12

Aarón me recibió en la puerta.

—Merrick está en su casa en Nueva Orleáns. El guarda dice que ha estado bebiendo. Ella se niega a hablar con él. He llamado cada hora desde esta mañana. Pero Merrick no coge el teléfono.

—¿Por qué no me contaste lo que ocurría? —pregunté. Estaba profundamente preocupado.

—¿Por qué? ¿Para que no dejaras de preocuparte durante todo el viaje a través del Atlántico? Sé que eres el único capaz de razonar con ella cuando se encuentra en ese estado.

—¿Qué te hace pensar eso? —protesté. Pero era cierto. A veces lograba convencer a Merrick para que pusiera fin a una de sus borracheras. Pero no siempre.

En cualquier caso me di un baño, me cambié de ropa, dado que hacía un tiempo insólitamente caluroso para ser principios de invierno, y por la tarde partí bajo una suave llovizna, en el coche conducido por el chófer, hacia casa de Merrick.

Aunque cuando llegué había oscurecido, pude ver que el barrio se había degradado más aún de lo que había supuesto.

Daba la impresión de haber sido devastado por una guerra y de que los supervivientes no habían tenido más remedio que vivir entre las deprimentes ruinas de madera rodeadas por los eternos y gigantescos hierbajos. Había unas pocas viviendas de madera en buen estado de conservación, cubiertas con una capa reluciente de pintura y unas molduras debajo del tejado. Pero a través de las ventanas enrejadas distinguí el tenue resplandor de unas luces. La maleza que proliferaba en aquel lugar había comenzado a desmoronar algunas casas abandonadas. La zona no sólo se hallaba en un estado ruinoso, sino que además ofrecía peligro.

Presentí que había gente merodeando a través de la oscuridad. Detestaba esa sensación de temor que rara vez había hecho presa en mí de joven. La vejez me había enseñado a respetar el peligro. Como he dicho, odiaba esa sensación. Odiaba pensar que no podría acompañar a Merrick en su insensata expedición a las selvas centroamericanas, lo cual representaría una humillación para mí. Por fin el coche se detuvo delante de la casa de Merrick.

La hermosa casa, que se alzaba sobre unos pilotes y que estaba recién pintada de un color rosa tropical con un ribete blanco, presentaba un aspecto magnífico detrás de la alta verja de hierro forjado.

Los nuevos muros de ladrillo, gruesos y muy altos, rodeaban por completo la finca. A través de los barrotes de la verja distinguí un parterre de adelfas que en cierto modo protegía la casa de la sordidez de la calle. Cuando el guarda me recibió en la verja y me condujo hacia los escalones de la entrada, vi que las ventanas alargadas de la habitación de Merrick estaban también provistas de barrotes, a pesar de los visillos de encaje y las persianas, y que había luces encendidas en toda la casa.

El porche estaba limpio; los viejos pilares cuadrados ofrecían un aspecto sólido; los cristales emplomados de las dos ventanas encajadas en la bruñida puerta de doble hoja relucían esplendorosos. Con todo, en aquellos momentos me invadieron unos recuerdos nostálgicos.

—La señorita Merrick se niega a responder al timbre, señor —dijo el guarda, un hombre en el que apenas había reparado debido a la prisa—. Pero la puerta está abierta para que entre usted. A las cinco le llevé un poco de comida.

—¿Le pidió ella que le llevara la cena? —pregunté.

—No, señor, no me dijo nada. Pero se lo ha comido todo. A las seis fui a recoger los platos.

Abrí la puerta y penetré en el confortable vestíbulo delantero, dotado de aire acondicionado. Observé de inmediato que el viejo saloncito y el comedor situados a mi derecha habían sido espléndidamente remozados y decorados con unas alfombras chinas de brillante colorido. Un moderno barniz cubría los viejos muebles. Los espejos antiguos sobre las repisas de mármol blanco presentaban un aspecto tan oscuro como antes.

A mi izquierda estaba el dormitorio delantero; el lecho de Gran Nananne se hallaba cubierto con un dosel de marfil blanco y una tupida colcha de encaje hecho a ganchillo.

Merrick estaba sentada en una mecedora de madera pulida junto al lecho, frente a los ventanales delanteros; la luz crepuscular iluminaba su rostro.

En la mesita a su lado, junto a una palmatoria, había una botella de ron Flor de Caña.

Merrick se llevó el vaso a los labios, bebió un trago y volvió a depositarlo en la mesa, tras lo cual siguió con la mirada fija en el infinito, como si no se hubiera percatado de mi presencia. Me detuve en el umbral.

