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—¿Porqué me pides que haga esto?
Estaba sentada frente a mí al otro lado de la mesa de mármol, de espaldas a la entrada del café.
Yo la tenía maravillada. Pero mis peticiones la habían distraído. Más que mirarme fijamente, cabe decir que se había asomado a mis ojos.
Era alta. Tenía el cabello castaño oscuro, y toda la vida lo había llevado largo y suelto, aunque en esos momentos utilizaba un pasador de cuero con el que sujetaba algunas guedejas que le caían por la espalda. Lucía unos pendientes de oro que le adornaban los pequeños lóbulos de las orejas, y su vaporosa y blanca indumentaria veraniega tenía cierto aire gitano, quizá debido al chal rojo que llevaba anudado en torno a la cinturilla de su amplia falda de algodón.
—¿Me pides que haga eso para esa persona? —preguntó con tono afectuoso. No es que estuviera enojada conmigo, sino tan conmovida que su voz dulce y encantadora no podía ocultarlo—. ¿Me pides que invoque a un espíritu que quizás esté furioso y ávido de venganza, y que lo haga para Louis de Pointe du Lac, el cual ha abandonado también el mundo terrenal?
—¿A quién puedo pedírselo sino a ti, Merrick? —respondí—. ¿Quién es capaz de conseguirlo sino tú? —Pronuncié su nombre con sencillez, al estilo americano, aunque hace años, cuando nos conocimos, lo escribía Merrique y lo pronunciaba con un leve deje de su vieja lengua francesa.
Se oyó un ruido desagradable, el rechinar de los goznes de la puerta de la cocina que no habían sido engrasados desde hacía tiempo. Un camarero tan flaco que parecía casi incorpóreo, con un mandil sucio, se acercó arrastrando los pies sobre las polvorientas losas del suelo.
—Ron —dijo Merrick—. St. James. Trae una botella.
El camarero murmuró algo que no me molesté en captar con mi oído vampírico y se alejó, dejándonos solos en la habitación débilmente iluminada, con su alta puerta de doble hoja abierta a la Rué Ste. Anne.
Era uno de los locales más antiguos de Nueva Orleáns. Unos ventiladores giraban perezosamente en el techo, y el suelo no lo habían barrido desde hacía cien años.
La luz crepuscular se desvanecía lentamente; el aire estaba impregnado de aromas del Barrio Francés y de fragancia a primavera. Me parecía un milagro que ella hubiera elegido este lugar y que estuviera insólitamente desierto en una tarde tan divina como aquélla. Su mirada era persistente pero invariablemente dulce.
—Louis de Ponte du Lac vería ahora a un fantasma —dijo, como si hablara para sí—, como si no hubiera sufrido bastante.
No sólo sus palabras expresaban conmiseración, sino también su tono bajo y confidencial. Era evidente que sentía lástima.
—Oh sí —prosiguió sin dejarme hablar—. Me compadezco de él, y sé lo mucho que anhela contemplar el rostro de esa niña muerta y convertida en vampiro que tanto ama. —Arqueó las cejas con gesto pensativo—. Vienes a mí con unos nombres que son una leyenda. Vienes secretamente, como si hubieras surgido de un milagro, y vienes a mí con una petición.
—Hazlo, Merrick, si no te perjudica. No he venido aquí para causarte ningún daño, te lo juro por Dios. Lo sabes tan bien como yo.
—¿Y qué me dices del daño que puede sufrir tu Louis? —inquirió Merrick, articulando las palabras despacio mientras meditaba sobre ello—. Un fantasma puede decir unas cosas terribles a quienes lo invocan, y éste es el fantasma de esa niña monstruo que murió violentamente. Me pides que realice un conjuro muy potente y arriesgado.
Asentí con la cabeza. Lo que decía era verdad.
—Louis está obsesionado —dije—. Lleva tantos años así, que su obsesión le impide razonar. Sólo piensa en eso.
—¿Y qué ocurrirá si consigo hacerla regresar de entre los muertos? ¿Crees que con ello desaparecerá el dolor que ambos sienten?
—No me atrevo a esperar tanto. No lo sé. Pero todo es preferible al dolor que ahora padece Louis. Sé muy bien que no tengo derecho a pedirte eso, que ni siquiera tengo derecho a acudir a ti.
