7
La noche siguiente, al levantarme, comprobé que el cielo estaba insólitamente despejado y cuajado de estrellas. Un buen augurio para todos aquellos que se encuentran en estado de gracia. Esto no es normal en Nueva Orleáns, pues el aire está saturado de humedad y el cielo presenta con frecuencia un aspecto velado y un pequeño espectáculo de nubes y luz.
Como no tenía necesidad de alimentarme, me dirigí al hotel Windsor Court, entré de nuevo en su hermoso vestíbulo moderno, un lugar que posee la típica elegancia de los establecimientos antiguos, y subí a la suite de Merrick. Acababa de marcharse, según me informaron, y una camarera se disponía a preparar las habitaciones para los próximos clientes.
Había permanecido más tiempo del que yo había supuesto, pero no tanto como esperaba. No obstante, imaginando que habría emprendido el regreso a Oak Haven y se encontraría a salvo, pregunté en recepción si me había dejado algún mensaje. Sí, me había dejado uno. Esperé hasta estar solo, en la calle, para leer la breve nota.
«Me voy a Londres para retirar de la cámara acorazada los pocos objetos que sabemos que están relacionados con la niña».
Me chocó la rapidez con que se habían precipitado los hechos.
Por supuesto, Merrick se refería a un rosario y a un diario que nuestra investigadora Jesse Reeves había hallado en el piso de la Rué Royale hacía más de diez años. Y si la memoria no me fallaba, había otros objetos que habían sido rescatados hacía un siglo de la habitación desierta de un hotel en París, donde según los rumores que circulaban se habían alojado los vampiros. Me sentí francamente alarmado.
Pero ¿qué esperaba? ¿Que Merrick se resistiría a mi petición? Con todo, no había previsto que actuara con semejante celeridad. Naturalmente sabía que Merrick podía conseguir los objetos a que se refería. Era muy poderosa dentro de Talamasca y tenía un acceso ilimitado a las cajas fuertes.
Se me ocurrió tratar de llamarla a Oak Haven para decidir que debíamos discutir el asunto, pero no quise arriesgarme.
Los miembros de Talamasca eran pocos, pero todos estaban dotados psíquicamente de diversas formas. El teléfono es un poderoso medio de conexión entre almas, y yo no estaba dispuesto a que alguien presintiera algo «raro» en la voz que sonaba al otro lado del hilo telefónico.
Así pues, dejé las cosas como estaban y me dirigía nuestro piso en la Rué Royale.
Cuando entré en el portal noté que algo se deslizaba a mi lado y me rozaba la pierna. Me detuve y escudriñé la oscuridad hasta distinguir la silueta de otro gigantesco gato negro Seguramente era otro. Me parecía increíble que el animal que había visto la noche anterior me hubiera seguido hasta casa sin ningún incentivo de comida o leche.
El gato se escabulló hacia el jardín trasero, y cuando alcancé la escalera posterior de hierro forjado ya había desaparecido. Pero esto no me gustó nada. El gato no me gustó en absoluto. Me entretuve un rato en el jardín. Paseé alrededor del estanque, que hacía poco habían limpiado y llenado de grandes peces de colores, y dediqué unos minutos a contemplar los rostros de los querubines de piedra, con unas caracolas las que sostenían en alto, repletas de líquenes, y luego examine los macizos de flores, cubiertos de hierbajos, junto a los muros de ladrillo. El jardín estaba atendido pero descuidado, las losas del suelo barridas, pero las plantas habían crecido de forma descontrolada. Supuse que a Lestat le gustaba así. Y a Louis le encantaba.
De pronto, cuando me disponía a subir, vi de nuevo al gato — en mi opinión un repugnante monstruo negro, aunque debo aclarar que a mí los gatos no me gustan deslizándose sobre la tapia.
Un montón de pensamientos se agolpaban en mi cabeza. Sentía un creciente entusiasmo sobre este proyecto con Merrick y al mismo tiempo cierta inquietud, que supuse un precio necesario. Me preocupaba que hubiera partido precipitadamente para Londres, que yo hubiera influido en ella hasta el extremo de hacerla abandonar los proyectos que tuviera entre manos.
¿Debía contarle a Louis lo que Merrick se proponía hacer? Esto sin duda pondría fin a nuestros planes. Al entrar en el piso, encendí todas las luces eléctricas de la habitación, un detalle que se había convertido para nosotros en una costumbre y que me proporcionaba una sensación de normalidad, por más que se tratara de una mera fantasía, aunque es posible que la normalidad sea siempre una fantasía. ¿Quién sabe?
Louis llegó casi inmediatamente después que y o y subió por la escalera trasera con su acostumbrado paso sigiloso. En mi estado alerta, lo que percibí fueron los latidos de su corazón, no sus pasos.
Louis me encontró en el saloncito trasero, el más alejado de los ruidos de los turistas que transitan por la Rué Royale, con sus ventanas abiertas al jardín. En esos momentos yo miraba por la ventana, tratando de localizar de nuevo al gato, aunque me resistía a reconocerlo, y observando que nuestras buganvillas cubrían prácticamente por entero las elevadas tapias que nos rodeaban y mantenían a salvo del resto del mundo. La glicina crecía también de forma feroz, trepando por los muros de ladrillo hasta alcanzar la barandilla de la terraza posterior e incluso el tejado. Las espléndidas flores de Nueva Orleáns nunca dejan de maravillarme. Me llenan de alegría cada vez que me detengo para contemplarlas y rendirme a su fragancia, como si aún tuviera derecho a hacerlo, como si aún formara parte de la naturaleza, como si aún fuera un hombre mortal.
Louis iba vestido con esmero y elegancia, al igual que la noche anterior. Lucía un traje negro de hilo exquisitamente cortado en torno a la cintura y las caderas, lo cual es difícil de conseguir con el hilo, otra inmaculada camisa de seda blanca y una corbata de seda oscura. Su pelo constituía la acostumbrada masa de ondas y bucles, y sus ojos verdes emitían un extraordinario fulgor.
Era evidente que esta noche ya se había alimentado. Su tez pálida aparecía de nuevo teñida por el color carnal de la sangre.
Me chocó esa seductora atención al detalle, aunque no dejaba de complacerme. Ese esmero a la hora de elegir su indumentaria parecía indicar una paz interior, o cuando menos el cese de la desesperación interior.
—Siéntate en el sofá, haz el favor —dije.
Yo me senté en la butaca que él había ocupado la noche anterior.
El saloncito nos rodeaba con sus lámparas de cristal antiguas, el rojo vivo de su alfombra de Kirman y el brillo de su suelo pulido. Yo era vagamente consciente de sus hermosas pinturas francesas. Hasta los detalles más ínfimos me proporcionaban solaz.
Pensé que había sido en esta habitación donde Claudia había tratado de asesinar a Lestat hacía más de un siglo. Pero el propio Lestat había reclamado recientemente este espacio, y durante varios años solíamos reunimos aquí, de modo que ese episodio no tenía demasiada importancia.
De pronto repare en que debía comunicar a Louis que Merrick había partido para Inglaterra. Debía contarle algo que me turbaba profundamente, que en la década de 1800 la Orden se había afanado en recuperar todas las pertenencias que él había abandonado en el hotel Saint-Gabriel en París, según me había comentado la noche anterior.
—¿Estabais al tanto cié nuestra presencia en París? —me preguntó. Observé que tenía las mejillas arreboladas. Reflexione durante unos instantes antes de responder.
—No lo sabíamos con certeza —dije—. Por supuesto, habíamos oído hablar del Théátre des Vampires, y sabíamos que los intérpretes no eran humanos. En cuanto a ti y a Claudia, un investigador de la Orden supuso que estabais relacionados. Y cuando abandonaste todas tus cosas en el hotel, cuando te vieron partir de París una noche en compañía de otro vampiro, nos movimos con cautela para adquirir todo lo que habías dejado en el hotel.
Louis aceptó mi explicación en silencio.
—¿Por qué no tratasteis nunca de lastimar ni poner al descubierto a los vampiros del teatro? —preguntó al cabo de un rato.
—La gente se habría reído de nosotros si hubiéramos tratado de denunciarlos —respondí—. Por otra parte, no es nuestro estilo. Nunca hemos hablado de Talamasca, Louis. Para mí es como hablar de un país del que me he convertido en un traidor. Pero ten en cuenta que Talamasca siempre vigila y considera su supervivencia a lo largo de los siglos como su objetivo primordial.