—¿Es que no vas a ofrecerme una copa, tesoro? —pregunté. Merrick sonrió, sin volver siquiera la cabeza.

—Nunca has tenido afición por el ron, David —respondió suavemente—. Eres hombre de whisky, como Matthew, mi viejo padrastro. Está en el comedor. ¿Te apetece una copa de Highland Macallan, de veinticinco años? ¿Es lo suficientemente bueno para mi querido Superior?

—Por supuesto, amable dama —contesté—. Pero no te preocupes por eso. ¿Puedo pasar?

—Claro, David —respondió Merrick, acompañando sus palabras con una breve y atractiva carcajada—. Vamos, entra.

Cuando miré a mi izquierda me llevé un sobresalto. Entre los dos ventanales delanteros se había erigido un enorme altar de mármol, sobre el que vi multitud de pequeños santos de yeso. La Virgen María, luciendo una diadema y sus ropajes del Monte Carmelo, sostenía en brazos bajo su beatífica sonrisa a un radiante Niño Jesús.

Merrick había añadido unos elementos nuevos. Vi que se trataba de los tres Reyes Magos de las escrituras y tradiciones cristianas. Pero el altar no tenía nada que ver con un belén navideño. Los Reyes Magos habían sido incluidos entre una nutrida panoplia de figuras sagradas y ocupaban un discreto segundo plano.

Observé la presencia entre los santos de algunos misteriosos ídolos de jade; uno de ellos, de aspecto siniestro, sostenía su cetro en alto dispuesto a utilizarlo para hacer valer su autoridad o para atacar.

Otras dos figuritas de aspecto no menos cruel flanqueaban una estatua de san Pedro de grandes dimensiones. Y ante ellos reposaba el perforador, o cuchillo, de jade con el mango en forma de colibrí, uno de los artefactos más bellos pertenecientes a la extensa colección de Merrick.

La maravillosa hacha de obsidiana que yo había visto hacía siete años ocupaba un lugar preferente entre la Virgen Mana y el arcángel san Miguel.

En la tenue luz emitía un hermoso fulgor. Pero el contenido más sorprendente del altar eran los daguerrotipos y viejas fotografías de los parientes de Merrick, dispuestos apretadamente, como si se tratara de una colección de fotografías familiares colocadas sobre el piano del salón. Sus rostros no se distinguían en la penumbra.

Ante el altar ardían unas velas dispuestas en una doble hilera, y había muchas flores distribuidas en numerosos jarrones. Todo estaba limpio, sin una mota de polvo. Pero de pronto reparé en la mano amputada, que destacaba contra el mármol blanco, retorcida y horripilante, tal como la había visto por primera vez hacía mucho tiempo.

—¿Un recuerdo de los viejos tiempos? —pregunté, señalando el altar.

—No seas absurdo —contestó ella en voz baja. Se llevó el cigarrillo a los labios. Vi sobre la mesita un paquete de Rothmans, la vieja marca que fumaba Matthew. También era mi vieja marca. Yo sabía que Merrick era una fumadora ocasional, al igual que yo.

No obstante, la miré detenidamente. ¿Era realmente mi amada Merrick? Sentí que se me ponía la piel de gallina, como suele decirse, una sensación que detestaba.

—¿Merrick? —pregunté.

Cuando alzó la vista y me miró, comprendí que era ella, que no había ningún otro ser dentro de su cuerpo hermoso y juvenil, y me di cuenta de que no estaba bebida.

—Siéntate, David, querido amigo —dijo con tono sincero, casi melancólico—. La butaca es muy cómoda. Me alegro de que hayas venido.

Al oír aquel tono de voz que me resultaba tan familiar di un respiro de alivio. Atravesé la habitación y me senté en la butaca frente a ella, desde la cual podía observar su rostro. Junto a mi hombro derecho estaba el altar, con aquellos diminutos rostros fotográficos mirándome como habían hecho tiempo atrás.

Comprobé que no me gustaba, como tampoco me gustaban los numerosos santos de expresión indiferente y los discretos Reyes Magos, aunque tuve que reconocer que constituía un espectáculo deslumbrante.

—¿Por qué tenemos que viajar a esas selvas, Merrick? —pregunté—. ¿Qué te ha hecho abandonarlo todo por ese proyecto?

No respondió de inmediato. Bebió un trago de ron del vaso, sin apartar los ojos del altar.