»Todos estamos estrechamente vinculados: los miembros de Talamasca, Louis y yo… Y el vampiro Lestat también. Fue por boca de uno de los miembros de Talamasca que Louis de Pointe du Lac oyó cierta historia sobre el fantasma de Claudia. El fantasma de Claudia se le apareció por primera vez a uno de los nuestros, una mujer llamada Jesse Reeves, a la que encontrarás en los archivos.
—Sí, conozco esa historia —dijo Merrick—. Ocurrió en la Rué Royale. Enviaste a Jesse Reeves a investigar a los vampiros. Y Jesse Reeves regresó con un puñado de tesoros que demostraban de forma palpable que una niña llamada Claudia, una niña inmortal, había vivido antiguamente en el piso.
—Así es —respondí—. Hice mal en enviar a Jesse. Jesse era demasiado joven. Nunca fue… —Me costaba terminar la frase—. Jesse no era tan inteligente como tú.
—La gente que conoce los relatos de Lestat, que están publicados, encuentran un tanto estrambótica esa historia sobre un diario, un rosario y una vieja muñeca. Esos objetos obran en nuestro poder, ¿no es así? Están en una cámara acorazada en Inglaterra. En esa época no teníamos una casa matriz en Luisiana. Tú mismo los guardaste allí.
—¿Puedes hacerlo? —pregunté—. Mejor dicho, ¿quieres hacerlo? No dudo de que puedas. Merrick se resistía a contestar. Pero habíamos empezado con buen pie.
¡Cuánto la echaba de menos! Estar en esos momentos conversando de nuevo con ella era más fascinante de lo que había imaginado. Me alegró observar los cambios que se habían operado en ella: había desaparecido por completo su acento francés y casi parecía inglesa, debido a los largos años que había permanecido estudiando en el extranjero. Buena parte de esos años los había pasado junto a mí en Inglaterra.
—Sabes que Louis te vio —dije suavemente—. Él me envió para que te pidiera este favor. ¿Sabes que se percató de que poseías ciertos poderes al observar tu mirada?
Merrick no respondió.
—«He visto a una auténtica bruja», me dijo cuando vino a verme. «No le inspiré el menor temor. Me dijo que si no la dejaba tranquila invocaría a los muertos para defenderse».
—Es cierto —respondió Merrick, bajando la voz y mirándome con expresión muy seria—. Se cruzó en mi camino, por así decir —añadió con gesto pensativo—. Pero he visto a Louis de Pointe du Lac en muchas ocasiones. Yo era una niña cuando lo vi por primera vez, y ahora tú y yo hablamos de esto por primera vez.
No salía de mi asombro. Debí imaginar que Merrick iba a sorprenderme.
Sentía una inmensa admiración por ella. No podía ocultarlo. Me encantaba la sencillez de su atuendo, su blusa blanca de algodón de manga corta, con un escote redondo, y el collar de cuentas negras que lucía.
Al contemplar sus ojos verdes, de pronto me sentí avergonzado por lo que había hecho, por aparecer ante ella. Louis no me había obligado a ir a hablar con ella. Lo hice porque quise. Pero no quiero iniciar este relato haciendo hincapié en la sensación de vergüenza que experimenté en aquellos momentos.
Diré tan sólo que habíamos sido algo más que meros colegas en Talamasca. Habíamos sido mentor y discípula, en cierta ocasión casi amantes, durante poco tiempo, demasiado poco.
Había acudido a nosotros de niña, un miembro díscolo del clan de los Mayfair, de una rama afroamericana de esa familia, descendiente de unas brujas blancas a quienes apenas conocía, una mulata de piel clara de excepcional belleza, una chiquilla descalza que se había presentado en la casa matriz de Luisiana, diciendo: «He oído hablar de ustedes, los necesito. Veo cosas. Hablo con los muertos». Calculé que habían transcurrido más de veinte años desde aquel día.
Yo era el Superior de la Orden, instalado en la vida de un respetable administrador, gozando de todas las comodidades y desventajas de la rutina. Una llamada telefónica me había despertado en plena noche. Era de mi amigo y colega, Aarón Lightner.
