8
Me sorprendió ver allí a tanta gente. Todo el mundo estaba en silencio pero atento. Enseguida observé que de la casa matriz habían llegado no una sino dos furgonetas, y que había un pequeño grupo de acólitos de Talamasca dispuestos a recoger las cosas de la casa.
Saludé a los jóvenes de la Orden, agradeciéndoles de antemano su solicitud y discreción, y les pedí que esperaran tranquilamente hasta que les indicáramos que podían comenzar su trabajo.
Cuando subimos los escalones y entramos en la casa, vi a través de las ventanas que no estaban cubiertas con periódicos a un montón de gente en los callejones, y cuando salimos al jardín trasero descubrí a un gran número de personas a lo lejos, por todas partes, más allá del tupido bosquecillo de robles cuyas ramas se extendían a escasa altura del suelo. No vi ninguna cerca. Creo que en aquellos días las casas no estaban rodeadas por cercas. Todo se hallaba en sombras bajo las frondosas copas de los árboles, y estábamos rodeados por el suave murmullo del agua que caía. Unos jacintos silvestres de color rojo crecían en los lugares donde el sol podía filtrarse a través de la grata penumbra. Contemplé unos esbeltos tejos, esa especie tan sagrada para los muertos y los magos. Era un lugar tan apacible y evocador como un jardín japonés.
A medida que mis ojos se fueron adaptando a la luz, vi que nos hallábamos en una especie de patio con el suelo enlosado, adornado por unos cuantos árboles sarmentosos pero gigantescos, lleno de grietas e invadido por un musgo reluciente y resbaladizo. Vimos ante nosotros un enorme cobertizo abierto, con techado de chapa ondulada sostenido por un pilar central.
El pilar estaba pintado de rojo vivo hasta la mitad y de verde hasta la parte superior, que se alzaba desde un gigantesco altar de piedra lleno de manchas, como era de prever. Más allá, en la oscuridad, se hallaba el inevitable altar, rodeado por unos santos más numerosos y espléndidos que los que había visto en el dormitorio de Gran Nananne.
Había un sinfín de velas encendidas dispuestas en hileras.
Por mis estudios, deduje que se trataba de una configuración vudú muy corriente: el pilar central y la piedra. Se podía ver por toda la isla de Haití. Y este lugar con el suelo enlosado y lleno de hierbajos constituía lo que un doctor de vudú haitiano habría llamado su peristilo.
A un lado, entre los apretados tejos de extensas ramas, vi dos mesas de hierro forjado, pequeñas y rectangulares, y una enorme olla o caldera, que es la palabra indicada, descansando sobre un brasero de tres patas. La caldera y el amplio brasero me produjeron cierta inquietud, posiblemente más que cualquier otra cosa. La caldera tenía un aspecto malévolo.
De pronto oí un zumbido que me distrajo, porque temí que proviniera de unas abejas. Las abejas me inspiran pavor y, como muchos miembros de Talamasca, temo cierto secreto referente a las abejas que está relacionado con nuestros orígenes, pero es demasiado largo para explicarlo en estas páginas.
Permítanme que añada tan sólo que de repente comprendí que el sonido lo emitían unos colibrís que cantaban en aquel lugar lleno de plantas que crecían descontroladamente, y cuando me detuve en silencio junto a Merrick, me pareció verlos suspendidos en el aire junto a la hiedra cubierta de flores que se extendía sobre el techado del cobertizo.
—Al tío Vervain le encantaban —dijo Merrick en voz baja—. Les dejaba comida. Los conocía por sus colores y les puso unos nombres preciosos.
—A mí también me encantan, hija mía —dije yo—. En Brasil, el colibrí tiene un nombre portugués muy hermoso, lo llaman el «besador de flores» —le expliqué.
—Sí, el tío Vervain sabía esas cosas —dijo Merrick—. Había estado en toda Suramérica. El tío Vervain veía siempre unos fantasmas suspendidos en el aire a su alrededor.
Tras estas palabras se detuvo. Tuve la impresión de que iba a resultarle muy difícil despedirse de todo esto, de su hogar. En cuanto a la frase que había empleado, «fantasmas suspendidos en el aire», confieso que me había impresionado tanto como todo lo demás. Por supuesto, conservaríamos esta casa para ella. Si lo deseaba, haríamos que la restauraran de arriba abajo.
Merrick miró a su alrededor, deteniéndose sobre la caldera de hierro sostenida por un trípode.
—El tío Vervain hervía cosas en la caldera —comentó con voz queda—. Colocaba carbones debajo. Aún recuerdo el olor que emanaba el carbón. Gran Nananne se sentaba en los escalones traseros para observarle. Los demás le tenían miedo.