Se produjo una breve pausa. Su rostro estaba sereno y sólo dejaba traslucir una leve tristeza.
—Así que cuando Merrick regrese podrá utilizar la ropa de Claudia.
—Sí, en tanto en cuanto nos pertenece. Ni siquiera yo sé con exactitud lo que contiene la cámara acorazada. —Me detuve. En cierta ocasión había traído a Lestat un regalo procedente de la cámara acorazada. Pero en esa época "yo era un hombre. En la actualidad jamás se me ocurriría robarles nada a los de Talamasca.
—Me he preguntado muchas veces qué deben de contener esos archivos —dijo Louis, y añadió con voz tierna —: Nunca me he atrevido a preguntarlo. Es a Claudia a quien deseo ver, no las cosas que dejamos en el hotel de París. —Te comprendo.
—Pero servirán para llevar a cabo el conjuro, ¿no es cierto? —preguntó.
—Sí. Lo entenderás mejor cuando te hable de Merrick.
—¿Qué quieres explicarme de Merrick? —inquirió con vehemencia—. Estoy impaciente por que me lo cuentes. Anoche me hablaste de vuestro primer encuentro. Me dijiste que te había mostrado los daguerrotipos…
—Sí, eso fue durante el primer encuentro. Pero hay más, mucho más. Recuerda lo que te dije anoche. Merrick es una especie de hechicera, una bruja, una auténtica Medea, y la magia puede influir en nosotros al igual que en cualquier criatura terrenal.
—Mis deseos son singulares y puros —dijo Louis—. Sólo quiero ver al fantasma de Claudia.
No pude por menos de sonreír. Creo que eso le hirió. En cualquier caso, me arrepentí enseguida.
—Sin duda te das cuenta de que existe cierto riesgo en abrir la vía a lo sobrenatural —insistí—. Pero deja que te cuente lo que sé sobre Merrick, lo que creo que puedo decirte.
Empecé a contarle mis recuerdos siguiendo un orden cronológico.
A los pocos días de que Merrick llegara a Oak Haven, hacía unos veinte años, Aarón y yo partimos con ella en coche hacia Nueva Orleáns para visitar a Gran Nananne, la madrina de Merrick. Lo recordaba con toda claridad.
Habían transcurrido los últimos días frescos de primavera y nos hallábamos inmersos en un tiempo caluroso y húmedo que, dado lo que me entusiasmaban los trópicos, me resultaba muy agradable. No lamentaba en absoluto haber abandonado Londres.
Merrick no nos había revelado aún la fecha de la muerte de Gran Nananne, que le había confiado la misma anciana Y Aarón, aunque era el personaje del sueño que había comunicado a Gran Nananne la fatídica fecha, no sabía nada sóbrese sueño.
Aunque Aarón me había hablado de la parte antigua de Nueva Orleáns que íbamos a visitar, para que no me pillara por sorpresa, me quedé pasmado al contemplar aquel barrio de casas humildes de diversos tamaños y estilos, sepultadas por las adelfas que proliferaban en el calor húmedo. Pero lo que me llamó la atención más poderosamente fue la vieja casa construida sobre unos pilotes que pertenecía a Gran Nananne
Como ya he dicho, el día era húmedo y caluroso, aderezado por violentos y repentinos aguaceros, y aunque hace cuco años que me convertí en vampiro, recuerdo con claridad que el sol se filtraba a través de la lluvia e iluminaba las maltraías aceras, los hierbajos que asomaban por las alcantarillas, que en realidad no eran más que unas zanjas abiertas, y los vetustos y sarmentosos robles, algarrobos y álamos de Virginia que contemplamos a nuestro alrededor mientras nos dirigíamos hacia la residencia que Merrick se disponía a dejar atrás.
Por fin llegamos a una elevada cerca y a una casa muelo más grande que las que la circundaban, y más antigua también.
Era una de esas casas estilo Luisiana sostenidas por unos pilotes de un metro y medio aproximado de altura, sobre unos cimientos de ladrillo, con una escalera central de madera que arranca en el porche delantero. Una hilera de sencillas columnas cuadradas sostenían el tejado del porche neo-griego, vía puerta de entrada, adornada con un pequeño montante de abanico intacto, guardaba cierta semejanza con las puertas, más imponentes, de Oak Haven. En la fachada había unas ventanas alargadas que se extendían desde el suelo hasta el tejado, pero estaban cubiertas con periódicos, lo cual daba a la casa un aspecto de total abandono. Los tejos, que alargaban sus escuálidas ramas hacia el cielo a ambos lados del porche delantero, añadían una nota fantasmagórica, y el vestíbulo principal al que penetramos estaba vacío y en sombras, aunque se prolongaba hasta una puerta abierta situada al fondo. No había una escalera que condujera a la buhardilla, aunque deduje que ésta debía de existir, puesto que el cuerpo principal de la casa estaba cubierto por un tejado abuhardillado. Más allá de la puerta abierta situada al fondo, se veía una masa de vegetación verde y selvática.
La casa tenía una profundidad de tres habitaciones desde la fachada hasta la parte trasera, lo cual representaba un total de seis habitaciones en la planta baja, y en la primera de ellas, a la izquierda del vestíbulo, encontramos a Gran Nananne, bajo un montón de colchas cosidas a mano sobre un viejo lecho de columnas de caoba, desprovisto de dosel, de diseño austero. Cuando me refiero a este tipo de lechos digo que me recuerdan a los de las plantaciones, porque son tan gigantescos y a menudo se hallan en los reducidos dormitorios de los pisos urbanos, que uno imagina de inmediato los grandes espacios en el campo para los que estaban destinados. Por lo demás, las columnas de caoba, aunque exquisitamente talladas, eran sencillas.
Al contemplar a la diminuta anciana, enjuta y reseca, que descansaba sobre una almohada cubierta de manchas, su cuerpo completamente invisible debajo de las raídas colchas, pensé por un momento que estaba muerta. De hecho, habría jurado, por lo que conocía de los espíritus y los humanos, que el alma de aquel cuerpo menudo y reseco postrado en la cama ya lo había abandonado. Quizá la anciana había soñado con la muerte y la ansiaba hasta tal extremo que había abandonado unos momentos su cuerpo mortal.
Pero cuando la pequeña Merrick se detuvo en el umbral, Gran Nananne regresó y abrió sus ojillos amarillentos. Su vieja piel, aunque ajada, presentaba un hermoso color dorado. Tenía la nariz pequeña y chata, y en sus labios se dibujaba una sonrisa. Su pelo formaba unos mechones ralos y grises.
Unas toscas y deslucidas lámparas eléctricas constituían la única fuente de iluminación, salvo un gran número de velas dispuestas sobre un inmenso altar junto al lecho. No pude distinguir el altar con claridad, pues estaba instalado junto a las ventanas cubiertas con periódicos de la fachada y se hallaba en penumbra. Lo primero que me llamó la atención fue la gente.
Aarón acercó una vieja silla de mimbre para sentarse junto a la mujer que yacía en la cama. La cama apestaba a vómitos y orines.
Observé que las destartaladas paredes estaban empapeladas con hojas de periódicos y estampas religiosas de colorines. No había un palmo de yeso sin cubrir, salvo en el techo, que estaba lleno de grietas y desconchones y amenazaba con desplomarse sobre nosotros. Sólo las ventanas laterales tenían cortinas, pero buena parte de los cristales estaban rotos y aparecían cubiertos con pedazos de periódicos. Más allá de las ventanas se veía el sempiterno follaje.
—Enviaremos a unas enfermeras para que cuiden de usted, Gran Nananne —dijo Aarón con tono bondadoso y sincero—. Perdóneme por haber tardado tanto en venir a verla —añadió, inclinándose hacia delante—. Debe confiar en mí. Le enviaremos las enfermeras en cuanto partamos esta tarde.
—¿Por qué han venido? —preguntó la anciana, hundida en la almohada de plumas—. ¿Acaso les he pedido a usted o al otro que vinieran? —Hablaba sin acento francés. Su voz era asombrosamente juvenil, grave y potente—. Merrick, siéntate un ratito a mi lado, chérie —dijo—. No se mueva, señor Lightner. Nadie le ha pedido que viniera. Su brazo se alzó y descendió como una rama agitada por la brisa, inerte y descolorida, arañando con los dedos curvados como garras el vestido de Merrick.
