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Mientras permanecíamos sentados en el apacible café, Merrick bebió otro trago de ron. Saboreé el momento en que alzó la vista y recorrió lentamente con los ojos la polvorienta habitación.
Evoqué de nuevo aquella lejana noche en Oak Haven, cuando la lluvia batía contra las ventanas. El aire era cálido y estaba saturado del olor de los quinqués y del fuego que ardía en la chimenea. La primavera estaba en puertas pero la tormenta había refrescado el ambiente. Merrick nos había hablado de la familia de blancos llamada Mayfair, de quien dijo que apenas sabía nada.
—Ninguno de nosotros con un mínimo sentido común habríamos hecho eso —continuó—, acudir a esos primos blancos confiando en que nos ayudarían por el mero hecho de ser parientes nuestros —afirmó, como si quisiera zanjar el asunto—. Jamás se me habría ocurrido ir a ver a unos blancos para decirles que estaba emparentada con ellos.
Aarón me había mirado. Por más que sus ojos grises y perspicaces se afanaban en ocultar su más tierna emoción, yo sabía que quería que yo respondiera.
—No es necesario, hija mía —dije—. Desde ahora en adelante serás una de nosotros, si lo deseas. Nosotros somos tus parientes. Ya está decidido. Ésta será siempre tu casa. Sólo tú podrás cambiar las cosas, si lo deseas.
Al decir eso, sentí un pequeño escalofrío. Pero esas palabras me habían producido gran placer.
—Siempre velaremos por ti— recalqué. Sentí deseos de besarla pero era demasiado joven y bonita, con sus pies desnudos sobre la alfombra floreada y sus pechos desnudos debajo de su vestido de algodón.
Merrick no había respondido.
—Todas esas personas parecen caballeros y damas —había comentado Aarón al contemplar los daguerrotipos—. Estos pequeños retratos están en un excelente estado de conservación —había añadido con un suspiro—. El invento de la daguerrotipia en la década de 1840 debió de constituir un prodigio.
—Mi tío abuelo escribió sobre ese importante acontecimiento —había respondido Merrick—. No sé si esas páginas son todavía legibles. Estaban muy arrugadas cuando Gran Nananne me las enseñó. Pero como les he dicho, él mismo hizo estas fotografías. Miren, estas imágenes sobre estaño también las tomó él. —Exhaló un suspiro que denotaba el cansancio de una mujer madura, como si hubiera vivido en esa época—. Murió a una edad muy avanzada, según dicen, con la casa llena de fotografías, antes de que sus sobrinos blancos se presentaran y las rompieran todas…, pero dejemos eso para más adelante.
Me sentí escandalizado y turbado por esa revelación, incapaz de justificarla. ¡Destruir unos daguerrotipos! ¡Unos rostros perdidos para siempre! Merrick había seguido hablando, sacando de su caja de tesoros otros diminutos rectángulos de estaño, muchos de ellos todavía sin enmarcar.
—A veces, cuando abro unas cajas que hay en la habitación de Gran Nananne, no veo sino restos de papel. Como si se lo hubieran comido las ratas. Gran Nananne dice que las ratas se comen el dinero y por eso hay que guardarlo en una caja de hierro. El hierro es mágico, ¿saben? Las hermanas, me refiero a las monjas, lo ignoran. Por eso, según dice la Biblia, no podías hacer una pala de hierro, porque el hierro era poderoso y no podías colocar una pala de hierro sobre los ladrillos del templo del Señor, ni entonces ni ahora.
Su razonamiento me chocó, por más que era técnicamente correcto.
—Hierro y palas —había proseguido Merrick con tono pensativo—. Se remonta a muchos años. El rey de Babilonia sostenía en la mano una pala con la que depositó los ladrillos del templo. Y los masones conservan ese concepto en su orden, y en el billete de un dólar aparece la pirámide de ladrillos destruida.
Me sorprendió la facilidad con que trataba esos conceptos tan complejos. Me pregunté qué experiencias habría vivido. ¿Qué tipo de mujer llegaría a ser?
Recuerdo que Merrick me miraba fijamente mientras pronunciaba esas palabras, quizá para calibrar mi reacción, y de pronto comprendí que necesitaba hablar de las cosas que le habían enseñado, las cosas que pensaba, las cosas de las que había oído hablar.
—¿Por qué son tan buenos conmigo? —preguntó, escrutando mi rostro atentamente—. Comprendo que los sacerdotes y las monjas se porten bien con nosotros. Nos traen comida y ropa. Pero ¿por qué lo hacen ustedes? ¿Por qué me han franqueado la entrada y me han dado una habitación? ¿Por qué me dejan hacer lo que quiero? Me paso todos los sábados mirando revistas y escuchando la radio. ¿Por qué me dan de comer e insisten en que lleve zapatos?
—Hija mía —había respondido Aarón—, somos casi tan viejos como la Iglesia católica. Somos tan viejos como las órdenes de hermanas y de sacerdotes que os visitaban. Sí, más viejos que la mayoría de todos ellos.
Pero ella no estaba convencida y buscaba una explicación.
—Tenemos nuestras creencias y tradiciones —dije yo—. Abunda la maldad, la avaricia, la corrupción, el egoísmo. Lo raro es amar. Nosotros amamos.
Yo gozaba con lo que nos proponíamos, con nuestra entrega, con el hecho de que fuéramos los inviolables miembros de Talamasca, que nos ocupáramos de los marginados, que diéramos albergue al hechicero y al vidente, que hubiéramos salvado a brujas de la hoguera y hubiéramos tendido la mano a espíritus errantes, sí, incluso a los espíritus que infunden terror a otros. Llevábamos haciéndolo desde hacía más de mil años.
—Pero esos pequeños tesoros, tu familia, tu patrimonio —me había apresurado a explicar—, son importantes para nosotros porque lo son para ti. Y siempre serán tuyos.
Merrick había asentido con la cabeza. Yo había dado en la diana.
—Mi tarjeta de visita es la brujería, señor Talbot —había respondido la niña con expresión astuta—, pero todo esto me acompaña siempre.
Observé complacido el efímero entusiasmo que había iluminado su cara.
Y ahora, al cabo de unos veinte años, yo había cometido una falta intolerable, había ido en su busca y, al comprobar que su vieja casa en Nueva Orleáns estaba desierta, había ido a espiarla a Oak Haven, había subido a las amplias galerías superiores de la mansión como un vampiro de pacotilla, me había asomado a su dormitorio hasta que ella se había incorporado en la cama y había pronunciado mi nombre en la oscuridad,
Le había jugado una mala pasada, y lo sabía, lo cual me excitaba. La necesitaba, era un egoísta, y la echaba de menos, lisa y llanamente.
Hacía una semana le había escrito una carta.
Solo, en la casa de la Rué Royale, le había escrito una nota de mi puño y letra en un estilo que no había cambiado con el tiempo:
Querida Merrick:
Sí, el que viste en el porche frente a tu habitación era yo. No quise asustarte, sino solazarme mirándote, jugando a ser tu ángel tutelar, te confieso, y espero que me perdones, mientras te contemplaba a través de la ventana durante buena parte de la noche.
Deseo hacerte una petición, desde el fondo de mi alma. No puedo decirte de qué se trata en esta carta. Sólo te pido que te reúnas conmigo en un lugar público, donde te sientas segura, un lugar que tú misma puedes elegir. Contesta a este apartado de correos y te responderé de inmediato. Perdóname, Merrick. Si informas de esta misiva a los Ancianos o al Superior, puedes estar segura de que te prohibirán verme. Te ruego que me concedas unos momentos para hablar contigo antes de que des ese paso.
Tuyo siempre en Talamasca,
DAVID TALBOT
Qué atrevimiento y egoísmo por mi parte haber escrito esa nota y haberla echado en el buzón de hierro junto al camino de acceso a la casa, poco antes del alba.