Merrick se acercó al cobertizo y se detuvo delante de los santos para contemplar las numerosas ofrendas y las velas relucientes. Se santiguó rápidamente y apoyó dos dedos de la mano derecha sobre el pie desnudo de la alta y hermosa Virgen.
¿Qué podíamos hacer?
Aarón y yo nos detuvimos a pocos pasos de ella, uno a cada lado, como dos ángeles de la guarda un tanto confusos. Los platos sobre el altar contenían comida. Aspiré una dulce fragancia y el olor a ron. Deduje que algunas de las personas que había distinguido semiocultas entre la maleza habían traído fuellas misteriosas ofrendas. Pero al percatarme de que uno de los curiosos objetos depositados sobre el altar era una mano humana, retrocedí horrorizado.
Había sido amputada por encima del hueso de la muñeca y al secarse había adquirido una terrorífica crispación, pero eso no era el único aspecto espeluznante. Estaba cubierta de hormigas, que se habían dado un siniestro festín de carne humana.
Cuando me di cuenta de que todo estaba infestado de los odiosos insectos, experimenté un horror que sólo me producen las hormigas.
Vi con asombro que Merrick cogía la mano con cuidado, sosteniéndola con el pulgar y el índice, y que la sacudía con brusquedad para eliminar a las voraces hormigas.
No oí ningún sonido procedente de los curiosos que nos observaban a cierta distancia, pero tuve la sensación de que se aproximaban un poco. El canto de los colibríes casi había conseguido hipnotizarme, y percibí de nuevo el suave murmullo de la lluvia.
Nada atravesaba la frondosa bóveda formada por las copas de los árboles. Nada golpeaba sobre el techado de chapa.
—¿Qué quieres que hagamos con estas cosas? —inquinó Aarón suavemente—. Imagino que no querrás dejar nada de lo que hay aquí.
—He decidido desmontar la casa —respondió Merrick—, si no tienen inconveniente. Ha llegado la hora de cerrarla. Sólo espero que cumplan las promesas que me han hecho. Deseo ir con ustedes.
—Muy bien, haremos que lo desmonten todo. Merrick observó de pronto la mano reseca que sostenía en la suya. Las hormigas correteaban sobre su piel.
—Déjala, niña —dije casi sin darme cuenta.
Merrick volvió a sacudirla un par de veces y me obedeció.
—Quiero llevármela conmigo, al igual que todo lo demás —dijo—. Algún día, sacaré todos estos objetos para examinarlos — agregó, quitándose de encima las molestas hormigas.
Confieso que lo dijo con una frialdad que me tranquilizó.
—Desde luego —dijo Aarón. Se volvió e hizo una seña a los acólitos de Talamasca, que se habían acercado hasta el borde del patio que había detrás de nosotros—. Ahora mismo empezarán a empacarlo todo.
—Hay una cosa en el jardín trasero que quiero llevar personalmente — dijo Merrick, mirándonos a Aarón y luego a mí. No lo dijo con tono misterioso ni bromista, sino preocupado.
Retrocedió unos pasos y se dirigió lentamente hacia uno de los sarmentosos árboles frutales en el centro del patio. Agachó la cabeza al avanzar bajo las ramas bajas y verdes y levantó los brazos como si quisiera abrazar el árbol. Enseguida comprendí lo que se proponía. Debí suponerlo. Una gigantesca serpiente descendió del árbol y se enrolló alrededor de los brazos y los hombros de Merrick. Era una boa constrictor.
Sentí que un escalofrío me recorría el cuerpo, y una intensa repugnancia. Ni siquiera los años que había pasado en la Amazonía habían logrado convertirme en un paciente aficionado a las serpientes. Todo lo contrario. Pero sabía lo que uno sentía al tocarlas, su siniestro y sedoso peso, la extraña sensación, como un calambrazo que te traspasaba la piel cuando se enrollaban rápidamente alrededor de los brazos. Experimenté esas sensaciones mientras observaba a Merrick.
Enseguida oí unos murmullos procedentes de la frondosa y salvaje vegetación. Había gente observando la escena. Habían venido para eso. Éste era el momento cumbre. La serpiente era un dios del vudú, estaba claro. Aunque lo sabía, no por ello dejó de asombrarme.
—Es totalmente inofensiva —se apresuró a decir Aarón para tranquilizarme. ¡Como si pudiera estar seguro de ello!
—. Le daremos a comer un par de ratas, pero a nosotros no…
—Déjalo —contesté sonriendo, para echarle una mano… Era evidente que se sentía incómodo. Luego, para tomarle un poco el pelo y aliviar la sensación de melancolía que producía aquel lugar, añadí—: Imagino que sabes que los roedores tienen que estar vivos.