—David —me había dicho—, debes venir a verla. Es increíble. Una bruja dotada de unos poderes que no tengo palabras para describir. Tienes que venir, David…
En aquellos días no había nadie a quien yo respetara más profundamente que a Aarón Lightner. He amado a tres seres a lo largo de toda mi existencia, como ser humano y como vampiro. Aarón Lightner era uno de ellos. Otro era, y sigue siéndolo, el vampiro Lestat, quien había obrado prodigios en mí con su amor, y había destruido mi vida mortal para siempre. El vampiro Lestat me había hecho inmortal y me había procurado una fuerza increíble, convirtiéndome en un ser excepcional entre los vampiros.
Y mi tercer amor: Merrick Mayfair, aunque yo había hecho todo lo posible por olvidarla.
Pero estamos hablando de Aarón, mi viejo amigo Aarón, con su pelo blanco ondulado, sus ojos grises y perspicaces y su afición a los trajes de mil rayas azules y blancas. Estamos hablando de ella, de la niña que en aquella época era Merrick, tan exótica como la lujuriante flora tropical de su país natal.
—De acuerdo, mi buen amigo, iré, ¿pero no podrías haberme llamado por la mañana? Recordaba mi tono adusto y la risa campechana de Aarón.
—Pero hombre, David ¿qué te ha pasado? —respondió él—. No me digas lo que haces en estos momentos. Yo te lo diré. Te has quedado dormido leyendo un libro del siglo XIX sobre fantasmas, una lectura evocadora y reconfortante. Deja que lo adivine. La autora es Sabine Baring-Gould. Hace seis meses que no sales de la casa matriz, ¿me equivoco? Ni siquiera para asistir a un almuerzo en la ciudad. No lo niegues, David, vives como si tu vida hubiera concluido.
Me eché a reír. Aarón hablaba con voz suave. Yo no leía a Sabine Baring-Gould, pero podía haberlo hecho. Creo que se trataba de un relato sobrenatural por Algernon Blackwood. Aarón tenía razón: hacía seis meses que no salía de estos sacrosantos muros.
—¿Qué ha sido de tu pasión, David, de tu dedicación? —había insistido Aarón—. Esta niña es una bruja, David. ¿Crees que utilizo esta palabra a la ligera? Olvida por un momento el nombre de esa familia, todos los conocemos. Esta chiquilla asombraría incluso a los Mayfair, aunque si de mí dependiera, no los conocería nunca. Te aseguro, David, que esta niña es capaz de invocar a los espíritus. Abre la Biblia por la página del Libro de Samuel. Es la pitonisa de En-Dor. Te muestras tan quisquilloso como el espíritu de Samuel cuando la bruja le despierta de su sueño. Levántate de la cama y cruza el Atlántico. Te necesito aquí, ahora.
La pitonisa de En-Dor. No necesitaba consultar la Biblia. Todos los miembros de Talamasca conocían de sobra esa historia.
El rey Saúl, temeroso del poder de los filisteos, acude antes de la fatídica batalla a «una mujer evocadora de muertos» y le pide que resucite al profeta Samuel. «¿Por qué me has turbado, evocándome?», pregunta el fantasmagórico profeta, y acto seguido predice que el rey Saúl y sus dos hijos morirán al día siguiente y se reunirán con él. La pitonisa de En-Dor. Así he considerado siempre a Merrick, pese a la estrecha relación que mantuvimos más adelante. Era Merrick Mayfair, la pitonisa de En-Dor. A veces, en los memorandos semioficiales, me dirigía a ella por ese nombre, y a menudo en las breves notas que le escribía.
Al principio me pareció una chiquilla tierna y maravillosa. Obedeciendo las órdenes de Aarón, hice el equipaje, volé a Luisiana y puse los pies por primera vez en Oak Haven, la espléndida plantación que se había convertido en nuestro refugio en Nueva Orleáns, en el viejo camino de River Road.
