9

Cuando abandonamos la casa, estaba oscureciendo.

Antes de partir de Nueva Orleáns cenamos los tres juntos en Galatoire's, un venerable restaurante de Nueva Orleáns donde la comida me pareció deliciosa, pero Merrick estaba tan rendida que palideció y se quedó dormida en la silla. Experimentó una asombrosa transformación. Dijo que Aarón y yo debíamos cuidar de sus tesoros olmecas.

—Pueden examinarlos, pero con cuidado —dijo. Luego le sobrevino una modorra que la dejó inconsciente, aunque su cuerpo era dúctil, según comprobé.

Aarón y yo prácticamente tuvimos que transportarla hasta el coche (podía caminar si la empujábamos), y por más que yo deseaba hablar con Aarón no me atreví a hacerlo, aunque Merrick, instalada entre nosotros, durmió a pierna suelta durante todo el trayecto a casa.

Cuando llegamos a la casa matriz, la bondadosa miembro femenina de la Orden a la que me he referido anteriormente, y que a partir de ahora llamaré Mary, nos ayudó a transportar a Merrick a su habitación y acostarla en la cama.

Hace un rato he comentado que yo quería que Talamasca la envolviera en fantasías y le concediera todos sus caprichos y deseos.

Permítanme que explique que ya habíamos iniciado este proceso creando una habitación para ella en una esquina del piso superior, que suponíamos que colmaría el sueño de cualquier jovencita. El lecho de madera frutal, con sus columnas y dosel decorados con flores esculpidas y ribeteado con un exquisito encaje, el tocador con su silloncito tapizado en satén y su enorme espejo circular, con sus dos elegantes lamparitas idénticas y multitud de frascos, formaba parte de la fantasía, junto con un par de muñecas ataviadas con unos vestidos de volantes, las cuales tuvimos que retirar a un lado para poder acostar a la pobre niña sobre la almohada.

Y para que el lector no piense que éramos unos imbéciles y unos misóginos, permítanme explicar que una pared de la habitación, la que no tenía ventanales que daban a la terraza, estaba ocupada por una estantería llena de magníficos libros. En un rincón dedicado a la lectura había una mesa y unas sillas, además de muchas lámparas repartidas por la habitación y un cuarto de baño equipado con jabones perfumados, champús multicolores y aceite para el baño. La propia Merrick había traído consigo varios productos perfumados con Chanel 22, una esencia maravillosa. Cuando la dejamos dormida como un tronco y al cuidado de la amable Mary, creo que Aarón y yo ya estábamos completamente enamorados de ella, aunque en un sentido paternal, y yo estaba decidido a no dejar que nada en Talamasca me distrajera de su caso.

Puesto que Aarón no era el Superior de la Orden, podría concederse el lujo de permanecer con ella después de que yo me viera obligado a regresar a mi despacho en Londres. Le envidiaba por disfrutar de la oportunidad de estar presente cuando la niña conociera a sus tutores y eligiera ella misma la escuela a la que quería asistir. En cuanto a los tesoros olmecas, los llevamos a Luisiana para depositarlos en la pequeña cámara acorazada, y una vez dentro de la misma abrimos la maleta, no sin cierta resistencia por parte de Merrick, para examinar su contenido. El tesoro que contenía era extraordinario. Había cerca de cuarenta ídolos, al menos doce cuchillos perforadores y numerosos objetos más pequeños de hoja afilada que solemos llamar celtas. Todos los objetos eran exquisitos. También había un inventario manuscrito, al parecer obra del misterioso y desdichado Matthew, consignando cada objeto y su tamaño, y una nota añadida que decía lo siguiente:

Hay muchos otros tesoros en esta cueva, pero los excavaremos más adelante. Estoy enfermo y debo regresar a casa cuanto antes. Honey y Sandra no están de acuerdo. Quieren sacar todos los objetos de la cueva. Pero yo me siento cada día más débil. En cuanto a Merrick, mi enfermedad la aterroriza. Tengo que llevarla a casa. Cabe destacar que mientras siga teniendo fuerza en mi mano derecha, nada asusta a mis damiselas, ni las selvas, ni los poblados ni los indios. Debo regresar.

Las palabras del hombre que había muerto me conmovieron, al tiempo que aumentaba mi curiosidad con respecto a la tal «Honey».

Nos disponíamos a envolver todos los objetos y restituirlos a su lugar, cuando oímos que alguien llamaba a la puerta exterior de la cámara acorazada.