Aarón se quedó horrorizado y me miró con expresión de reproche, como indicándome que no hacía falta que se lo recordara. Pero era demasiado educado para expresarlo de palabra. Merrick habló a la serpiente en voz baja, en francés.
Luego se dirigió de nuevo al altar, donde había una caja de hierro negra con unas ventanas cubiertas con barrotes por todos los costados (no sé describirla de otra forma). La abrió con una mano, haciendo rechinar los goznes de la tapa, y depositó la serpiente en la caja, que por suerte para nosotros se instaló lenta y airosamente en ella.
—A ver qué valeroso caballero se ofrece para transportar a la serpiente —comentó Aarón al ayudante que estaba junto a él, mientras los otros contemplaban la escena mudos de terror.
Entre tanto, la multitud empezó a dispersarse entre los árboles. Oí el crujir de las ramas. Las hojas caían a nuestro alrededor. Presentí que los pájaros seguían allí, aunque invisibles, en el impenetrable jardín, suspendidos en el aire y agitando velozmente sus diminutas alas.
Merrick se quedó unos momentos mirando hacia lo alto, como si hubiera descubierto una abertura en la bóveda formada por el denso follaje.
—Tengo la impresión de que jamás regresaré aquí —dijo suavemente, dirigiéndose a Aarón o a mí, o quizás a nadie en particular.
—¿Por qué dices eso, hija mía? —pregunté—. Puedes hacer lo que quieras, puedes venir aquí cada día si te apetece. Hay muchas cosas de las que tenemos que hablar.
—Este lugar está en ruinas —contestó—. Además, si Sandra la Fría regresa aquí algún día, no quiero que me encuentre. —Se volvió para mirarme directamente a los ojos—. Como es mi madre, podría llevarme con ella, y no quiero que eso ocurra.
—No ocurrirá —respondí, aunque no existía nadie en el mundo que pudiera garantizarle eso prescindiendo del amor maternal, y Merrick lo sabía. Lo único que podía hacer yo era procurar que todos cumpliéramos los deseos de la niña.
—Vamos —dijo—, quiero recoger algunas cosas que están en el ático.
El ático constituía el segundo piso de la casa, una buhardilla debajo del tejado de doble vertiente, tal como he descrito, con cuatro ventanas situadas en cada uno de los puntos cardinales, suponiendo que la casa estuviera bien orientada, cosa que yo no sabía.
Subimos por una estrecha escalera trasera, la cual describía un recodo, y penetramos en un lugar rebosante de fragancias a madera que me dejó atónito. Pese al polvo, tenía un aire acogedor y pulcro.
Merrick encendió una bombilla que pendía del techo y emitía una áspera luz, y comprobamos que estábamos rodeados de viejos baúles, bolsas, y maletas de cuero. Unas piezas de época, que cualquier anticuario se habría apresurado a adquirir. Y yo, habiendo visto ya un libro de magia, estaba preparado para ver más.
Merrick tenía una maleta a la que quería más que a cualquier otro objeto, según nos dijo, la cual colocó sobre el polvoriento suelo debajo de la bombilla que pendía del techo.
Se trataba de una bolsa de lona con las esquinas reforzadas con unas piezas de cuero. La abrió con facilidad, pues no estaba cerrada con llave, y contempló una serie de bultos envueltos también en telas blancas, o para ser más exactos, en unas fundas de almohada de algodón viejas y raídas.
Era evidente que el contenido de la bolsa revestía una importancia especial, pero no pude adivinar hasta qué punto. Me quedé asombrado al observar cómo Merrick alzaba uno de los bultos, al tiempo que rezaba una breve oración, un avemaría, si no me equivoco, y retiraba el envoltorio para mostrar un insólito objeto: una hoja de hacha de color verde, con unos números esculpidos en ambos lados.
Debía de medir medio metro de largo y era muy pesada, aunque Merrick la sostenía sin esfuerzo. Aarón y yo vimos tallado en la piedra el dibujo de una cara de perfil.
—Es de jade puro —comentó Aarón con tono reverente.
El objeto presentaba un aspecto lustroso y la cara de perfil lucía un espectacular y hermoso tocado, que si no me equivoco consistía en unas plumas y unas mazorcas de maíz.
El dibujo tallado o imagen ritual, que para el caso da lo mismo, tenía el tamaño de un rostro humano. Cuando Merrick le dio la vuelta, observé que en el otro lado aparecía esculpida una figura humana. En la parte superior del objeto, más estrecha que la base, habían practicado un pequeño orificio, quizá para llevarlo colgando del cinturón.
—Dios mío —exclamó Aarón en voz baja—. Es un objeto olmeca, ¿no es cierto? Debe de tener un valor incalculable.