Fue un acontecimiento como de ensueño. En el avión había repasado el Antiguo Testamento: los hijos del rey Saúl habían muerto en el campo de batalla. Saúl había caído sobre su espada. ¿Era yo supersticioso? Había dedicado mi vida a la Orden de Talamasca, pero incluso antes de aprobar mi período de aprendizaje había visto e invocado espíritus por mi cuenta. No eran fantasmas, por supuesto. Eran unos seres anónimos, incorpóreos, que se aparecían ante mí al invocar nombres y ritos de la magia brasileña del candomblé, en la que me había sumergido temerariamente en mi juventud.
Pero dejé que ese poder se enfriara en mi interior a medida que los estudios y mi devoción a otros reclamaban mi atención. Había abandonado los místenos de Brasil por el mundo no menos prodigioso compuesto de archivos, reliquias, bibliotecas, organización e intendencia, atrayendo a otros que reverenciaban nuestros métodos y nuestra discreción. La Orden de Talamasca era vasta y antigua, y acogía a sus miembros con infinito amor. En aquella época ni siquiera Aarón conocía mis viejos poderes, aunque muchas mentes estaban abiertas a su sensibilidad psíquica. Yo enseguida descubriría si aquella niña era lo que parecía ser o un fraude.
Cuando llegamos a la casa matriz estaba lloviendo. Enfilamos la larga y embarrada avenida flanqueada por robles gigantescos que conducía desde la carretera del dique hasta la inmensa puerta de doble hoja. Qué verde era aquel paisaje incluso en la oscuridad; las retorcidas ramas de los robles se hundían en la alta hierba. Creo recordar que los largos tallos grises del musgo negro rozaban el techo del coche.
Aquella noche se había producido un corte de luz debido a la tormenta, según me dijeron.
—Confiere a las cosas un aire encantador —había comentado Aarón al saludarme. En aquella época ya tenía el pelo canoso, que le daba el aspecto de un consumado caballero de edad venerable, con un carácter eternamente jovial, casi dulce—. Te permite contemplarlas tal como eran antiguamente, ¿no te parece?
Las grandes estancias rectangulares estaban iluminadas sólo con quinqués y velas. Al aproximarnos, vislumbré el resplandor titilante a través del montante de abanico sobre la puerta. El viento agitaba unas linternas colocadas en las grandes galerías de la primera y segunda planta que rodeaban la enorme mansión rectangular. Antes de entrar me detuve, a pesar del chaparrón que caía, para observar la maravillosa mansión tropical, impresionado por sus sobrios pilares. Antiguamente estaba rodeada por unos campos de caña de azúcar que se extendían a lo largo de muchos kilómetros; detrás de la casa, más allá de los macizos de flores, había unos destartalados cobertizos cuyo color se distinguía vagamente a través de la lluvia, en los que antaño se alojaban los esclavos.
Merrick se acercó descalza a saludarme, ataviada con un vestido de color lavanda estampado con flores rosas. No tenía el aspecto de una bruja.
Sus ojos eran tan misteriosos como si los llevara perfilados con el khol negro de una princesa hindú para realzar su color. Se veía el verde del iris y el círculo oscuro que lo circundaba, así como la pupila negra en su interior. Unos ojos maravillosos que destacaban contra su cremosa piel tostada. Llevaba el pelo peinado hacia atrás, mostrando la frente, y sus manos delgadas descansaban a los costados. En aquellos primeros momentos había demostrado un gran aplomo.
—David Talbot —había dicho con tono casi ceremonioso. La seguridad que denotaba su voz suave me había cautivado.
No habían logrado quitarle la costumbre de andar descalza. Resultaban muy seductores aquellos pies desnudos caminando sobre la alfombra de lana. Supuse que se había criado en el campo, pero no, me informaron que había crecido en un viejo y desvencijado barrio de Nueva Orleáns donde no había aceras y las casas estaban a punto de desmoronarse de viejas y abandonadas, y las florecidas y venenosas adelfas eran tan altas como los árboles. Merrick había vivido allí con su madrina, Gran Nananne, la bruja que le había enseñado todo lo que sabía. Su madre, una poderosa vidente, que yo sólo conocía por el misterioso nombre de Sandra la Fría, se había enamorado de un explorador. La niña no recordaba a su padre. No había asistido a una escuela normal y corriente.
—Merrick Mayfair —dije afectuosamente, abrazándola.