—Venid, deprisa —dijo Mary a través de la puerta—. Se ha puesto histérica. No sé qué hacer. Nos dirigimos arriba y antes de alcanzar el segundo piso la oímos sollozar con desespero.

Merrick estaba incorporada en la cama, vestida aún con el traje azul marino que se había puesto para el funeral, descalza, con el pelo alborotado, repitiendo entre sollozos que Gran Nananne había muerto.

Era absolutamente comprensible, pero Aarón ejercía un influjo casi mágico sobre la gente en tal estado, y enseguida consiguió apaciguar a la niña con sus palabras, mientras Mary le ayudaba en lo que podía. Merrick preguntó a través de las lágrimas si podía beber un vaso de ron.

Ninguno de nosotros estábamos a favor de semejante remedio, por supuesto, pero por otra parte, como apuntó Aarón, el licor la calmaría e induciría el sueño.

Hallamos varias botellas en el bar en la planta baja, y dimos a Merrick un vaso de ron, pero nos pidió otro.

—Esto es un sorbo —dijo sin dejar de sollozar—, necesito un vaso lleno. —Parecía tan desgraciada que no pudimos negarnos a su deseo. Por fin, después de beberse el ron, sus sollozos empezaron a remitir.

—¿Qué voy a hacer, adonde voy a ir? —preguntó compungida. De nuevo tratamos de tranquilizarla, pero su dolor era tan intenso que comprendí que tuviera que expresarlo con lágrimas.

En cuanto a las dudas sobre su futuro, ése era otro tema. Después de pedir a Mary que saliera de la habitación, me senté en la cama junto a Merrick.

—Escúchame, cariño —le dije—. Eres rica. Esos libros del tío Vervain valen una fortuna. Las universidades y los museos pujarían por ellos en una subasta. Por lo que se refiere a los tesoros olmecas, poseen un valor incalculable. Es lógico que no quieras desprenderte de esos objetos, y nosotros no queremos que lo hagas, pero ten la certeza de que tu futuro está asegurado, aunque no contaras con nosotros.

Mis palabras la tranquilizaron un poco.

Por fin, después de haber pasado casi una hora llorando quedamente contra mi pecho, abrazó a Aarón, apoyó la cabeza sobre su hombro y dijo que si le asegurábamos que permaneceríamos en la casa, que no nos marcharíamos, se dormiría.

—Mañana por la mañana nos encontrarás abajo esperándote —le dije—. Queremos que seas tú quien nos prepare el café. Hemos sido unos estúpidos hasta ahora por beber un café que no valía nada. Nos negamos a desayunar sin ti. Ahora, vete a dormir.

Merrick me dirigió una sonrisa amable y llena de gratitud, aunque por sus mejillas seguían rodando unos gruesos lagrimones. Luego, sin pedir permiso a nadie, se encaminó al adornado tocador, donde la botella de ron destacaba de modo incongruente entre los elegantes frasquitos de perfume, y bebió un buen trago del licor.

Cuando nos levantamos para marcharnos, Mary respondió a mi llamada apareciendo con un camisón para Merrick.

Yo tomé la botella de ron, haciendo un gesto con la cabeza a Merrick para asegurarme de que me había visto hacerlo, fingiendo que le pedía permiso para llevármela, y Aarón y yo nos retiramos a la biblioteca de la planta baja.

No recuerdo cuánto tiempo estuvimos conversando.

Posiblemente una hora. Hablamos sobre tutores, escuelas, programas de educación, todo lo referente a lo que debía hacer Merrick.

—Por supuesto, no podemos pedirle que nos demuestre sus poderes psíquicos —dijo Aarón con firmeza, como temiendo que yo le llevara la contraria—. Pero son considerables. Lo he presentido durante todo el día, y ayer también.

—Pero hay otra cuestión —repuse, disponiéndome a abordar el tema de la extraña «presencia» que había intuido en casa de Gran Nananne cuando estábamos en la cocina. Sin embargo, algo me impidió hacerlo.

Me percaté de que en esos momentos sentía la misma presencia, debajo del techo de la casa matriz.

—¿Qué te pasa? — preguntó Aarón, que conocía todas mis expresiones faciales, y de haberse empeñado en ello probablemente habría podido adivinar mis pensamientos.

