19
Mientras avanzábamos junto a la fachada lateral de la casa vi unas velas encendidas, y cuando entramos en el jardín trasero descubrí el inmenso altar bajo el cobertizo, con sus elevadas estatuas sagradas de santos y vírgenes, y los tres Reyes Magos, y los arcángeles Miguel y Gabriel con sus espectaculares alas blancas y sus pintorescos ropajes. El olor a incienso era intenso y delicioso, y los árboles extendían sus ramas bajas sobre la amplia y limpia terraza de losas irregulares de color púrpura.
Al fondo del cobertizo, junto al borde más próximo a la terraza, había una vieja caldera de hierro colocada sobre el trípode del brasero, debajo de la cual relucían unos carbones encendidos. Al otro lado había unas mesas de hierro alargadas, rectangulares, sobre las que Merrick había dispuesto varios objetos con esmero.
La complejidad de la puesta en escena me asombró ligeramente, pero entonces descubrí, de pie sobre los escalones traseros de la casa, a pocos metros de las mesas y la caldera, la figura de Merrick, con el rostro cubierto por la máscara de jade.
Sentí una especie de descarga eléctrica. Los orificios de los ojos y la boca de la máscara parecían vacíos; sólo el resplandeciente jade verde estaba iluminado. El cabello y el cuerpo en sombras de Merrick apenas eran visibles, aunque vi su mano cuando la alzó para indicarnos que nos acercáramos.
—Venid aquí —dijo, con la voz un tanto sofocada por la máscara—. Colocaos junto a mí detrás de la caldera y las mesas. Tú a mi derecha, Louis, y tú a mi izquierda, David. Antes de empezar, prometedme que no me interrumpiréis, que no interferiréis en nada de lo que haga.
Tras estas palabras, Merrick me agarró del brazo para que me situara junto a ella.
Incluso de cerca, la máscara me resultaba aterradora y parecía flotar ante ella como si hubiera perdido su rostro y quizás incluso su alma. Con gesto preocupado, y aun a riesgo de molestarla, alargué la mano para asegurarme de que tenía la máscara firmemente sujeta a la cabeza con unas gruesas tiras de cuero.
Louis se situó detrás de ella, detrás de la mesa de hierro situada a la derecha de la caldera, a la derecha de Merrick, contemplando el reluciente altar con sus hileras de velas contenidas en unos vasos y los fantasmagóricos pero hermosos rostros de los santos. Yo me coloqué a la izquierda de Merrick.
—¿A qué te refieres al decir que no debemos interrumpirte? —pregunté, aunque me pareció una falta de respeto intolerable, en medio de aquel espectáculo que había asumido una belleza sublime, con los santos de yeso, los altos y oscuros tejos que se erguían junto a nosotros y las ramas bajas y sarmentosas de los robles que ocultaban las estrellas. —Justamente a lo que he dicho —respondió Merrick con voz grave—. No debéis tratar de detenerme, pase lo que pase. Debéis permanecer detrás de esta mesa, los dos; no debéis situaros frente a ella, al margen de lo que veáis o creáis ver.
—Entendido —dijo Louis—. El nombre que me pediste, de la madre de Claudia, es Agatha. Estoy casi seguro.
—Gracias —contestó Merrick—. Los espíritus aparecerán ahí —añadió señalando al frente—, sobre las losas, suponiendo que aparezcan, pero no debéis acercaros a ellos, no debéis enzarzaros en una lucha con ellos. Haced simplemente lo que yo os diga.
—Entendido —repitió Louis.
—¿Me das tu palabra, David? —me preguntó Merrick.
—De acuerdo —contesté enojado.
—¡Deja de entrometerte, David! —me ordenó.
—¿Qué puedo decir, Merrick? —pregunté—. ¿Cómo quieres que acceda en mi fuero interno a esto? ¿No basta con que esté aquí? ¿No basta que haga lo que me ordenes?
—Confía en mí, David —dijo Merrick—. Me pediste que realizara este conjuro mágico. Y yo he accedido a tu petición. Confía en que lo que haga es por el bien de Louis. Confía en que sabré controlar la situación.
—Una cosa es hablar de magia —comenté con tono quedo—, leer sobre ella, estudiarla, y otra muy distinta participar en un conjuro, estar en presencia de alguien que cree en ella y la conoce.