Merrick me había contestado a vuelta de correo con una nota fascinante en sus detalles, rebosante de un afecto inmerecido.
Ardo en deseos de hablar contigo. Te aseguro que, a pesar de la impresión que pueda producirme nuestro reencuentro, te busco en el misterio, David, a quien siempre he amado. Tú fuiste mi padre cuando te necesité, y mi amigo leal. Te he vislumbrado algunas veces desde tu metamorfosis, quizás en más ocasiones de las que imaginas.
Estoy enterada de lo que te ocurrió. Sé con quiénes estás viviendo. El Café del León. En la Rué Ste. Anne. ¿Lo recuerdas? Hace años, antes de que partiéramos para Centroamérica, almorzamos allí un día. Esas selvas impenetrables te inspiraban un gran respeto. ¿Recuerdas cómo discutimos? Creo que utilicé mis artes de bruja para convencerte. Siempre supuse que lo sabías. Acudiré durante varios días seguidos al atardecer confiando en encontrarte allí.
Había firmado la nota tal como yo había firmado la mía:
«Tuya siempre en Talamasca».
Yo había antepuesto mi persona al amor que sentía por Merrick y a mi deber para con ella. En cierto modo me sentí aliviado de haber cumplido con mi misión.
En aquella época, cuando Merrick había acudido a nosotros, desvalida, en una noche tormentosa, semejante tropelía habría sido impensable. Yo tenía el deber de proteger a aquella chiquilla huérfana que se había presentado de improviso, voluntariamente, en nuestra casa.
—Nuestros motivos son los mismos que los tuyos —le había dicho Aarón sin rodeos aquella larga noche en Oak Haven. Luego había alzado con ambas manos su suave cabellera castaña para retirarle unos mechones del rostro, como si fuera su hermano mayor—. Queremos preservar nuestros conocimientos. Queremos salvar la Historia. Queremos estudiar y confiamos en comprender.
Tras estas palabras, Aarón había suspirado quedamente, un gesto raro en él.
—Sí, hemos oído hablar de tus primos blancos, los May-Fair de Garden District, como tú los llamas, justamente —le había confesado Aarón, lo cual me sorprendió—, pero nosotros guardamos nuestros secretos, a menos que el deber nos obligue a revelarlos. ¿Qué sabes de su larga historia? Sus vidas están entrelazadas como trepadoras espinosas que rodean un árbol por completo. Esperemos que tu vida no tenga nunca nada que ver con esa lucha feroz. Lo que nos interesa en estos momentos es ayudarte. No hablo en vano cuando te digo que siempre puedes confiar en nosotros. Tú eres, como ha dicho David, una de nosotros.
Merrick había meditado sobre esas palabras. No había sido fácil para ella aceptar esto, estaba demasiado acostumbrada a vivir sola con Gran Nananne, pero algo poderoso le había indicado que podía fiarse de nosotros antes de presentarse allí.
—Gran Nananne confía en ustedes —había dicho, como si yo se lo hubiera preguntado—. Gran Nananne dijo que debía acudir a ustedes. Después de uno de sus frecuentes sueños, Gran Nananne se despertó antes del alba e hizo sonar la campanita para llamarme. Yo dormía en el porche cubierto con una mosquitera, y al entrar en su habitación la encontré levantada, vestida con su camisón blanco de franela. Como es muy friolera, siempre se pone camisones de franela, incluso las noches en que hace un calor sofocante. Me dijo que me sentara y escuchara lo que había soñado. —Cuéntamelo, niña —le había rogado Aarón. ¿Es que no habían hablado del tema antes de que yo llegara?
—Gran Nananne soñó con el señor Lightner, con usted — respondió Merrick, mirando a Aarón—. En el sueño usted aparecía junto con el tío Julien, el tío Julien blanco del clan Mayfair. Ambos se habían sentado junto a su lecho. »El tío Julien le contó unos chistes y unas historias y dijo que se alegraba de aparecer en su sueño. Eso fue lo que me dijo mi madrina. El tío Julien dijo que yo debía venir a verlo a usted, señor Lightner, y que el señor Talbot se reuniría con nosotros. El tío Julien le habló en francés y usted estaba sentado en la silla con el respaldo de mimbre, sonriendo y asintiendo con la cabeza. Usted le llevó a Gran Nananne una taza de café con nata tal como le gusta a ella, con media taza de azúcar y una de sus cucharitas de plata favoritas. En sus sueños, y fuera de ellos, Gran Nananne posee un millar de cucharitas.
La niña continuó relatando el sueño:
—Ambos se sentaron en el lecho, sobre la mejor colcha de Gran Nananne, a su lado. Ella lucía sus mejores sortijas, que ya no se pone nunca, y ustedes le dijeron en su sueño: «Envíanos a la pequeña Merrick», asegurándole que cuidarían de mí, y le dijeron que iba a morir.
Aarón, que no había oído este extraño relato, parecía muy impresionado y sorprendido.
—Debió de ser el tío Julien quien dijo eso a Gran Nananne en su sueño —respondió Aarón con tono afectuoso—. ¿Cómo iba a conocer yo ese secreto?
Recuerdo su protesta, porque no era propio de Aarón reconocer que ignoraba algo y hacer hincapié en ello.
—No, no, se lo dijo usted —insistió la niña, que parecía talmente un hada—. Le dijo el día de la semana y la hora en que moriría, pero aún no ha sucedido. —Merrick se puso a mirar de nuevo las fotografías con expresión pensativa—. No se preocupe. Yo lo sabré cuando vaya a ocurrir. —Su rostro se llenó de pronto de tristeza—. No puedo retenerla para siempre junto a mí. Les mystéres no esperan.
Les mystéres. ¿Se refería a sus antepasados, a los dioses del vudú o simplemente a los secretos del destino? Era imposible adivinar sus pensamientos.
—San Pedro la estará esperando —había murmurado Merrick, al tiempo que su visible tristeza se ocultaba detrás de su expresión serena.
De improviso me había mirado, sonriendo y mostrando su blanca dentadura, y había murmurado algo en francés. Papá Legba, dios de la encrucijada en vudú, que podía ser representado por una figura de san Pedro con los ojos dirigidos al cielo.
Yo observé que Aarón no se atrevía a interrogarla más a fondo sobre el asunto del papel que él había representado en el sueño, en la fecha de la muerte inminente de Gran Nananne. No obstante, asintió repetidas veces y volvió a alzar con ambas manos el cabello de la húmeda nuca de Merrick, donde tenía unos mechones rebeldes adheridos a su piel suave y cremosa.
Aarón la había contemplado con auténtica estupefacción mientras ella proseguía con la historia.
—Inmediatamente después del sueño apareció un anciano de color que conducía una camioneta, para trasladarme aquí. «No necesitas maleta, ven tal cual», me dijo. Así que subí a la camioneta y el hombre me condujo aquí, sin despegar los labios en todo el rato, escuchando unos viejos blues en una emisora de radio y fumándose un cigarrillo tras otro. Gran Nananne sabía que se trataba de Oak Haven porque el señor Lightner se lo había dicho en el sueño… »Gran Nananne recordaba el Oak Haven de los viejos tiempos, cuando era otro tipo de mansión, con un nombre distinto. El tío Julien le dijo muchas otras cosas, pero ella no me las contó. Me dijo: "Ve con los de Talamasca; es lo mejor para ti. Ellos te cuidarán y podrás desarrollar tus poderes."
«Podrás desarrollar tus poderes». Aquellas palabras me produjeron un escalofrío. Recuerdo la expresión de tristeza de Aarón, que se limitó a menear brevemente la cabeza. No hagas que se preocupe ahora, pensé yo, pero la niña no mostraba señal alguna de sentirse preocupada.