—¿Has visto lo que me ha comprado el señor Lightner, Gran Nananne? —preguntó Merrick, gesticulando con los brazos extendidos mientras admiraba su vestido nuevo.
Yo no me había percatado de que se había puesto sus ropas domingueras, un vestido de piqué blanco y unos zapatos negros de charol. Los calcetines blancos quedaban ridículos en una joven tan desarrollada, pero Aarón la veía como una niña inocente.
Merrick se inclinó y beso a la anciana en la cabeza.
—No debes temer más por mí —dijo—. Ahora vivo con ellos, Gran Nananne, como si estuviera en mi propia casa. En ese momento entró un sacerdote, un hombre alto, flaco y cargado de hombros, tan viejo como Gran Nananne, que se movía lentamente, vestido con una toga negra sujeta con un grueso cinturón de cuero que bailaba sobre sus enjutos huesos, portando un rosario que golpeaba suavemente contra su muslo.
Parecía ciego a nuestra presencia. Se limitó a asentir a la anciana y se marchó sin despegar los labios. En cuanto a lo que pensaría del altar situado a nuestra izquierda, contra el muro de la fachada de la casa, era imposible adivinarlo. Sentí un instintivo recelo, el temor que aquel hombre nos impidiera, no sin razón, llevarnos a la niña Merrick. Nunca se sabe qué sacerdote puede haber oído hablar de Talamasca, qué sacerdote puede temerla o despreciarla, bajo las directrices de Roma. Para los jerarcas de la Iglesia, éramos unos seres extraños y misteriosos. Éramos rebeldes y controvertidos. Seculares pero antiguos. No confiábamos en conseguir la colaboración y comprensión de la Iglesia católica.
Después de que aquel hombre se hubiera marchado, y mientras Aarón proseguía su educada conversación en voz baja con la anciana, tuve ocasión de examinar a fondo el altar.
Estaba construido con ladrillos, desde el suelo, formando unos escalones coronados por un altar alto y ancho en el que supuse que depositaban las ofrendas. Sobre el altar había un gran número de gigantescos santos de yeso, dispuestos en largas filas a la izquierda y la derecha del mismo.
Vi enseguida a san Pedro, el Papá Legba del vudú haitiano, y un santo montado a caballo que se parecía a santa Bárbara, en lugar de Chango o Xango en el rito candomblé, que siempre habíamos sustituido por san Jorge. La Virgen María estaba presente en forma de Nuestra Señora del Carmelo, en lugar de Ezili, una diosa del vudú, con montones de flores a sus pies y el mayor número de velas ante ella, cuyas llamas oscilaban dentro de los vasos cada vez que una brisa recorría la habitación.
También estaba presente san Martín de Forres, un santo liento de Suramérica, sosteniendo su escoba, y junto a él san Patricio, mirando al suelo, con los pies rodeados de serpientes que se escabullían. Todos ellos ocupaban un lugar en las religiones ocultas que los esclavos de las Américas habían alimentado durante mucho tiempo. Sobre el altar, delante de esas estatuas, había todo tipo de curiosos recuerdos, y los escalones estaban repletos cíe diversos objetos, junto con platos que contenían pienso para pájaros, grano y comida preparada hacía días que había empezado a descomponerse y emanaba un olor rancio.
Cuanto más observaba aquel espectáculo, más cosas veía, Lomo la imponente figura de la Madona Negra, con el Niño Jesús negro en brazos. Había numerosos saquitos cerrados, y unos puros de aspecto caro que se hallaban aún dentro de sus envolturas, quizá para utilizarlos como ofrendas en una ocasión posterior. En un extremo del altar había varias botellas de ron.
Era sin duda uno de los altares más grandes que yo había visto jamás, y no me sorprendió que las hormigas hubieran devorado una parte de la comida. Se trataba de un espectáculo infinitamente más inquietante y terrorífico que el burdo y pequeño altar que Merrick había construido en el hotel. Mis experiencias con los ritos de candomblé en Brasil no me habían inmunizado contra este espectáculo solemne y salvaje; antes bien, no hacían sino intensificar mi temor.
Quizás sin darme cuenta de lo que hacía me adentré más en la habitación, acercándome al altar, de forma que la mujer postrada en la cama quedó fuera de mi campo visual, a mis espaldas.
De pronto la voz de la anciana que yacía en el lecho me sobresaltó, interrumpiendo mis reflexiones.
Al volverme comprobé que se había incorporado, lo cual parecía casi imposible debido a su fragilidad, y que Merrick había colocado las almohadas de forma que reposara sobre ellas mientras hablaba.
—Sacerdote del candomblé —dijo dirigiéndose a mí—, sagrado para Oxalá. Al oírla mencionar a mi dios, me quedé tan estupefacto que no pude responder.
—No le vi en mi sueño, inglés —continuó la anciana—. Ha viajado a las selvas, para rescatar tesoros.
—¿Tesoros, señora? —contesté, pensando tan rápidamente como hablaba—. No eran tesoros en el sentido estricto de la palabra, ni mucho menos.
—Sigo los dictados de mis sueños —dijo la anciana, observándome con una expresión siniestra—, y le entrego a esta niña. Pero cuidado con su sangre. Desciende de una larga línea de hechiceros más poderosos que usted.
Sus palabras me volvieron a llenar de asombro. Estaba de pie ante ella. Aarón había abandonado su silla para cederme sitio.
—¿Ha invocado al Espíritu Solitario? —me preguntó—. ¿Sintió miedo en las selvas de Brasil?
Era imposible que aquella mujer conociera aquellos datos sobre mí. Ni siquiera Aarón conocía toda mi historia. Yo había considerado siempre mis experiencias en el candomblé como un episodio sin importancia. En cuanto al «Espíritu Solitario», sabía por supuesto a que se refería. Cuando uno invoca al Espíritu Solitario, invoca a un alma atormentada, un alma que está en el purgatorio, o sufriendo en la Tierra, al objeto de solicitar su ayuda para comunicarse con unos dioses o unos espíritus que se hallan en otros ámbitos. Era una vieja leyenda. Tan vieja como la magia que existe bajo otros nombres en otras tierras.
—Oh, sí, sé que es usted todo un erudito —dijo la anciana, sonriendo y mostrando una dentadura tan perfecta como falsa, amarilla como su piel. Sus ojos parecían más animados que antes—. ¿En qué estado se encuentra su alma?
—No hemos venido aquí para hablar de esto —replique enojado—. Sabe que deseo proteger a su ahijada. Sin duda lo ve en mi corazón.
—Sí, sacerdote del candomblé —repitió la mujer—. Vio a sus antepasados cuando contempló el cáliz, ¿no es así? —inquirió sonriendo. El tono grave de su voz me produjo un escalofrío—. Y le dijeron que regresara a Inglaterra o perdería su alma inglesa.
Todo ello era cierto, pero sólo en parte.
—Sabe algo pero no todo —le espeté—. Uno tiene que utilizar la magia con fines nobles. ¿No se lo ha enseñado a Merrick? —Mi voz denotaba una cólera que la anciana no se merecía. ¿Acaso envidiaba su poder? No podía reprimir mi ira—. ¿Cómo es posible que su magia la haya conducido a esta lamentable situación? —pregunté señalando a mi alrededor—. ¿Cree que es el lugar indicado para una niña tan bonita como su ahijada?
Aarón intervino para rogarme que me callara.
Hasta el sacerdote se acercó y me miró a los ojos. Meneó la cabeza, como si tratara con un niño, arrugando el ceño con tristeza y sacudiendo el dedo ante mis nances. La anciana soltó una breve y seca risotada.
—¿De modo que le parece bonita, inglés? —preguntó—. A los ingleses les encantan los niños.
—¡No es mi caso! —protesté, ofendido por su insinuación—. Ni usted cree lo que dice. Habla para impresionar a los demás. Envió a esta niña sola a Aarón. —Tan pronto lo hube dicho me arrepentí. Sin duda, el sacerdote se opondría a que nos lleváramos a Merrick.
Pero observé que mi osadía le había impresionado hasta el punto de que ni siquiera rechistó. El pobre Aarón se sentía incómodo por mi intolerable conducta.
Yo había perdido toda compostura y estaba furioso con la anciana que agonizaba ante mí.
Pero cuando miré a Merrick no vi sino una expresión astuta y divertida. Luego miró a la anciana a los ojos y ambas se transmitieron un mensaje en silencio que aún no estaban dispuestas a revelar al resto de los presentes.