—Controla tu corazón, David, te lo ruego —intervino Louis—. Nunca he deseado tanto una cosa. Continúa, Merrick, por favor.
—David —dijo Merrick—, prométeme sinceramente que no tratarás de interferir en lo que yo diga o haga.
—De acuerdo, Merrick —accedí, derrotado.
Entonces pude contemplar a placer los objetos dispuestos sobre las dos mesas. Vi la vieja y desastrada muñeca que había pertenecido a Claudia, que yacía inerte como un cadáver diminuto. Y la página del diario, bajo la cabeza redonda de porcelana de la muñeca. Vi también el rosario que descansaba junto a ella, y el pequeño daguerrotipo en su estuche de cuero oscuro. Había un cuchillo de hierro junto a aquellos objetos.
Vi también un cáliz de oro, exquisitamente decorado y orlado de gemas engastadas. Había un frasco alto de cristal con un aceite amarillo y transparente. Cerca de la caldera vi el perforador de jade, un objeto siniestro, afilado y peligroso. Y de pronto reparé en lo que parecía ser una calavera humana.
Este último descubrimiento me enfureció. Examiné apresuradamente lo que había sobre la otra mesa, que estaba situada delante de Louis, y vi una costilla, llena de marcas, y aquella espantosa mano negra y encogida. Había tres botellas de ron y otros objetos: una dorada jarrita de miel, de la que emanaba un dulce aroma, otra jarra de plata que contenía una leche blanca y purísima, y un recipiente de bronce lleno de reluciente sal. En cuanto al incienso, imaginé que ya se había distribuido y que ardía delante de los distantes e incautos santos. Merrick había vertido una gran cantidad de incienso, muy negro y ligeramente brillante, cuyo humo brotaba en la oscuridad formando un inmenso círculo sobre las losas de color púrpura ante nosotros, un círculo en el que no reparé hasta ese momento.
Quería preguntarle de dónde procedía la calavera. ¿Habría desvalijado Merrick una sepultura anónima? Se me ocurrió un pensamiento aterrador que me apresuré a eliminar. Miré de nuevo la calavera y vi que tenía grabada una inscripción. Era un objeto macabro y terrorífico, y la belleza que rodeaba aquel espectáculo resultaba tan seductora como potente y obscena.
Pero me limité a hacer un comentario sobre el círculo.
—Los espíritus aparecerán dentro de él —murmuré—, e imaginas que el incienso los contendrá.
—Si me veo precisada a hacerlo, les diré que el incienso les contiene —repuso Merrick fríamente—. Ahora te pido que controles tu lengua si no puedes controlar tu corazón. No reces mientras contemplas esto. Estoy preparada para comenzar.
—¿Y si no hay suficiente incienso? — pregunté en un murmullo.
—Hay suficiente para que arda durante horas. Observa estos pequeños conos con tus astutos ojos de vampiro y no vuelvas a hacerme una pregunta tan estúpida.
Me resigné; no podía detener aquello. Entonces, mientras Merrick se disponía a comenzar, experimenté cierta atracción hacia todo aquel espectáculo.
Merrick sacó de debajo de la mesa un pequeño manojo de ramas secas y la arrojó rápidamente a los carbones del brasero que había debajo de la caldera de hierro.
—Haz que el fuego arda para nuestros fines —murmuró—. Haz que todos los santos y ángeles sean testigos, que la gloriosa Virgen María sea testigo, que el fuego arda para nosotros.
—Esos nombres, esas palabras… —mascullé sin poder evitarlo—. Merrick, estás jugando con los poderes más fuertes que conocemos.
Pero ella continuó, atizando el fuego hasta que sus llamas comenzaron a lamer los costados de la caldera. Entonces cogió la primera botella de ron, le quitó el tapón y la vació en el puchero. Rápidamente, tomó el frasco de cristal y vertió el aceite puro y fragante.
—¡Papá Legba! —exclamó mientras el humo brotaba ante ella—. No puedo iniciar el conjuro sin tu intercesión. Mira a tu sierva Merrick, escucha su voz que te invoca, abre las puertas al mundo de los misterios para que Merrick vea colmados sus deseos.
El oscuro perfume del caldo caliente que emanaba del puchero me abrumaba. Tenía la impresión de estar ebrio, cuando en realidad no lo estaba, y me costaba conservar el equilibrio, aunque no sabía por qué.