Yo recordaba al tío Julien de los célebres Mayfair. Había leído numerosos capítulos de la carrera de aquel poderoso hechicero y vidente, el único varón de aquella extraña familia que se había enfrentado a la voluntad de un espíritu masculino y sus brujas femeninas a lo largo de muchos cientos de años. El tío Julien, mentor, loco, impertinente, leyenda, padre de brujas… Y la niña había dicho que descendía de él.
Debía de poseer unas potentes dotes de hechicero, pero el tío Julien había sido tema de los trabajos de investigación de Aarón, no mío.
Merrick no había dejado de observarme mientras hablaba.
—No estoy acostumbrada a que la gente me crea —había dicho—, pero sí estoy acostumbrada a que la gente me tema.
—¿Por qué, niña? —le había preguntado yo. Lo cierto era que su extraordinaria desenvoltura y la fuerza de su mirada me infundían temor. ¿Qué era capaz de hacer? ¿Lo averiguaría yo alguna vez? Eso me dio que pensar aquella noche, pues no teníamos costumbre de animar a nuestros huérfanos a que dieran rienda suelta a sus peligrosos poderes; en ese aspecto, nos mostrábamos devotamente pasivos.
Tras dejar de lado mi indecorosa curiosidad, me había afanado en memorizar su aspecto, como solía hacer en aquella época, observando con gran atención cada rasgo de su rostro y su cuerpo.
Tenía un cuerpo maravillosamente moldeado, unos pechos muy seductores y unos rasgos faciales grandes, pero no se advertía el menor indicio de sangre africana: la boca, grande y bien perfilada; los ojos, también grandes y almendrados; la nariz larga; el cuello extraordinariamente airoso. Su rostro poseía una gran armonía, incluso cuando estaba absorta en sus pensamientos.
—Guarden los secretos de esos Mayfair blancos —nos dijo—. Quizás algún día podamos intercambiar secretos, ustedes y yo. No saben que estamos aquí. Gran Nananne dijo que el tío Julien murió antes de nacer ella. En el sueño, el tío Julien no dijo una palabra sobre los Mayfair blancos. Sólo dijo que yo debía venir aquí. Estos son mis parientes
—añadió Merrick indicando las fotografías—. Si hubiera tenido que acudir a ellos, Gran Nananne lo habría visto hace mucho. —La niña se detuvo, pensativa—. Hablemos de los viejos tiempos.
Dispuso amorosamente los daguerrotipos sobre la mesa de caoba. Los colocó en una ordenada hilera, limpiando con la mano las migas que había en la superficie de la mesa. Observé que había colocado las figuritas de las fotos boca abajo frente a ella, y boca arriba frente a Aarón y a mí.
—Algunos de mis parientes blancos vinieron aquí con el propósito de destruir los documentos —dijo Merrick—. Trataron de arrancar la hoja del registro parroquial donde consta que su bisabuela era de color. Femme de couleur libre, según consta en unos viejos archivos en francés.
«Imagínense, arrancar unas páginas de su historia, unas páginas del registro parroquial donde están inscritos todos los nacimientos, defunciones y matrimonios, sin querer averiguar su pasado. ¡Qué valor, presentarse en casa de mi tío bisabuelo y destruir esas fotografías, unas fotografías que merecen estar a buen recaudo en un lugar donde la gente pueda contemplarlas!
Merrick suspiró, como una mujer que se siente cansada, mientras contemplaba la vieja caja de zapatos donde guardaba sus trofeos.
—Ahora estas fotografías las tengo yo. Lo tengo todo, y estoy con ustedes, y ellos no podrán dar conmigo, no podrán destruir estos objetos.
A continuación metió de nuevo la mano en la caja de zapatos y sacó las caries de visites, unas viejas fotografías pegadas sobre cartón tomadas en las últimas décadas del siglo. Observé las letras altas e inclinadas, escritas en los dorsos de las fotografías con tinta púrpura que se había desteñido, mientras ella las volvía de un lado y otro.
—Miren, éste es el tío Vervain —dijo.
Contemplé al joven delgado y bien parecido, moreno, con la piel atezada y los ojos claros como Merrick. Era un retrato de aire romántico.
El joven, vestido con un terno, posaba con el brazo apoyado sobre una columna negra delante de un cielo pintado. La fotografía presentaba un intenso color sepia. La sangre africana estaba claramente presente en la nariz y la boca del apuesto joven.
—Está fechada en 1920. — Merrick volvió la fotografía del revés y luego la depositó de nuevo boca arriba ante nosotros—. El tío Vervain era un doctor de vudú —dijo—. Lo conocí antes de que muriera. Yo era una niña, pero nunca lo olvidaré. Bailaba y escupía el ron entre los dientes sobre el altar. Todo el mundo le tenía un miedo cerval, se lo aseguro.
La niña rebuscó entre las fotografías hasta hallar la que buscaba.
—Fíjense en ésta —dijo, depositando otra vieja fotografía de un anciano de color, con el pelo canoso, sentado en una vistosa silla de madera—. Le llamaban el Anciano. Nunca le conocí por otro nombre. Regresó a Haití para estudiar magia y enseñó a Vervain todo lo que sabía. A veces tengo la impresión de que el tío Vervain me habla. A veces siento que está delante de nuestra casa, cuidando de Gran Nananne. En cierta ocasión vi al Anciano en un sueño.
Yo ardía en deseos de formularle unas preguntas, pero no era el momento oportuno.
—Miren, ésta es Justine la Guapa —dijo Merrick, depositando sobre la mesa la fotografía que más me había impresionado, un retrato de estudio pegado sobre cartón, montado en un grueso marco de cartón color sepia—. Todos temían a Justine la Guapa.
La joven era realmente muy guapa, con los pechos aplastados según la moda de los años veinte, el pelo muy corto, un cutis tostado precioso y unos ojos y una boca un tanto inexpresivos, o tal vez con un cierto toque de dolor. Luego nos mostró unas instantáneas modernas, en papel delgado y con los bordes ondulados, producto de unas cámaras portátiles muy comunes en la época.
—Ésos eran sus hijos, los peores de todos —comento Merrick señalando la foto en blanco y negro con los bordes ondulados—. Eran nietos de Justine la Guapa, de raza blanca, y vivían en Nueva York. Querían apoderarse de cualquier documento en el que constara que eran de color y romperlo en mil pedazos. Gran Nananne sabía lo que pretendían. No se dejó engañar por sus afables modales ni por el hecho de que me llevaran a tiendas elegantes del centro y me compraran ropa bonita. Todavía conservo esa ropa. Unos vestiditos que no llevaba ninguna niña de las que yo conocía y unos zapatos con las suelas intactas. Cuando se marcharon no nos dejaron sus señas. Mírenlos, fíjense en lo preocupados que aparecen en estas fotografías. Pero yo les jugué unas cuantas malas pasadas. Aarón meneó la cabeza mientras examinaba los rostros tensos de aquellos jóvenes. Turbado por las fotografías, observé atentamente a aquella niña tan madura para su edad.
—¿Qué les hiciste, Merrick? —pregunté sin morderme la lengua, que habría sido lo más sensato.
—Leí sus secretos en las palmas de sus manos y les dije las cosas malas que siempre habían tratado de ocultar. No estuvo bien por mi parte, pero lo hice para que se fueran. Les dije que nuestra casa estaba llena de espíritus. Hice aparecer los espíritus. Miento, no hice que aparecieran. Los invoqué y ellos aparecieron tal como yo les había pendido. A Gran Nananne le pareció muy divertido. Ellos le pidieron que me obligara a dejar de hacer esas trastadas, pero Gran Nananne les contestó: «¿Qué os hace pensar que puedo conseguirlo?», como si yo fuera una especie de fiera a quien ella no pudiera controlar. Merrick volvió a exhalar un pequeño suspiro.