Era alta para sus catorce años, con unos pechos maravillosamente modelados debajo de su sencillo vestido de algodón; el pelo, seco y suave, le caía por la espalda. Cualquier observador de fuera de esta parte del sur tan singular, donde la historia de los esclavos y sus descendientes libres es pródiga en complejas alianzas y aventuras eróticas, la habría tomado por una belleza española. Pero un nativo de Nueva Orleáns enseguida habría advertido al contemplar su hermosa tez color café con leche que corría sangre africana por sus venas. Al verter la nata en el espeso café de achicoria que me ofrecieron, comprendí esas palabras.
—Todos mis parientes son de color —dijo Merrick con su característico acento francés—. Los que pasan por blancos se trasladan al norte. Siempre ha ocurrido así. No quieren que Gran Nananne vaya a visitarlos. No quieren que nadie sepa que estamos emparentados con ellos. Yo podría pasar por blanca. Pero ¿y la familia? ¿Y todo lo que me han legado? Jamás abandonaré a Gran Nananne. He venido aquí porque ella me dijo que viniera.
Aquella criatura menuda, sentada en la espaciosa butaca de cuero color sangre de buey, que lucía una fina y atractiva cadena de oro en torno al tobillo, y otra con un pequeño crucifijo engarzado con brillantes alrededor el cuello, mostraba la desenvoltura de una mujer segura de sus dotes de seducción.
—¿Ve estas fotografías? —preguntó, invitándome a contemplarlas. Las llevaba en una caja de zapatos apoyada en el regazo—. No hay nada de brujería en ellas. Puede mirarlas tranquilamente.
Las dispuso sobre la mesa para que yo las contemplara. Eran unos daguerrotipos, unas imágenes extraordinariamente claras sobre cristal, montados en unos pequeños y gastados estuches de gutapercha, profusamente decorados con guirnaldas de flores o lianas, muchos de los cuales tenían un diminuto broche de oro y al cerrarlos parecían unos libritos.
—Son fotografías de unos parientes míos, tomadas en la década de 1840 —me explicó—. Las hizo uno de los nuestros. Era un renombrado retratista. Todos le querían. Dejó escritas unas historias. Se encuentran en una caja en el ático de casa de Gran Nananne, y están escritas con una letra preciosa.
Estaba sentada en el borde de la butaca, con las rodillas asomando por el bajo de su falda corta. Su cabellera formaba una inmensa masa de sombras a su espalda. El nacimiento del pelo enmarcaba exquisitamente su rostro y tenía la frente lisa y despejada. Aunque no era una noche excesivamente fría habían encendido la chimenea, y la habitación, con sus estanterías de libros y su ecléctica colección de esculturas griegas, exhalaba un agradable perfume y resultaba acogedora, el lugar ideal para realizar un conjuro. Aarón observaba a Merrick con orgullo, pero con evidente preocupación.
—Mire, éstos son mis parientes más antiguos. —Parecía que estuviera disponiendo unos naipes sobre la mesa. Los destellos de sombras creaban unos hermosos dibujos sobre su rostro ovalado y sus pronunciados pómulos—. Estaban muy unidos. Pero, como ya le he dicho, los que pasaban por blancos se marcharon hace tiempo. No comprendo cómo fueron capaces de renunciar a nuestro legado, a nuestra historia. Fíjese en esa mujer.
Examiné la pequeña fotografía que relucía bajo la luz del quinqué.
—Es Lucy Nancy Marie Mayfair, hija de un hombre blanco, pero no conocemos muchos detalles sobre él. Siempre había hombres blancos. Todos los hombres eran blancos. Esas mujeres estaban dispuestas a todo con tal de atrapar a un hombre blanco. Mi madre se marchó a Suramérica con un hombre blanco. Yo fui con ellos. Me acuerdo de las selvas. —Merrick dudó unos instantes, quizá para captar algunos fragmentos de mis pensamientos o simplemente para observar la expresión de adoración que reflejaba mi rostro.
Nunca olvidaré mis primeros años de explorador en la Amazona. Supongo que no quería olvidarlos, aunque nada me hacía más dolorosamente consciente de mi avanzada edad que pensar en aquellas aventuras armado con un rifle y una cámara, viviendo en la parte inferior del mundo. En aquel entonces jamás soñé que un día regresaría con ella a aquellas selvas ignotas.