—Abre las puertas, Papá Legba —repitió Merrick.
Levanté la vista hacia la distante figura de san Pedro y de golpe me percaté de que estaba situado en el centro del altar. Era una hermosa efigie de madera cuyos ojos de cristal me miraban fijamente mientras sostenía en su mano las llaves doradas.
Me pareció que el aire que nos rodeaba había cambiado inopinadamente, pero pensé que era cosa de mis nervios. Vampiro o humano, era fácilmente sugestionable. Pero los tejos que crecían en el borde del jardín empezaron a oscilar levemente, y a través de los árboles comenzó a soplar una suave brisa que produjo una lluvia de hojas a nuestro alrededor, unas hojas ligeras y diminutas que caían al suelo en silencio.
—Abre las puertas, Papá Legba —dijo Merrick mientras vertía con manos hábiles la segunda botella de ron dentro de la caldera—. Deja que los santos del cielo me escuchen, deja que la Virgen María me escuche, deja que los ángeles no hagan oídos sordos a mis ruegos.
Hablaba con voz grave pero llena de convicción.
—Escúchame, san Pedro —dijo—, o rogaré a aquel que entregó a su único hijo divino para nuestra salvación que te vuelva la espalda en el cielo. Soy Merrick. ¡No puedes rechazar mi petición!
Louis no pudo evitar una exclamación de protesta.
—Y vosotros, ángeles Miguel y Gabriel —dijo Merrick, alzando la voz con creciente autoridad—, os ordeno que abráis las puertas de las tinieblas eternas a las almas que vosotros mismos habéis expulsado del paraíso; deponed vuestras espadas llameantes ante mí. Soy Merrick. Os lo ordeno. No podéis rechazar mi petición. Si vaciláis, pediré a todos los huéspedes celestiales que os den la espalda. Si no me atendéis, pediré al Padre celestial que os condene, yo misma os condenaré, os odiaré; soy Merrick, no podéis rechazar mi petición.
Se oyó un murmullo seco procedente de las estatuas en el cobertizo, un sonido semejante al que hace la tierra cuando se mueve, un sonido que nadie puede imitar pero que cualquiera puede oír. Merrick vertió la tercera botella de ron en la caldera.
—Bebed todos de mi caldera, ángeles y santos —dijo—, y dejad que mis palabras y mi sacrificio asciendan al cielo. Escuchad mi voz.
Yo traté de concentrarme en las estatuas. ¿Estaba perdiendo el juicio? Parecían inanimadas y el humo que brotaba del incienso y las velas daba la impresión de ser más espeso. Todo el espectáculo se había intensificado, los colores eran más vivos y la distancia entre los santos y nosotros más pequeña, aunque no nos habíamos movido. Merrick alzó el perforador con la mano izquierda y se produjo un corte en la parte interna del brazo derecho. La sangre cayó dentro de la caldera.
—¡Vosotros, ángeles tutelares, fuisteis los primeros en enseñar al hombre las artes mágicas! —dijo elevando la voz—. Yo os invoco para alcanzar mi propósito, o a ese poderoso espíritu que responde a vuestro nombre.
»Misráim, hijo de Cam, que pasaste los secretos de la magia a sus hijos y a otros, yo te invoco para alcanzar mi propósito, o a ese poderoso espíritu que responde a tu nombre.
Merrick volvió a cortarse con el cuchillo, dejando que la sangre se deslizara por su brazo desnudo y cayera en la caldera. De nuevo se oyó aquel ruido, como si procediera de la tierra bajo nuestros pies, un ruido ronco al que quizá los oídos de unos mortales no concederían importancia. Contemplé impotente mis pies y luego las estatuas. Observé que todo el altar se estremecía ligeramente.
—Te doy mi sangre y te invoco —dijo Merrick—. Escucha mis palabras, soy Merrick, hija de Sandra la Fría, no puedes rechazar mi petición.
»Nimrod, hijo de Misráim, poderoso maestro que enseñaste la magia a quienes te siguieron, portador de la sabiduría de los ángeles tutelares, te invoco para alcanzar mi propósito, o a ese poderoso espíritu que responde a tu nombre. »Zaratustra, gran maestro y mago, que pasaste los poderosos secretos de los ángeles tutelares, que atrajiste sobre ti el fuego de las estrellas que destruyó su cuerpo terrenal, yo te invoco, o a ese espíritu que responde a tu nombre. «Escuchadme todos quienes me habéis precedido, soy Merrick, hija de Sandra la Fría, no podéis rechazar mi petición.
