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El piso estaba a oscuras, lo cual no había previsto, y no encontré a Louis ni en el saloncito delantero ni en el posterior, ni en su habitación.

En cuanto a Lestat, la puerta de su habitación estaba cerrada y la música de clavicémbalo, cadenciosa y bellísima, parecía emanar de las mismas paredes, como suele ocurrir con las contenidas en los modernos discos compactos.

Encendí todas las lámparas en el saloncito delantero y me instalé en el sofá, dispuesto a leer de inmediato los papeles de Aarón.

No merecía la pena perder el tiempo pensando en Merrick, sus encantos y sus espíritus, y menos aún en la anciana, sus murmullos ininteligibles y su diminuto y arrugado rostro.

En cuanto a mis pensamientos sobre Oxalá, mi orisha, eran poco halagüeños. Los largos años que había pasado en Río habían sido de esforzada dedicación. Había creído en el candomblé en la medida en que yo, David Talbot, era capaz de creer en algo. Me había entregado a la religión en la medida en que era capaz de abandonarme a una causa. Y me había convertido en seguidor y adorador de Oxalá. Había sido poseído por él en numerosas ocasiones sin apenas recordar nada del trance en que había caído, y había seguido escrupulosamente sus reglas. Pero todo eso había constituido un mero episodio en mi vida, un intermedio. A fin de cuentas, yo era un intelectual británico, antes y después. Y después de ingresar en la Orden de Talamasca, el poder que Oxalá o cualquier orisha pudiera tener sobre mí se había evaporado para siempre. Con todo, en esos momentos me sentía confuso y arrepentido. Me había entrevistado con Merrick para hablar de magia, imaginando que podría controlar lo que había ocurrido. Y la primera noche me había llevado un buen chasco.

No obstante, tenía que serenarme y examinar los papeles de Aarón. Se lo debía a mi viejo amigo. Lo demás podía esperar.

Pero no lograba borrar de mi mente la imagen de la anciana. Esperaba con impaciencia la llegada de Louis. Quería comentarle esos temas. Era importante que le explicara esos pormenores sobre Merrick, pero no tenía ni remota idea de dónde podía encontrarse Louis a estas horas.

La música de clavicémbalo constituía un alivio, como lo es siempre la música de Mozart, con la alegría que destilan todas sus composiciones, pero me sentía intranquilo e inseguro en aquellas cálidas habitaciones en las que acostumbraba pasar muchas horas solo o en compañía de Louis, o de Louis y Lestat. Decidí sacudirme de encima aquellas inquietudes. Era el mejor momento para leer los papeles de Aarón.

Me quité la chaqueta, me senté ante el amplio escritorio situado de frente a la habitación (puesto que a ninguno de nosotros nos gustaba trabajar de espaldas a la habitación), abrí el sobre y saqué los folios que me proponía leer. El informe no era muy extenso, y tras leerlo someramente comprendí que Merrick me había ofrecido una imagen exhaustiva de los pensamientos de Aarón. No obstante, le debía a mi amigo leer sus escritos, palabra por palabra. Me llevó unos momentos olvidarme de todo lo referente a mí y escuchar la conocida voz de Aarón expresándose en inglés, pese a que lo había escrito todo en latín. Tuve la sensación de que se encontraba allí conmigo, revisando y leyendo su informe para que yo pudiera hacer algún comentario al respecto antes de que él lo enviara a los Ancianos. Aarón describía cómo me había conocido en Florida, donde había hallado el cuerpo envejecido de su amigo David Talbot muerto y sin haber recibido digna sepultura, mientras que el alma de David estaba encerrada en el cuerpo de un joven anónimo.

El joven era de origen angloindio, medía un metro noventa y dos centímetros de estatura, tenía el pelo castaño oscuro y ondulado, la piel tostada y unos muy ojos grandes de color castaño oscuro y mirada bondadosa. El joven gozaba de excelente salud y estaba en magnífica forma. Tenía un oído muy agudo y un buen sentido del equilibrio. Parecía carecer de todo espíritu, salvo el de David Talbot.

Aarón describía a continuación los días que habíamos pasado juntos en Miami, durante los cuales yo había proyectado con frecuencia mi espíritu fuera del cuerpo que albergaba, para luego recuperar el cuerpo perfectamente sin que se apreciara ninguna resistencia de un dominio espiritual conocido o desconocido.