—Gran Nananne se muere —dijo fijando en mí sus ojos verdes—. Dice que ya sólo quedo yo, que tengo que conservar estas cosas, sus libros, sus recortes de prensa. Miren estos recortes. Es un periódico tan viejo que el papel se rompe con facilidad. El señor Lightner me ayudará a conservar estas cosas —añadió mirando a Aarón—. ¿Por qué le infundo tanto miedo, señor Talbot? ¿No es usted lo suficientemente fuerte, o le parece que es malo ser una persona de color? Usted no es de aquí, es extranjero.
Miedo. ¿Lo sentía tan intensamente? La niña había hablado con autoridad, y yo había buscado la verdad en ella, pero me apresuré a salir en mi defensa y también en la suya.
—Lee mi corazón, niña —dije—. No creo que sea malo ser de color, aunque a veces, en algunos casos, he pensado que quizá traiga mala suerte. —Merrick arqueó levemente las cejas y yo proseguí, tal vez preocupado, pero sin miedo —: Estoy triste porque dices que no tienes a nadie, y al mismo tiempo estoy contento porque sé que nos tienes a nosotros.
—Eso fue lo que dijo Gran Nananne, más o menos —respondió Merrick. Por primera vez se dibujó una franca sonrisa en su boca ancha y carnosa.
Yo me había distraído, recordando las incomparables mujeres de piel tostada que había visto en la India, aunque ella era una maravilla compuesta de distintas tonalidades, el intenso caoba de su cabello y sus ojos claros tan visibles y significativos. Pensé de nuevo que a muchos aquella niña descalza con un vestido floreado les parecería exótica. De pronto experimenté una sensación indeleble e irracional. Examiné los diversos rostros dispuestos sobre la mesa y tuve la impresión de que todos me miraban. Fue una impresión muy intensa. Las pequeñas fotografías habían cobrado vida.
Quizá se debía al resplandor del fuego y a los quinqués,
Pensé aturdido, pero no pude librarme de esa sensación; las figuritas estaban colocadas de forma que nos miraban a Aarón y a mí, como un hecho hábilmente deliberado, o en todo caso muy significativo, pensé mientras pasaba sin mayores sobresaltos de la sospecha a la apacible sensación de hallarme en presencia de un montón de muertos.
—Parece como si nos estuvieran mirando —recuerdo que comentó Aarón, aunque me consta que yo no había dicho una palabra. El reloj había dejado de sonar y me volví para mirarlo, tratando de localizarlo. Estaba sobre la repisa de la chimenea, sí, y sus manecillas se habían detenido. De pronto, los cristales de las ventanas empezaron a hacer un ruido seco como cuando el viento los golpea y noté que la casa me envolvía en su atmósfera de calor y secretos, de seguridad y santidad, de ensueño y poder colectivo.
Me pareció que transcurría mucho rato, durante el cual ninguno de nosotros dijo nada. Merrick me miró, y luego miró a Aarón, con las manos quietas y la cara resplandeciente a la luz.
De pronto me desperté y comprobé que nada había cambiado en la habitación. ¿Me había quedado dormido? Una grosería imperdonable. Aarón estaba junto a mí, como antes. Las fotografías habían adquirido un aspecto más inerte y triste, un testimonio ceremonial de una mortalidad tan evidente como si Merrick hubiera dispuesto ante mí una calavera procedente de un campo santo en ruinas para que yo la examinara. Pero la turbación que había experimentado persistió después de que los tres subiéramos a acostarnos en nuestras respectivas habitaciones. Ahora, al cabo de veinte años y muchos otros momentos memorables, Merrick estaba sentada ante mí en la mesa de este café de la Rué Ste. Anne, una belleza que contemplaba a un vampiro, conversando conmigo bajo la luz oscilante de la vela, una luz muy semejante a la de aquella remota noche en Oak Haven, aunque esta noche de fines de primavera era tan sólo húmeda, no llovía ni presagiaba tormenta.
Merrick bebía el ron a sorbos, saboreándolo unos instantes antes de tragarlo. Pero no me había engañado. Pronto empezó a beber más deprisa. Dejó el vaso a un lado y apoyó la mano con los dedos extendidos sobre el sucio mármol. Me fijé en los anillos. Lucía los numerosos anillos de Gran Nananne, de una exquisita filigrana de oro adornados con unas piedras fabulosas. Los había lucido incluso en la selva, lo cual me había parecido una temeridad. Pero Merrick nunca había tenido miedo de nada.
Pensé en ella, durante aquellas calurosas noches tropicales que pasamos juntos. Pensé en ella durante las horas sofocantes bajo las verdes y frondosas copas de los árboles. Pensé en la caminata a través de la oscuridad hacia el templo antiguo. Pensé en ella trepando ante mí por la suave pendiente, a través de la densa atmósfera, con el estrépito de la cascada como música de fondo.
Yo había sido demasiado viejo para emprender nuestra gran aventura secreta. Pensé en los valiosos objetos de jade verde como sus ojos.
Su voz me despertó de mi ensueño.
—¿Porqué me pides que haga ese conjuro? —volvió a preguntarme—. Estoy aquí sentada, mirándote, David, y a cada segundo que pasa me doy cuenta de lo que eres y todo lo que te ha ocurrido. Puedo encajar todas las piezas de tu mente, que está abierta para mí, como lo ha estado siempre. Lo sabes, ¿no es cierto, David?
Qué tono tan categórico. Sí, el acento francés había desaparecido por completo. Hacía diez años que había desaparecido. Ahora sus palabras tenían un tono seco, por más que se expresaba en voz baja y con dulzura. Merrick abría mucho los ojos al hablar, en consonancia con sus expresivos ritmos verbales.
—La otra noche, en el porche, estabas muy preocupado —me dijo con tono de censura—. Me despertaste. Te oí tan claramente como si hubieras golpeado con los nudillos en mi ventana. Me preguntaste: «¿Puedes hacerlo, Merrick? ¿Puedes invocar a los muertos para Louis de Pointe du Lac?». ¿Y sabes que oí debajo de tus palabras? Oí: «Merrick, te necesito. Necesito hablar contigo. Merrick, mi destino está hecho pedazos. Merrick, te ruego que te muestres comprensiva conmigo. No me des la espalda».
Sentí un dolor agudo en el corazón.
—Lo que dices es cierto —confesé.
Merrick bebió otro trago de ron, y el calor tino sus mejillas de rojo.
—Pero quieres que haga esto para Louis —dijo—. Lo quieres tanto como para dejar de lado tus escrúpulos y llamar a mi ventana. ¿Por qué? A ti te comprendo. De él sólo conozco las historias que he oído contar a otros y lo poco que he visto con mis propios ojos. Louis es un joven muy atractivo, ¿no es así?
Me sentía demasiado confundido para responder, para tender un puente temporal hecho de mentiras piadosas. —Dame la mano, David, por favor —me pidió de pronto—. Necesito tocarte, necesito sentir esa extraña piel. —Tesoro, preferiría que renunciaras a ello —murmuré.
Sus grandes pendientes de oro se movían contra el nido formado por su caballera negra y la larga curva de su hermoso cuello. Todo lo que prometía de niña se había cumplido en ella. Despertaba una enorme admiración en los hombres. Hacía tiempo que me había percatado de ello.
Merrick me tendió la mano con gesto airoso. Yo le ofrecí la mía sin reticencias, incapaz de negársela. Anhelaba ese contacto. Anhelaba esa intimidad. Me sentía poderosamente estimulado. Mientras saboreaba esa sensación, dejé que sostuviera mi mano al tiempo que examinaba la palma.