»Si tratáis de resistiros a mis poderes haré que el huésped del cielo os maldiga. Si no me concedéis el deseo que he expresado, os retiraré mi fe y mis lisonjas. Soy Merrick, hija de Sandra la Fría; debéis traerme a los espíritus que he invocado.
Volvió a alzar el perforador para cortarse. Un abundante y reluciente chorro de sangre cayó en el aromático caldo. Su aroma me embriagó. El humo que exhalaba me escoció los ojos.
—Sí, yo os invoco —dijo Merrick—, a todos los seres más poderosos e ilustres, os ordeno que hagáis que se cumpla mi petición, que surjan de la vorágine las almas perdidas que hallarán a Claudia, hija de Agatha, que se me aparezcan esas almas del Purgatorio, las cuales, a cambio de mis oraciones, traerán al espíritu de Claudia. ¡Haced lo que os ordeno!
El altar de hierro que estaba ante mí empezó a estremecerse. Vi la calavera agitándose sobre el altar. No podía negar que veía, lo que oía: el sonido ronco de la tierra que se moví bajo mis pies. Las diminutas hojas caían como cenizas en un torbellino ante nuestros ojos. Los gigantescos tejos habían empezado a oscilar, agitados por las primeras brisas de la tormenta que se avecinaba. Traté de ver a Louis, pero Merrick se interponía entre nosotros.
—Oh, poderosos —repetía sin cesar—, ordenad a Honey Rayo de Sol, el espíritu inquieto de mi hermana, hija de Sandra la Fría, que haga surgir de la vorágine a Claudia, hija de Agatha. Yo te lo ordeno, Honey Rayo de Sol. Si no me obedeces haré que el cielo se vuelva contra ti. Cubriré tu nombre de infamia. Soy Merrick. No puedes rechazar mi petición.
Mientras la sangre chorreaba por su brazo derecho, Merrick tomó la calavera que estaba junto a la humeante caldera y la alzó.
—Honey Rayo de Sol, tengo tu calavera, desenterrada de tu tumba, sobre la que aparecen escritos todos tus nombres de mi puño y letra. Honey Isabella, hija de Sandra la Fría, no puedes negarte. Te invoco y ordeno que traigas a Claudia, hija de Agatha, aquí y ahora, para que me responda.
Tal como yo había sospechado, Merrick había violado los restos de Honey. ¡Qué acto tan malvado y horripilante! ¡Quién sabe cuánto tiempo hacía que ocultaba aquel secreto, que tenía en su poder la calavera de su propia hermana, sangre de su sangre!
Sentí repugnancia y al mismo tiempo fascinación. El humo de las velas se iba espesando ante las estatuas. Parecía como si sus rostros estuvieran llenos de movimiento y sus ojos observaran la escena que se desarrollaba ante ellos. Incluso sus ropajes parecían haber cobrado vida. El incienso ardía con intensidad en el círculo formado sobre las losas, atizado por la brisa que arreciaba. Merrick dejó a un lado la macabra calavera y el perforador.
Tomó de la mesa la jarrita dorada de miel y la vertió dentro del cáliz engastado con gemas. Luego alzó el cáliz con su mano derecha ensangrentada mientras seguía recitando:
—Sí, vosotros, todos los espíritus solitarios, y tú, Honey, y tú, Claudia, aspirad el perfume de esta dulce ofrenda, la sustancia cuyo nombre tú ostentas, mi bella Honey. —Merrick vertió en la caldera el espeso y reluciente líquido. Luego alzó la jarra de leche y vertió su contenido en el cáliz. A continuación levantó el cáliz y tomó de nuevo el siniestro perforador con la mano izquierda.
—Os ofrezco esto también, este delicioso brebaje que aplacará vuestros atormentados sentidos. Venid y aspirad el aroma de este sacrificio, bebed esta leche y esta miel entre el humo que emana de mi caldera. Tomad, os lo ofrezco en este cáliz que antaño contenía la sangre de nuestro Señor. Tomad, bebedlo. No rechacéis mi ofrenda. Soy Merrick, hija de Sandra la Fría. Ven, Honey, te lo ordeno, y tráeme a Claudia. No puedes rechazar mi petición.