—Sé que cuidarás de mi ahijada —dijo la anciana entornando sus arrugados párpados. Vi su pecho estremecerse debajo del camisón de franela, y su mano tembló convulsivamente sobre la colcha—. No debes temer lo que pueda hacer.
—No, nunca —contesté respetuosamente, tratando de hacer las paces con ella. Me acerqué más a la cama—. Ninguno de nosotros le haremos daño, señora —añadí—. ¿Por qué trata de atemorizarme?
Parecía como si la anciana no pudiera abrir los ojos. Por fin los abrió y me miró.
—Aquí me siento a gusto, David Talbot —dijo. No recordé que nadie le hubiera dicho mi nombre—. Vivo como quiero. En cuanto a esta niña, aquí siempre se ha sentido feliz. Esta casa tiene muchas habitaciones.
—Lamento lo que le dije —me apresuré a responder—. No tenía derecho a hacerlo —añadí sinceramente. La anciana suspiró entrecortadamente al tiempo que fijaba la mirada en el techo.
—Siento dolor —dijo—. Deseo morir. Los dolores no cesan. Cualquiera pensaría que puedo hacer que desaparezcan con mis sortilegios, ¿no es así? Puedo utilizar mis sortilegios para sanar a otros, pero no para sanarme a mí misma. Además, ha llegado mi hora, y en el momento oportuno. He vivido cien años.
—No lo dudo —repuse, apesadumbrado al oírla referirse a su dolor y por la evidente veracidad de sus palabras—. Tenga la certeza de que cuidaré de Merrick.
—Le enviaremos a unas enfermeras —dijo Aarón, que le gustaba ocuparse de los aspectos prácticos, resolver lo que estuviera en su mano—. Enviaremos a un médico esta misma tarde. No tiene por qué seguir atormentada por los dolores, no es necesario. Voy a hacer unas llamadas. Vuelvo enseguida.
—No quiero extraños en esta casa —replicó la anciana, mirando a Aarón y luego a mí—. Pueden llevarse a mi ahijada, y todo lo que hay en esta casa. Cuéntales lo que te he dicho, Merrick. Cuéntales lo que tus tíos te enseñaron, y tus tías, y tus bisabuelas. Este hombre, alto y moreno —dijo mirándome—, sabe que guardas unos tesoros de Sandra la Fría, puedes confiar en él. Cuéntales lo de Honey Rayo de Sol. A veces siento la presencia de espíritus malévolos a tu alrededor, Merrick… —La anciana me miró—. Protéjala de los espíritus malévolos, inglés. Usted conoce las artes mágicas. Ahora comprendo el significado de mi sueño.
—¿Qué significa Honey Rayo de Sol? —pregunté.
La anciana cerró los ojos con amargura y apretó los labios en una extraordinaria expresión de dolor. Merrick se estremeció y por primera vez parecía a punto de romper a llorar.
—No te preocupes, Merrick —dijo la anciana al cabo de un momento. Alzó una mano para señalar con el dedo, pero luego la dejó caer de nuevo, como si le faltaran las fuerzas.
Traté con todas mis fuerzas y mi capacidad de concentración de penetrar en la mente de la anciana, pero no conseguí nada, salvo sobresaltarla. Me apresuré a subsanar mi torpeza.
—Confíe en nosotros, señora —insistí—. Ha guiado a Merrick por el camino indicado. La anciana meneó la cabeza. —Usted cree que la magia es sencilla —murmuró mirándome de nuevo—. Cree que es algo que puede dejar atrás cuando cruza el océano. Cree que les mystéres no existen.
—Se equivoca.
La anciana volvió a soltar una carcajada grave y burlona.
—No ha presenciado todo su poder, inglés —dijo—. Ha conseguido hacer que los objetos tiemblen y se agiten, pero eso es todo. Era un extraño en tierras extrañas que practicaba el candomblé. Ha olvidado a Oxalá, pero él nunca se olvida de usted.
Empecé a perder la compostura.
La anciana cerró los ojos y asió la delgada muñeca de Merrick. Oí el rumor del rosario al rozar contra la pierna del sacerdote y luego percibí un aroma a café recién hecho que se mezclaba con la fragancia de la lluvia que había comenzado a caer.
Fue un momento que me proporcionó un grato y profundo alivio: el aire húmedo de la primavera en Nueva Orleáns, la fragancia de la lluvia que caía a nuestro alrededor, el suave murmullo de unos truenos que sonaban a lo lejos, a nuestra derecha. Percibí el olor de la cera y las flores del altar, y de nuevo los olores humanos que emanaban del lecho. Me pareció que componían una armonía perfecta, inclusive esos aromas que tachamos de acres y desagradables.
Sí, había llegado la hora de la muerte para la anciana y era natural que se produjera ese ramillete de aromas. Debíamos aspirarlo, contemplarla y amarla. Era nuestro deber.
—¡Ah! ¿No oís los truenos? —preguntó Gran Nananne. Fijó de nuevo sus ojillos en mí—. Me voy a casa —dijo. Merrick estaba muy asustada. Había abierto los ojos como platos y le temblaba la mano. Su terror iba en aumento mientras escrutaba el rostro de la anciana.
La anciana entornó los ojos y arqueó la espalda sobre la almohada, pero las colchas eran demasiado pesadas y no permitían alcanzar el espacio que deseaba.
¿Qué podíamos hacer? Una persona puede tardar una eternidad en morir, o expirar en pocos segundos. Yo también estaba asustado.
El sacerdote entró y pasó junto a nosotros para contemplar el rostro de la anciana. Su mano estaba tan arrugada como la de ella.
—Talamasca —murmuró la anciana—. Talamasca, llévate a mi niña. Talamasca, guarda a mi niña. Creí que también yo iba a echarme a llorar. Había presenciado la muerte de muchas personas. Nunca es fácil pero hay algo tremendamente excitante en ello; el terror total a la muerte provoca excitación, como al comienzo de una batalla cuando, en realidad, ésta llega a su fin.
—Talamasca —repitió la anciana.
Sin duda el sacerdote lo había oído. Pero no prestaba atención. No era difícil penetrar en su mente. Sólo había venido para administrar la extremaunción a la mujer que conocía y respetaba. El altar no le había escandalizado.
—Dios te aguarda para acogerte, Gran Nananne —dijo el sacerdote suavemente. Se expresaba con un marcado acento local, un tanto rural—. Dios te espera y quizá te reúnas allí también con Honey Rayo de Sol y Sandra la Fría.
—Sandra la Fría —dijo la anciana exhalando un largo suspiro seguido por un sonido sibilante involuntario—. Sandra la Fría —repitió como si rezara—. Honey Rayo de Sol… en manos de Dios.
Por la expresión de su rostro comprendí que esta escena disgustaba profundamente a Merrick, que se echó a llorar. La niña, que había demostrado una gran entereza hasta el momento, parecía ahora muy frágil, como si se le fuera a partir el corazón. La anciana no había terminado.
—No pierdas el tiempo buscando a Sandra la Fría —dijo—, ni a Honey Rayo de Sol. —Aferró la muñeca de Merrick con más fuerza—. Déjalas de mi cuenta. Sandra la Fría abandonó a su bebé por un hombre. No llores por Sandra la Fría. Mantén tus velas encendidas por los otros. Llora por mí.
Merrick estaba trastornada. Lloraba en silencio. Se agachó y apoyó la cabeza en la almohada junto a la de la anciana, quien rodeó con su ajado brazo los hombros de la niña, que estaban encorvados como si sostuviera un pesado fardo.
—Mi niña —dijo—, mi niñita. No llores por Sandra la Fría. Se llevó a Honey Rayo de Sol en su viaje al infierno.
El sacerdote se apartó del lecho. Se puso a rezar el avemaría en inglés, y al pronunciar las palabras «reza por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte», levantó tímida y suavemente la voz.
—Si encuentro a esas dos, ya te lo comunicaré —murmuró Gran Nananne—. San Pedro, abre la puerta y déjame pasar. San Pedro, déjame entrar.
Yo sabía que invocaba a Papá Legba. Posiblemente Papá Legba y san Pedro representaran lo mismo para ella. Supuse que el sacerdote también lo sabía.