Por último, tras dedicar un mes a esos experimentos, convencido de que podía permanecer en aquel cuerpo juvenil, yo había decidido recabar toda la información que pudiera sobre el alma que había reinado anteriormente en él. No referiré esos pormenores aquí por cuanto conciernen a personas que no tienen nada que ver con esta narración. Baste decir que Aarón y yo teníamos la certeza de que el alma que había gobernado anteriormente mi nuevo cuerpo había desaparecido y era imposible rescatarla. Los informes del hospital referentes a los últimos meses de la vida de esa alma en la Tierra dejan bien claro que «la mente» del individuo había quedado destruida por unos desastres psíquicos y la extraña química de ciertas drogas que éste había ingerido, aunque las células del cerebro no habían sufrido daño alguno.

Yo, David Talbot, en plena posesión del cuerpo, no sentí que el cerebro hubiera quedado dañado. Aarón describía de forma muy detallada la situación, explicando lo torpe que yo me había mostrado durante los primeros días con mi nueva estatura y el interés con que él había observado la forma en que ese «extraño cuerpo» se convertía poco a poco en su viejo amigo David, al tiempo que yo adquiría la costumbre de sentarme en las sillas con las piernas cruzadas o de cruzar los brazos delante del pecho, o encorvar la espalda a la hora de escribir o leer unos papeles.

Aarón comentaba que la mejoría de visión en mis ojos nuevos había sido una bendición para David Talbot, puesto que durante sus últimos años David había sufrido una pérdida de vista. Sí, eso también era cierto, aunque yo no había reparado en ello. En la actualidad veía como un vampiro y no recordaba esas gradaciones clave de visión mortal durante mi breve juventud faustiana.

A continuación, Aarón expresaba su deseo de que el informe completo de ese incidente no debía guardarse en los archivos de Talamasca, que estaban abiertos a todo el mundo.

«La transformación de David deja bien claro —decía Aarón textualmente— que el cambio de cuerpos es posible cuando uno trata con individuos expertos, y lo que me horroriza no es el hecho de que en la actualidad David ocupe este cuerpo joven y espléndido, sino la forma en que el cuerpo le fue arrebatado a su primer dueño por un ser a quien llamaremos el Ladrón de Cuerpos, con fines egoístas y siniestros».

Seguidamente, Aarón decía que tenía el propósito de entregar aquellas hojas a los Ancianos de Talamasca. Pero por motivos trágicos, no había podido hacerlo.

Los últimos párrafos, que ocupaban unas tres páginas, estaban escritos a mano en un estilo algo más ceremonioso. Arriba aparecía escrito: «Desaparición de David». Aarón se refería a Lestat simplemente como EVL. En esta última parte, su estilo reflejaba una mayor cautela y cierto pesar.

Aarón describía cómo yo había desaparecido de la isla de Barbados, sin dejar mensaje alguno, abandonando mis maletas, máquina de escribir, libros y papeles.

Qué terrible le debió de resultar a Aarón el ir a rescatar los desechos de mi vida, sin recibir una sola palabra de disculpa de mi parte.

«De no haber estado tan ocupado con los asuntos de las Brujas de Mayfair —escribió—, quizás esta desaparición no se habría producido nunca. Debí haber prestado más atención a D. durante su transición. Debí manifestarle mi afecto de forma más firme para conquistar su plena confianza. Lo cierto es que sólo puedo deducir lo que le ha ocurrido, y temo que haya sido víctima involuntaria de una catástrofe espiritual.

»Sin duda se pondrá en contacto conmigo. Lo conozco bien y sé que lo hará. Acudirá a mí. Sea cual sea su estado de ánimo, que no puedo imaginar, me consta que acudirá a mí en busca de consuelo».

Me dolió tanto leer esto que dejé los folios a un lado. Durante unos momentos sólo fui consciente de mi fallo, de mi fallo tremendo y cruel.

Pero quedaban otras dos hojas, que debía leer. Tras una pequeña pausa para recuperarme, seguí leyendo las últimas notas de Aarón.

«Ojalá pudiera acudir a los Ancianos en busca de ayuda. Ojalá pudiera, después de los años que llevo en Talamasca, tener una confianza absoluta en nuestra Orden y en la autoridad de los Ancianos. Pero nuestra Orden, que yo sepa, se compone de hombres y mujeres mortales que distan mucho de ser infalibles. Por lo demás, no puedo recurrir a nadie sin hacerle partícipe de unos conocimientos que no deseo compartir.