Louis dejó escapar un sonoro suspiro.
Algo amorfo y oscuro cobró forma en el círculo formado delante de las estatuas.
Sentí que el corazón me daba un vuelco y achiqué los ojos para verlo más claramente. Era la forma de Honey, la figura que yo había visto hacía muchos años. Se agitó en la calurosa atmósfera mientras Merrick recitaba: —Ven, Honey, acércate, ven en respuesta a mis oraciones. ¿Dónde está Claudia, hija de Agatha? Haz que venga, que se aparezca ante Louis de Pointe du Lac, te lo ordeno. No puedes rechazar mi petición.
¡La figura casi asumió una forma sólida! Vi su pelo amarillo, al que el resplandor de las velas que lo iluminaban por detrás conferían una cualidad transparente, y el vestido, más espectral que la silueta sólida del cuerpo. Mi estupor me impedía rezar las oraciones que Merrick nos había prohibido pronunciar. Mis labios no llegaron a articular las palabras.
De pronto Merrick dejó la calavera sobre la mesa. Se volvió y asió el brazo izquierdo de Louis con su mano ensangrentada. Vi su pálida muñeca sobre la caldera. Con un rápido ademán, Merrick le practicó un corte en la muñeca. Louis profirió una exclamación de dolor y vi la resplandeciente sangre vampírica que brotaba de las venas, entre el denso humo que emanaba del puchero. Merrick volvió a hundir el cuchillo en la pálida carne, haciendo que la sangre surgiera de nuevo a borbotones, espesa, más abundante que su propia sangre cuando se había practicado los cortes en el brazo.
Louis no se resistió, y contempló en silencio la figura de Honey.
—Honey, mi querida hermana —dijo Merrick—, trae a Claudia. Trae a Claudia ante Louis de Pointe du Lac. Soy Merrick, tu hermana. Te lo ordeno. ¡Muéstranos tu poder, Honey! — Se expresaba con voz queda, persuasiva—. ¡Muéstranos tu poder, Honey! Trae a Claudia aquí en el acto.
Practicó otro corte en la muñeca de Louis, pues la carne sobrenatural había comenzado a cicatrizar tan pronto como Merrick le produjo la herida, y la sangre brotó de nuevo.
—Saborea esta sangre vertida en tu nombre, Claudia. Yo invoco tu nombre y sólo tú nombre, Claudia. ¡Te ordeno que aparezcas! —Tras estas palabras, Merrick abrió de nuevo la herida en la muñeca de Louis.
A continuación entregó el perforador a Louis y alzó la muñeca con ambas manos.
Observé a Merrick y luego la imagen sólida de Honey, tan oscura, tan distante, y al parecer tan desprovista de movimiento humano.
—Tus pertenencias, mi dulce Claudia —dijo Merrick, retirando una rama de la hoguera y prendiendo fuego a la ropa de la infortunada muñeca, que casi reventó en un estallido de llamas. Su carita comenzó a ennegrecerse con el fuego, pero Merrick siguió sosteniendo la muñeca en sus manos.
La figura de Honey empezó entonces a desvanecerse. Merrick arrojó en la caldera el objeto en llamas y cogió la página del diario, al tiempo que decía:
—Son tus palabras, mi dulce Claudia, acepta esta ofrenda, acepta este reconocimiento de tu persona, acepta esta devoción. — Acto seguido arrimó la página al fuego del brasero y la sostuvo hasta que las llamas la devoraron. Merrick echó las cenizas dentro de la caldera y tomó de nuevo el perforador.
La forma de Honey tan sólo retenía su silueta y al cabo de unos instantes la brisa que soplaba espontáneamente hizo que se desintegrara. La luz de las velas dispuestas frente a las estatuas volvió a intensificarse.
—Claudia, hija de Agatha —dijo Merrick—, adelántate, materialízate, respóndeme desde la vorágine, responde a tu sierva Merrick… Ángeles y santos, bendita Virgen María, ordenad a Claudia que me obedezca.
Yo no podía apartar los ojos de la oscuridad saturada de humo. Honey había desaparecido, pero otra cosa había asumido su lugar. La penumbra parecía haber adquirido la forma de una figura más pequeña, imprecisa pero que iba cobrando fuerza a medida que extendía sus bracitos y se dirigía hacia la mesa detrás de la cual nos hallábamos. La diminuta figura se desplazaba suspendida sobre el suelo. De pronto descendió a nuestro nivel y distinguí el brillo de sus ojos mientras avanzaba a través del aire hacia nosotros; sus manos se hicieron más visibles, al igual que su dorada y espléndida cabellera.
