15

Merrick se dejó caer sobre su catre y durante unos momentos no dijo nada. Luego tomó la botella de ron Flor de Caña y bebió un largo trago.

Yo preferí beber agua. Aunque habíamos recorrido un largo trecho en coche, el corazón me latía aún con violencia y me sentí viejo y decrépito mientras permanecí sentado en mi catre frente a ella, tratando de recuperar el resuello. Por fin, cuando empecé a decir algo sobre lo que habíamos hecho y cómo, cuando alcé la voz para poner las cosas en su sitio, Merrick me indicó que me callara.

Tenía el rostro encendido. Permanecía sentada respirando trabajosamente, como si su corazón fuera también a saltársele del pecho, aunque yo sabía que no era así, y al cabo de unos instantes volvió a beber otro largo trago de ron.

Tenía las mejillas arreboladas y me miró con la cara empapada en sudor.

—¿Qué viste cuando miraste a través de ella? —preguntó.

—¡Los vi a ellos! —contesté—. Vi a un hombre que lloraba, quizá fuera un sacerdote o un rey, quizá no fuera un personaje importante, pero estaba maravillosamente ataviado. Lucía unos brazaletes espléndidos y una larga túnica. Me imploró. Estaba muy triste. Me comunicó una cosa terrible. ¡Me comunicó que los muertos del lugar habían desaparecido!

Merrick se inclinó hacia atrás, apoyándose en los codos, mostrando la voluminosa redondez de sus pechos, con los ojos fijos en el techo de la tienda de campaña.

—¿Y tú? —pregunté—. ¿Qué viste?

Ella trató de responder, pero al parecer no pudo. Se incorporó y cogió su mochila, moviendo los ojos de un lado a otro, con una expresión que sólo puede calificarse de enloquecida.

—¿Viste lo mismo que yo? —inquirí.

Asintió con la cabeza. Luego abrió la mochila y sacó la máscara con tal cuidado que parecía como si estuviera hecha de cristal. En aquel momento, bajo la tenue luz diurna que penetraba en la tienda de campaña y el resplandor dorado de una linterna, vi lo profunda y exquisitamente que estaban esculpidos los rasgos. Los labios, gruesos y alargados, estaban contraídos en un rictus como si lanzaran un grito. Los orificios de los ojos no conferían un gesto de sorpresa a la expresión.

—Mira —dijo Merrick, introduciendo los dedos a través de una abertura practicada en la parte superior de la frente y señalando un orificio sobre cada oreja—. La llevaba sujeta sobre el rostro probablemente con unas tiras de cuero. No estaba apoyada simplemente sobre sus huesos.

—¿Y qué crees que significa eso?

—Que la máscara era suya, para mirar a los espíritus. Era suya, y él sabía que poseía unas dotes mágicas y no estaba destinada a cualquiera; él sabía que esas dotes mágicas podían ser dañinas.

Merrick dio la vuelta a la máscara y la alzó para colocársela de nuevo sobre la cara, pero algo se lo impedía. Un momento después se acercó a la entrada de la tienda de campaña. Había una abertura a través de la cual podía observar toda la calle de tierra hasta la placita. Merrick sostuvo la máscara debajo de su rostro. —Vamos, hazlo —dije—, o dámela a mí y lo haré yo.

Tras unos instantes de vacilación, hizo lo que se había propuesto. Sostuvo la máscara con firmeza sobre su rostro un buen rato, y luego la apartó bruscamente. Se sentó extenuada sobre su catre, como si la pequeña acción que le había llevado tan sólo unos momentos la hubiera dejado sin fuerzas. Tenía de nuevo las pupilas dilatadas. Luego me miró y se serenó un poco.

—¿Qué has visto? —inquirí—. ¿Los espíritus de la aldea?

—No —respondió—. Vi a Honey Rayo de Sol. La vi observándome. Vi a Honey. ¡Dios santo, vi a Honey! ¿No comprendes lo que ha hecho?

No respondí de inmediato, pero por supuesto que lo comprendía. Dejé que fuera Merrick quien hablara.

—Ella me ha conducido aquí, me ha conducido hasta una máscara a través de la cual puedo verla. ¡Me ha traído aquí para conseguir pasar de un ámbito al otro!