El sacerdote se acercó de nuevo al lecho. Aarón retrocedió en señal de respeto. Merrick siguió con la cabeza apoyada en la almohada, con la cara sepultada en ella, mientras acariciaba con la mano derecha la mejilla de la anciana. El sacerdote alzó las manos para impartir la bendición en latín, In Nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti, Amen. Pensé que debía salir de la habitación, por decencia, pero Aarón no me hizo ninguna señal. ¿Qué derecho tenía yo a quedarme?
Contemplé de nuevo el siniestro altar y la gigantesca estatua de san Pedro con las llaves del cielo, muy parecida a la que vería años después —hacía sólo una noche— en la suite del hotel que ocupaba Merrick.
Salí al pasillo. Me asomé a través de la puerta trasera, aunque no sé muy bien por qué, quizá para observar cómo la lluvia oscurecía el follaje. El corazón me latía con violencia. Las grandes y ruidosas gotas penetraban por la parte posterior y la fachada de la casa, manchando el viejo y cochambroso suelo de madera. Oí gritar a Merrick. El tiempo se detuvo, como suele ocurrir en las tardes calurosas de Nueva Orleáns. De pronto, Merrick lanzó un grito más angustioso y Aarón le rodeó los hombros con el brazo.
Me sobresalté al percatarme de que la anciana postrada en el lecho había muerto.
Me quedé estupefacto. La había conocido hacía menos de una hora, había oído sus revelaciones… No comprendía sus poderes, pero caí en la cuenta de que buena parte de mi experiencia en Talamasca había sido puramente académica, y al enfrentarme a una magia auténtica me sentía tan aterrorizado como un vulgar mortal.
Permanecimos junto a la puerta del dormitorio durante casi tres cuartos de hora. Al parecer, los vecinos querían entrar a despedirse de la anciana.
Al principio Merrick se opuso. Apoyada en Aarón, no cesaba de llorar y lamentarse de que nunca encontraría a Sandra la Fría, insistiendo en que ésta debía regresar a casa.
El dolor palpable de la niña nos afectó a todos; el sacerdote se acercó a ella una y otra vez para besarla y darle unas palmaditas de ánimo.
Por fin, dos mujeres jóvenes de color, ambas muy rubias y con evidentes rasgos africanos, vinieron para preparar el cadáver que yacía en la cama. Una de ellas tomó la mano de Merrick y le dijo que cerrara los ojos de su madrina. Contemplé maravillado a las dos mujeres, no sólo por su hermosa piel tostada y sus ojos claros, sino por su talante ceremonioso, a la antigua usanza. Iban ataviadas con unos vestidos camiseros de seda, adornadas con joyas, como si hubieran venido de visita, conscientes de la importancia de la pequeña ceremonia.
Merrick se acercó al lecho e hizo lo que debía utilizando dos dedos de la mano derecha. Aarón se reunió conmigo en el vestíbulo.
Merrick salió de la habitación y preguntó a Aarón, entre sollozos, si podía esperar un rato mientras las mujeres lavaban a Gran Nananne y cambiaban las ropas de la cama. Naturalmente, Aarón respondió que haría lo que ella quisiera.
Entramos en un salón de aspecto un tanto frío y solemne, situado al otro lado del pasillo. De pronto recordé las orgullosas frases de la anciana. El salón comunicaba por medio de un arco con un espacioso comedor, y ambas estancias contenían numerosos y costosos objetos.
Sobre las chimeneas, cuyas repisas eran de mármol blanco tallado, había unos espejos; y los muebles, de excelente caoba, podrían ser vendidos a buen precio.
En las paredes colgaban varias pinturas de santos, que se habían oscurecido con el paso del tiempo. El voluminoso aparador contenía una valiosa y antigua vajilla de porcelana exquisitamente decorada. Me fijé también en unas lámparas de gran tamaño, cuyas bombillas despedían una luz tenue debajo de las polvorientas pantallas. La habitación habría resultado cómoda de no ser por el sofocante calor que hacía, y a través de los cristales rotos de las ventanas sólo penetraba la humedad, que llegaba hasta el rincón en sombra donde nos hallábamos sentados. Enseguida apareció otra exótica joven de color, muy bella y vestida tan recatadamente como las otras, para cubrir los espejos. Llevaba una gran cantidad de trapos negros y una pequeña escalera. Aarón y yo hicimos cuanto pudimos para ayudarla.
Al terminar cerró el teclado del viejo piano vertical en el que yo ni siquiera había reparado. Luego se acercó a un enorme reloj de pie, situado en una esquina, abrió la puerta de cristal y detuvo las manecillas. Oí el tic-tac por primera vez cuando dejó de sonar.
Delante de la casa se había congregado un numeroso grupo de personas, blancas y negras, y de una mezcla de razas.
Por fin pudieron entrar a presentar sus últimos respetos a la anciana, formándose un largo cortejo. Aarón y yo nos retiramos a la acera, puesto que era evidente que Merrick, que se había situado junto a la cabecera del lecho, ya no se sentía tan trastornada, sino tan sólo muy triste.
Los vecinos entraban en la habitación, se detenían a los pies del lecho, salían por la puerta trasera de la casa y reaparecían de nuevo junto a ella al abrir una pequeña puerta lateral que daba a la calle.
Recuerdo que me sentí muy impresionado por la solemnidad y el silencio que reinaban, al tiempo que un tanto sorprendido por la cantidad de coches que aparecían, de los que se apeaban unas gentes elegantemente vestidas —también de las dos razas y de una mezcla de ambas— y subían los peldaños de la entrada.
Yo tenía la ropa tiesa y pegajosa debido al sofocante calor, y entré varias veces en la casa para asegurarme de que Merrick estaba bien. Los ventiladores del dormitorio, del cuarto de estar y del comedor refrescaban el ambiente. La tercera vez que entré en la casa observé que habían organizado una colecta para sufragar los gastos del funeral de Gran Nananne. Sobre el altar había una bandeja de porcelana repleta de billetes de veinte dólares. Merrick saludaba a todas las personas que se acercaban con una breve inclinación de cabeza. Su rostro apenas traslucía emoción alguna, pero era evidente que se sentía aturdida y triste.
A medida que transcurrían las horas, la gente seguía acudiendo a la casa, entrando y saliendo de ella en un respetuoso silencio, sin ponerse a conversar hasta haberse alejado unos metros de la casa.
Unas mujeres de color, elegantemente vestidas, conversaban con un suave acento sureño, muy distinto del acento africano que he oído.
Aarón me aseguró en voz baja que éste no era un funeral típico de Nueva Orleáns. Los asistentes eran muy distintos y el silencio, un tanto insólito.
No tuve ninguna dificultad en intuir el problema. La gente había temido a Gran Nananne. Y temían a Merrick. Todos procuraban que Merrick los viera. Dejaban numerosos billetes de veinte dólares. Al enterarse de que no iba a celebrarse una misa de funeral, se quedaban perplejos. Opinaban que debía oficiarse una misa, pero Merrick dijo que Gran Nananne se había opuesto a ello.
Por fin, cuando nos dirigimos al callejón para fumarnos tranquilamente unos cigarrillos, observé una expresión de preocupación en el rostro de Aarón. Este hizo un gesto sutil para indicarme que me fijara en el cochazo que acababa de detenerse frente a la casa.
Varias personas inconfundiblemente blancas se apearon del coche: un joven bien parecido y una mujer de aspecto austero que lucía unas gafas con montura metálica. Subieron los escalones de la casa, evitando mirar a los curiosos que merodeaban por allí.
—Son los Mayfair blancos —dijo Aarón en voz baja—. No quiero que me vean aquí.
Nos adentramos en el callejón, hacia la parte trasera de la casa. Al cabo de unos momentos, cuando las espléndidas plantas de glicinia nos impidieron seguir avanzando, nos detuvimos.
—Pero ¿qué significa? —pregunté—. ¿Por qué han venido esos Mayfair blancos?
—Por lo visto se sienten obligados a hacerlo —murmuró Aarón—. Te ruego que no hagas ruido, David. No hay un miembro de esa familia que no posea poderes psíquicos. Ya sabes que he intentado en vano ponerme en contacto con ellos. —No quiero que nos vean aquí.
EJ exótico ambiente, la vieja y extraña casa, la clarividencia de la anciana, la abundante maleza y la alegre y luminosa lluvia se me habían subido a la cabeza. Me sentía tan estimulado como si hubiera visto a unos fantasmas.