Eso me dio tiempo a tomar nota del inmenso retrato del tío Vervain que estaba colgado en la pared en el otro extremo de la habitación, junto a la puerta a través de la cual había entrado.

Enseguida me di cuenta de que se trataba de una costosa ampliación del retrato que Merrick nos había mostrado hacía años. La copia reproducía fielmente los tonos sepia del original, y el tío Vervain, un joven en la plenitud de la vida, con el codo apoyado cómodamente sobre la columna griega, parecía estar sentado frente a mí, mirándome insistentemente con ojos claros y resplandecientes.

Pese a la oscilante penumbra, observé su hermosa y ancha nariz y sus labios carnosos y exquisitamente modelados. En cuanto a sus ojos claros, conferían al rostro un aspecto aterrador, aunque no estaba seguro de si en realidad era esa sensación la que yo experimentaba en aquellos momentos.

—Veo que has venido para seguir discutiendo conmigo —comentó Merrick—. Pero yo no tengo tiempo para discutir, David. Tengo que marcharme ahora mismo.

—No me has convencido. Sabes bien que no dejaré que viajes a esas tierras remotas sin el apoyo de Talamasca, pero quiero comprender…

—El tío Vervain no me dejará sola —replicó. Observé sus ojos grandes y perspicaces, su rostro un poco en sombras, iluminado por la débil luz del lejano vestíbulo—. Son los sueños, David. La verdad es que hace años que los tengo, pero nunca tan intensos como ahora. Quizá no quise prestarles atención, quizá me hice la desentendida, como si no quisiera comprender su significado.

Me pareció que ofrecía un aspecto mucho más atractivo del que yo recordaba. Llevaba un sencillo vestido de algodón violeta, con un cinturón que realzaba su delgada cintura, y el bajo apenas le cubría las rodillas. Tenía las piernas esbeltas y exquisitamente torneadas. Iba descalza, y las uñas de los pies estaban pintadas de un brillante color violeta, a juego con el vestido.

—¿Cuándo empezaste exactamente a tener esos sueños?

—En primavera —respondió Merrick con cierto recelo— Justo después de Navidad. No estoy segura. Hizo un invierno muy crudo aquí. Supongo que te lo diría Aarón. Tuvimos una helada tremenda. Murieron todos los hermosos plataneros, aunque renacieron cuando llegó el tiempo primaveral. ¿Los has visto fuera?

—No me he fijado, cariño. Perdóname —respondí. Merrick prosiguió su relato como si yo no le hubiera contestado.

—Y fue entonces cuando se me apareció con toda claridad. En el sueño no existía el pasado ni el presente, sólo el tío Vervain y yo. Estábamos juntos en esta casa; él se hallaba sentado ante la mesa del comedor —dijo señalando la puerta abierta y los espacios más allá de la misma—, y yo estaba con él. El tío Vervain me dijo: «Niña, ¿no te he dicho que regresaras en busca de esos objetos?». Después me contó una larga historia sobre unos espíritus, unos espíritus horripilantes que le habían hecho que se cayera por una pendiente y se hiciera unos cortes en la cabeza. Me desperté en plena noche y anoté todo cuanto recordaba, pero algunos detalles del sueño se me escapaban, y así debía ser.

—Cuéntame qué más recuerdas ahora.

—El tío Vervain dijo que el bisabuelo de su madre conocía esa cueva —respondió Merrick—. Dijo que el anciano le había llevado allí, aunque a él le asustaba la selva. ¡Calcula la de años que debe hacer de eso! Dijo que nunca regresó a ese lugar. Se estableció en Nueva Orleáns y se hizo rico con el vudú, tan rico como pueda hacerse una persona con el vudú. Dijo que a medida que te haces viejo renuncias a tus sueños, hasta que al final no te queda nada.

Creo que torcí el gesto al oírla pronunciar aquellas palabras que rezumaban verdad.

—Yo tenía siete años cuando el tío Vervain murió bajo este techo —dijo Merrick—. El bisabuelo de su madre era un brujo entre los mayas. Ya sabes, un curandero, una especie de sacerdote. Recuerdo que el tío Vervain utilizó precisamente esa palabra.

—¿Por qué quiere tu tío que regreses allí? —pregunté. Merrick no había apartado los ojos del altar. Al volverme me percaté de que el retrato del tío Vervain figuraba entre los demás objetos. Era un retrato diminuto, sin enmarcar, colocado a los pies de la Virgen María.