»De un tiempo a esta parte, Talamasca ha tenido numerosos problemas. Y mientras no se resuelva la identidad de los Ancianos, y no tengamos la certeza de poder comunicarnos directamente con ellos, este informe debe permanecer en mis manos.

«Entre tanto, nada puede quebrantar mi fe en D., ni mi fe en su bondad esencial. Al margen de las corrupciones que podamos haber sufrido nosotros en la Orden de Talamasca, ésta nunca mancilló la ética de David, ni de muchos como él, y aunque todavía no puedo confiar en ellos, me consuela el hecho de que David pueda presentarse, sino ante mí, al menos ante ellos.

»Mi fe en David es tan grande que a veces mi imaginación me juega malas pasadas, y creo verle aunque enseguida me doy cuenta de mi error. Por las noches le busco entre la multitud. He regresado a Miami en su busca. Le he enviado un mensaje telepáticamente. No me cabe duda de que una noche, muy pronto, David responderá, aunque sólo sea para despedirse de mí».

Sentí un dolor desgarrador. Durante un rato sólo fui capaz de experimentar la inmensidad de la injusticia de que había sido víctima Aarón.

Por fin recuperé, no sin esfuerzo, la movilidad.

Doblé los folios con cuidado, los metí de nuevo en el sobre y permanecí sentado bastante tiempo, con los codos apoyados en le mesa, cabizbajo.

La música de clavicémbalo había cesado hacía rato, y aunque me encantaba, me impedía pensar con claridad, así que me alegré de poder gozar de unos minutos de silencio.

Jamás había, sentido una tristeza tan amarga. Jamás me había sentido tan descorazonado. La mortalidad de Aarón me parecía tan real como su vida. De hecho, ambas me parecían auténticamente milagrosas.

Por lo que respectaba a Talamasca, yo sabía que sus heridas acabarían sanando. Eso no me preocupaba, aunque Aarón había estado en lo cierto al sospechar de los Ancianos hasta que se resolviera la cuestión de su identidad y autoridad.

Cuando yo abandoné la Orden, el tema de la identidad de los Ancianos se debatía intensamente. Y ciertos incidentes referentes a los secretos habían causado corruptelas y traiciones. El asesinato de Aarón formaba parte de aquel clima malsano. El célebre Ladrón de Cuerpos que había seducido a Lestat era uno de los nuestros.

¿Quiénes eran los Ancianos? ¿Eran también corruptos? Yo no lo creía. Talamasca era una orden muy antigua y autoritaria que avanzaba con lentitud en lo tocante a asuntos eternos, siguiendo el reloj del Vaticano. Pero ahora todo esto estaba vedado para mí. Unos seres humanos se encargarían de depurar y reformar Talamasca, tal como habían empezado a hacer. Yo no podía ayudarlos en su empresa.

Que yo supiera, los problemas internos habían sido solventados. Lo que no sabía, ni deseaba saber, era cómo ni quién lo había conseguido.

Sólo sabía que los seres que yo amaba, inclusive Merrick, parecían estar en paz con la Orden, aunque tenía la impresión de que Merrick, y aquellos a quienes yo había espiado de vez en cuando en otros lugares, tenían un concepto más «realista» que yo de la Orden y sus problemas.

Y, por supuesto, mi entrevista con Merrick, y lo que habíamos hablado, debía constituir un secreto entre ella y yo. Pero ¿cómo iba a mantener un secreto con una bruja que me había hecho un conjuro con extraordinaria rapidez, eficacia y desenfado? Al pensar en ello volví a enfurecerme. Me arrepentí de no haberme apoderado de la estatuilla de san Pedro. Eso le habría servido de escarmiento.

Pero ¿qué se había propuesto Merrick? ¿Advertirme de su poder, hacerme comprender que Louis y yo, unos seres terrenales, no éramos inmunes a ella, o que nuestro plan era peligroso?

De pronto me sentía somnoliento. Como ya he dicho, me había alimentado antes de reunirme con Merrick, y no tenía necesidad de beber sangre.

Pero sentía un gran deseo de hacerlo por haber tocado a Merrick, sobre la que no dejaba de fantasear, y experimenté un amodorramiento debido a mi pugna con ella y al dolor que me causaba pensar en Aarón, que había muerto sin recibir una palabra de aliento de mi parte.