Era Claudia, la niña que aparecía en el daguerrotipo, pálida y delicada, con los ojos muy abiertos y brillantes, la piel luminosa, las ropas amplias y blancas moviéndose suavemente, agitadas por la brisa.
Di un paso atrás. La figura se detuvo; permaneció suspendida sobre el suelo, con sus pálidos brazos relajados y caídos a ambos lados del cuerpo. Al contemplarla en la penumbra me pareció tan sólida como me lo había parecido Honey años atrás.
Sus pequeños e increíbles rasgos mostraban una expresión de amor y una sensibilidad cada vez más acusada. Era evidente que se trataba de una niña, una niña viva. Estaba allí, ante nosotros. De la figura brotó una voz, joven y dulce, la voz atiplada propia de una niña:
—¿Por qué me has llamado, Louis? —preguntó con conmovedora sinceridad—. ¿Por qué me has despertado de mi sueño errante para que te consuele? ¿No te bastaba mi recuerdo?
Me sentí a punto de desfallecer.
De repente la niña miró a Merrick y volvió a expresarse con voz tierna y clara:
—Cesa con tus cánticos y órdenes. No voy a responderte, Merrick Mayfair. He venido sólo para comunicarme con la persona que está a tu derecha. He venido para preguntarte por qué me has llamado, Louis. ¿Qué quieres de mí ahora? ¿Acaso no te di en vida todo mi amor?
—Claudia —murmuró Louis con voz atormentada—. ¿Dónde está tu espíritu? ¿Ha encontrado la paz o sigue errante? ¿Deseas que vaya a ti? Estoy dispuesto a hacerlo, estoy dispuesto a reunirme contigo, Claudia.
—¿Tú? ¿Reunirte conmigo? —dijo la niña. La vocecita había asumido un matiz deliberadamente oscuro—. ¿Crees que después de ejercer durante tantos años tu malvado influjo sobre mí deseo que te reúnas conmigo en la muerte? —La voz prosiguió con un timbre de voz tan dulce como si musitara palabras de amor—. Te odio, pérfido padre — declaró. De sus labios menudos brotó una siniestra carcajada.
«Compréndeme, padre —murmuró la voz, su rostro saturado de la expresión más tierna que quepa imaginar—. Cuando vivía nunca hallé las palabras adecuadas para decirte la verdad. — Se oyó un suspiro al tiempo que una visible desesperación hacía presa en la figura—. En este inmenso lugar no necesito esas maldiciones —dijo la voz con conmovedora sencillez—. ¿De qué me sirve el amor que tiempo atrás me ofreciste en un mundo vibrante y febril?
La figura prosiguió, como si tratara de consolar a Louis.
—Quieres que te haga promesas —dijo asombrada, suavizando el tono de voz—. Yo te condeno desde mi frío corazón, te condeno a ti, que me arrebataste la vida —continuó la voz fatigada, derrotada—, te condeno a ti, que no te compadeciste del ser mortal que era yo, te condeno a ti, que sólo veías en mí lo que llenaba tus ojos y tus venas insaciables… Te condeno a ti, que me condujiste al alegre infierno que tú y Lestat compartíais gozosamente.
La figura menuda y sólida se aproximó. La luminosa carita de mejillas regordetas y ojos resplandecientes se detuvo frente a la caldera, crispando las manos pero sin levantarlas. Alcé la mano. Deseaba tocar aquella figura tan vivida, pero al mismo tiempo deseaba retroceder ante ella, protegerme de ella, proteger a Louis, suponiendo que tal cosa fuera posible.
—Quítate la vida, sí —dijo la figura con implacable ternura, sus ojos muy abiertos y llenos de asombro—, renuncia a tu vida en mi memoria, sí, deseo que lo hagas, deseo que me entregues tu último suspiro. Hazlo por mí con dolor, Louis, hazlo con dolor para que pueda ver a tu espíritu a través de la vorágine, pugnando por liberarse de tu cuerpo atormentado.
Louis alargó la mano hacia ella, pero Merrick le sujetó por la muñeca obligándole a retroceder. La niña continuó, hablando pausadamente, con tono solícito.