—Para que rescate el tesoro —respondió Merrick con tono quedo, preocupado—. Para que lo traiga aquí. Dice que contiene algo que cambiará mi destino. Pero no sé a qué se refiere — agregó con uno de sus suspiros característicos

—. Por lo visto piensa que voy a necesitar ese objeto, esa cosa. ¡Pero qué saben los espíritus!

—¿Qué es lo que saben, Merrick? —pregunté.

—No sé decirte, David —contestó—. Sólo puedo decirte que el tío Vervain no deja de presionarme. Quiere que vaya allí y rescate esos objetos.

—Pero tú no deseas hacerlo —dije—. Lo noto en tu forma de expresarte. Te sientes perseguida por su espíritu.

—Es un fantasma muy potente, David —replicó Merrick recorriendo con la vista las estatuas colocadas sobre el altar—. Son unos sueños muy potentes —añadió meneando la cabeza—. Están llenos de su presencia. ¡No sabes cuánto le echo de menos! —Sus ojos adquirieron una expresión distante—. Al hacerse viejo, sus piernas no le respondían, ¿sabes? El cura vino y le dijo que no era necesario que siguiera asistiendo a misa los domingos, porque le suponía un esfuerzo demasiado grande. Pero cada domingo, el tío Vervain se ponía su mejor terno, con su reloj de bolsillo, ya sabes, la cadeneta de oro colgando fuera y el reloj dentro del bolsillo del chaleco, y se sentaba en el comedor que hay ahí para escuchar la retransmisión de la misa por la radio mientras rezaba sus oraciones en voz baja. Era todo un caballero. Y por la tarde venía el cura para administrarle la comunión.

»Por mucho que le dolieran las piernas, el tío Vervain se arrodillaba para tomar la comunión. Yo me quedaba junto a la puerta de entrada hasta que se hubieran marchado el cura y el monaguillo. El tío Vervain decía que nuestra Iglesia era mágica debido al cuerpo y sangre de Jesucristo y a la sagrada hostia. Me dijo que me habían bautizado con los nombres de Merrick Marie Louise Mayfair, que estaba consagrada a la Virgen María. Escribían mi nombre al estilo francés: M-e-r-r-i-q-u-e. Sé que me bautizaron. Estoy segura de ello.

Merrick se detuvo. Su voz y su rostro denotaban un sufrimiento que me resultaba insoportable. Si hubiéramos conseguido localizar su certificado de bautismo, pensé desesperado, habríamos podido evitar aquella obsesión.

—No, David —dijo alzando la voz para rectificarme—. Te aseguro que sueño con él. Lo veo sosteniendo ese reloj de oro. — Merrick adoptó de nuevo una actitud evocadora, pero no le procuró ningún consuelo—. El tío Vervain amaba ese reloj, ese reloj de oro. Yo quería que me lo regalara, pero se lo dejó a Sandra la Fría. Yo le rogaba que me dejara contemplarlo, que me dejara girar sus manecillas para ponerlo en hora, que me dejara abrirlo, pero él se negaba. «Este reloj no es para ti, Merrick —me decía—. Es para otra persona». Y se lo dejó a Sandra la Fría, que se lo llevó consigo al marchar.

—Son fantasmas familiares. ¿No tenemos todos unos fantasmas familiares?

—Sí, David, pero se trata de mi familia, y mi familia nunca fue como las familias de los demás. El tío Vervain se me aparece en sueños y me habla de la cueva.

—No soporto verte sufrir, tesoro —dije—. Cuando estoy en Londres, sentado detrás de mi mesa de trabajo, me aíslo emocionalmente de los otros miembros que están repartidos por todo el mundo. Pero jamás de ti.

Merrick asintió con la cabeza.

—Yo tampoco quiero causarte nunca ningún sufrimiento, jefe —repuso—, pero te necesito.

—No estás dispuesta a cejar en tu intento, ¿no es así? —dije con la máxima ternura.

—Tenemos un problema, David —dijo tras un breve silencio fijando los ojos fijos en el altar, quizá para rehuir mi mirada.

—¿De qué se trata, tesoro? —pregunté.

—No sabemos con exactitud adonde ir.

—No me sorprende —respondí, tratando de recordar las imprecisas cartas de Matthew al tiempo que me esforzaba en no emplear un tono enojado o pomposo—. Las cartas de Matthew fueron echadas todas juntas al correo en México, según tengo entendido, cuando os disponías a regresar a casa. Merrick asintió con la cabeza.