—Los abogados de la familia —dijo Aarón en voz baja, tratando de ocultar su enojo hacia mí—. Lauren Mayfair y el joven Ryían Mayfair. No saben nada sobre el vudú y la brujería, ni que existan aquí ni en la parte alta de la ciudad, pero es evidente que saben que la anciana estaba relacionada con esas prácticas. Los Mayfair no rehúyen nunca sus responsabilidades familiares, pero no esperaba verlos aquí.
En esos momentos, mientras Louis volvía a advertirme que guardara silencio y no me entrometiera, oí hablar a Merrick dentro de la casa.
Me acerqué a las ventanas rotas del salón pero no pude captar lo que decía.
Aarón también aguzó el oído. Al poco rato salieron los Mayfair blancos de la casa y partieron en su flamante coche. Cuando se hubieron marchado, Aarón subió los escalones de la entrada.
Los últimos vecinos se estaban despidiendo. Los que se hallaban en la acera ya habían presentado sus respetos. Seguí a Aarón hasta la habitación de Gran Nananne.
—¿Han visto a los Mayfair que viven en la parte alta de la ciudad? —preguntó Merrick en voz baja—. Querían pagar todos los gastos. Les dije que disponíamos de dinero suficiente. Miren, tenemos miles de dólares, y el empleado de la funeraria ya está de camino. Esta noche velaremos al cadáver, y mañana lo enterraremos. Tengo hambre. Necesito comer algo.
El anciano empleado de la funeraria era también un hombre de color, muy alto y completamente calvo. Llegó con un cesto rectangular en el que depositaría el cadáver de Gran Nananne.
En cuanto a la casa, quedó a cargo del padre del empleado de la funeraria, un hombre de color, viejísimo, con una tez del mismo color que Merrick pero con el pelo muy rizado y blanco.
Los dos ancianos tenían un aire distinguido e iban vestidos de forma un tanto protocolaria, teniendo en cuenta el monstruoso calor que hacía.
Ambos coincidían en que debía celebrarse una misa católica en la iglesia de Nuestra Señora de Guadalupe, pero Merrick volvió a indicar que no era necesario ofrecer una misa para Gran Nananne.
Así, con una facilidad pasmosa, la niña dejó zanjado el asunto.
Acto seguido se acercó al escritorio que había en el dormitorio de Gran Nananne, sacó del cajón superior un paquete envuelto en un lienzo blanco y nos indicó que podíamos marcharnos.
Fuimos a un restaurante, donde Merrick, sin decir palabra y sosteniendo el paquete en su regazo, devoró un gigantesco bocadillo de langostinos fritos y dos Coca-Colas Light. Parecía cansada de llorar y mostraba el aspecto fatigado y deprimido de quienes han sufrido una pérdida irreparable.
El pequeño restaurante me pareció de lo más exótico, con un suelo inmundo y unas mesas no menos sucias, pero atendido por unos camareros y unas camareras alegres a más no poder, al igual que la clientela. Me sentía fascinado por Nueva Orleáns, por Merrick, aunque la niña seguía encerrada en su mutismo, pero no imaginaba que iban a ocurrir unos hechos aún más extraños.
Sumidos en un ensueño, regresamos a Oak Haven para bañarnos y cambiarnos de ropa para asistir al velatorio. Una joven miembro de Talamasca, digna de toda confianza y cuyo nombre me reservo por razones obvias, ayudó a Merrick a vestirse elegantemente con un traje azul marino nuevo y un sombrero de paja de ala ancha. Aarón se afanó en lustrar sus zapatos de charol.
Merrick llevaba un rosario y un devocionario católico con las tapas de madreperla.
Pero antes de dejar que regresáramos a Nueva Orleáns, quiso mostrarnos el contenido del paquete que había tomado de la habitación de la anciana.
Nos encontrábamos en la biblioteca, donde yo había visto por primera vez a Merrick, hacía poco tiempo. Los miembros de "la casa matriz estaban cenando, de modo que teníamos la estancia a nuestra entera disposición, sin ningún tipo de cortapisa.
Cuando Merrick le quitó el envoltorio, me quedé asombrado í contemplar un libro antiguo, o códice, con unas ilustraciones espléndidas en la cubierta de madera, tan manoseado que estaba hecho trizas. Merrick lo manipuló con extremo cuidado.
—Es el libro que me ha dejado Gran Nananne —dijo, mirando el grueso volumen con evidente respeto. Dejó que Aarón acercara el libro en su envoltorio a la mesa, para examinarlo bajo la luz de la lámpara.
El papel vitela o pergamino constituye el material más resistente que se ha inventado para los libros, y aquella obra era tan antigua que no habría sobrevivido de haber sido escrita en otro tipo de papel. De hecho, la cubierta de madera se caía a pedazos.
Merrick decidió desplazarlo un poco hacia un lado para poder leer la portada.
Estaba escrito en latín y lo traduje de forma tan instantánea como era capaz de hacer cualquier miembro de Talamasca.
ESTE LIBRO CONTIENE TODOS LOS SECRETOS DE LAS ARTES MÁGICAS, TAL COMO LOS ÁNGELES TUTELARES SE LOS ENSEÑARON A CAM, HIJO DE NOÉ, Y QUE ÉL TRANSMITIÓ A MISRÁIM, SU ÚNICO HIJO.
Alzando con cuidado esta página, que al igual que las otras estaba sujeta por tres tiras de cuero, Merrick nos mostró la primera de muchas páginas sobre conjuros mágicos, escritas en latín con una letra desteñida pero claramente visible y muy apretada.
Era el libro de magia más antiguo que yo había visto jamás, y en la portada se afirmaba por supuesto que era el primer libro sobre magia negra que se conocía desde los tiempos del Diluvio.
Yo estaba más familiarizado con las leyendas que rodean a Noé, y a su hijo, Cam, y una leyenda anterior, que afirma que los ángeles tutelares habían enseñado las artes mágicas a las hijas de los hombres cuando habían yacido con ellas, según el Génesis.
Incluso el ángel Memnoch, que había seducido a Lestat, había revelado su propia versión de la leyenda, afirmando que durante su primera visita a la Tierra había sido seducido por la hija del hombre. Pero en esa época yo no sabía nada sobre Memnoch.
Ansiaba quedarme a solas con aquel libro. Deseaba leer cada sílaba que contenía. Deseaba hacer que nuestros expertos analizaran el papel, la tinta, además de examinar el estilo en que estaba escrito.
A la mayoría de los lectores de este relato no les sorprenderá que les diga que algunas personas son capaces de calcular la antigüedad de un libro a simple vista. Yo no era una de esas personas, pero estaba convencido de que el texto que sostenía en las manos había sido copiado en un monasterio en algún lugar de la cristiandad, antes de que Guillermo el Conquistador desembarcara en las costas de Inglaterra.
En resumidas cuentas, el libro probablemente databa del siglo VIII o IX. En la primera página ponía que se trataba de una «copia fiel» de un texto mucho más antiguo, que por supuesto procedía de Cam, el hijo de Noé. Existe un gran número de leyendas en torno a esos nombres, a cuál más interesante. Pero lo maravilloso del caso era que aquel texto pertenecía a Merrick y que ella nos lo había mostrado.
—Este libro me pertenece —repitió—. Sé cómo realizar los sortilegios y conjuros que contiene. Los conozco todos.
—¿Pero quién te ha enseñado a leerlo? —pregunté, incapaz de ocultar mi entusiasmo.
—Matthew —respondió Merrick—, el hombre que nos llevó a Sandra la Fría y a mí a Suramérica. Cuando vio este libro se sintió muy interesado en él, al igual que los otros. Yo ya había leído algunos pasajes, pues había aprendido un poco de latín, y Gran Nananne lo había leído de cabo a rabo. Matthew era el mejor hombre de todos los que mi madre trajo a casa. Cuando él estaba con nosotras nos sentíamos seguras y felices. Pero no es el momento de hablar de estas cosas. Me permitirán conservar este libro, ¿verdad?
—Desde luego — se apresuró a responder Aarón. Creo que temía que yo quisiera apoderarme de aquel texto, pero estaba equivocado. Deseaba pasar un rato examinándolo, sí, pero sólo cuando la niña me lo permitiera.
En cuanto al hecho de que Merrick mencionara a su madre, yo sentía una gran curiosidad por averiguar más detalles. Quise interrogarla de inmediato sobre el particular, pero cuando empecé a hacerle unas preguntas, Aarón me miró severamente y meneó la cabeza.