Cuando me disponía a tumbarme en el sofá, oí un sonido muy agradable que reconocí en el acto, pese al tiempo transcurrido. Era el canto de unos canarios y el ligero ruido metálico que organizaban dentro de la jaula. Oí su aleteo, el rechinar del pequeño trapecio o columpio o como se llame, el crujido de los goznes de la jaula. Entonces volvió a sonar la música de clavicémbalo, muy rápida, mucho más de lo que pudiera desear un ser humano. Era una música enloquecida, rebosante de magia, como si un ser sobrenatural tocara el teclado. Comprendí al instante que Lestat no estaba en casa, ni lo había estado en todo el rato, y que esos sonidos —esta música y el suave estrépito de los pájaros—, no venían de su habitación, que estaba cerrada. No obstante, tenía que comprobarlo.

Con lo poderoso que es, Lestat puede ocultar su presencia casi por completo, y yo, que soy su pupilo, no puedo captar nada de su mente.

Me levanté torpemente, soñoliento, sorprendido de mi cansancio, y me dirigí por el pasillo hacia su habitación. Llamé respetuosamente, esperé unos momentos prudenciales y abrí la puerta.

Todo estaba en orden. Contemplé el gigantesco lecho de columnas típico de una plantación sureña, de caoba tropical, con su polvoriento dosel de guirnaldas de rosas y los cortinajes de terciopelo rojo oscuro, el color preferido de Lestat. La mesita de noche estaba cubierta de polvo, al igual que el escritorio situado cerca de la cama y los libros en la estantería. No se veía ningún tocadiscos ni instrumento musical.

Me volví, con la intención de regresar al saloncito, para escribir esto en mi diario, si es que conseguía dar con él, pero me sentía tan torpe y soñoliento que creí preferible echar un sueñecito. Por otra parte estaba la cuestión de la música y los pájaros. Algo sobre los pájaros me llamó la atención. ¿Qué era? Algo que Jesse Reeves había escrito en su informe sobre la terrorífica visión que la había perseguido en las ruinas de esta casa hacía unas décadas. Unos pajaritos.

—¿De modo que ya ha empezado? —murmuré.

Me sentía muy débil, deliciosamente débil. Me pregunté si a Lestat le molestaría que me tumbara un ratito en su cama. Tal vez se presentara esta noche. Nunca sabíamos cuándo iba a aparecer. No era correcto por mi parte. Pese al sueño que tenía, empecé a mover la mano rápidamente al ritmo de la música. Conocía esa hermosa sonata de Mozart, la primera que el joven genio había compuesto, una obra excelente. No era de extrañar que los pájaros estuvieran tan alegres. Sin duda sentía una afinidad con esa música, pero era muy importante no tocarla a una velocidad tan precipitada, por hábil que fuera la persona que la interpretara, por hábil que fuera la niña.

Salí de la habitación como si avanzara a través de agua y me encaminé a mi dormitorio, donde tenía mi propia cama, muy cómoda por cierto, pero entonces comprendí que era necesario que me acostara en mi ataúd, en mi escondrijo, porque no podía permanecer consciente hasta el amanecer.

—Sí, es imprescindible que vaya —dije en voz alta, pero no oí mis palabras debido al volumen de la música tan viva. De pronto me di cuenta, disgustado, de que había entrado en el saloncito trasero del piso, el que daba al jardín, y que me había aposentado en el sofá.

Louis estaba a mi lado, ayudándome a instalarme en el sofá. Me preguntó si me ocurría algo malo. Le miré, y me pareció la viva imagen de la perfección masculina, con esa camisa de seda blanca y esa chaqueta de terciopelo negro de corte impecable, con su melena negra y rizada peinada con esmero hacia atrás, formando unos airosos y atractivos bucles sobre el cuello de la chaqueta. Me encantaba contemplarlo, como me encantaba contemplar a Merrick.

Pensé en lo distintos que eran sus ojos verdes de los de Merrick. Los ojos de Louis eran más oscuros. No se apreciaba un círculo negro en torno al iris, y sus pupilas no destacaban tanto como las de ella. No obstante, tenía unos ojos preciosos.

En el piso reinaba un silencio total.

Durante unos momentos no pude hacer ni decir nada.

Luego lo miré mientras se sentaba junto a mí en una butaca tapizada de terciopelo rosa. En sus ojos se reflejaba la luz de una lámpara cercana. A diferencia de Merrick, cuyo rostro dejaba siempre entrever una expresión desafiante, incluso cuando estaba relajada, los ojos de Louis traslucían paciencia y serenidad, como los de una pintura, fijos e inmutables.

—¿La has oído? —pregunté.

—¿A qué te refieres? —contestó Louis.

