PREFACIO
¿Alguno de ustedes me recuerda como el Superior de Talamasca, la Orden de detectives de lo paranormal cuyo lema era «Vigilamos y siempre estamos aquí»? Ese lema posee cierto encanto, ¿no creen? Hace más de mil años que existe Talamasca.
No sé cómo comenzó. Lo cierto es que no conozco todos los secretos de la Orden. Pero sí sé que la he servido durante buena parte de mi vida mortal.
Fue en la casa matriz de Talamasca, en Inglaterra, donde se me presentó el vampiro Lestat por primera vez. Entró en mi estudio una noche de invierno, por sorpresa.
Enseguida comprendí que una cosa era leer y escribir acerca de lo sobrenatural, y otra muy distinta verlo con tus propios ojos.
Pero de eso hace mucho tiempo.
En la actualidad habito otro cuerpo físico.
Y ese cuerpo físico ha sido transformado por la poderosa sangre vampírica de Lestat.
Soy uno de los vampiros más peligrosos que existen, y uno de los más fiables. Hasta el receloso vampiro Armand me reveló la historia de su vida. Quizás hayan leído la biografía de Armand, que yo mismo di a conocer al mundo. Al término de la historia, Lestat había despertado de un largo sueño en Nueva Orleáns para escuchar una música muy bella y seductora.
Esa música volvió a sumirlo en un silencio ininterrumpido cuando Lestat se retiró de nuevo a un convento para echarse en el polvoriento suelo de mármol.
En aquel entonces había muchos vampiros en la ciudad de Nueva Orleáns: vagabundos, lobos solitarios, unos jóvenes estúpidos que habían venido para observar a Lestat en su aparente postración. Amenazaban a la población mortal, y eran un incordio para los vampiros mayores, deseosos de conservar nuestro anonimato y nuestro derecho a cazar en paz.
Esos invasores han desaparecido ya.
Algunos fueron destruidos, otros simplemente huyeron espantados. En cuanto a los ancianos que acudieron para ofrecer consuelo al aletargado Lestat, cada cual siguió su camino.
Al iniciarse esta historia, sólo quedamos tres vampiros en Nueva Orleáns. Estos tres vampiros somos Lestat, que permanece dormido, y sus dos fieles pupilos: Louis de Pointe du Lac y yo, David Talbot, el autor de este relato.