—Escucha, cariño —dije cogiéndola de la muñeca—. Debes luchar contra ese espíritu. No tiene ningún derecho a reclamarte nada, como no lo tiene ningún espíritu. La vida pertenece a los vivos, Merrick. ¡La vida es más importante que la muerte! Tú no ahogaste a Honey Rayo de Sol, fue ella quien te lo dijo.

No me respondió. Apoyó el codo sobre la rodilla y descansó la frente en la mano derecha, sosteniendo la máscara con la izquierda. Creo que la estaba contemplando, pero no estoy seguro. De pronto se puso a temblar. Yo le quité la máscara suavemente y la deposité sobre mi catre. Entonces recordé los objetos que había recogido antes de abandonar la cueva y metí la mano en el bolsillo para sacarlos. Eran cuatro figuritas olmecoides perfectamente talladas, dos de unos individuos calvos y un tanto obesos, las otras dos de unos dioses delgados con cara de pocos amigos. Al contemplar los diminutos rostros sentí un escalofrío. Hubiera jurado que en aquel instante oí un coro de voces, como si alguien hubiera subido el volumen de una música que sonaba a través de unos amplificadores. Luego cayó un silencio tan denso que casi era tangible. Noté que estaba sudando. Las figuritas, los pequeños dioses, relucían como la máscara.

—Nos llevaremos todos estos objetos con nosotros —declaré—. Y por lo que a mí respecta, quiero volver a la cueva en cuanto haya recuperado las fuerzas. Merrick me miró sorprendida.

—Supongo que no hablarás en serio —respondió—. ¿Pretendes desafiar a esos espíritus?

—Sí. No he dicho que vayamos a llevar de nuevo la máscara a la cueva para mirar a través de ella. Jamás se me ocurriría semejante cosa. Pero no quiero marcharme sin haber explorado este misterio. Tengo que regresar. Quiero examinarlo que hay allí con el máximo detenimiento. Y opino que después debemos ponernos en contacto con una de las universidades de este lugar que realizan trabajos de investigación arqueológica y comunicarles nuestro hallazgo. No voy a hablarles de la máscara, por supuesto, al menos hasta tener la certeza de que es nuestra y que podemos conservarla sin que nadie nos la dispute.

El tema de las universidades, los trabajos arqueológicos y la pertenencia legal de las antigüedades halladas era un asunto complicado y en aquellos momentos no deseaba hablar de ello. Tenía calor y estaba sudado. Sentía náuseas, cosa que rara vez me sucede.

—Debo visitar esa cueva de nuevo. Ahora comprendo que quisieras regresar aquí, te lo aseguro. Quiero volver al menos una vez más, quizá dos, aunque no sé cómo… —Me detuve. La sensación de náuseas había desaparecido. Merrick me miró como si estuviera en un grave y secreto apuro. Parecía tan trastornada como yo. Se llevó las manos a la cabeza y apartó la espesa melena de su hermosa frente. Sus ojos verdes mostraban una expresión febril.

—Como sabes —añadí—, los cuatro hombres que nos acompañan son más que capaces de sacar esta máscara del país y transportarla de regreso a Nueva Orleáns sin mayores problemas. ¿Quieres que se la entregue ahora?

—No, no hagas nada todavía —respondió, levantándose del catre—. Voy a la iglesia.

—¿Para qué? —pregunté.

—¡Para rezar, David! —contestó irritada, mirándome con gesto de reproche—. ¿Es que no crees en nada? Voy a la iglesia a rezar.

Hacía unos veinte minutos que se había ido cuando decidí servirme una copa de ron. Tenía mucha sed. Me extrañó, porque al mismo tiempo sentía náuseas. Salvo por el ruido que hacían unos pollos o pavos, pues no sabía distinguir el sonido de unos y de otros, la aldea estaba en silencio y nadie vino a turbar mi soledad en la tienda de campaña. Mientras contemplaba la máscara me di cuenta de que tenía jaqueca, un dolor pungente que había comenzado detrás de los ojos. No le di mucha importancia, puesto que rara vez tengo jaquecas, hasta que me percaté de que la máscara iba perdiendo nitidez ante mis ojos.

Pestañeé para aclararme la vista, pero no lo conseguí. Me sentía acalorado y me escocían todas las picaduras de insectos.