—Sí, yo diría que es olmeca —coincidí—. Jamás Había visto un objeto tan grande y exquisitamente decorado fuera de un museo.
Merrick no parecía sorprendida.
—No diga cosas que no son ciertas, señor Talbot —me reprendió—. Tiene varios objetos como éste en su cámara acorazada — añadió mirándome a los ojos durante un momento prolongado y evanescente.
No salía de mi estupor. ¿Cómo lo había averiguado? Entonces deduje que se lo habría dicho Aarón. Pero al mirarlo comprendí que estaba equivocado.
—No son tan hermosos, Merrick —dije sinceramente—. Aparte de que los nuestros son meros fragmentos.
En vista de que no respondía, sino que seguía callada sosteniendo la reluciente hacha con ambas manos, como si gozara observando cómo la luz se reflejaba en ella, proseguí:
—Esto vale una fortuna, hija mía —dije—. Jamás imaginé que contemplaría un objeto semejante en esta casa. Merrick reflexionó unos instantes, tras lo cual asintió con expresión solemne.
—En mi opinión —continué, tratando de conquistar de nuevo su aprobación—, procede de una de las civilizaciones más antiguas de Centroamérica. Al contemplarlo siento que se me aceleran los latidos del corazón.
—Quizá se remonte a una época anterior a los olmecas — dijo Merrick, mirándome de nuevo. Luego dirigió la vista perezosamente hacia Aarón. La luz dorada de la bombilla caía sobre ella y la figura ricamente ataviada esculpida en el hacha—. Eso fue lo que dijo Matthew cuando la cogimos de una cueva que estaba detrás de la cascada. Y lo que dijo el tío Vervain cuando me indicó dónde la encontraría.
Contemplé de nuevo la espléndida cara tallada en la piedra verde, con sus ojos de mirada ausente y su nariz chata. —No hace falta que te diga que seguramente tienes razón
—dije—. Los olmecas aparecieron como por generación espontánea, según dicen los libros de historia. Merrick asintió.
—El tío Vervain nació de una india que conocía las artes mágicas más ocultas. Un hombre de color y una india piel roja procrearon al tío Vervain y a Gran Nananne, y la madre de Sandra la Fría era nieta de Gran Nananne, de modo que lo llevo en las venas.
Me quedé sin habla. No tenía palabras para expresar mi confianza ni mi estupor.
Merrick dejó el hacha sobre los numerosos bultos y tomó otro con el mismo cuidado que había demostrado anteriormente. Era un paquete más pequeño y más largo, y cuando lo abrió me quedé de nuevo pasmado. Se trataba de una figura alta, maravillosamente tallada, de un dios o un rey. Al igual que en el caso del hacha, el tamaño era de por sí impresionante al igual que el fulgor de la piedra.
—Nadie lo sabe —dijo la niña, como si hubiera adivinado mis pensamientos —, pero el cetro que sostiene es mágico. Si es un rey, también debe de ser un sacerdote y un dios.
Intimidado, examiné la talla con atención. La figura larga y estrecha llevaba un vistoso tocado encasquetado hasta los ojos, separados y de mirada feroz, el cual le alcanzaba los hombros. Sobre su pecho desnudo lucía un disco suspendido de un collar radial que le cubría los hombros y el cuello.
En cuanto al cetro, parecía a punto de golpear con él la palma de su mano izquierda, como si se dispusiera a atacar con él cuando se acercara su enemigo o su víctima. Tenía un aspecto a un tiempo estremecedor y hermoso en su sinceridad y exquisito detalle. Estaba bruñido y relucía, al igual que la máscara.
—¿Quiere que lo coloque de pie o tumbado? —preguntó Merrick, mirándome—. No me gusta jugar con estos seres. Jamás se me ocurriría hacerlo. Siento la magia que poseen. He realizado algunos conjuros con ellos, pero no me gusta jugar con esos seres. Volveré a taparlo para que se quede tranquilo.
Después de envolver de nuevo al ídolo, Merrick tomó un tercer bulto. No pude calcular el número de bultos que quedaban en la bolsa.
Observé que Aarón se había quedado mudo. No era preciso ser un experto en antigüedades mesoamericanas para comprender el valor de aquellos artefactos.
Merrick se puso a hablar mientras quitaba el envoltorio de la tercera maravilla…
—Fuimos allí, siguiendo el mapa que el tío Vervain nos había dado. Sandra la Fría no dejaba de implorar al tío Vervain para que nos indicara adonde debíamos ir. Íbamos Matthew, Sandra la Fría y yo. Sandra la Fría repetía una y otra vez: «¿No te alegras de no haber ido nunca a la escuela? Siempre andas protestando. Bien, pues ahora estás viviendo una gran aventura». Y era verdad.