Contemplé de nuevo los viejos daguerrotipos de cristal. Ninguna de aquellas personas tenía un aspecto menesteroso: posaban luciendo sombreros de copa y amplias faldas de raso sobre el fondo del estudio compuesto por cortinajes de terciopelo y plantas exuberantes. Me llamó la atención una joven, tan guapa como era Merrick ahora, sentada muy derecha y modosita, en una silla gótica de respaldo elevado. ¿Cómo explicar la asombrosa y evidente presencia de sangre africana en la mayoría de ellos? En algunos era tan sólo un brillo inusitado en los ojos, enmarcados por unos rasgos caucásicos, pero resultaba inconfundible.
—Mire, ésta es la mayor —dijo Merrick—. Angelique Mary-belle Mayfair.
Una matrona de porte majestuoso, peinada con la raya al medio, luciendo un suntuoso chal que le cubría los hombros y las anchas mangas. En las manos sostenía unos anteojos, apenas visibles, y un abanico cerrado.
—Es la fotografía más antigua y más bonita que tengo. Era una bruja secreta, según me han dicho. Hay brujas secretas, y otras que la gente acude a visitar. Ella era secreta, pero muy inteligente. Dicen que fue la amante de un Mayfair blanco que vivía en el Carden District, sobrino suyo. Yo desciendo de ella y de él. Era el tío Julien. Dejaba que sus primos de color le llamaran tío Julien, en lugar de monsieur Julien, como les habrían exigido otros hombres blancos.
Aarón intentó disimular su tensión. Quizá podía ocultársela a ella, pero a mí no.
De modo que no habían dicho nada a Merrick sobre aquella peligrosa familia Mayfair. No le habían hablado de los terribles Mayfair de Carden District, una tribu dotada de poderes sobrenaturales, a quienes él había investigado durante años. Nuestros archivos sobre los Mayfair se remontaban a varios siglos atrás. Algunos miembros de nuestra Orden habían muerto a manos de las Brujas de Mayfair, como solíamos llamarlas. Pero aquella niña no debía enterarse a través de nosotros, según comprendí de pronto, hasta que Aarón decidiera que tal intervención sería beneficiosa para ambas partes y no causaría ningún daño.
Pero ese momento no llegó nunca. La vida de Merrick estaba totalmente aislada de la de los Mayfair blancos. Estos folios que escribo ahora no contienen nada relacionado con la historia de esa gente.
Pero aquella remota tarde, Aarón y yo tratamos desesperadamente de dejar nuestras mentes en blanco para la brujita que estaba sentada ante nosotros.
No recuerdo si Merrick alzó la vista para mirarnos antes de proseguir.
—Aún viven unos Mayfair en la casa de Carden District —dijo con toda naturalidad—, unas gentes blancas que nunca tuvieron tratos con nosotros, salvo a través de sus abogados —agregó con una significativa sonrisa, como suele hacer la gente al referirse a sus abogados.
»Los abogados regresaban a la ciudad con el dinero —dijo meneando la cabeza—. Algunos de esos abogados eran Mayfair. Los abogados enviaron a Angelique Marybelle Mayfair al norte, a una prestigiosa escuela, pero ella regresó a casa para vivir y morir aquí. No quiero saber nada de esos blancos. Después de ese comentario, y tras una breve pausa, prosiguió:
—Pero Gran Nananne habla sobre el tío Julien como si viviera aún, y recuerdo que de niña siempre oí decir a todos que el tío Julien era un hombre bondadoso. Conocía a todos sus parientes de color, y decían que era capaz de matar a sus enemigos o a los tuyos con una simple mirada. Era un auténtico houngan. Más adelante les contaré más cosas de él.
De improviso, Merrick miró a Aarón y éste rehuyó su mirada, casi tímidamente. Me pregunté si la niña había visto el futuro, que el archivo de Talamasca sobre las Brujas de Mayfair iba a devorar la vida de Aarón como el vampiro Lestat había devorado la mía.