—Esto es absurdo —dije en voz alta—. Me han puesto todas las vacunas habidas y por haber, incluso algunas que no existían por la época en que Matthew contrajo la fiebre tropical. — Entonces me di cuenta de que hablaba conmigo mismo. Me serví otra generosa copa de ron y me la bebí de golpe. Tenía la vaga sensación de que me sentiría mucho mejor si la tienda de campaña no estuviera atestada de gente y deseé que los intrusos se marcharan. Entonces comprendí que era imposible que hubiera otras personas en la tienda de campaña. No había entrado nadie. Traté de recordar los últimos minutos, pero se me escapaba algo. Me volví y miré de nuevo la máscara. Luego bebí otro trago de ron, que me sabía a gloria, dejé la copa y cogí la máscara.

Era tan ligera como maravillosa y la sostuve en alto, de forma que la luz pasara a través de ella. Por un momento me pareció que cobraba vida. Una voz me susurró febrilmente toda suerte de nimiedades sobre las que debía preocuparme, y alguien dijo:

—Vendrán otros cuando hayan transcurrido miles de años.

—Las palabras que oí no habían sido pronunciadas en una lengua que yo conociera.

—Pero te entiendo —dije en voz alta. Luego la voz susurrante dijo algo que parecía una maldición y un mal augurio. Estaba relacionado con el hecho de que era preferible no indagar en ciertas cosas.

La tienda de campaña parecía moverse, es decir, el lugar donde yo me hallaba parecía moverse. Apliqué la máscara sobre mi piel y recuperé el equilibrio. Pero el mundo que me rodeaba había cambiado. Yo mismo había cambiado. Me encontraba sobre una elevada plataforma desde la que divisaba las imponentes montañas que me rodeaban. Las laderas inferiores estaban cubiertas de verdes bosques y el cielo presentaba un espléndido color azul. Al mirar hacia abajo vi una inmensa multitud congregada en torno a la plataforma. En las cimas de otras pirámides había mucha gente, hablando, gritando y cantando. Sobre la plataforma donde me hallaba había un pequeño grupo de personas, situadas a mi lado como unos fieles seguidores.

—Invocarás la lluvia —susurró la voz en mi oído—, y lloverá. Pero un día, en lugar de lluvia caerá nieve, y ese día morirás.

—¡No, eso no sucederá jamás! —protesté. Estaba mareado. Iba a caerme de la plataforma. Me volví y traté de aferrar las manos de mis seguidores—. ¿Sois sacerdotes? —pregunté—. Yo soy David, y os exijo que me lo digáis. ¡No soy la persona que creéis que soy!

Me di cuenta de que me hallaba en una cueva. Me había desplomado sobre la tierra blanda del suelo. Merrick me gritaba que me levantara. Ante mí vi al espíritu que lloraba.

—Espíritu Solitario, ¿cuántas veces me has invocado? —preguntó la figura alta con tristeza—. ¿Cuántas veces has tratado, mago, de invocar a esta alma solitaria? No tienes derecho a invocar a los espíritus que se encuentran entre la vida y la muerte. Deja la máscara. Es una máscara nefasta, ¿es que no lo entiendes?

Merrick gritó mi nombre. Sentí que alguien me arrancaba la máscara de la cara. Alcé la vista. Estaba tendido en mi catre, y ella se encontraba de pie a mi lado.

—Dios mío, estoy enfermo —le dije—. Muy enfermo. Ve a por el chamán. No, no hay tiempo para que vayas en busca del chamán. Debemos partir ahora mismo hacia el aeropuerto.

—Calla, estáte quieto, no te muevas —respondió Merrick. Pero su rostro denotaba temor. Oí sus pensamientos con claridad. «Ha vuelto a suceder. Lo que le ocurrió a Matthew le ha ocurrido a David. Yo debo de ser inmune a este mal, pero David lo ha contraído».

Traté de serenarme. Lucharé contra esto, pensé. Volví la cabeza, confiando en que la frescura de la almohada contra la mejilla me aliviara la fiebre. Aunque oí a Merrick pedir a gritos a los hombres que acudieran de inmediato a la tienda de campaña, vi a otra persona sentada en su catre.

Era un hombre alto y delgado, de piel atezada, con los brazos cubiertos de pulseras de jade. Tenía la frente despejada y el pelo negro y largo hasta los hombros. Me miraba con expresión sosegada. Llevaba una túnica de color rojo oscuro y las uñas de los pies le brillaban por efecto de la luz.