Cuando Merrick hubo retirado el trapo, vimos que sostenía un pico largo y afilado. Estaba tallado de una sola pieza de jade verde, y el mango ostentaba los rasgos de un colibrí y dos ojillos esculpidos en la piedra. Yo había visto otros objetos parecidos en los museos, pero jamás un ejemplar tan espléndido como aquél. Entonces comprendí el amor del tío Vervain por los pájaros que cantaban en el jardín de la casa.
—Sí señor —dijo Merrick—. Él decía que esos pájaros eran mágicos, y les daba de comer. ¿Quién llenará los comederos cuando yo no esté?
—Nosotros nos ocuparemos de este lugar —respondió Aarón con su acostumbrado tono tranquilizador. Pero vi que estaba muy preocupado por Merrick. La niña siguió hablando.
—Los aztecas creían en los colibrís. Permanecen suspendidos en el aire como por arte de magia. Se vuelven de un lado para otro, creando un nuevo color. Según una leyenda, cuando morían los guerreros aztecas se convertían en colibrís. El tío Vervain decía que los magos tienen que saberlo todo. Decía que todos nuestros parientes eran magos, que nuestros orígenes se remontaban a miles de años antes que los aztecas. También me habló sobre las pinturas rupestres.
—¿Y sabes dónde está esa cueva? —le preguntó Aarón, que se apresuró a aclarar—: No debes contárselo a nadie, tesoro. Los hombres pierden el sentido común por un secreto como ése.
—Tengo las páginas del tío Vervain —respondió Merrick con su característico tono de voz evanescente. Depositó la afilada hoja del hacha sobre el montón de objetos envueltos en tela de algodón. Luego nos enseñó un cuarto objeto, como sin darle importancia, un pequeño y rechoncho ídolo tan exquisitamente tallado como el que nos había mostrado antes. Luego posó la mano de nuevo sobre el perforador con el mango circular en forma de colibrí—. Durante los ritos que llevaban a cabo extraían sangre. El tío Vervain me dijo que hallaría esto, un objeto para extraer sangre, y Matthew me aseguró que este perforador servía para eso.
—Esta maleta está repleta de este tipo de objetos, ¿no es así? —pregunté—. Y éstos no son los más representativos, ¿verdad? —añadí, echando un vistazo a mi alrededor—. ¿Qué otras cosas se ocultan en este ático?
Merrick se encogió de hombros. Por primera vez parecía sentirse agobiada por el calor debajo del techo abuhardillado.
—Vamos —dijo educadamente —, recogeremos las maletas y bajaremos a la cocina. Digan a sus gentes que no deben abrir esas cajas, sólo colocarlas en un sitio donde estén a buen recaudo. Les prepararé un poco de café. Preparo un café excelente. Mejor que Sandra la Fría o Gran Nananne. Parece estar a punto de desmayarse del calor, señor Talbot, y usted también tiene un aspecto preocupado, señor Lightner. Nadie entrará nunca a robar en esta casa, se lo aseguro, y la casa donde viven ustedes está vigilada por unos guardias día y noche.
Merrick envolvió de nuevo con cuidado la hoja de hacha, el ídolo y el perforador, y luego cerró la maleta con los dos candados oxidados. Entonces reparé por primera vez en la vieja y deteriorada etiqueta de cartón en la que aparecía escrito el nombre de un aeropuerto de México, y los sellos que indicaban que la maleta había viajado muchos kilómetros más allá.
Reprimí las preguntas que quería formular hasta que bajamos a la cocina, donde el ambiente era menos sofocante. Comprendí que lo que había dicho Merrick de que parecía a punto de desvanecerme era verdad. Me sentía casi mareado.
Merrick dejó la maleta en el suelo, se quitó los panties blancos y los zapatos, puso en marcha un oxidado ventilador instalado sobre el frigorífico, el cual oscilaba perezosamente, y se dispuso a preparar café, tal como nos había prometido.
Aarón rebuscó en la alacena hasta dar con el azúcar y sacó de la vieja nevera, como la llamaba Merrick, una jarra de nata que aún estaba en buen estado y fría. Pero Merrick lo que quería para el café era leche, que calentó pero sin dejar que hirviera.
—Esta es la forma adecuada de hacerlo —nos informó a ambos.