—¿Por qué deseas leer la palma de mi mano, Merrick? —pregunté—. ¿Qué puede decirte? Este cuerpo pertenece a otro hombre. ¿Es que deseas leer el mapa de su destino destruido? ¿Puedes ver que fue asesinado y su cuerpo sustraído? ¿Puedes ver mi egoísta invasión de un cuerpo que debió morir?
—Conozco la historia, David —respondió—. La encontré en los papeles de Aarón. Un cambio de cuerpos. Un concepto profundamente teórico por lo que respecta a la postura oficial de la Orden. Pero saliste más que airoso de la prueba.
Sus dedos me producían unos escalofríos que me recorrían la columna vertebral hasta la raíz del cabello.
—Después de morir Aarón, leí toda la historia —dijo Merrick mientras deslizaba las yemas de sus dedos sobre los profundos surcos de la palma de mi mano.
A continuación recitó:
—«David Talbot ya no se encuentra en su cuerpo. Durante un fatídico experimento relacionado con la proyección astral fue expulsado de su forma por un hábil Ladrón de Cuerpos y obligado a reclamar el juvenil trofeo de su rival, un cuerpo sustraído a un alma destruida que, al parecer, continúa errante».
La vieja terminología propia de Talamasca me hizo torcer el gesto.
—No me había propuesto buscar esos papeles —prosiguió Merrick sin apartar los ojos de la palma de mi mano—. Pero Aarón murió aquí, en Nueva Orleáns, y conseguí apoderarme de ellos antes que los otros. Siguen en mi poder, David; nunca han llegado a los archivos de los Ancianos y quizá no lleguen nunca. No lo sé.
Su atrevimiento, el que hubiera decidido ocultar esos secretos a la Orden a la que seguía dedicando su vida, me dejó estupefacto. ¿Cuándo había gozado yo de semejante independencia, salvo quizás al final?
Siguió examinando mi palma, recorriéndola con los ojos. Oprimió el pulgar suavemente sobre mi carne. Los escalofríos me producían una excitación insoportable. Deseaba abrazarla, no para succionarle la sangre ni para lastimarla en ningún sentido, sino tan sólo para besarla, para hundir levemente los colmillos en su carne, para saborear su sangre y sus secretos, pero era un pensamiento atroz y lo deseché en el acto. Me apresuré a retirar la mano.
—¿Qué has visto, Merrick? —pregunté, tragándome el hambre que sentía de su cuerpo y de su mente.
—Unos desastres grandes y pequeños, amigo mío, una línea de la vida que se prolonga como la que más, unas estrellas de fuerza y una prole numerosa.
—Basta, no lo acepto. Esa mano no es mía.
—Ahora no tienes otro cuerpo —replicó—. ¿No crees que el cuerpo se amoldará a su nueva alma? La palma de una mano cambia con el tiempo. Pero no quiero enojarte. No he venido aquí para estudiarte. No he venido aquí para contemplar fascinada a un vampiro. He vislumbrado algunos vampiros. Incluso he estado cerca de ellos, en estas mismas calles. He venido porque tú me lo pediste y quería… estar contigo.
Asentí con la cabeza, tan abrumado que durante unos momentos no pude articular palabra. Con un rápido ademán, le rogué que guardara silencio. Merrick esperó.
—¿Pediste permiso a los Ancianos para reunirte conmigo? —le pregunté por fin. Ella soltó una carcajada, pero no de mala fe.
—Por supuesto que no.
—Entonces déjame que te explique algo —dije—. Las cosas entre el vampiro Lestat y yo empezaron del mismo modo. No se lo comuniqué a los Ancianos. No les informé de la frecuencia con que nos veíamos, que lo llevaba a mi casa, que conversaba con él, que viajaba con él, que le enseñé a reclamar su cuerpo sobrenatural cuando el Ladrón de Cuerpos se lo arrebató con sus artimañas.
Merrick intentó interrumpirme, pero yo no estaba dispuesto a permitírselo.
—¿No ves cómo he terminado yo? —pregunté—. Creí que era demasiado listo para dejar que Lestat me sedujera. Creí que era demasiado inteligente y viejo para dejarme seducir por la inmortalidad. Creí que era moralmente superior a él, Merrick, y ahora ya ves en qué estado me encuentro.
—¿No vas a jurarme que jamás me harás daño? — inquirió ella, con su hermoso rostro encendido por la emoción—. ¿No vas a asegurarme que Louis de Pointe du Lac jamás me lastimará?
—Por supuesto. Pero aún me queda un ápice de decencia, lo cual me obliga a recordarte que soy un ser con apetitos sobrenaturales.
Merrick volvió a tratar de interrumpirme, pero yo no la dejé.
—Mi misma presencia, con todos sus signos de poder, puede erosionar tu tolerancia hacia los vivos, Merrick, puede dañar tu fe en un orden moral, puede destruir tu deseo de morir de forma natural.
—Ay, David —dijo ella, burlándose de mi tono solemne—. Procura expresarte con sencillez. ¿Qué hay en tu corazón? —Se incorporó en la silla, observándome de arriba abajo—. Tienes un aspecto juvenil dentro de este cuerpo joven. ¡Tu piel se ha oscurecido como la mía! Incluso tus rasgos poseen la impronta de Asia. ¡Pero eres más David que nunca! Yo no dije nada.
La observé con ojos aturdidos mientras ella bebía otro trago de ron. El cielo a su espalda se había oscurecido, pero unas luces brillantes y cálidas iluminaban la noche. Sólo el café, débilmente iluminado por unas pocas y polvorientas bombillas instaladas detrás del mostrador, aparecía envuelto en unas sombras siniestras.
Su frialdad y desenvoltura me aterrorizaban. Me aterrorizaba que me hubiera tocado sin el menor recato, que nada en mi naturaleza vampírica le repeliera, pero al mismo tiempo recordaba lo atraído que me había sentido por Lestat, aureolado por un discreto esplendor.
¿Se sentía Merrick atraída por mí? ¿Se había producido la fatídica fascinación? Merrick mantenía sus pensamientos semiocultos, como de costumbre.
Pensé en Louis, en su petición. Louis ansiaba desesperadamente que Merrick obrara el milagro con sus artes mágicas. Pero ella tenía razón. Yo la necesitaba. Necesitaba su amor y comprensión. Cuando volví a hablar, advertí que mis palabras expresaban dolor y desconcierto.
—Ha sido magnífico —dije—. E insoportable. Estoy fuera de la vida y no puedo escapar de ello. No tengo a nadie a quien ofrecer lo que he aprendido.
Merrick no me contradijo ni hizo pregunta alguna. Sus ojos adquirieron de pronto una expresión dulce y comprensiva, la máscara de fría compostura se había desvanecido. Yo había presenciado muchas veces esos cambios bruscos en ella. Ocultaba sus emociones salvo en algunos momentos silenciosos y elocuentes.
—¿Crees que Lestat te habría forzado como lo hizo si no te hubieras apoderado de ese cuerpo joven? —preguntó
—. ¿Crees que si hubieras seguido siendo viejo, nuestro David, nuestro bendito David, con setenta y cuatro años cumplidos, Lestat, el honorable Superior de nuestra Orden, te habría seducido?
—No lo sé —respondí secamente, pero no con aspereza—. Yo mismo me he hecho esta pregunta a menudo. Sinceramente no lo sé. Esos vampiros… quiero decir nosotros, los vampiros, amamos la belleza, nos alimentamos de ella. Nuestra definición de la belleza es enormemente amplia, no puedes imaginar hasta qué punto. Por bondadosa que sea tu alma, no puedes imaginar lo hermosas que nos parecen algunas cosas que a los mortales les repugnan, pero lo cierto es que nos propagamos por medio de la belleza, y este cuerpo posee una belleza que yo he utilizado con fines perversos en innumerables ocasiones.
Merrick alzó su vaso en un pequeño brindis y bebió un largo trago.