—Nada —contesté. Luego, instintiva y quizás egoístamente, movido por cierto afán de hacerme el héroe, añadí—: No te muevas de aquí.

Me levanté y salí al pasillo por la puerta abierta de la biblioteca.

En la parte superior y trasera de la casa sonó una estrepitosa y sarcástica carcajada. Era la risa de una mujer, de eso no cabía duda, que sólo podía provenir de Mary o de los miembros femeninos de la Orden que vivían en la casa. Mary era la única que se hallaba en esos momentos en el edificio principal.

Las otras ya se habían ido a acostar en las «dependencias de los esclavos» y edificios anejos situados a cierta distancia de la puerta trasera de la casa.

Oí otra risotada. Parecía como si quisiera responder a mi interrogante. Entonces apareció Aarón.

—Es Merrick —dijo con tono receloso.

Esta vez no le pedí que no se moviera. Me siguió escaleras arriba.

La puerta de la habitación de Merrick estaba abierta y las luces encendidas, y un intenso resplandor se proyectaba sobre el largo y ancho pasillo central.

—Pase de una vez —dijo una voz de mujer cuando me detuve, indeciso. Al entrar contemplé un espectáculo que me turbó profundamente.

Una joven estaba sentada ante el tocador en una postura muy provocativa, envuelta en una nube de humo. Su cuerpo juvenil y voluptuoso estaba cubierto con una breve combinación de algodón blanca, cuyo delgado tejido apenas ocultaba sus voluminosos pechos y sus pezones rosados, ni la sombra oscura de su entrepierna. Por supuesto era Merrick, pero no lo era.

Se llevó el cigarrillo a los labios con la mano derecha, dio una calada profunda con el gesto indiferente de una fumadora empedernida y expelió el aire sin mayores problemas.

Me miró con las cejas arqueadas, esbozando una atractiva sonrisa de desprecio. Era una expresión tan ajena a la Merrick que yo conocía que resultaba sencillamente terrorífica. Ni la actriz más consumada habría sido capaz de modificar sus rasgos hasta tal extremo. En cuanto a la voz que surgía de su cuerpo, era sensual y grave.

—Unos cigarrillos excelentes, señor Talbot. Rothmans, ¿no? —dijo mientras jugueteaba con la mano derecha con la cajetilla que había tomado de mi habitación. La voz de mujer prosiguió, fría, impasible, con un leve tono despectivo—. Matthew también fumaba Rothmans, señor Talbot. Los compraba en el Barrio Francés. No se encuentran en todos los estancos. Los fumó hasta el día de su muerte.

—¿Quién eres? —pregunté.

Aarón se mantuvo en silencio. Dejó que yo llevara la voz cantante, pero se mantuvo firme.

—No vaya tan deprisa, señor Talbot —respondió la voz con aspereza—. Hágame algunas preguntas. —La mujer apoyó el codo izquierdo con fuerza sobre el tocador, mostrando por el escote de la combinación sus generosos pechos.

Sus ojos centelleaban a la luz de las lámparas del tocador. Parecía como si sus párpados y sus cejas estuvieran gobernados por una personalidad totalmente distinta. Ni siquiera era la gemela de Merrick.

—¿Sandra la Fría? —pregunté.

La mujer soltó una risotada tan siniestra como impresionante. Agitó su cabellera negra y dio otra calada al cigarrillo.

—¿No te ha hablado de mí? —preguntó, empleando de nuevo aquel tono despectivo, sugerente pero lleno de veneno—. Siempre me tuvo celos. Yo la odié desde el día en que nació.

—Honey Rayo de Sol —dije con calma.

Ella asintió sonriente, expeliendo el humo del cigarrillo.

—Es un nombre que siempre me ha gustado. Y ella va y me deja fuera de la historia. Pues no crea que voy a resignarme, señor Talbot. ¿O prefieres que te llame David? Tienes aspecto de un David, ¿sabes?, un hombre recto, de vida sana y todo eso. — Aplastó el cigarrillo sobre la superficie del tocador. Luego sacó con una mano otro de la cajetilla y lo encendió con el mechero de oro que yo había dejado también en mi habitación.

La mujer dio la vuelta al mechero, con el cigarrillo colgando de los labios, y leyó la inscripción a través de la pequeña serpentina de humo: «Para David, mi salvador, de Joshua». Clavó los ojos en mi rostro, sonriendo. Las palabras que había leído me hirieron profundamente, pero no consentiría que se saliera con la suya. La miré impávido. Esto iba a llevar cierto tiempo.