—Debemos regresar —dijo Merrick—. Ya habrán dispuesto el cadáver para el velatorio.
Después de dejar el valioso libro en la habitación de Merrick, situada en el piso superior, regresamos de nuevo a la ciudad de los sueños.
El cadáver había sido trasladado de nuevo a la casa en un féretro de color gris claro forrado de raso, e instalado sobre un catafalco portátil en el frío y solemne salón que he descrito más arriba. A la luz de las numerosas velas (la araña que pendía del techo despedía una luz demasiado intensa y la habían apagado), la habitación ofrecía un aspecto casi hermoso. Habían vestido a Gran Nananne con un elegante vestido de seda blanco con unas rositas bordadas en el cuello, una de las prendas preferidas de la anciana.
En torno a sus dedos enlazados habían colocado un bonito rosario de cuentas de cristal, y sobre su cabeza, contra la tapa forrada de raso del féretro, colgaba un crucifijo de oro. Junto al féretro había un reclinatorio de terciopelo rojo, sin duda instalado por el director de la funeraria, y muchas personas se arrodillaron en él para santiguarse y rezar. Aparecieron de nuevo legiones de gente, que se dividieron en grupos según su raza, como siguiendo órdenes: los de tez clara se arracimaron en un grupo, los blancos se juntaron con los blancos, los negros con los negros. Desde entonces he presenciado muchas situaciones en la ciudad de Nueva Orleáns en que la gente se auto segrega ostensiblemente según su color. Por supuesto, yo no conocía la ciudad. Sólo sabía que la monstruosa injusticia de la segregación legal ya no existía, por lo que me maravilló el hecho de que el color de la piel determinara la separación en aquel grupo.
Aarón y yo esperábamos inquietos a que nos preguntaran sobre Merrick, sobre el futuro de la niña, pero nadie dijo una palabra al respecto. Los asistentes se limitaron a abrazar a Merrick, a besarla y a murmurar unas palabras de condolencia, tras lo cual se marchaban. Vi que habían dispuesto otra bandeja, en la que la gente depositaba dinero, pero ignoraba con qué fin. Probablemente para Merrick, puesto que las personas que habían acudido sabían que no tenía allí ni a su madre ni a su padre.
Cuando nos disponíamos a acostarnos en unos catres instalados en una habitación trasera que carecía de otros muebles (el cadáver iba a permanecer expuesto toda la noche), Merrick trajo al sacerdote para que hablara con nosotros, y le explicó en un francés excelente y rápido que éramos sus tíos y que iría a vivir con nosotros. «De modo que ésa es la historia que cuenta», pensé. Éramos los tíos de Merrick. Sin duda, Merrick asistiría a una escuela fuera de Nueva Orleáns.
—Es justamente lo que iba a recomendarle que dijera —comentó Aarón—. Me pregunto cómo se le ocurrió. Supuse que el cambio no le gustaría y que nos pondríamos a discutir.
Yo no sabía qué pensar. Aquella niña tan madura, tan sería y tan hermosa me turbaba y atraía. Todo el panorama me hacía dudar de mi buen criterio.
Aquella noche dormimos mal. Los catres eran incómodos, la habitación estaba desprovista de muebles y era calurosa, y la gente no paraba de circular por el pasillo, murmurando sin cesar.
Entré varias veces en el salón y vi a Merrick durmiendo tranquilamente en su butaca. Hacia el amanecer, el anciano sacerdote echó también un sueñecito. A través de la puerta trasera divisé un jardín envuelto en sombras, en el que ardían unas lejanas lámparas o velas cuya luz agitaba la brisa. Era inquietante. Me quedé dormido cuando aún se divisaban unas estrellas en el cielo.
Por fin amaneció y llegó la hora de que comenzara el funeral.
El sacerdote apareció ataviado con los ropajes apropiados para la ocasión, acompañado por un monaguillo, y entonó unas oraciones que todos los presentes parecían conocer. La ceremonia, oficiada en inglés, estuvo revestida de una solemnidad no menos impresionante que los antiguos ritos en latín, los cuales habían sido desechados. Luego cerraron el féretro.
Merrick se puso a temblar y luego a sollozar. Era angustioso verla en aquel estado. Se había quitado el sombrero de paja y tenía la cabeza descubierta. Sus sollozos se intensificaron. Varias mujeres de color, elegantemente vestidas, la rodearon para ayudarla a bajar los escalones de la entrada. Le frotaron los brazos con energía y le enjugaron la frente. Merrick sollozaba entrecortadamente, como si hipara. Las mujeres la besaron y trataron de apaciguarla. De pronto lanzó un grito.
Se me encogió el corazón al ver a aquella niña, tan dueña de sus emociones, presa de un ataque de histerismo. Tuvieron que transportarla casi en brazos hasta la limusina del cortejo fúnebre. La seguía el féretro, que unos portadores de expresión solemne transportaron al coche funerario. Luego emprendimos el camino hacia el cementerio. Aarón y yo íbamos en el coche de Talamasca, inquietos por tener que separarnos de Merrick, pero resignados porque sabíamos que era preferible así.
La lluvia que caía inexorable sobre nosotros no hacía sino realzar la deprimente teatralidad de la escena, mientras los restos de Gran Nananne eran transportados por el camino repleto de hierbajos de St. Louis Número 1, entre unas elevadas tumbas de mármol con una cubierta de doble vertiente, para ser depositados en la fosa semejante a un horno de una sepultura compuesta por tres departamentos.
Los mosquitos eran insoportables. Las plantas estaban infestadas de insectos invisibles, y cuando Merrick vio cómo depositaban el féretro en la fosa, comenzó a gritar de nuevo.
Las bondadosas mujeres le frotaron de nuevo los brazos, le enjugaron la cara y la besaron en las mejillas. De golpe Merrick lanzó una angustiosa exclamación en francés.
—¿Dónde estás, Sandra la Fría, y tú, Honey Rayo de Sol? ¿Por qué no habéis vuelto a casa?
Muchos asistentes rezaban en voz alta, con un rosario entre los dedos, mientras Merrick permanecía apoyada contra la tumba, con la mano derecha sobre el féretro.
Por fin, agotada de tanto llorar y más serena, dio media vuelta y se dirigió con paso decidido, sostenida por las mujeres, hacia donde estábamos Aarón y yo. Mientras las mujeres le daban unas palmaditas para infundirle ánimo, Merrick se arrojó a los brazos de Aarón y sepultó la cabeza en su cuello.
En esos momentos la animosa joven que llevaba dentro había desaparecido y sentí una profunda compasión hacia ella. Confiaba en que Talamasca la envolviera en fantasías y le concediera todos los caprichos. A todo esto, el sacerdote insistió en que los empleados del cementerio cerraran la tumba de inmediato, lo cual provocó una áspera discusión, pero el anciano se salió con la suya y la lápida fue colocada de nuevo en su lugar, sellando la tumba, y el féretro desapareció del alcance de nuestra mano y de nuestra vista. Recuerdo que saqué el pañuelo para enjugarme los ojos.
Aarón acarició la larga cabellera castaña de Merrick y le dijo en francés que Gran Nananne había gozado de una vida larga y maravillosa, y que el deseo que había expresado en su lecho de muerte, que Merrick hallara un refugio seguro, se había cumplido.
Merrick levantó la cabeza y pronunció una sola frase. «Sandra la Fría debió venir». Lo recuerdo porque cuando lo dijo, algunos asistentes menearon la cabeza e intercambiaron unas miradas escandalizadas.
Me sentía impotente. Observé los rostros de los hombres y las mujeres que me rodeaban. Vi algunas de las personas de sangre africana más negras que jamás he visto en América, y algunas de piel muy clara. Vi personas de extraordinaria belleza y otras de aspecto poco llamativo. Pero casi ninguna era corriente ni vulgar, tal como nosotros entendemos estas palabras. Resultaba prácticamente imposible adivinar el linaje o historia racial de las personas que estaban allí.
Pero ninguna de aquellas personas era allegada de Merrick. Exceptuando a Aarón y a mí, estaba sola. Las mujeres amables y bien vestidas habían cumplido con su deber, pero en realidad no la conocían. Eso era evidente. Y se alegraban de que Merrick tuviera dos tíos ricos dispuestos a llevársela a vivir con ellos.