—Si hubieras venido a mí sin preámbulos —dijo—, murmurando en medio de una multitud y tocándome, yo te habría reconocido. —Su rostro se ensombreció unos momentos, pero enseguida recuperó la serenidad—. Te quiero, viejo amigo —dijo.
—¿Estás segura, mi amor? —pregunté—. He hecho muchas cosas para alimentar a este cuerpo, algunas tan horripilantes que me estremezco de pensar en ellas.
Merrick apuró el vaso, lo dejó en la mesa, y tornó de nuevo la botella sin darme tiempo a que se lo rellenara.
—¿Quieres los papeles de Aarón? —preguntó. La miré atónito.
—¿Estás dispuesta a entregármelos?
—Soy leal a Talamasca, David. ¿Qué habría sido de mí de no ser por la Orden? —Tras unos instantes de vacilación, prosiguió—: Pero al mismo tiempo te soy profundamente leal a ti. — Hizo otra pausa, pensativa—. Tú encarnabas para mí a la Orden, David. ¿Imaginas lo que sentí cuando me dijeron que habías muerto?
Suspiré. ¿Qué podía responder?
—¿Te dijo Aarón la pena que nos causó a todos tu muerte, es decir, a todos los que no nos habían confiado un ápice de la verdad?
—Lo lamento en el alma, Merrick. Creíamos que debíamos guardar ese peligroso secreto. ¿Qué más puedo decir? —Moriste aquí, en Estados Unidos, en Miami Beach, según la historia oficial. Y habían enviado tus restos en avión a Inglaterra antes de que me llamaran para comunicarme que habías muerto. ¿Sabes lo que hice, David? Les pedí que no te enterraran hasta que yo llegara. Cuando aterricé en Londres ya habían sellado el ataúd, pero les pedí que lo abrieran. Les exigí que lo hicieran. Me puse a gritar y a protestar hasta que cedieron a mi petición. Luego les obligué a salir de la habitación y me quedé a solas con el cadáver, David, un cadáver empolvado y embellecido que reposaba en un nido de raso. Permanecí allí una hora, mientras ellos no cesaban de aporrear la puerta. Por fin les dije que podían proceder al entierro.
Su rostro no mostraba ira, sólo una leve expresión de asombro.
—No podía dejar que Aarón te revelara la verdad en aquellos momentos —respondí—, cuando no sabía si lograría sobrevivir a aquel cuerpo ni lo que el destino iba a depararme. No podía. Y luego fue demasiado tarde.
Merrick arqueó las cejas e hizo un pequeño gesto de incredulidad con la cabeza. A continuación bebió otro trago de ron.
—Lo comprendo —dijo.
—Gracias a Dios —contesté—. Al cabo de un tiempo, Aarón te habría contado lo del cambio de cuerpos —insistí—, estoy seguro de ello. No pretendí engañarte con la historia de mi muerte.
Ella asintió con la cabeza, reprimiendo la primera respuesta que se le ocurrió.
—Creo que debes archivar esos papeles de Aarón —dije—. Debes entregárselos a los Ancianos, y sólo a ellos, para que los guarden en sus archivos. Olvídate de momento del Superior de la Orden.
—Déjalo estar, David —replicó Merrick—. ¿Sabes una cosa? Ahora que habitas el cuerpo de un joven, resulta más fácil discutir contigo.
—Nunca tuviste problemas para discutir conmigo, Merrick —contesté—. ¿No crees que de haber vivido Aarón habría archivado esos papeles?
—Es posible —respondió—, y es posible que no. Quizás Aarón prefería que te dejáramos a merced de tu destino. Quizá prefería que te convirtieras en lo que estabas destinado a convertirte, sin que nadie se inmiscuyera.
Yo no estaba seguro de entender lo que decía. La Orden de Talamasca era tan pasiva, tan reticente, tan reacia a inmiscuirse en el destino de nadie, que no comprendí a qué se refería.
Merrick se encogió de hombros, bebió otro trago de ron y deslizó el borde del vaso contra su labio inferior.
—Quizá no tenga importancia —dijo—. Sólo sé que Aarón no archivó esos papeles. Al cabo de unos momentos prosiguió:
—La noche después de que muriera Aarón, me dirigí a su casa en Esplanade Avenue. Como sabes, se casó con una Mayfair blanca, no una bruja, sino una mujer fuerte y generosa llamada Beatrice Mayfair. Aún vive, y a instancias suyas me llevé los papeles que ostentaban el membrete de «Talamasca». Ella no sabía lo que contenían.
»Me dijo que Aarón le había dado mi nombre. Le dijo que me llamara en caso de que él sufriera un accidente, y ella cumplió con su deber. Por otra parte, no hubiera podido leer esos documentos. Estaban escritos en latín, de acuerdo con el viejo estilo de Talamasca.
»Había varios dossieres y mi nombre y número figuraban en la cubierta de todos ellos, de puño y letra de Aarón. Un dossier estaba dedicado por entero a ti, aunque sólo habían utilizado la inicial D. Los papeles que se referían a ti los traduje al inglés. Nadie los ha visto jamás. Nadie —recalcó con vehemencia—. Pero yo me los conozco prácticamente de memoria.
No dejaba de ser un alivio el oírla hablar de esas cosas, de los secretos de Talamasca, que antiguamente constituían nuestro sello distintivo. Un alivio, sí, como si la cálida presencia de Aarón se hallara nuevamente entre nosotros. Merrick se detuvo para beber otro trago de ron.
—Supuse que debía contártelo —dijo—. Tú y yo nunca nos hemos ocultado nada. Al menos que yo sepa. Claro que mi trabajo era el estudio de la magia, lo cual me ha permitido explorar numerosos ámbitos.
—¿Qué sabía Aarón al respecto? —pregunté. Noté que los ojos me lloraban. Me sentí humillado. Pero quería continuar—. No volví a verlo después de mi metamorfosis vampírica —confesé con tristeza—. No tuve ánimos para enfrentarme a él. ¿No imaginas el motivo?
Experimenté un sensible aumento de dolor psíquico y de confusión. Mi pesar por la muerte de mi amigo Aarón no desaparecería nunca, y lo había soportado durante años sin decir una palabra ni a Louis ni a Lestat, mis colegas vampiros.
—No —respondió Merrick. No lo imagino. Pero te diré… —Hizo una pausa respetuosa para darme la oportunidad de detenerla, pero no lo hice—. Te diré que se sintió decepcionado y al final te perdonó. Incliné la cabeza y apoyé la frente en mi fría mano.
—Según dijo, rezaba todos los días para que regresaras a su lado —me explicó Merrick lentamente—, para tener la ocasión de mantener una última conversación contigo, sobre todo lo que habíais soportado juntos y lo que os había separado.
Creo que hice una mueca de dolor. De cualquier modo, comprendí que lo tenía merecido, más de lo que ella podía sospechar. Había sido una indecencia por mi parte no escribirle siquiera una nota. ¡Hasta Jesse, cuando había desaparecido de Talamasca, me había escrito!
Merrick continuó hablando. Si había adivinado mi pensamiento, no dio muestras de ello.
—Por supuesto, Aarón escribió sobre tu cambio de cuerpo faustiano, según lo llamaba él. Te describió dentro de ese cuerpo joven aludiendo en numerosas ocasiones a unos trabajos de investigación del cuerpo, que al parecer habíais realizado juntos, afirmando que el alma había abandonado el cuerpo. ¿No es cierto que Aarón y tú hicisteis unos experimentos con el fin de alcanzar la sagrada alma, exponiéndoos incluso a morir en el intento?
Asentí con la cabeza, incapaz de hablar, desesperado y al mismo tiempo avergonzado.