Por fin nos sentamos en torno a una mesa de roble, cuya superficie pintada de blanco limpió con un paño. El café con leche estaba cargado y muy rico. Cinco años entre los vampiros no pueden matar la memoria. Nada puede con ella. Le eché varias cucharadas de azúcar, al igual que ella, y me lo bebí a grandes tragos, convencido de que era una bebida reconstituyente, y luego me repantigué en la silla de madera que crujía cada vez que me movía. La cocina estaba ordenada, aunque era una reliquia. Incluso el frigorífico era una antigualla con un motor sobre ella que no dejaba de runrunear, debajo del ventilador que rechinaba al girar. Las baldas sobre la cocina económica y en las paredes estaban cubiertas con unas puertas de cristal, y vi todos los enseres que utilizan las personas que comen habitualmente en la cocina. El viejo suelo era de linóleo y estaba muy limpio.
De pronto me acordé de la maleta. Me levanté apresuradamente y miré a mi alrededor. Estaba junto a Merrick, sobre la silla vacía.
Cuando miré a Merrick, vi que tenía los ojos llenos de lágrimas.
—¿Qué te pasa, tesoro? —pregunté—. Dímelo y haré cuanto pueda por solucionarlo.
—Es por la casa y por todo lo que ha ocurrido, señor Talbot —respondió—. Matthew murió en esta casa.
Era la respuesta a una pregunta muy importante, que yo no me había atrevido a formular. No puedo decir que me sintiera aliviado al oírla, pero no pude por menos de preguntarme quién podría reclamar los tesoros que Merrick consideraba suyos.
—No se preocupe por Sandra la Fría —me dijo Merrick—. Si hubiera pensado volver para recuperar esas cosas, ya lo habría hecho hace tiempo. No había suficiente dinero en el mundo para ella. Matthew la amaba sinceramente, pero tenía mucho dinero, y eso influyó de forma decisiva.
—¿Cómo murió, tesoro? —pregunté.
—De una fiebre que contrajo en esas selvas. Paradójicamente, nos había obligado a nosotras a vacunarnos. Las agujas no me gustan. Nos vacunamos contra todas las enfermedades tropicales que cabe imaginar. Pero cuando volvimos, él ya estaba enfermo. Al cabo de unos días, durante uno de sus ataques en que se ponía a gritar y a estampar cosas contra la pared, dijo que los indios de las selvas habían echado una maldición a Matthew, y que nunca debió subir a la cueva que había detrás de la cascada. Pero Gran Nananne dijo que era una liebre resistente a todos los remedios. Matthew murió ahí, en la habitación trasera.
Merrick señaló el pasillo que nos separaba de la habitación en la que Aarón y yo habíamos pasado una noche desastrosa.
—Después de morir Matthew y de que Sandra se marchara, saqué los muebles. Están en el dormitorio delantero, junto al de Gran Nananne. Desde ese día he dormido allí.
—Comprendo el motivo —dijo Aarón con tono tranquilizador—. Debió de ser terrible para ti perderlos a los dos.
—Matthew fue muy bueno con nosotras —prosiguió Merrick—. Ojalá hubiera sido mi padre, aunque en aquellos momentos no me habría servido de nada. Cada dos por tres tenían que ingresarlo en el hospital, y al cabo de un tiempo los médicos dejaron de venir a verlo porque siempre estaba borracho y se metía con ellos. Y al final la palmó.
—¿Sandra ya se había marchado cuando él murió? —preguntó Aarón con delicadeza. Tenía la mano apoyada en la mesa, junto a la de Merrick.
—Se pasaba el día en el bar que hay en la esquina, y cuando la echaron de allí, se fue a otro bar que está en la calle mayor. La noche que Matthew empeoró, recorrí dos manzanas a la carrera para avisarla. Me puse a golpear la puerta trasera del local para que saliera, pero estaba tan borracha que no podía dar un paso.
«Estaba sentada con un hombre blanco muy atractivo, que la miraba con adoración, lo vi claramente, pero ella tenía tal borrachera que no se sostenía de pie. De pronto lo comprendí. Ella no quería ver morir a Matthew. Temía estar junto a él cuando ocurriera. No lo hacía por crueldad, sino porque estaba asustada. Así que volví corriendo. »Gran Nananne le estaba lavando la cara a Matthew y dándole unos tragos de su whisky, que era lo que él bebía siempre, lo único que quería beber, y no dejaba de boquear como si se ahogara, de modo que permanecimos sentadas junto a él hasta que amaneció. Entonces dejó de boquear y empezó a respirar de forma tan acompasada que parecía el tic-tac de un reloj, arriba y abajo, arriba y abajo.
»Era un alivio que hubiera dejado de boquear. Entonces comenzó a respirar tan flojito que apenas oíamos su respiración. Su pecho dejó de moverse. Y Gran Nananne me dijo que había muerto.
Merrick hizo una pausa para beberse el resto del café, tras lo cual se levantó, apartó su silla bruscamente, tomó la cafetera que había dejado sobre el fogón y nos llenó las tazas con el espeso café que había preparado. Luego volvió a sentarse y se pasó la lengua por el labio, como tenía por costumbre. Cuando hacía esos gestos parecía una niña, quizá debido a la forma en que se sentaba muy tiesecita con los brazos cruzados, como le habían enseñado en el colegio de monjas.