—Tienes razón —dijo ella—, esto llevará cierto tiempo. Como puedes suponer, quiero una parte de lo que va a conseguir ella. Pero hablemos del tema de Joshua, que era tu amante, ¿no es así? Erais amantes y él murió.

Sentí un dolor intenso. Pese a mi pretendida comprensión y conocimiento de mí mismo, me irritó que hubiera dicho aquello en presencia de Aarón. Joshua era joven, y uno de nosotros.

La mujer soltó una carcajada fría, carnal.

—Claro que también eres capaz de acostarte con mujeres, siempre y cuando sean muy jóvenes, ¿no es cierto? —me espetó con rabia.

—¿De dónde vienes, Honey Rayo de Sol? —pregunté.

—No la llames así —murmuró Aarón.

—Es un buen consejo, pero no servirá de nada. No pienso moverme de aquí. Ahora hablemos de ti y de ese chico, Joshua. Según parece era muy joven cuando tú…

—Basta —la interrumpí secamente.

—No le hables, David —murmuró Aarón—. No digas nada. Cada vez que te diriges a ella le das fuerza.

La mujer menuda sentada ante el tocador soltó una alegre carcajada. Meneó la cabeza y se volvió hacia nosotros. Al moverse, el bajo de su combinación se arremangó mostrando sus muslos desnudos.

—Debía de tener unos dieciocho años —dijo, mirándome con ojos chispeantes al tiempo que retiraba el cigarrillo de los labios—. Pero tú no estás seguro, ¿verdad, David? Sólo sabías que tenías que poseerlo.

—Sal de Merrick —dije—. No tienes derecho a estar dentro de ella.

—¡Merrick es mi hermana! —soltó—. Y haré con ella lo que me dé la gana. ¡Me volvió loca desde que era una niña, leyendo siempre mi mente, diciéndome lo que yo pensaba, que era la única culpable de los líos en que me metía, achacándome la culpa de todo!

Me miró con rabia y se inclinó hacia delante, mostrándome sus pezones.

—Tú misma te delatas y muestras como eres —repliqué—. ¿O quizá como eras antes?

De pronto se levantó, y de un golpe con la mano izquierda, con la que no sostenía el cigarrillo, derribó violentamente todos los frascos de perfume y una de las lámparas del tocador.

Los objetos de cristal cayeron al suelo estrepitosamente. La lámpara se apagó de un chispazo. Vanos frascos quedaron hechos añicos. La moqueta estaba sembrada de fragmentos de vidrio. Un intenso perfume invadió la habitación.

La mujer se plantó ante nosotros, con la mano sobre la cadera, sosteniendo el cigarrillo en la mano.

—¡Sí, a ella le chiflan esas cosas! —dijo contemplando los frascos en el suelo. Adoptó una postura más provocativa y desdeñosa.

—Y a ti te gusta lo que ves, ¿verdad, David? Ella es lo suficientemente joven y tiene cierto aire de muchachito, ¿verdad? Gran Nananne te conocía y sabía lo que querías. Yo también te conozco. Su rostro traslucía una ira que le daba un aspecto muy hermoso.

—Tú mataste a Joshua —dijo con voz grave, achicando los ojos como si tratara de escudriñar mi alma—. Dejaste que emprendiera una expedición para escalar el Himalaya… —Pronunció la palabra como lo hubiera podido hacer yo

—. Sabías que era arriesgado pero le amabas tanto que no pudiste negarte.

Sentí un dolor tan intenso que no pude articular palabra. Traté de borrar todos los pensamientos sobre Joshua de mi mente. Traté de no pensar en el día en que trajeron su cadáver a Londres. Traté de concentrarme en la joven que estaba ante mí.

—Merrick —dije haciendo acopio de todas mis fuerzas—. Expúlsala de tu cuerpo, Merrick.

—Me deseas, y tú también, Aarón —continuó. La sonrisa despectiva daba a sus mejillas un aspecto más suave; tenía la cara arrebolada—. Los dos estaríais más que dispuestos a darme un revolcón en esa cama si creyerais que podríais conseguirlo.

Yo no respondí.

—Merrick —dijo Aarón en voz alta—. Expúlsala. ¡Quiere hacerte daño, tesoro, arrójala de ti!

—¿Sabes qué pensaba Joshua cuando se despeñó? —me preguntó la mujer.

