse.

—La última vez llegamos hasta aquí —dijo Merrick, volviéndose hacia mí. Su rostro estaba en sombras y dirigió el haz de su linterna hacia el suelo, para no deslumbrarme—. Nos llevamos todo cuanto hallamos aquí. Estoy decidida a continuar adelante.

Yo la seguí, pero el ataque de los espíritus era cada vez más intenso. Uno empujó a Merrick a un lado, pero se recobró enseguida. Oí el ruido de restos de vasijas cuando los pisó sin querer.

—Habéis conseguido enfurecernos —espeté a los espíritus—. Quizá no tengamos ningún derecho a estar aquí. ¡Pero quizá sí!

Apenas hube pronunciado esas palabras recibí un golpe contundente y silencioso en el estómago, pero no lo suficientemente contundente para causarme dolor. De improviso me sentí más eufórico.

—Alejaos, malditos —dije—. Dime, Oxalá, ¿quién está enterrado aquí? ¿Acaso desea ese hombre o esa mujer que su tumba permanezca siempre en secreto? ¿Por qué nos ha enviado el tío Vervain a este lugar?

Merrick, que se había adelantado unos metros, lanzó una exclamación de asombro.

Me apresuré a alcanzarla. El túnel se abría a una espaciosa cámara circular donde los mosaicos ascendían por la bóveda baja. Buena parte de los mismos se habían deteriorado debido al paso del tiempo o a la humedad, pero no dejaba de ser una habitación espléndida. Unas figuras aparecían pintadas en ambos muros formando una procesión, hasta llegar a un individuo cuyos rasgos faciales habían quedado destruidos hacía tiempo.

En el suelo de la cámara, en el centro, rodeados por unas ofrendas de vasijas y hermosas estatuas de jade dispuestas en círculos, había un maravilloso grupo de ornamentos reposando en un nido de polvo.

—Mira, la máscara con la que le enterraron —dijo Merrick. La luz incidía sobre una maravillosa imagen de jade pulido, que seguía en el mismo lugar en el que había sido colocada hacía miles de años, mientras que el cadáver de la persona que la había lucido se había descompuesto hacía tiempo.

Ni ella ni yo nos atrevíamos a avanzar un paso, temiendo desordenar los preciosos artículos dispuestos en torno a los restos del difunto. Unos pendientes relucían entre la tierra blanda y mohosa que casi los había engullido, y frente al arcón del difunto vimos un largo cetro exquisitamente tallado, que quizás había sostenido en su mano.

—Fíjate en estos desechos —comentó Merrick—. Sin duda enterraron al difunto con un manto y valiosos amuletos y sacrificios. Pero el tejido se ha desintegrado y sólo quedan los objetos de piedra.

De repente se produjo un ruido estrepitoso a nuestras espaldas, como si alguien hubiera pisado unas vasijas y las hubiera roto. Merrick lanzó una breve exclamación de asombro, como si de pronto se le hubiera ocurrido algo que le hubiera chocado.

Luego, de forma deliberada, casi impulsivamente, se precipitó hacia delante, cayó de rodillas y cogió la reluciente máscara verde. Acto seguido retrocedió, sosteniendo el preciado objeto, para alejarse de los restos del cadáver. Una piedra vino volando hacia mí y me golpeó en la frente. Algo me empujó por detrás.

—Vamos, dejemos el resto para los arqueólogos —dijo Merrick—. Ya tengo lo que vine a buscar, lo que el tío Vervain me ordenó que rescatara.

—¿La máscara? ¿De modo que sabías que la máscara estaba en este túnel y eso era lo que habías venido a buscar? Merrick echó a andar hacia la salida para respirar aire puro.

Apenas la hube alcanzado, algo la empujó hacia atrás. —Voy a llevármela, es mía —declaró.

Tratamos de continuar adelante, pero algo invisible nos interceptó el paso. Alargué la mano y logré tocarlo. Era como un muro dúctil y silencioso de energía.

De improviso Merrick me entregó su linterna para poder sostener la máscara con ambas manos. En cualquier otro momento de mi existencia me habría detenido para admirarla por su expresión y detalle. Aunque había unos orificios para los ojos y una abertura horizontal para la boca, todos los rasgos estaban profundamente grabados y desprendía un fulgor espectacular.

Traté de moverme con todas mis fuerzas contra aquella fuerza que me impedía avanzar, esgrimiendo las dos linternas como si fueran unos objetos contundentes.

Merrick lanzó otro grito sofocado, sobresaltándome de nuevo. Se colocó la máscara sobre el rostro y se volvió para mirarme. La máscara brillaba y presentaba un aspecto un tanto siniestro a la luz de las linternas. Parecía suspendida en la oscuridad, pues apenas pude distinguir las manos ni el cuerpo de Merrick.

Merrick se giró, sin apartar la máscara de su rostro, y volvió a lanzar una exclamación de asombro.

El aire de la cueva estaba quieto y en silencio.

Tan sólo oí la respiración de Merrick y la mía. Me pareció que empezaba a murmurar unas palabras en una lengua extranjera, que no pude identificar.

—¿Merrick? —dije suavemente. En el súbito silencio, la humedad del aire de la cueva se me antojó gratamente refrescante—. Merrick —repetí, pero no logré hacerla reaccionar. Permanecía inmóvil, con la máscara sobre el rostro, la mirada clavada en el infinito. De pronto se arrancó la máscara con un gesto brusco y me la entregó.