—Les agradezco que me hayan escuchado mientras les contaba esto —dijo mirando a Aarón y luego a mí—. Nunca se lo había contado a nadie. Sólo los pequeños detalles. Matthew dejó a Sandra la Fría mucho dinero.
»Sandra la Fría se presentó al día siguiente, al mediodía. Nos preguntó de malos modos adonde lo habíamos llevado y se puso a gritar y a estampar cosas contra la pared, protestando que no debimos haber llamado a la funeraria para que se lo llevaran.
»"¿Y qué pensabas hacer con él? —le preguntó Gran Nananne—. En esta ciudad hay unas leyes que regulan lo que hay que hacer con un cadáver, ¿sabes? ¿O es que pensabas enterrarlo en el jardín?". Al final vinieron los parientes que Matthew tenía en Boston y se lo llevaron, y en cuanto Sandra la Fría vio el cheque, el dinero que él le había dejado, se marchó de casa y desapareció.
»Por supuesto, no pensé que ésa sería la última vez que la vería. Sólo sé que metió unas ropas en su maleta nueva de cuero de color rojo y se vistió como una de esas modelos que salen en las revistas, con un traje blanco de seda. Se había recogido el pelo en un moño. Era tan guapa que no necesitaba maquillarse, pero se había pintado los párpados con una sombra de color púrpura oscuro y los labios con un carmín oscuro, también violáceo. Aquel color oscuro me dio mala espina. Pero estaba muy guapa.
»Me besó y me dio un frasco de perfume Chanel 22. Me dijo que me lo regalaba. Me aseguró que volvería a buscarme. Me dijo que se iba a comprar un coche para marcharse de aquí. Dijo: "Si consigo atravesar el aliviadero sin ahogarme, me largo de esta ciudad."
Merrick se detuvo unos momentos con el ceño fruncido y la boca entreabierta. Luego reanudó su relato.
—«¡Y un cuerno que vas a volver a por ella! —le contestó Gran Nananne—. Nunca has hecho nada por esta niña salvo dejar que se criara como una salvaje. ¡Pues se quedará conmigo, y tú puedes irte al infierno!».
Merrick hizo otra pausa. Su rostro aniñado mostraba una expresión serena. Temí que rompiera a llorar, pero se tragó las lágrimas. Luego carraspeó un poco para aclararse la garganta y siguió hablando, aunque apenas pude entender sus palabras.
—Creo que se fue a Chicago —dijo.
Aarón aguardó respetuosamente cuando se hizo el silencio en la vieja cocina. Yo tomé mi taza de café y bebí otro trago, saboreándolo, tanto en atención a la niña como por placer.
—Eres nuestra, tesoro —dije.
—Ya lo sé, señor Talbot —respondió Merrick con un hilo de voz. Luego, sin apartar los ojos de un objeto distante, alzó la mano derecha y la apoyó en la mía. Nunca olvidaré aquel gesto. Parecía como si quisiera consolarme.
—Gran Nananne ahora ya lo sabe —dijo al cabo de un rato—. Sabe si mi madre está viva o muerta.
—Sí, lo sabe —respondí, expresando mi convencimiento un tanto precipitadamente—. Y aparte de lo que sepa, tu madre está en paz.
Durante el silencio que se produjo a continuación, fui consciente del dolor de Merrick y de los ruidos que hacían los acólitos de Talamasca al trasladar los objetos y colocarlos en su lugar. Oí el chirrido cuando arrastraban o empujaban las estatuas de gran tamaño. Oí los ruidos que producían cuando estiraban y arrancaban trozos de cinta adhesiva.
—Yo quería mucho a ese hombre, a Matthew —dijo Merrick suavemente—. Le quería muchísimo. Me enseñó a leer el Libro de la Magia. Me enseñó a leer todos los libros que nos había dejado el tío Vervain. Le gustaba mirar las fotografías que les he enseñado a ustedes. Era un hombre interesante
Se produjo otra larga pausa. Había algo en la atmósfera de la casa que me turbaba. Me sentía confundido por aquella sensación. No tenía nada que ver con el ruido o el trajín De pronto comprendí que era preciso ocultar mi turbación a Merrick, para no inquietarla en unos momentos tan delicados para ella.
Parecía como si una persona nueva y distinta hubiera Penetrado en la casa; uno percibía los movimientos sigilosos de esa persona. Producía la sensación de una presencia coherente. Lo borré de mi mente, sin que en ningún momento me Produjera temor y sin apartar los ojos de Merrick, cuando esta empezó a hablar de nuevo, como si estuviera en un trance rápidamente y con un tono monocorde.