—Pero ¿y el mapa que te dio el tío Vervain? Ya sé que en él no figuraban los nombres de los sitios, ¿pero qué ocurrió cuando lo tocaste?

—No ocurrió nada cuando lo toqué —contestó Merrick, sonriendo con amargura. Tras un largo silencio, señaló el altar.

Entonces reparé en un pequeño pergamino enrollado, sujeto con una cinta negra, que reposaba junto al pequeño retrato del tío Vervain.

—Matthew llegó allí gracias a la ayuda que recibió —dijo con voz extraña, casi sorda—. No dedujo la situación de la cueva a partir de ese mapa, ni por sus propios medios.

—¿Te refieres a la brujería? —inquirí.

—Te expresas como el Gran Inquisidor —contestó Merrick con mirada distante; su rostro y su voz no mostraban expresión alguna—. Le ayudó Sandra la Fría. Sandra la Fría sabía cosas que le había contado el tío Vervain y que yo ignoraba. Sandra la Fría conocía bien aquel terreno. Y Honey Rayo de Sol también. Tenía seis años más que yo. Merrick se detuvo. Era evidente que se sentía profundamente turbada.

No recuerdo haberla visto tan turbada desde que se había hecho mujer.

—Los parientes por parte materna del tío Vervain guardaban esos secretos —afirmó—. En mis sueños veo muchos rostros. —Meneó la cabeza, como si tratara de despejarse la mente, y continuó casi en un susurro —: El tío Vervain hablaba continuamente con Sandra la Fría. De haber muerto el tío más adelante, es posible que Sandra la Fría se hubiera corregido, pero el tío Vervain era muy viejo y le había llegado la hora.

—¿Y el tío Vervain no te explica en esos sueños dónde está ubicada la cueva?

—Intenta hacerlo —respondió Merrick con tristeza—. Veo imágenes, fragmentos. Veo al brujo maya, el sacerdote, trepando por las rocas junto a la cascada. Veo una piedra muy grande con unos rasgos faciales tallados en ella. Veo incienso y velas, plumas de aves exóticas, unas plumas de un colorido maravilloso, y ofrendas de comida.

—Entiendo —dije.

Merrick se meció un poco en la mecedora, moviendo los ojos lentamente de un lado a otro. Luego cogió el vaso y bebió otro trago de ron.

—Por supuesto, recuerdo detalles del viaje —dijo de forma pausada.

—Tenías diez años —dije con delicadeza—. El hecho de que tengas esos sueños no significa que debas regresar ahora.

Ella no me prestó atención. Bebió otro trago de ron, con los ojos clavados en el altar.

—Hay muchas rumas, muchos valles en un terreno elevado —dijo—. Muchas cascadas, muchas selvas tropicales. Necesito otro dato. Dos datos, en realidad. La población a la que volamos desde México y el nombre de la aldea en la que acampamos. No recuerdo esos nombres, suponiendo que los supiera entonces. No prestaba atención. Me dedicaba a jugar en las selvas, sola. Ni siquiera sabía muy bien por qué estábamos allí.

—Escúchame, cariño… —dije.

—No te esfuerces. Tengo que volver allí —replicó secamente.

—Supongo que has repasado a fondo todos los libros que tienes sobre ese terreno selvático. ¿Has hecho una lista de las poblaciones y aldeas? —Me detuve, recordando que no quena que emprendiera aquella arriesgada expedición. Merrick se me quedó mirando fijamente. Sus ojos mostraban una expresión inusitadamente dura y fría. El resplandor de las velas y la luz de las lámparas realzaban el maravilloso color verde de sus pupilas. Observé que llevaba las uñas de las manos pintadas del mismo tono violeta intenso que las de los pies. Me pareció de nuevo la encarnación de todo cuanto siempre he deseado.

—Claro que lo he hecho —respondió suavemente—. Pero tengo que hallar el nombre de esa aldea, el último poblado, y el nombre de la ciudad a la que nos trasladamos en avión. Si tuviera esos datos, podría partir sin mayores problemas —dijo con un suspiro—. Necesito saber sobre todo el nombre de la aldea donde está ese brujo, la cual existe desde hace siglos, inaccesible, esperando que vayamos. Si supiera su nombre, no habría problema para llegar allí.

—¿Pero cómo? —le pregunté.

—Honey lo sabe —repuso Merrick—. Honey Rayo de Sol tenía dieciséis años cuando emprendimos ese viaje. Honey debe de recordarlo. Ella me lo dirá.