—¡Basta! —protesté.

—¡Te odiaba por haberle enviado a aquella expedición, por haber consentido que fuera!

—¡Mientes! —dije—. ¡Sal de Merrick!

—No me grites —replicó. Miró los fragmentos de vidrio desparramados sobre la moqueta y arrojó la ceniza del cigarrillo sobre ellos—. Vamos a darle un buen escarmiento a esa mocosa.

Avanzó un paso, pisando el montón de cristales rotos y frascos que se interponían entre ella y yo.

—No te muevas —dije, avanzando hacia ella.

La aferré por los hombros y la obligué a retroceder. Pero tuve que hacer acopio de todas mis fuerzas. Tenía la piel húmeda de sudor y se revolvió contra mí para que la soltara.

—¿No me crees capaz de caminar descalza sobre trozos de cristal? —me espetó a la cara mientras pugnaba por soltarse—. Viejo estúpido —continuó—, ¿por qué iba a querer que Merrick se hiriera en un pie?

La sostuve con firmeza, percibiendo el crujir de los fragmentos de vidrio bajo las suelas de mis zapatos.

—Estás muerta, ¿no es cierto, Honey Rayo de Sol? ¡Estás muerta, y lo sabes, y ésta es la única vida que conseguirás! Durante unos momentos su bello rostro asumió una expresión ausente. La joven parecía ser Merrick. Luego arqueó de nuevo las cejas. Los párpados adquirieron su lánguida expresión habitual, haciendo que los ojos centellearan.

—Estoy aquí y no pienso moverme.

—Estás en la tumba, Honey Rayo de Sol —contesté—. Es decir, el cuerpo que tú quieres está en la tumba, y lo único que tienes es un espíritu errante, ¿no es cierto?

Una expresión de temor ensombreció sus rasgos, pero luego su rostro volvió a endurecerse al tiempo que lograba desasirse de mis manos.

—Tú no sabes nada sobre mí —dijo. Estaba desconcertada, como suele ocurrirles a los espíritus. No era capaz de mantener la expresión de descaro en el rostro de Merrick. De pronto empezó a temblar de pies a cabeza. Era la auténtica Merrick quien pugnaba por librarse. —Vuelve, Merrick, expúlsala de ti —dije, avanzando otro paso.

La figura retrocedió hacia los pies del elevado lecho. Se volvió, con el cigarrillo en la mano, como si pretendiera quemarme con él.

—No te quepa duda —dijo, adivinándome el pensamiento—. Ojalá tuviera algo más contundente con que golpearte. Pero tendré que conformarme con herirla a ella.

Tras estas palabras echó una ojeada alrededor de la habitación. Yo aproveché la oportunidad, avancé hacia ella y la así por los hombros, tratando desesperadamente de sujetarla pese al sudor que la cubría y a sus esfuerzos por liberarse.

—¡Basta, suéltame! —gritó, quemándome en la mejilla con el cigarrillo.

Le agarré la mano y se la torcí hasta obligarla a soltar el cigarrillo. Me abofeteó con tal violencia que durante unos instantes me sentí mareado. No obstante, la sostuve con fuerza por los hombros.

—¡Adelante! —gritó—. ¡Vamos, rómpele los huesos! ¿Crees que con ello conseguirás hacer que vuelva Joshua? ¿Crees que al no ser ya tan joven no tendrás problemas con él y todo se arreglará?

—¡Sal de Merrick! —grité. Seguía oyendo un ruido a cristales triturados debajo de mis zapatos. Ella estaba a punto de pisarlos. La zarandeé con fuerza, haciendo que sacudiera la cabeza de un lado a otro.

Se movía de forma convulsa, pugnando por liberarse, y volvió a atizarme una bofetada con tal fuerza que a punto estuvo de derribarme al suelo. Durante unos segundos se me nubló la vista.

Me arrojé contra ella, la alcé por los sobacos y la arrojé sobre la cama. Me arrodillé sobre ella, sujetándola firmemente mientras trataba de arañarme la cara.

—Suéltala, David —dijo Aarón, detrás de mí. Oí entonces la voz de Mary, aquel otro miembro leal de la Orden, rogándome que no le torciera la muñeca con tanta violencia.

La figura trató de meterme los dedos en los ojos.

—¡Estás muerta, lo sabes muy bien, no tienes derecho a estar aquí! —bramé—. Reconócelo, estás muerta, estás muerta y tienes que dejar en paz a Merrick.