—Matthew había estudiado historia y ciencias en Boston Conocía México y las selvas. Me contó la historia los olmecas. Cuando estuvimos en México, me llevó al museo quería que yo asistiera a la escuela. Las selvas no le infundaban ningún temor. Estaba convencido de que las vacunas nos Protegerían. No nos dejaba beber el agua del grifo y esas cosas. —Era muy rico, como he dicho, y jamás habría tratado de robarnos nada a Sandra la Fría ni a mí. Merrick no apartaba la vista del punto donde la había fijado.
Yo seguía sintiendo la presencia de aquella entidad en la casa, y me di cuenta de que ella no la sentía. Aarón tampoco se había percatado de ella. Pero estaba allí. Y no lejos de donde nos encontrábamos nosotros. Escuché a Merrick con total atención.
—El tío Vervain nos dejó muchas cosas. Ya se las enseñare. Decía que nuestras raíces se hundían en esas tierras selváticas, y en Haití, antes de que nuestra familia viniera aquí que no nos parecíamos a los negros americanos, aunque nunca empleaba la palabra «negros», sino que decía gente de color. Sandra la Fría se burlaba de él. El tío Vervain era un mago muy poderoso, y también lo había sido su abuelo, y el tío Vervain nos contaba historias de lo que era capaz de hacer el Anciano.
Hablaba con tono quedo, pero cada vez más rápidamente. El relato brotaba de sus labios atropelladamente.
—Siempre lo llamábamos así, el Anciano. Practicaba el vudú durante la guerra civil. Regresó a Haití para aprender cosas, y cuando regresó a esta ciudad, dicen que causó un gran revuelo con sus conocimientos de magia. La gente habla siempre de Marie Laveau, por supuesto, pero también del Anciano. A veces siento que el tío Vervain y el Anciano están cerca de mí, al igual que Lucy Nancy Marie Mayfair, que aparece en una fotografía, y otra reina del vudú llamada Justine la Guapa. Según dicen, todos temían a Justine la Guapa.
—¿Qué es lo que quieres, Merrick? —le pregunté de sopetón, tratando de frenar la creciente rapidez de sus palabras. Me miró con expresión adusta, y luego sonrió.
—Quiero ser una persona instruida, señor Talbot. Quiero ir a la escuela.
—Eso es maravilloso —afirmé.
Se lo dije al señor Lightner —prosiguió —, y respondió que usted lo dispondría todo. Quiero estudiar en una buena escuela donde me enseñen griego y latín, y a utilizar el tenedor indicado para la ensalada o el pescado. Quiero aprender todo lo referente a la magia, como hizo Matthew, que me contaba cosas de la Biblia, y que leía esos libros antiguos y me explicaba cosas que habían quedado más que demostradas. Matthew nunca tuvo que ganarse el sustento. Supongo que yo sí tendré que ganármelo, pero quiero ser una persona instruida, ya me entiende, ¿no? Merrick me miró fijamente con ojos secos y límpidos, y en aquellos instantes me percaté de que tenían un color precioso, como ya he indicado. Siguió hablando, un poco más despacio, con un tono más sereno y casi dulce.
—El señor Lightner dice que todos ustedes, los miembros de la Orden, son gente instruida. Me lo dijo antes de que usted llegara. Observo que las personas que viven en la casa matriz tienen buenos modales y que hablan con educación. El señor Lightner dice que es una tradición de la Orden. Educan a los miembros, porque ser miembro es una condición vitalicia y todos viven bajo un mismo techo.
Sonreí. Era cierto. Muy cierto.
—Sí —dije —, educamos a todos los que se incorporan a nuestra Orden, en tanto en cuanto estén dispuestos a aprender y a asimilar nuestras enseñanzas, y haremos lo mismo contigo.
Merrick se inclinó y me besó en la mejilla.
Ese gesto de afecto me sorprendió hasta el extremo de que no supe cómo reaccionar.
—Tesoro, te lo daremos todo —dije de corazón—. Tenemos mucho que compartir contigo. Es nuestro deber…, pero más que un deber para nosotros.
De pronto, algo invisible desapareció de la casa. Lo sentí tan nítidamente como si hubiera chasqueado los dedos y se hubiera esfumado. Merrick no parecía haberse percatado.
—¿Y qué puedo hacer yo a cambio? —preguntó con tono sosegado y firme—. No pueden dármelo todo a cambio de nada, señor Talbot. Dígame qué quieren de mí.
—Que nos enseñes todo lo que sabes sobre magia —respondí—, y te conviertas en una mujer feliz, fuerte, que nunca temas nada.