—En cuanto a ese canalla del Ladrón de Cuerpos, ese diablo de Raglán James que fue quien inició el espectáculo sobrenatural, Aarón estaba convencido de que su alma había pasado a la eternidad, según dijo, y era imposible alcanzarla.
—Es cierto —respondí—. El dossier sobre él está cerrado, estoy convencido de ello, tanto si está completo como si no.
Su expresión triste y respetuosa se ensombreció. Yo había tocado una fibra sensible, y durante unos momentos guardó silencio.
—¿Qué más escribió Aarón? —le pregunté.
—Dijo que Talamasca había ayudado oficiosamente al «nuevo David» a reclamar sus cuantiosas inversiones y propiedades —respondió—. Estaba convencido de que no debía crearse ningún dossier sobre la Segunda Juventud de David ni enviar los documentos al respecto a los archivos de Londres o de Roma.
—¿Por qué no quería que se estudiara el cambio de cuerpos? —inquirí—. Habíamos hecho cuanto habíamos podido para las otras almas.
—Aarón dejó escrito que el tema del cambio de cuerpos era demasiado peligroso, demasiado fascinante; temía que el material cayera en manos de quien no debía leerlo.
—Por supuesto —contesté—, aunque en los viejos tiempos no tuvimos esas dudas.
—Pero el dossier no se completó —prosiguió Merrick—. Aarón estaba seguro de que volvería a verte. A veces creía sentir tu presencia en Nueva Orleáns y buscaba tu rostro entre la multitud.
—Que Dios me perdone —murmuré.
Casi volví la cara. Agaché la cabeza y me tapé los ojos durante unos momentos. Mi viejo amigo, mi querido y viejo amigo, ¿cómo pude haberle abandonado tan fríamente? ¿Por qué se convierte la vergüenza y el autodesprecio en crueldad hacia seres inocentes? ¿Por qué ocurre con tanta frecuencia?
—Continúa, por favor —dije, recobrando la compostura—. Quiero que me cuentes esas cosas.
—¿No quieres leerlas tú mismo?
—Sí, lo haré pronto —respondí.
Merrick prosiguió. El ron le había soltado la lengua y su voz sonaba más melódica, con un leve toque de su viejo acento francés de Nueva Orleáns.
—Aarón había visto en cierta ocasión al vampiro Lestat contigo. Lo describió como una experiencia espeluznante, una palabra que a Aarón le encantaba pero que utilizaba rara vez. Dijo que ocurrió la noche que fue a identificar el viejo cuerpo de David Talbot y a asegurarse de que recibía santa sepultura. De pronto te vio, en el cuerpo del joven, de pie junto al vampiro. Sabía que tú y ese ser manteníais una amistad íntima. Dijo que jamás había sentido tanto pavor por lo que pudiera pasarte como en aquellos momentos.
—¿Quemas? —pregunté.
—Más tarde —continuó Merrick, con voz queda y respetuosa—, cuando desapareciste, Aarón tenía el convencimiento de que Lestat te había obligado a transformarte. Según él era la única explicación posible al hecho de que no te hubieras comunicado con él, junto con la información de tus bancos y agentes, por lo demás fidedigna, de que seguías vivo. Había dedicado su vida a resolver los problemas de los Mayfair blancos, de las Brujas de Mayfair. Necesitaba tu consejo. Escribió en numerosas ocasiones y con diversas palabras que estaba convencido de que jamás preguntaste por la sangre vampírica.
Durante mucho rato no fui capaz de responder. No me eché a llorar porque no lloro. Aparté la cara y dejé que mis ojos se pasearan por el café desierto hasta que no vi nada, salvo un grupo borroso de turistas en la calle que se dirigían hacia Jackson Square. Yo sabía muy bien cómo estar solo en medio de un momento terrible, se produjera donde se produjera. En esos momentos estaba solo.
Luego dejé que mi mente se concentrara de nuevo en él, mi amigo Aarón, mi colega, mi compañero. Evoqué unos recuerdos mucho más importantes que cualquier incidente aislado. Lo vi en mi imaginación, su rostro jovial y sus ojos grises e inteligentes. Lo vi paseando por Ocean Avenue, brillantemente iluminada, en Miami Beach, presentando un aspecto maravillosamente fuera de lugar, como un espléndido adorno en aquel singular escenario, vestido con su terno mil rayas de algodón.
Dejé que el dolor hiciera presa en mí. Asesinado por los secretos de las Brujas de Mayfair. Asesinado por unos renegados de Talamasca. Por supuesto que no había entregado a la Orden su informe sobre mí. Aquellos habían sido unos tiempos conflictivos, y en última instancia él había sido traicionado por la Orden; y mi historia permanecería, incompleta, en los legendarios archivos.
—¿Había algo más? —pregunté a Merrick por fin.
—No. Sólo la misma canción con un ritmo distinto. Esto es todo. —Bebió otro trago de ron—. Al final, Aarón alcanzó la felicidad.
—Cuéntamelo.
—Amaba profundamente a Beatrice Mayfair. Nunca imaginó que se casaría y sería feliz, pero así fue. Ella era una mujer guapa y muy sociable, como tres o cuatro personas reunidas en una sola. Aarón me dijo que nunca se había divertido tanto como con Beatrice, la cual no era una bruja, por supuesto.
—Me alegra saberlo —respondí con voz trémula—. De modo que Aarón se convirtió en uno de ellos, por así decir. Merrick se encogió de hombros, sosteniendo el vaso vacío en la mano. Ignoro a qué esperaba para beber otro trago; quizá para convencerme de que no era la impenitente alcohólica que yo creía que era.
—Pero no sé nada sobre esos Mayfair blancos —dijo al cabo de unos momentos—. Aarón siempre me impidió que me acercara a ellos. Mi trabajo durante los últimos años se había centrado en el vudú. He visitado varias veces Haití. He escrito numerosas páginas sobre el tema. No sé si sabes que soy uno de los pocos miembros de la Orden que estudia sus propios poderes psíquicos, con la autorización de los Ancianos a utilizar esa nefasta magia, como la llama ahora el Superior.
No lo sabía. No se me había ocurrido que ella hubiera regresado al vudú, el cual había arrojado su sombra generosa sobre su juventud. Nunca habíamos alentado a una bruja a practicar la magia. Sólo el vampiro que yo llevaba dentro era capaz de tolerar semejante idea.
—Oye, mira —dijo—, no importa que no hubieras escrito a Aarón.
—¿Eso crees? —murmuré secamente. Pero me apresuré a aclarar—: No pude escribirle. No pude llamarlo por teléfono. En cuanto a verlo, o dejar que él me viera, era totalmente imposible — musité.
—Y tardaste cinco años en acudir por fin a mí —comentó Merrick.
—¡Has dado en el clavo! —contesté—. Me llevó cinco años, o más. De haber vivido Aarón, ¿quién sabe lo que hubiera hecho yo? Pero el elemento más importante en este asunto es que Aarón era viejo, Merrick. Era viejo y pudo haberme pedido la sangre. Cuando eres viejo y tienes miedo, cuando estás cansado y enfermo, cuando empiezas a sospechar que tu vida carece de sentido… Empiezas a soñar con trueques vampíricos. Empiezas a pensar que de algún modo la maldición vampírica no debe de ser tan terrible, a cambio de la inmortalidad; empiezas a pensar que si tuvieras la oportunidad, podrías convertirte en un testigo excepcional de la evolución del mundo que te rodea. Ocultas tus deseos egoístas bajo esa idea grandiosa.
—¿Crees que yo no pensaré nunca en eso? —preguntó arqueando las cejas y abriendo mucho sus ojos verdes y luminosos.
—Eres joven y hermosa —respondí—, rebosas valor. Tus órganos y tu cuerpo son tan fuertes como tu mente. Nada ha conseguido derrotarte jamás y gozas de una salud a toda prueba.