En cuanto a los «Mayfair blancos» que Aarón había visto la víspera, ninguno había hecho acto de presencia en el funeral, lo cual era «una suerte», según Aarón. De haber sabido que una niña Mayfair se había quedado sola y desamparada en el mundo, se habrían empeñado en subsanar aquella situación. Reparé en que tampoco habían asistido al velatorio. Habían cumplido con su deber, Merrick les había contado una historia satisfactoria y se habían marchado tranquilamente. A continuación regresamos a la vieja casa.
Una furgoneta de Oak Haven aguardaba para transportar las pertenencias de Merrick, que no estaba dispuesta a abandonar la vivienda de su madrina sin llevarse todo lo que era suyo.
Antes de que llegáramos a la casa, Merrick dejó de llorar y su rostro adquirió una expresión sombría que he visto muchas veces.
—Sandra la Fría no lo sabe —soltó de sopetón. El coche avanzaba lentamente a través de la llovizna—. De haberlo sabido, habría acudido.
—¿Es tu madre? —preguntó Aarón con tono respetuoso. Merrick asintió.
—Eso es lo que dice ella —respondió, esbozando una pícara sonrisa. Luego meneó la cabeza y se puso a mirar a través de la ventanilla del coche—. No se preocupe por eso, señor Lightner —dijo—. Sandra la Fría no me quiere. Se marchó y no ha vuelto.
En aquel momento me pareció que sus palabras tenían sentido, quizá porque deseaba que lo tuvieran, que no se sintiera profundamente herida por una realidad más cruel.
—¿Cuándo la viste por última vez? —inquirió Aarón.
—Cuando tenía diez años y regresé de Suramérica. Cuando Matthew aún vivía. Hay que comprenderla. Fue la única de doce hermanos que no daba el pego.
—¿No daba el pego? —preguntó Aarón.
—No pasaba por blanca —solté sin poder reprimirme. Merrick volvió a sonreír.
—Ya entiendo —dijo Aarón.
—Es muy guapa —comentó Merrick—, nadie puede negarlo, y era capaz de atrapar a cualquier hombre. Nunca se le escapó ninguno.
—¿Atrapar? —preguntó Aarón.
—De atraparlo con un encantamiento —dije en voz baja. Merrick me volvió a mirar, sonriendo.
—Ya entiendo —repitió Aarón.
—Mi abuelo, al ver que mi madre tenía una piel tan tostada, dijo que no quería a aquella niña, y mi abuela vino y depositó a Sandra la Fría a la puerta de la casa de Gran Nananne. Todos los hermanos y hermanas de Sandra la Fría se casaron con personas blancas. Claro que mi abuelo también era blanco. Todos se han instalado en Chicago. El padre de Sandra la Fría era dueño de un club de jazz en Chicago. Cuando las personas se enamoran de Chicago o Nueva York, no quieren volver aquí. Pero a mí ni me gustaron esas ciudades.
—¿De modo que las has visitado? —pregunté.
—Sí, fui con Sandra la Fría —respondió Merrick—. Por supuesto, no fuimos a ver a nuestros parientes blancos. Pero los localizamos en la guía telefónica. Sandra la Fría quería ver a su madre, según dijo, pero no para hablar con ella. ¿Quién sabe? Quizá le echó un conjuro maligno. Quizá se lo echó a todos. A Sandra la Fría le daba mucho miedo volar a Chicago, pero aún le daba más miedo ir en coche. ¡Y no digamos el pavor que sentía a ahogarse! Tenía unas pesadillas en que se ahogaba. No quería atravesar el puente en coche. Temía que el lago la engullera. Tenía miedo de muchas cosas. —Se detuvo unos momentos, con expresión distraída. Luego prosiguió, frunciendo ligeramente el ceño —: No recuerdo que Chicago me gustara. Y en Nueva York no había árboles, al menos yo no vi ninguno. Deseaba volver a casa. A Sandra la Fría también le encantaba Nueva Orleáns. Siempre regresaba allí, hasta la última vez.
—¿Tu madre era una mujer inteligente? —pregunté—. ¿Era tan lista como tú? Mi pregunta la hizo reflexionar unos momentos.
—No es una mujer instruida —contestó Merrick—. No lee libros. A mí me gusta mucho leer. En los libros se aprenden cosas. Yo leía las revistas viejas que la gente desechaba. Un día me llevé un montón de ejemplares de la revista Time de una casa que iban a demoler. Leí todos los artículos, absolutamente todos: sobre artes y ciencia, libros, música, política y otros temas, todo, hasta que las revistas se caían a pedazos de tanto manosearlas. También leía libros de la biblioteca y de las estanterías en las tiendas de ultramarinos; leía periódicos. Leía viejos devocionarios. He leído libros de magia. Tengo muchos libros de magia que aún no les he enseñado.
Merrick se encogió levemente de hombros; tenía un aspecto frágil y cansado, pero seguía siendo una niña aturdida por todo cuanto había ocurrido.
—Sandra la Fría nunca leía nada —dijo—. Nunca miraba los informativos de las seis de la tarde. Gran Nananne la mandó a estudiar con las monjas, según dijo, pero se portaba tan mal que la enviaban a casa cada dos por tres. Por otra parte tenía la piel tan clara que no le gustaban las personas de color. El hecho de que su padre la rechazara debía de haberla escarmentado, pero no fue así. Su piel era del color de las almendras, como se ve en la fotografía, pero tenía los ojos de ese amarillo claro que siempre revela que tienes sangre negra. Detestaba que la gente la llamara Sandra la Fría.
—¿Por qué le pusieron ese apodo? —pregunté—. ¿Fueron los niños quienes empezaron a llamarla así?
Casi habíamos llegado a nuestro destino. Recuerdo que había muchas cosas que deseaba averiguar sobre aquella extraña sociedad, tan ajena a cuanto yo conocía. En esos momentos comprendí que había desperdiciado muchas oportunidades en Brasil.
Las palabras de la anciana me habían herido en lo más profundo del corazón.
—No, se lo pusieron en casa —respondió Merrick—. Desde luego, es un apodo muy desagradable. Cuando los vecinos y los niños se enteraron, dijeron: «Hasta Gran Nananne te llama Sandra la Fría». Se lo pusieron por las cosas que hacía. Ya se lo he dicho, utilizaba sus poderes mágicos para atrapar a las personas. Les echaba el mal de ojo. En cierta ocasión la vi desollar a un gato negro, un espectáculo que no quisiera volver a presenciar.
Supongo que debí de hacer un gesto de repugnancia, porque Merrick esbozó una breve sonrisa. Luego prosiguió:
—Cuando cumplí seis años, ella misma empezó a llamarse Sandra la Fría. Me decía: «Ven, Merrick, acércate a Sandra la Fría». Y yo me apresuraba a sentarme en su regazo.
La voz se le quebró un poco, pero continuó hablando.
—No se parecía en nada a Gran Nananne —dijo Merrick—. Se pasaba el día fumando y bebiendo; siempre estaba nerviosa, y cuando bebía se ponía muy agresiva. Cuando regresaba a casa después de ausentarse durante una larga temporada, Gran Nananne le preguntaba: «¿Qué ocultas ahora en tu frío corazón, Sandra la Fría? ¿Qué mentiras vas a contarnos?».
»Gran Nananne decía que no era necesario practicar la magia negra en este mundo, que podías conseguir cuanto quisieras con la magia blanca. Cuando apareció Matthew, Sandra la Fría se mostró más feliz de lo que jamás la habíamos visto.
—Matthew es el hombre que te dio el libro de pergamino, ¿verdad? —pregunté con delicadeza.
—Él no me dio ese libro, señor Talbot, me enseñó a leerlo —respondió Merrick—. Ese libro ya estaba en casa cuando él llegó. Había sido del tío abuelo Vervain, que era un hombre terrible y muy aficionado al vudú. Era conocido en toda la ciudad como el doctor Vervain. Todo el mundo acudía a él para rogarle que hiciera algún conjuro. Ese anciano me dio muchas cosas antes de morir. Era el hermano mayor de Gran Nananne. Fue la primera persona que vi morir de repente. Estaba sentado a la mesa, a la hora de cenar, sosteniendo el periódico en la mano. Yo tenía más preguntas que formularle en la punta de la lengua.
Durante todo el rato en que Merrick había ido desgranando su relato, no había mencionado ni una sola vez el otro nombre que Gran Nananne había pronunciado antes de morir: Honey Rayo de Sol.
Pero enseguida llegamos a la vieja casa. El sol crepuscular lucía aún con fuerza y la lluvia había remitido.