—Tú otra vez —dije—. ¿Crees que conseguirás matarme? ¿Crees que puedes salir de tu sepultura para matarme?

—No deseo matarte —respondió sin que su plácido rostro mudara de expresión—. Devuélveme la máscara, por tu bien y el bien de la mujer.

—No —repliqué—. Comprende que no puedo hacerlo. No puedo dejar ese misterio sin resolver. No puedo renunciar a ello. Tú tuviste tu ocasión y ahora es la mía. Voy a llevarme la máscara conmigo. En realidad es la mujer quien va a llevársela. Pero aunque ella accediera a devolverla, me la llevaría yo.

Seguí tratando de convencerle, en voz baja y en un tono razonable.

—La vida pertenece a los vivos —dije.

En la tienda había más personas, pues habían entrado los hombres que nos habían acompañado en la expedición. Uno de ellos me pidió que me pusiera el termómetro debajo de la lengua.

—No consigo encontrarle el pulso —dijo Merrick. Del viaje a Guatemala capital, no recuerdo nada.

En cuanto al hospital, podía haber sido cualquiera de los que existen en el mundo.

En numerosas ocasiones, al volver la cabeza me encontraba a solas con el individuo de tez morena y rostro ovalado que lucía pulseras de jade, quien por lo general guardaba silencio. Cuando yo trataba de hablar, respondían otros y el hombre simplemente se fundía a medida que otro mundo venía a suplantar el que yo había abandonado. Cuando estaba plenamente consciente, cosa que no sucedía a menudo, tenía el pleno convencimiento de que las gentes de Guatemala sabrían más sobre la enfermedad tropical que había contraído. No sentía temor. Sabía por la expresión de mi visitante de tez bronceada que no iba a morir. Y no recuerdo que me trasladaran a un hospital en Nueva Orleáns.

El visitante no volvió a aparecer después de que regresáramos a Nueva Orleáns.

Para entonces yo había mejorado de mi enfermedad y cuando los días empezaron a conectar uno con otro, la fiebre había bajado y la «toxina» había desaparecido por completo de mi organismo. Al poco tiempo dejaron de alimentarme por vía intravenosa. Empezaba a recobrar las fuerzas.

Mi caso no era nada excepcional. Había sido causado por una especie de anfibio con el que debí de toparme en la selva. Incluso el mero hecho de tocar a ese bicho puede ser fatal. Mi contacto con él debió de producirse de forma indirecta.

No tardé en percatarme de que Merrick y los otros no se habían visto afectados, de lo cual me alegré, aunque debido a mi estado de confusión confieso que no me preocupé por ellos como debería haber hecho.

Merrick pasaba mucho tiempo conmigo, pero Aarón estaba también casi siempre presente. Cada vez que empezaba a formular a Merrick una pregunta importante, entraba una enfermera o un médico en la habitación. En otras ocasiones me sentía confundido con respecto al orden cronológico de los hechos, pero no quería reconocer mi confusión. De vez en cuando, muy esporádicamente, me despertaba por la noche convencido de que en mis sueños había regresado a la selva.

Por fin, aunque seguía técnicamente enfermo, me trasladaron en ambulancia a Oak Haven y me instalaron en la habitación delantera del piso superior.

Es uno de los dormitorios más elegantes y hermosos de la casa, y al atardecer del día de mi llegada, salí en bata y zapatillas al porche. Era invierno, pero el paisaje a mi alrededor estaba prodigiosamente verde y soplaba una grata brisa procedente del río.

Por fin, después de dos días de una conversación intrascendente, que amenazaba con hacerme perder la razón, Merrick entró sola en mi habitación. Vestía camisón y bata y parecía agotada.

Llevaba la magnífica cabellera castaña recogida hacia atrás con dos peinetas. Al mirarme observé que mostraba una expresión de alivio.

Yo estaba en la cama, apoyado sobre unas almohadas, con un libro sobre los mayas en las rodillas.

—Creí que ibas a morir —me dijo sin rodeos—. Recé por ti como jamás había rezado en mi vida.

—¿Crees que Dios escuchó tus plegarias? —pregunté. Entonces caí en la cuenta de que ella no había mencionado a Dios para nada—. ¿Estuve tan grave como para morirme?