—Toma, mira a través de ella —murmuró.

Me metí la linterna por la cintura del pantalón, le devolví la suya y cogí la máscara con ambas manos. Recuerdo esos pequeños detalles precisamente porque eran de lo más normales y yo aún no me había formado una opinión sobre el silencio y la penumbra que nos rodeaba.

A lo lejos se extendía el verdor de la selva, y sobre nuestras cabezas y alrededor de nosotros relucían los trocitos de piedra de los toscos pero hermosos mosaicos.

Alcé la máscara tal como me había indicado Merrick. De pronto me sentí mareado. Retrocedí unos pasos, pero no sé qué más hice. Al sostener la máscara firmemente sobre mi rostro, observé que todo lo demás había experimentado un cambio sutil.

La cueva estaba llena de antorchas encendidas, oí a alguien entonando un cántico con tono grave y repetitivo, y vi ante mí en la penumbra una figura que oscilaba como si no fuera completamente sólida, sino hecha de seda, a merced de la débil corriente que penetraba por la entrada de la cueva.

Vi su expresión, aunque no podría definirla con precisión ni decir qué rasgo conspiraba en su rostro joven y viril para mostrar tal o cual emoción. Me rogaba en silencio pero con elocuencia que abandonara la cueva y dejara la máscara.

—No podemos llevárnosla —dije. Mejor dicho, me oí pronunciar esas palabras.

Los cánticos se intensificaron. Otras figuras se agruparon en torno a la primera, que seguía oscilando pero sin moverse de allí. Me pareció que extendía los brazos hacia mí, como implorándome.

—No podemos llevárnosla —repetí.

La figura tenía los brazos de color marrón dorado cubiertos de espléndidas pulseras de piedras, el rostro ovalado y los ojos oscuros y perspicaces. Vi unas lágrimas sobre las mejillas.

—No podemos llevárnosla —insistí, consciente de que estaba a punto de desplomarme—. Debemos dejarla aquí. ¡Tenemos que devolver los objetos que os llevasteis antes!

Una inenarrable tristeza y dolor se apoderó de mí; sólo deseaba tenderme en el suelo. La emoción que me embargaba era tan intensa y justificada, que la sentía y expresaba con todo mi cuerpo.

Pero apenas me hube tumbado en el suelo (en todo caso, creo que eso fue lo que hice), algo me obligó a levantarme bruscamente y me arrancó la máscara del rostro. Durante unos instantes la noté entre mis manos y sobre mi cara, y luego no sentí ni vi nada salvo el lejano y titilante resplandor y las hojas verdes.

La figura había desaparecido, los cánticos habían cesado, la tristeza se había esfumado. Merrick tiraba de mí con todas sus fuerzas.

—¡Vamos, David! —dijo—. ¡Vamos! —me ordenó con tono perentorio.

Sentí un deseo abrumador de salir con ella de la cueva y de llevarme la máscara, de robar aquel objeto mágico, aquel indescriptible objeto mágico que me había permitido contemplar los espíritus del lugar con mis propios ojos. De forma impulsiva y temeraria, sin la menor excusa, me agaché sin detenerme, recogí un puñado de relucientes objetos de piedra de la espesa y mohosa tierra del suelo y me los guardé en el bolsillo al tiempo que seguía avanzando. Al cabo de unos momentos nos hallamos fuera de la cueva, en la selva. Hicimos caso omiso de las manos invisibles que nos atacaban, de la lluvia de hojas, de los fastidiosos chillidos de los monos aulladores, que parecían haberse unido a nuestros asaltantes.

Un alto y esbelto banano cayó estrepitosamente ante nosotros, pero pasamos sobre él, abatiendo con nuestros machetes otros árboles que parecían doblarse como si se dispusieran a golpearnos en la cara.

Atravesamos el vestíbulo del templo a una velocidad pasmosa. Casi avanzábamos a la carrera cuando hallamos el rastro del sendero. Los espíritus derribaron otros bananos en nuestro camino. También cayó una lluvia de cocos, que no lograron alcanzarnos. De vez en cuando caía una granizada de guijarros.

Pero continuamos adelante, y la agresión de los espíritus fue remitiendo poco a poco. Al cabo de un rato tan sólo percibimos unos aullidos distantes. Yo estaba enloquecido. Me había comportado como un demonio, pero me tenía sin cuidado.

Merrick había logrado apoderarse de la máscara. Tenía la máscara que permitía a una persona ver a los espíritus. Lo había conseguido.

Yo sabía que el tío Vervain no había sido lo suficientemente fuerte para apoderarse de ella. Ni tampoco Sandra la Fría, Honey ni Matthew. Los espíritus les habían expulsado de la cueva.

Merrick sostuvo la máscara contra su pecho y siguió avanzando en silencio. A pesar de la dureza del terreno y del calor sofocante, no nos detuvimos hasta alcanzar el jeep.

Merrick abrió entonces su mochila y guardó en ella la más cara. Luego hizo marcha afras en la selva, giró el volante y par timos hacia Santa Cruz del Flores a una velocidad endiablada Yo guardé silencio hasta que estuvimos a solas en nuestra, tienda de campaña.