—¡No puedes invocar a Honey! —protesté—. Sabes que es demasiado peligroso, una temeridad, no puedes…

—Tú estás aquí, David.

—¡Dios santo! Si invocas ese espíritu no podré protegerte.

—Pero debes protegerme. Debes protegerme porque Honey seguirá siendo tan perversa como siempre lo fue. Cuando aparezca, tratará, de destruirme.

—Entonces no lo hagas.

—Es preciso. Debo hacerlo, debo regresar a esa cueva. Le prometí a Matthew Kemp en su lecho de muerte que informaría al mundo de esos hallazgos. Él no sabía que me estaba hablando a mí. Creía que estaba hablando con Sandra la Fría, con Honey o quizá con su madre, no lo sé. Pero se lo prometí. Le prometí que revelaría al mundo los tesoros que encierra esa cueva.

—¡Al mundo le tiene sin cuidado el descubrimiento de otras ruinas olmecas! —contesté—. Muchas universidades realizan trabajos de investigación en las selvas tropicales y otras selvas. ¡Toda América Central está llena de ciudades antiguas! ¿Qué importa ese hallazgo?

—Se lo prometí al tío Vervain —insistió Merrick—. Le prometí que conseguiría esos tesoros, que los rescataría de esa cueva. «Cuando seas mayor», me dijo, y yo se lo prometí.

—Yo creo que se lo prometió Sandra la Fría —repliqué con aspereza—. Y quizá se lo prometió Honey Rayo de Sol. ¿Qué edad tenías cuando murió tu anciano tío? ¿Siete años?

—Debo hacerlo —respondió Merrick con tono solemne.

—Olvídate de ese proyecto —insistí—. Es muy arriesgado viajar a esas selvas centroamericanas. No estoy de acuerdo en que vayas. Soy el Superior de la Orden. No puedes desobedecerme.

—No pienso hacerlo —repuso Merrick, suavizando el tono—. Te necesito. Te necesito ahora. Se inclinó hacia un lado, aplastó el cigarrillo y se sirvió un poco más de ron.

Bebió un largo trago y se volvió a acomodar en la mecedora.

—Tengo que invocar a Honey —musitó.

—¿Por qué no invocas a Sandra la Fría? —pregunté exasperado.

—No lo comprendes —respondió Merrick—. Lo he llevado encerrado en mi alma desde hace años, pero debo invocar a Honey. Ella está junto a mí. ¡Siempre está junto a mí! Lo presiento. He tratado de ahuyentarla con mis poderes. He utilizado mis sortilegios y mi fuerza para protegerme. Pero jamás se aleja de mí. —Bebió un largo trago de ron y prosiguió —: El tío Vervain amaba a Honey Rayo de Sol, David. Honey también aparece en esos sueños.

—¡Creo que todo esto es producto de tu macabra imaginación! — contesté. Merrick soltó una sonora y alegre carcajada.

—Ay, David, eres capaz de decirme que no crees en los fantasmas ni en los vampiros. O que Talamasca no es sino una leyenda, o que la Orden no existe.

—¿Por qué tienes que invocar a Honey?

Merrick meneó la cabeza y se reclinó hacia atrás en la mecedora. Tenía los ojos llenos de lágrimas; las vi relucir a la luz de las velas. Yo estaba desesperado.

Me levanté, me dirigí al comedor, localicé la botella de whisky Macallan de veinticinco años y los vasos de cristal emplomado en el aparador y me serví una generosa cantidad. Regresé junto a Merrick. Luego volví a por la botella, me senté de nuevo en la silla y deposité la botella en la mesita de noche a mi izquierda. Era un whisky excelente. No había bebido nada en el avión, porque quería tener la cabeza despejada durante mi entrevista con Merrick. El licor me relajó.

Merrick no dejaba de llorar.

—De acuerdo, quieres invocar a Honey porque por alguna razón piensas que conoce el nombre del pueblo o de la aldea.

—A Honey le gustaban esos lugares —respondió impávida, sin dejarse impresionar por mi tono apremiante—. Le gustaba el nombre de la aldea desde la que emprendimos la marcha hacia la cueva. —Se volvió hacia mí—. ¿No lo entiendes? Esos nombres son como gemas engastadas en su conciencia. ¡Ella está ahí con todos sus conocimientos! No tiene que recordar como un ser mortal. ¡Guarda esos conocimientos dentro de sí y yo tengo que obligarla a transmitírmelos!