Sentí su rodilla contra mi pecho.

—¡Sal, Gran Nananne! —exclamé.

—¿Cómo te atreves? —gritó—. ¿Crees que puedes utilizar a mi madrina en contra de mí? —Me agarró del pelo con la mano izquierda y dio un tirón.

Pero yo seguí zarandeándola.

Entonces me incorporé, soltándola, e invoqué a mi espíritu, mi alma, para que se transformara en un poderoso instrumento, y con ese instrumento invisible me arrojé sobre ella y la golpeé en el corazón con tal fuerza que se quedó sin aliento.

—¡Sal, sal, sal! —le ordené con toda la fuerza de mi alma. Sentí que se debatía contra mí. Sentí cómo mi fuerza se oponía a la suya. Sentí su poder colectivo, como si no tuviera un cuerpo con que albergarlo. Sentí cómo se resistía a mí. Yo había perdido todo contacto con mi cuerpo—. ¡Sal de Merrick! ¡Ahora mismo!

Empezó a sollozar.

—¡No disponemos de una tumba, so cabrón, so cerdo! —exclamó—. ¡Ni mi madre ni yo disponemos de una tumba! ¡No puedes obligarme a marcharme de aquí!

Miré su rostro, aunque no sabía si mi cuerpo había caído en el suelo o sobre la cama.

—¡Invoca a Dios con el nombre que quieras y ve hacia él! —le ordené—. ¡Abandona a esos cuerpos, dondequiera que yazcan, abandónalos y márchate! ¿Me has entendido? ¡Ahora mismo! ¡Es tu oportunidad de salvarte!

De pronto la fuerza que me oponía resistencia empezó a remitir y noté cómo se desvanecía su intensa presión. Durante unos momentos creí ver una forma amorfa flotando sobre mí. Entonces caí en la cuenta de que yo yacía en el suelo. Tenía la vista fija en el techo. Y oí a Merrick, a nuestra Merrick, llorando de nuevo.

—¡Están muertas, señor Talbot, están muertas! ¡Sandra la Fría ha muerto, y también Honey Rayo de Sol, mi hermana! Las dos están muertas, señor Talbot, están muertas desde que partieron de Nueva Orleáns. Cuatro años esperando y resulta que murieron la misma noche que llegaron a Lafayette, señor Talbot. Están muertas, muertas, muertas.

Me levanté despacio. Las esquirlas de vidrio me habían producido unos cortes en las manos. Me sentía mal.

La niña que yacía en la cama cerró los ojos y seguía llorando con expresión crispada.

Mary se apresuró a cubrirla con una bata gruesa. Aarón se acercó a ella.

De pronto Merrick se colocó boca arriba e hizo una mueca de dolor.

—Me siento mal, señor Talbot —dijo con voz ronca.

—Ven —dije, apartándola de los peligrosos trozos de cristal y transportándola en brazos al baño. Se inclinó sobre el lavabo y se puso a vomitar como una descosida.

Yo no cesaba de temblar. Tenía la ropa empapada en sudor.

Mary me ordenó que me apartara. Al principio me lo tomé como una impertinencia, pero enseguida comprendí que debía de sentirse escandalizada al presenciar aquella escena. De modo que me retiré.

Al mirar a Aarón me asombró la expresión de su rostro. Había visto muchos casos de posesión. Todos son espeluznantes, independientemente de las características de cada uno. Esperamos en el pasillo hasta que Mary nos indicó que podíamos entrar.

Merrick estaba vestida con un traje de algodón blanco para recibirnos, con su preciosa cabellera castaña cepillada y lustrosa y los ojos enrojecidos, pero serenos. Se hallaba sentada en la butaca del rincón, bajo la luz de la lámpara de pie.

Tenía los pies protegidos por unas zapatillas de raso blancas, pero todos los fragmentos de cristal que había en el suelo habían desaparecido. El tocador presentaba un bonito aspecto con una sola lámpara y todos los frascos que habían quedado intactos.

Pero no dejaba de temblar, y cuando me acerqué a ella, me tomó la mano y me la apretó.

—Los hombros te dolerán durante unos días —dije con tono de disculpa.

—Les contaré cómo murieron —dijo Merrick, mirándome a mí y luego a Aarón—. Cogieron todo el dinero y se fueron a comprar un coche nuevo. El hombre que se lo vendió las acompañó a Lafayette y las mató para robarles el dinero. Las golpeó en la cabeza con un objeto contundente.