Me pregunté qué pensaría Merrick sobre la muerte de Aarón en esos momentos, mientras estábamos sentados a la mesa del café y yo charlaba con tono quedo con la mujer hermosa y bien conservada en que se había convertido aquella chiquilla.
El frágil y anciano camarero le trajo la botella de cuarto de litro de ron que ella había pedido, el ron St. James de Martinica, oscuro. Percibí el fuerte aroma del licor mientras llenaba el pequeño y pesado vaso octogonal. En mi memoria se agolpaban los recuerdos. No el principio de mi relación con ella, sino los de otras épocas. Apuró el licor como imaginé que haría, como recordaba que solía hacer, como si fuera agua. El camarero regresó a su escondite con paso cansino. Merrick tomó la botella antes de que yo pudiera servirle y rellenó el vaso.
—¿Recuerdas la de copas de ron que nos tomamos juntos? —preguntó, medio sonriendo. Estaba tensa, en guardia—. Por supuesto que lo recuerdas —dijo—. Me refiero a aquellas noches fugaces en la selva. Llevas razón al decir que el vampiro es un monstruo humano. Tú mismo sigues siendo muy humano. Lo veo en tu expresión, en tus gestos. En cuanto a tu cuerpo, es completamente humano. No hay ningún indicio…
—Hay muchos indicios —le contradije—, que irás observando con el paso del tiempo. Empezarás a inquietarte, luego sentirás miedo y al final acabarás acostumbrándote. Créeme, lo sé muy bien.
Merrick arqueó las cejas, pero no replicó. Bebió otro trago de ron e imaginé lo delicioso que le debía de parecer. Sabía que no lo bebía todos los días, y cuando lo hacía lo saboreaba al máximo.
—Cuántos recuerdos, mi bella Merrick —musité. Comprendí que era imprescindible no ceder a ellos, concentrarme en los que protegían su inocencia y me recordaban la sagrada misión que me había sido encomendada.
Aarón la había amado hasta el fin de su existencia, aunque rara vez me había hablado de ello. ¿Qué había averiguado Merrick sobre el trágico e imprevisto accidente de carretera que le había costado la vida a Aarón, en el que el conductor se había dado a la fuga? En aquel entonces yo ya había abandonado la Orden de Talamasca, donde había permanecido bajo la tutela de Aarón, y la vida terrenal.
Pensar que Aarón y yo habíamos vivido una existencia mortal tan prolongada como intelectuales… Nada hacía sospechar que pudiera sucedemos una desgracia. ¿Quién iba a imaginar que nuestros trabajos de investigación nos harían caer en una trampa y alterarían drásticamente el curso de nuestro destino, poniendo fin a nuestros largos años de dedicación? ¿Pero acaso no le había ocurrido lo mismo a otro miembro leal de Talamasca, mi querida alumna Jesse Reeves?
En aquel tiempo, cuando Merrick era una niña seductora de tez morena y yo el maravillado Superior de la Orden, no imaginé que los pocos años que me restaban de vida me reservaban una sorpresa mayúscula.
La historia de Jesse debió de hacerme escarmentar. Jesse Reeves me envió una última carta, plagada de eufemismos, que no tenía ningún valor para nadie salvo para mí, comunicándome que no volveríamos a vernos. No interpreté el destino de Jesse como una advertencia. En aquellos momentos sólo pensé que Jesse Reeves era demasiado joven para dedicarse a los estudios intensivos de un vampiro.
Pero eso era agua pasada. No quedaba rastro del dolor que había sentido entonces. No quedaba nada de aquellos errores. Mi vida mortal había sido destruida, mi alma había ascendido hacia los cielos para luego descender a los infiernos; mi vida de vampiro había borrado todos los pequeños logros y consuelos del hombre que yo había sido anteriormente. Jesse estaba entre nosotros y yo conocía sus secretos, y al mismo tiempo sabía que siempre estaría lejos de mí.
Lo que importaba ahora era el fantasma que Jesse tan sólo había vislumbrado durante sus investigaciones, la historia de fantasmas que obsesionaba a Louis, y la extraña petición que yo acababa de hacer a mi amada Merrick, rogándole que utilizara sus excepcionales poderes para invocar al fantasma de Claudia.