—¡Dios mío, ya ha comenzado! —repuse suavemente—. ¿No te acuerdas? Haz memoria, hombre. ¿No te acuerdas de lo que te dijo Jesse Reeves? Intenta recordarlo.

Entonces le expliqué, un tanto atropelladamente, lo de la música de clavicémbalo y el canto de los pájaros. El mismo sonido que Jesse había oído hacía unas décadas, la noche en que había hallado el diario de Claudia en un escondite en la desvencijada pared. El sonido había estado acompañado por una visión de quinqués y figuras que se movían. Jesse, aterrorizada, había salido huyendo del piso, llevándose una muñeca, un rosario y el diario, para no volver jamás.

El fantasma de Claudia la había perseguido hasta la oscura habitación de un hotel. De allí habían trasladado a Jesse, enferma y sedada, a un hospital, tras lo cual había regresado a Inglaterra y, que yo supiera, no había vuelto a poner los pies en este lugar.

Jesse Reeves se había convertido en una vampiro debido a su destino, no a los errores o fallos de los de Talamasca. Y la propia Jesse Reeves había contado a Louis esta historia.

Ambos conocíamos los detalles, pero yo no recordaba que Jesse hubiera identificado la composición musical que había oído en las sombras.

Fue Louis quien dijo con tono quedo que sí, que a su amada Claudia le encantaban las primeras sonatas de Mozart, que le gustaban porque éste las había compuesto de niño.

De pronto se apoderó de Louis una intensa emoción. Se levantó, dándome la espalda, y se puso a mirar, según deduje, a través de los visillos de encaje, el cielo que se extendía sobre los tejados y los altos plataneros que crecían junto a los muros del jardín.

Le observé guardando un educado silencio. Sentí que recobraba la energía. Sentí la fuerza sobrenatural con la que siempre podía contar desde la primera noche que me había saciado de sangre.

—Sí, ya sé que debe de resultar fascinante —dije al cabo de unos momentos—. Es muy fácil llegar a la conclusión de que nos aproximamos.

—No —contestó Louis, volviéndose sin brusquedad hacia mí—. ¿No lo comprendes, David? Has oído la música. Yo no. Jesse oyó la música. Yo no la he oído nunca. Nunca, Y llevo años esperando oírla, deseando oírla, pero no lo he conseguido.

Se expresaba con un marcado y preciso acento francés, como le ocurría siempre que se hallaba bajo una fuerte tensión emocional. Me encantaba la riqueza de su lenguaje. Creo que las personas de habla anglosajona deberíamos prestar más atención a los acentos. Nos enseñan mucho sobre nuestra propia lengua.

Yo le amaba, amaba sus movimientos elegantes y airosos, la pasión o indiferencia con que reaccionaba ante las cosas. Conmigo se había comportado con extraordinaria generosidad desde que nos habíamos conocido, ofreciéndose a compartir conmigo su casa, esta casa, y su lealtad hacia Lestat era incuestionable.

—Si te sirve de consuelo —me apresuré a añadir—, he visto a Merrick Mayfair. Le he hecho unas preguntas, y no creo que rechace nuestra petición.

La sorpresa de Louis me dejó perplejo. A veces olvido hasta qué punto es humano: es el más débil de los dos, y no puede penetrar en la mente de los demás. Yo creía que últimamente me había estado vigilando, manteniendo las distancias, pero espiando como sólo un vampiro o un ángel es capaz de hacer, para comprobar cuándo iba a producirse mi encuentro con Merrick. Se acercó y volvió a sentarse en la butaca.

—Cuéntamelo todo —dijo.

Durante unos instantes, su rostro se tino de rojo y perdió su palidez sobrenatural. Parecía un joven de veinticuatro años, con unos rasgos bien definidos y armoniosos y unas mejillas enjutas y exquisitamente modeladas. Era tan extraordinariamente perfecto, que parecía como si Dios lo hubiera creado para que lo pintara Andrea del Sarto, —Te lo ruego, David, cuéntamelo todo —insistió en vista de mi silencio.

—Descuida, lo haré. Pero permíteme que reflexione unos instantes. Está ocurriendo algo y no sé si es obra de la malévola mente de Merrick.

—¿Malévola mente? —preguntó con ingenuidad.