Yo meneé la cabeza.

—Ocurrió hace cuatro años —continuó resueltamente, concentrada en la historia que nos relataba—. Ocurrió al día siguiente de que partieran. Las golpeó en la habitación de un motel en Lafayette, metió los cuerpos en el coche y se dirigió al pantano. Allí dejó que el coche se llenara de agua. Si recobraron el conocimiento, debieron de ahogarse. Ya no queda nada de ellas.

—Santo cielo —murmuré.

—Y durante todo este tiempo —dijo Merrick—, yo me sentí culpable por haber tenido celos, celos de que Sandra la Fría se hubiera llevado a Honey Rayo de Sol y me hubiera abandonado. Honey Rayo de Sol era mi hermana mayor. Tenía dieciséis años y «no daba problemas», según me dijo Sandra la Fría. Yo era muy pequeña y dijo que volvería pronto a buscarme.

Merrick cerró los ojos durante unos instantes y respiró hondo.

—¿Dónde está ella ahora? —pregunté. Aarón me dio a entender que no estaba preparada para eso, pero yo le había formulado la pregunta a la niña.

Merrick tardó en responder. Permaneció con la mirada fija, temblando violentamente.

—Se ha marchado —contestó por fin.

—¿Cómo logró pasar de un ámbito a otro? —pregunté. Mary y Aarón menearon la cabeza con gesto de desaprobación.

—Déjala tranquila, David —dijo Aarón tan educadamente como pudo. Pero yo no iba a abandonar el tema. Tenía que averiguarlo.

Merrick tampoco respondió de inmediato a esa pregunta. Exhaló un profundo suspiro y se volvió de lado.

—¿Cómo logró pasar de un ámbito a otro? —repetí. Merrick hizo unos pucheros y rompió a llorar suavemente.

—Por favor, señor —dijo Mary—, déjela.

—¿Cómo logró Honey Rayo de Sol pasar de un ámbito a otro? —insistí—. ¿Sabías que quería hacerlo?

Mary se situó a la izquierda de Merrick y me miró enojada. Yo no aparté la vista de la niña, que no cesaba de temblar.

—¿Se lo pediste tú? —pregunté suavemente.

—No, señor Talbot —contestó Merrick, mirándome de nuevo—. Recé a Gran Nananne. Recé a su espíritu mientras aún se hallaba cerca de la Tierra y podía oírme. —Estaba tan cansada que apenas podía articular las palabras—. Gran Nananne la envió a decírmelo. Gran Nananne se ocupará de las dos.

—Entiendo.

—¿Sabe lo que hice? —continuó Merrick—. Invoqué a un espíritu que hubiera muerto recientemente. Invoqué a un alma que estuviera cerca de la Tierra para que me ayudara, y me respondió nada menos que Honey. No me lo esperaba, desde luego, pero a veces ocurren esas cosas. Cuando invocas a les mystéres, nunca sabes lo que puede pasar.

—Sí —dije—, lo sé. ¿Recuerdas todo lo que ocurrió?

—Sí y no —contestó Merrick—. Recuerdo que usted me zarandeó y recuerdo que yo sabía lo que había sucedido, pero no sé cuánto tiempo transcurrió mientras ella permaneció dentro de mí.

—Ya —respondí aliviado—. ¿Qué sientes ahora, Merrick?

—Siento cierto temor de mí misma —contestó—. Y lamento que ella le hiciera daño a usted. —Por el amor de Dios, tesoro, no te preocupes por mí. Lo único que me interesa es tu bienestar.

—Lo sé, señor Talbot, pero si le sirve de consuelo, le diré que al morir Joshua penetró en la Luz. No le odiaba a usted cuando se despeñó por la montaña. Eso se lo inventó Honey.

Me quedé pasmado. Noté la súbita turbación de Mary. Observé que Aarón no salía de su asombro. —Estoy segura de ello —dijo Merrick—. Joshua está en el cielo. Honey le leyó el pensamiento. No pude responder. Aun a riesgo de confirmar las sospechas y la mala opinión que la vigilante Mary tenía de mí, me incliné y besé a Merrick en la mejilla.

—La pesadilla ha terminado —dijo la niña—. Me he librado de ellas. Soy libre para empezar de nuevo. Así comenzó nuestro largo viaje con Merrick.