—Ah, tus sufrimientos reconfortarán mi alma, harán que mi eterno vagabundeo llegue antes a su fin. Jamás accederé a permanecer aquí contigo. No deseo hacerlo. No deseo reunirme contigo en el abismo.
Miraba a Louis con una profunda curiosidad pintada en el rostro. En su expresión no se apreciaba ningún odio visible.
—Qué soberbia la tuya —musitó sonriendo—, al invocarme movido por tu persistente desesperación. Qué soberbia la tuya, al hacerme venir aquí para responder a tus frecuentes oraciones.
La figura lanzó una breve y espeluznante carcajada.
—Qué autoconmiseración tan inmensa la tuya —dijo—, que no demuestras temerme, cuando yo, de tener el poder que posee esta bruja u otra, te habría matado con mis propias manos.
La niña se llevó las manitas a la cara como si fuera a romper a llorar, pero las bajó de nuevo.
—Sí, muere por mí, mi querido padre —dijo con voz trémula—. Creo que me complacerá. Creo que me complacerá tanto como los sufrimientos de Lestat, de quien apenas me acuerdo. Sí, creo que ahora experimentaré de nuevo, brevemente, el placer que me producirá tu dolor. Ahora, si has terminado conmigo, si has terminado con mis juguetes y tus recuerdos, déjame marchar para que pueda sumirme de nuevo en el olvido. No alcanzo a recordar las circunstancias de mi perdición. Temo comprender la eternidad. Deja que me vaya.
De improviso avanzó un paso, tomó con la mano derecha el perforador de jade que reposaba en la mesa de hierro y se precipitó sobre Louis, clavándoselo en el pecho.
Louis cayó hacia delante sobre el improvisado altar, llevándose la mano derecha a la herida en la que la niña seguía empuñando el pico de jade, al tiempo que el contenido de la caldera se derramaba sobre las losas a sus pies. Merrick retrocedió, horrorizada; yo no pude moverme.
La sangre manaba a borbotones del corazón de Louis. Tenía la cara crispada en una mueca de dolor, la boca abierta, los ojos cerrados.
—Perdóname —murmuró, dejando escapar un gemido quedo de dolor puro y atroz.
—¡Regresa al Infierno! —gritó Merrick de repente. Se precipitó hacia la figura que flotaba, extendiendo los brazos sobre la caldera, pero la niña retrocedió con la facilidad del vapor y, sin soltar el perforador de jade, lo alzó con la mano derecha y golpeó a Merrick con él, sin que su pequeño y gélido rostro mudara de expresión.
Merrick tropezó con los escalones traseros de la casa. La sujeté por el brazo y la ayudé a recuperar el equilibrio. La niña se volvió de nuevo hacia Louis sosteniendo el peligroso pico con sus manitas. La parte delantera de su vestido blanco y transparente mostraba una mancha oscura producida por los líquidos hirviendo de la caldera, pero a ella no le importó.
La caldera, volcada de costado, derramaba su contenido sobre las losas de la terraza.
—¿Piensas que yo no sufría, padre? —preguntó el espíritu suavemente, con la misma voz atiplada e infantil—. ¿Crees que la muerte me ha liberado de todo mi dolor? —La niña tocó con su dedito la punta del instrumento de jade
—. ¿Eso era lo que creías, padre? —preguntó lentamente—. ¿Creías que si esta mujer cumplía tu deseo, obtendrías de mis labios unas reconfortantes palabras de consuelo? Creías que Dios te concedería esto, ¿no es así? Creías que te lo merecías después de tantos años de penitencias.
Louis seguía taponándose la herida con la mano, aunque la carne había empezado a cicatrizar y la sangre brotaba más despacio a través de sus dedos extendidos.
—Las puertas no pueden estar cerradas para ti, Claudia — dijo con lágrimas en los ojos. Su voz sonaba enérgica y segura—. Eso sería una crueldad monstruosa…
—¿Para quién, padre? —le interrumpió la niña—. ¿Una crueldad monstruosa para ti? Sufro, padre, sufro y soy un alma errante; no sé nada, y todo cuanto antes sabía, ahora me parece ilusorio. No tengo nada, padre. Mis sentidos ni siquiera son un recuerdo. Aquí no tengo nada en absoluto.