—Lo comprendo, pero insisto en que es demasiado arriesgado. Además, ¿por qué no ha pasado el espíritu de Honey a otro ámbito?

—No puede hacerlo hasta que yo le diga lo que quiere saber. Su respuesta me dejó perplejo. ¿Qué querría saber Honey?

Merrick se levantó de la mecedora, como un gato adormilado que de pronto salta para perseguir a una presa, y cerró la puerta que daba al pasillo. La oí girar la llave en la cerradura.

Yo me levanté también, pero no la seguí, pues no sabía qué se proponía. Merrick no estaba tan bebida como para que yo me pusiera en plan autoritario con ella. No me sorprendió verla abandonar su vaso a favor de la botella de ron, que se llevó con ella hasta el centro de la estancia.

Entonces me percaté de que no había alfombra. Avanzó descalza sin hacer ruido sobre el pulido suelo y, apretando la botella con la mano derecha contra su pecho, empezó a girar en un círculo, tarareando una melodía, con la cabeza inclinada hacia atrás. Yo me situé junto a la pared.

Merrick siguió girando en círculos, haciendo que su falda de algodón color violeta se acampanara y derramando el ron de la botella. Sin hacer caso del licor derramado en el suelo, frenó durante unos instantes la velocidad a la que giraba para beber un trago y luego se puso a dar vueltas con tal rapidez que la falda le golpeaba las piernas. De pronto se detuvo en seco delante del altar y escupió un buche de ron con los dientes apretados, soltando una fina rociada sobre los santos que aguardaban pacientemente.

De su boca brotó un agudo gemido, mientras seguía escupiendo ron con los dientes apretados. Empezó de nuevo a bailar, golpeando el suelo con los pies y murmurando. No logré captar el idioma ni las palabras. El pelo le caía alborotado sobre la cara. Luego bebió otro trago, que volvió a escupir; las llamas de las velas oscilaban y danzaban al tiempo que atrapaban las gotas de licor y les prendían fuego.

De pronto Merrick lanzó sobre las velas una rociada de ron. Las llamas se alzaron peligrosamente ante los santos. Por suerte se apagaron.

Merrick echó la cabeza hacia atrás y gritó entre dientes en francés:

—¡Lo hice yo, Honey! ¡Fui yo!

La habitación parecía como si temblara cuando Merrick dobló un poco las rodillas y empezó a girar de nuevo, golpeando el suelo con los pies en una ruidosa danza.

—¡Os solté una maldición, Honey, a ti y a Sandra la Fría! —gritó—. ¡Lo hice yo, Honey!

De pronto se precipitó hacia el altar, sin soltar la botella, tomó el perforador de jade verde con la mano izquierda y se produjo un corte alargado en el brazo derecho.

Me quedé estupefacto. ¿Qué podía hacer para detenerla? ¿Qué podía hacer que no la enfureciera?

La sangre le corría por el brazo. Merrick inclinó la cabeza se lamió la herida, bebió otro trago de ron y volvió a escupir la ofrenda de licor sobre los pacientes santos.

Vi la sangre deslizarse sobre su mano, sobre sus nudillos. La herida era superficial pero sangraba mucho. Merrick alzó de nuevo el cuchillo.

—¡Lo hice yo! ¡Yo os maté a ti y a Sandra la Fría! ¡Os solté una maldición! —gritó. Cuando vi que se disponía a hacerse otro corte, decidí impedírselo. Pero no podía moverme.

Juro por Dios que no podía moverme. Era como si estuviera clavado en el suelo. Traté con todas las fuerzas de superar mi parálisis, pero fue en vano. Lo único que pude hacer fue gritar:

—¡No, Merrick!

Merrick se produjo otro corte sobre el primero y la sangre empezó a brotar de nuevo a borbotones.

—¡Ven a mí, Honey, dame tu rabia, dame tu odio, te maté yo, Honey, hice unas muñecas de ti y de Sandra la Fría y las ahogué en el arroyo la noche antes de que os marcharais! ¡Yo os maté, Honey, os ahogué en el agua del pantano, fui yo! — gritaba sin cesar.

—¡Por el amor de Dios! ¡Basta, Merrick! —exclamé.

De improviso, incapaz de contemplar impotente cómo se cortaba de nuevo, empecé a rezar desesperadamente a Oxalá:

—Dame el poder de detenerla, dame el poder de distraerla antes de que se lastime, dame ese poder, Oxalá, te lo ruego, soy tu leal David.

Cerré los ojos. El suelo temblaba bajo mis pies. De pronto cesó el ruido que armaba gritando y pateando el suelo con los pies descalzos.