Yo temblaba de pies a cabeza. No podía soportarlo más. Había soñado con compartir con ella unos momentos de solaz e intimidad, y lo había logrado, pero a un precio terrible.
¿No era infinitamente más sencillo pasar el rato en compañía de Lestat, que jamás despegaba los labios, que yacía inmóvil semidormido, escuchando música, que tiempo atrás le había despertado y luego le había sumido en un sueño, un vampiro que ya no aspiraba a nada?
¿No era más sencillo deambular por la ciudad en compañía de Louis, mi compañero más débil y encantador, en busca de nuestras víctimas y perfeccionando el arte del «pequeño trago» para dejar a nuestra presa aturdida pero ilesa? ¿No era más sencillo permanecer en el santuario de la mansión urbana en el Barrio Francés, leyendo con la velocidad de un vampiro todos los volúmenes de historia o historia del arte que había leído tan lentamente cuando era un mortal?
Merrick me miró con evidente compasión y me tomó la mano.
Yo evité todo contacto con ella precisamente por lo mucho que lo deseaba.
—No me rehúyas, viejo amigo —dijo ella.
Me sentía tan confundido que no pude responder.
—Lo que pretendes darme a entender —dijo— es que ni tú ni Louis de Pointe du Lac me daréis jamás la sangre, aunque os lo implore, que esto no formará nunca parte de un trato entre nosotros.
—¡Un trato! ¡No sería un trato! —exclamé. Merrick bebió otro trago de ron.
—Y nunca me matarás —dijo—. A fin de cuentas, eso ya es un trato. Jamás me harás daño, como podrías hacérselo a otra mujer mortal que se cruzara en tu camino.
La cuestión de las personas que se cruzaban en mi camino era tan inquietante para mí que me impedía responder de forma coherente. Por primera vez desde que nos habíamos encontrado, traté de penetrar en sus pensamientos, pero no lo conseguí. Como vampiro, yo poseía un mayor poder en ese aspecto. Louis apenas tenía ese poder. Lestat era el maestro indiscutible.
La contemplé mientras se bebía el ron, más despacio, y observé que sus ojos chispeaban de gozo y sus rasgos se suavizaban maravillosamente a medida que penetraba en sus venas. Tenía las mejillas ligeramente arreboladas. Su tez presentaba una tonalidad perfecta.
Sentí de nuevo un escalofrío que me recorrió los brazos, los hombros y un lado de la cara.
Me había alimentado antes de acudir a la cita con Merrick, no fuera que la fragancia de su sangre me nublara la razón con más intensidad aún que la alegría de compartir con ella un rato de intimidad. No me había cobrado ninguna vida, no, era demasiado sencillo alimentarme sin hacerlo, por más que la perspectiva me atrajera. Me ufanaba de ello. Me sentía limpio para ella, aunque no tenía mayores problemas en «buscar al malvado», como me había indicado Lestat en cierta ocasión, encontrar una persona cruel y perniciosa que se me antojara peor que yo mismo.
—He llorado mucho por ti —dijo Merrick con un tono más exaltado—. Y luego por Aarón, por todos los de tu generación, que nos dejasteis repentina y prematuramente, uno tras otro.
De improviso encogió los hombros y se inclinó hacia delante, como si sintiera dolor.
—Los jóvenes de Talamasca no me conocen, David —se apresuró a añadir—. Y tú no has venido a verme sólo porque Louis de Pointe du Lac te haya pedido que lo hicieras. No has venido sólo para pedirme que invoque el fantasma de esa niña vampiro. Tú me quieres, David, quenas verme, David, y yo quería verte a ti.
—Has acertado en todo, Merrick —confesé. Las palabras brotaron atropelladamente de mis labios—. Te amo, Merrick, como amaba a Aarón, como amo a Louis y a Lestat.
Observé un destello de dolor en su rostro, como el destello de una luz en su interior.
—No debes arrepentirte de haber venido a verme —dijo cuando alargué la mano para acariciarla. Tomó mis manos entre las suyas, húmedas y cálidas, y las retuvo unos instantes—. No te arrepientas. Yo no me arrepiento. Pero prométeme que no te desmoralizarás y me abandonarás sin una explicación. No me abandones precipitadamente. No cedas a un absurdo sentido del honor. Si lo haces, me volveré loca.
—Te refieres a que no te abandone como abandoné a Aarón —dije con voz ronca—. No lo haré, te lo prometo, amor mío. Jamás. Es demasiado tarde.
—Te amo —declaró ella en un murmullo—. Te amo como siempre te he amado. No, más que eso, porque has traído este milagro contigo. Pero ¿y el espíritu que anida en tu interior?
—¿Qué espíritu? —pregunté.
Pero ella estaba absorta en sus pensamientos. Bebió otro trago directamente de la botella.
No soportaba que la mesa se interpusiera entre nosotros. Me levanté lentamente, alzando sus manos hasta tenerla de pie junto a mí, y la abracé con pasión. La besé en los labios, aspirando su acostumbrada fragancia, la besé en la frente y sostuve su cabeza contra mi corazón, que palpitaba violentamente.
—¿Lo oyes? —musité—. ¿Qué espíritu puede anidar en mi interior si no el mío? Sólo mi cuerpo ha cambiado.
Me sentía abrumado por el deseo de poseerla, el deseo de conocerla a fondo a través de su sangre. Su perfume me enloquecía. Pero no existía la menor probabilidad de que ella cediera a mis deseos. No obstante la besé de nuevo. Y no fue un beso casto.
Permanecimos abrazados durante vanos minutos. Creo que le cubrí el pelo con pequeños y sagrados besos mientras su perfume me atormentaba con los recuerdos que evocaba. Quería dotarla de una protección contra todo aquello que fuera tan sórdido como yo.
Por fin ella retrocedió, como si se viera obligada a hacerlo, y noté que lo hacía tambaleándose un poco.
—En todos esos años, jamás me acariciaste de esta forma —dijo en voz baja—. No sabes cuánto te deseaba. ¿Recuerdas? ¿Recuerdas la noche en la selva cuando por fin conseguí lo que me había propuesto? ¿Recuerdas lo borracho que estabas, lo maravilloso que fue todo? ¡Oh, qué pronto acabó!
—Fui un idiota, pero no merece la pena que recordemos esas cosas —murmuré—. No estropeemos lo que ha ocurrido. Ven, he alquilado una habitación para ti en un hotel. Te acompañaré para asegurarme de que no te ocurre nada malo.
—¿Pero por qué? Oak Haven está donde ha estado siempre —respondió aturdida, sacudiendo la cabeza para despabilarse—. Me voy a casa.
—No. Has bebido más ron del que imaginé. Mira, te has bebido más de media botella. Y sé que te beberás el resto en cuanto subas al coche.
—Siempre tan caballeroso —contestó, soltando una breve y burlona carcajada—. El Superior de la Orden. Puedes acompañarme a mi vieja casa en la ciudad. Conoces perfectamente la dirección.
—¿Que te lleve a ese barrio, a estas horas? Rotundamente no. Además, tu amable y viejo guarda es un incompetente, un idiota. Amor mío, voy a llevarte al hotel.
—Tonto —dijo ella, dando un traspiés—. No necesito ningún guarda. Prefiero ir a casa. No te pongas pesado. Siempre fuiste un poco pelmazo.
—Y tú eres una bruja y una borracha —repliqué con tono educado—. Mira, le pondremos el tapón a la botella —se lo puse—, la guardaremos en este bolso de lona que llevas y te acompañaré andando hasta el hotel. Agárrate a mi brazo.
Durante unos instantes me miró con expresión juguetona y desafiante, pero luego se encogió de hombros con languidez, sonriendo ligeramente, me entregó su bolso tal como le había pedido y me tomó del brazo.