La voz se hizo más débil, aunque era claramente audible. Su exquisito rostro reflejaba una expresión preocupada.
—¿Creías que iba a contarte unos cuentos infantiles sobre los ángeles de Lestat? —preguntó con tono quedo y afable—. ¿Creías que iba a describirte un paraíso de cristal lleno de palacios y mansiones? ¿Creías que iba a cantarte una canción que había aprendido de las estrellas matutinas? No, padre, no conseguirás de mí ese consuelo etéreo.
La niña prosiguió en voz baja:
—Y cuando me sigas volveré a perderme, padre. ¿Cómo puedo prometerte que estaré presente para ser testigo de tus gritos y tus lágrimas?
La imagen había comenzado a oscilar. Fijó sus grandes ojos oscuros en Merrick y luego en mí. Luego miró de nuevo a Louis. Se estaba desvaneciendo. El perforador cayó de su blanca mano sobre las losas del suelo, partiéndose por la mitad.
—Ven, Louis —dijo débilmente; sus palabras se mezclaban con el suave murmullo de los árboles—. Ven conmigo a este lugar inhóspito, deja atrás tus comodidades, tu riqueza, tus sueños, tus cruentos placeres. Deja atrás tus ojos ávidos. Déjalo todo, querido padre, renuncia a todo ello a cambio de ese lugar sombrío e insustancial. La figura se mantenía rígida, y la luz apenas iluminaba sus imprecisos contornos. Cuando sonrió, casi no pude ver su boquita.
—Claudia, por favor, te lo ruego —dijo Louis—. Merrick, no permitas que penetre en esas laberínticas tinieblas. ¡Guíala, Merrick!
Pero Merrick no se movió.
Louis se volvió desesperado hacia la imagen que se desvanecía.
—¡Claudia! —gritó.
Deseaba con todas sus fuerzas decir algo más, pero le faltaba convicción. Estaba desesperado. Me di cuenta. Lo vi en sus rasgos alterados.
Merrick retrocedió, contemplando la escena a través de la reluciente máscara de jade, su mano izquierda suspendida en el aire como para repeler al espectro si éste pretendía atacarla de nuevo.
—Ven conmigo, padre —dijo la niña con voz inexpresiva, carente de sentimiento. La imagen era transparente, vaga. La silueta de su carita se evaporaba lentamente. Sólo los ojos retenían su brillo.
—Ven conmigo —repitió con voz inexpresiva y débil—. Vamos, hazlo con un intenso dolor, como tu ofrenda.
Jamás me encontrarás. Ven.
Sólo quedaba una oscura silueta, que permaneció unos instantes más. Luego el espacio quedó vacío, y el jardín, con su altar y sus altos e imponentes árboles, se sumió en el silencio. No volví a verla.
¿Qué les había ocurrido a las velas? Todas se habían apagado. El incienso había quedado reducido a unas pocas cenizas sobre las losas. La brisa las había diseminado. De las ramas cayó una nutrida lluvia de hojas y en el aire se percibía un frío sutil pero intenso.
Sólo nos iluminaba el lejano fulgor del cielo. La gélida atmósfera nos envolvía, me traspasaba la ropa y se posaba en mi piel.
Louis escrutaba la oscuridad con una expresión de inenarrable dolor. Se puso a temblar. Sus ojos, estupefactos, estaban llenos de lágrimas, pero no lloraba.
De pronto Merrick se arrancó la máscara de jade y volcó las dos mesas y el brasero, derribándolo todo sobre las losas del suelo. Arrojó la máscara entre los arbustos junto a los escalones traseros.
Contemplé horrorizado la calavera de Honey que yacía sobre el montón de instrumentos desechados. Los carbones empapados emanaban un humo acre.
Vi los restos chamuscados de la muñeca flotando en el líquido derramado. El precioso cáliz adornado con gemas rodaba sobre su borde dorado. Merrick agarró a Louis por los dos brazos.
—Vamos, entra —dijo—, alejémonos de este espantoso lugar. Entra, encenderemos las lámparas. En casa estarás a salvo y abrigado.
—Ahora no, querida —respondió Louis—. Debo dejarte. Prometo volver a verte. Pero déjame solo. Estoy dispuesto a prometerte lo que quieras con tal de calmarte. Te doy las gracias desde lo más profundo de mi corazón. Pero deja que me vaya.