Sentí que se apoyaba en mí. Abrí los ojos y la abracé. Permanecimos de cara a la puerta, visiblemente abierta, y a la figura en sombras que se hallaba de espaldas a la luz del pasillo.

Era una bonita joven con el pelo largo y rubio, muy rizado, que se desparramaba sobre sus hombros; tenía el rostro oculto en la sombra y sus ojos amarillos refulgían a la luz de las velas.

—¡Lo hice yo! —murmuró Merrick—. Yo os maté. Sentí su cuerpo dúctil abandonándose en mis brazos. La estreché con fuerza contra mí y recé de nuevo a Oxalá, en silencio:

—Protégenos de este espíritu si pretende hacernos daño. Oxalá, tú que creaste el mundo, tú que gobiernas desde las alturas, tú que habitas entre las nubes, protégenos. No mires mis defectos cuando te invoco y concédeme tu misericordia. Protégenos de este espíritu si pretende lastimarnos.

El cuerpo de Merrick, presa de unas violentas sacudidas, estaba empapado en sudor de pies a cabeza, como durante la posesión que había tenido lugar hacía muchos años.

—Yo coloqué las muñecas en el arroyo, las ahogué en el arroyo, yo lo hice. Las ahogué. Yo lo hice. Recé: «¡Deja que mueran!». Sandra la Fría me dijo que iba a comprarse un coche nuevo. Dije: «¡Deja que el coche se caiga del puente, que ambas se ahoguen! ¡Cuando atraviesen el lago en coche, deja que mueran!». Sandra la Fría le tenía pavor al lago. «Deja que mueran», dije.

La figura que permanecía en la puerta parecía tan sólida como cualquier otro objeto de los que podía contemplar. El rostro en penumbra no mostraba expresión alguna, pero no apartaba sus ojos amarillos de nosotros. De pronto emanó del espíritu una voz grave, llena de odio.

—¡Idiota, tú no nos mataste! —exclamó la voz—. ¿Crees que fuiste tú quien lo hizo, idiota? ¡No hiciste nada! ¡No sabrías arrojar una maldición ni para salvar tu alma, idiota!

Pensé que Merrick iba a desvanecerse pero logró sostenerse en pie, aunque yo estaba preparado para sujetarla en caso de que desfalleciera. Merrick asintió con la cabeza.

—Perdóname por desearlo —musitó con una voz ronca que parecía efectivamente la suya—. Perdóname, Honey, por haberlo deseado. Quiero que me perdones.

—Pídele a Dios que te perdone —replicó la voz grave que emanaba del rostro en sombras—. No me lo pidas a mí. Merrick asintió de nuevo. Sentí el tacto pegajoso de su sangre que se deslizaba sobre los dedos de mi mano derecha. Recé de nuevo a Oxalá, pero pronunciaba las palabras automáticamente.

Contemplé fascinado la figura que se hallaba en el umbral, que permanecía inmóvil, sin desvanecerse.

—Arrodíllate —ordenó la voz—. Escribe con sangre lo que voy a dictarte.

—¡No lo hagas! —murmuré.

Merrick se apartó de mí de un salto, postrándose de rodillas sobre el suelo húmedo y resbaladizo, cubierto de sangre y del ron que había derramado.

De nuevo traté de moverme, pero no pude. Era como si tuviera los pies clavados en el suelo.

Merrick estaba de espaldas a mí, imaginé que oprimiendo la mano izquierda sobre las heridas para hacer que sangraran más.

El ser que estaba en el umbral pronunció entonces dos nombres.

Lo oí con toda claridad: «La ciudad donde debéis aterrizar es Guatemala, y la población más cercana a la cueva es Santa Cruz del Flores».

Merrick se sentó sobre los talones, temblando. Oí su respiración ronca y entrecortada mientras se oprimía las heridas para que la sangre cayera al suelo. Luego se puso a escribir con el índice de la mano derecha los nombres al tiempo que los repetía.

Seguí implorando a Oxalá que me diera fuerzas para luchar contra el espíritu, pero no puedo afirmar que fueran mis oraciones las que lograron que comenzara a desvanecerse. Merrick lanzó un grito desgarrador:

—¡No me abandones, Honey! —exclamó—. No te vayas. Regresa, Honey, por favor, regresa —suplicó entre sollozos—. Te quiero, Honey Rayo de Sol. No me dejes aquí sola.

Pero el espíritu había desaparecido.