—No lo decía en serio. Es una mujer muy fuerte, con una personalidad de lo más extraña. Te lo contaré todo, sí. Pero antes de comenzar le observé de nuevo, convencido de que ninguno de los nuestros, esto es, ninguno de los vampiros ni bebedores de sangre inmortales con quienes me había tropezado, era ni remotamente parecido a él. Durante los años que había permanecido con él, habíamos sido testigos de numerosos prodigios. Habíamos visto a los seres más ancianos de nuestra especie, lo cual no sólo nos había hecho sentirnos humildes sino que había puesto en ridículo la larga búsqueda por parte de Louis, durante todo el siglo XIX, de unas respuestas que no existían. Durante nuestras recientes convocatorias, muchos de los ancianos habían ofrecido a Louis el poder de su sangre antigua. La vieja Maharet, a quien considerábamos la hermana gemela de la Madre absoluta de todos nosotros, había insistido machaconamente a Louis para que bebiera de sus venas. Yo había observado la escena con profunda aprensión. Al parecer, la debilidad de Louis ofendía a Maharet.

Louis había rechazado su ofrecimiento. Se había negado a hacer lo que le pedía. Jamás olvidaré aquella conversación.

—No me complace mi debilidad —le había explicado—. Tu sangre transmite poder, no lo dudo. Sólo un idiota lo pondría en duda. Pero he llegado a la conclusión, por lo que he aprendido de vosotros, de que es importante saber morir. Si bebo tu sangre seré, al igual que tú, demasiado fuerte para realizar el sencillo acto de suicidarme. Y no puedo consentirlo. Deja que siga siendo humano entre vosotros. Deja que adquiera mi fuerza despacio, como hiciste tú antiguamente, a partir del tiempo y de sangre humana. No quiero convertirme en el ser en el que se ha convertido Lestat por haber bebido la sangre de los Ancianos. No quiero ser tan fuerte y hallarme tan lejos como él de una muerte sencilla.

El evidente disgusto de Maharet me asombró. Nada sobre Maharet es sencillo, precisamente porque todo lo es. Quiero decir que es tan anciana que está totalmente alejada de la expresión común de unas emociones sensibles, salvo quizá por un designio deliberado y misericordioso.

Cuando Louis rechazó su oferta, Maharet se desentendió de él y, que yo sepa, no volvió a mirarle a la cara ni a pronunciar su nombre. No le lastimó, aunque tuvo sobradas oportunidades. Pero para ella ya no era un ser vivo, ya no era uno de «nosotros». En todo caso, ésa fue mi impresión.

Pero ¿quién era yo para juzgar a una criatura como Maharet? El hecho de haberla visto, de haber oído su voz, de haber permanecido un tiempo con ella en su santuario, no era sino motivo para sentirme agradecido. Yo respetaba a Louis por haberse negado a beber el elixir de los dioses tenebrosos. Louis había sido convertido en vampiro por Lestat, cuando éste era muy joven. Louis era mucho más fuerte que los humanos, capaz de fascinarlos y de derrotar al mortal más hábil sin mayores problemas. Aunque seguía atado a las leyes de la gravedad en mayor medida que yo, podía moverse por el mundo con gran rapidez, consiguiendo un grado de invisibilidad que yo jamás había alcanzado. No podía captar los pensamientos de los demás, y no era un espía.

Con todo, Louis seguramente moriría si se exponía a la luz del sol, aunque había superado el estadio en que el sol le reduciría a cenizas, como le había sucedido a Claudia setenta años después de su nacimiento. Louis seguía teniendo que alimentarse de sangre todas las noches. Era muy probable que fuera a buscar alivio en las llamas de una pira. Me estremecí al recordar las deliberadas limitaciones de aquella criatura y la sabiduría que parecía poseer. Mi sangre era extraordinariamente fuerte debido a que procedía de Lestat, que no sólo había bebido la sangre del viejo Marius, sino de la Reina de los Condenados, la vampiro progenitura. No sé exactamente qué tendría que hacer yo para poner fin a mi existencia, pero sabía que no sería empresa fácil. En cuanto a Lestat, cuando pensaba en sus aventuras y sus poderes, me parecía imposible que lograra abandonar este mundo por ningún medio. Esos pensamientos me disgustaron tanto que cogí la mano de Louis.

—Esta mujer es muy poderosa —dije a modo de preámbulo—. Esta noche me ha hecho unos cuantos trucos y no sé por qué ni cómo.

—Estás agotado —comentó Louis amablemente—. ¿Seguro que no quieres descansar un rato?

—No, necesito hablar contigo —respondí.

Y empecé describiendo nuestro encuentro en el café y todo lo que ocurrió entre nosotros, inclusive mis recuerdos la niña Merrick de hace unos años.