Mi pregunta pareció desconcertarla. Guardó silencio, como si meditara sobre lo que iba decir. Su reacción a mi pregunta me facilitó en parte la respuesta, de modo que esperé pacientemente a que decidiera responder.

—A veces, en Guatemala —dijo—, los médicos me decían que no creían que resistieras muchos días. Yo me los quitaba de encima como podía y me colocaba la máscara sobre la cara. Vi a tu espíritu suspendido sobre tu cuerpo. Lo vi pugnando por alzarse y liberarse de tu cuerpo. Lo vi extendido sobre ti, tu doble, alzándose, y yo extendía la mano y lo empujaba hacia abajo, para obligarlo a regresar a su lugar.

En aquellos momentos sentí un profundo amor hacia ella.

—Gracias a Dios que se te ocurrió hacer eso —repuse. Ella repitió las palabras que yo había pronunciado en el poblado de la selva.

—La vida pertenece a los vivos.

—¿Así que recuerdas que dije esa frase? —dije, expresándole mi gratitud.

—La decías con frecuencia —respondió Merrick—. Creías estar hablando con alguien, con ese ser que vimos en la boca de la cueva antes de que lográramos escapar. Creías estar discutiendo con él. Entonces, una mañana temprano, cuando me desperté sentada en la silla y comprobé que habías recobrado la conciencia, me dijiste que habías vencido.

—¿Qué vamos a hacer con la máscara? —pregunté—. Cada vez me fascina más. Me veo probándosela a otros, aunque en secreto. Temo acabar convirtiéndome en su esclavo.

—No permitiremos que eso ocurra —contestó Merrick—. Además, la máscara no afecta a otros del mismo modo.

—¿Cómo lo sabes? —inquirí.

—Cuando tú estabas muy enfermo, los hombres la vieron en la tienda de campaña y la examinaron, creyendo que se trataba de un objeto curioso, claro está. Uno de ellos creía que se la habíamos comprado a los aldeanos. Fue el primero en mirar a través de ella. Pero no vio nada especial. Luego se la puso otro. Y así sucesivamente.

—¿Y qué paso aquí, en Nueva Orleáns?

—Aarón no vio nada cuando miró a través de ella —respondió Merrick. Luego añadió con cierto tono de tristeza

—: No le conté lo ocurrido. Prefiero que lo hagas tú, si quieres.

—¿Y tú? —pregunté—. ¿Qué ves cuando miras ahora a través de la máscara?

Merrick meneó la cabeza. Fijó la vista a lo lejos, mordiéndose nerviosamente el labio, y luego me miró.

—Cuando miro a través de ella veo a Honey. Casi siempre veo a Honey Rayo de Sol, eso es todo. La veo junto a los robles en la casa matriz. La veo en el jardín. La veo cada vez que miro a través de la máscara. El mundo que la rodea es tal cual es. Pero ella está siempre allí. —Después de una pausa, confesó —: Creo que todo ha sido obra de Honey. Por medio de las pesadillas, ella me obligó a ir a la cueva. En realidad el tío Vervain nunca estuvo allí. Fue cosa de Honey, ávida de alcanzar la vida, lo cual no puedo reprocharle. Nos envió allí para conseguir la máscara y poder mirar ella a través de la misma. Pero he jurado que no se lo permitiré. No permitiré que se haga más fuerte por mediación mía. No dejaré que me utilice y me destruya. Como tú mismo dices, la vida pertenece a los vivos.

—¿Y si hablaras con ella? ¿Porqué no intentas convencerla de que está muerta?

—Ya lo sabe —respondió Merrick—. Es un espíritu poderoso y astuto. Si me pides como Superior de la Orden que intente realizar un exorcismo, que quieres que me comunique con ella, lo haré, pero jamás cederé voluntariamente a sus deseos. Es demasiado astuta. Es demasiado poderosa.

—Jamás te pediré que hagas semejante cosa —me apresuré a responder—. Acércate, siéntate a mi lado. Deja que te abrace. Estoy demasiado débil para hacerte daño.

En estos momentos, cuando echo la vista atrás y recuerdo esos días, no alcanzo a comprender por qué no le hablé a Merrick sobre el espíritu con el rostro ovalado que se me aparecía continuamente durante mi enfermedad, en especial cuando estaba a las puertas de la muerte. Quizás habíamos cambiado confidencias sobre mis visiones cuando me hallaba en un estado febril.

Sólo sé que no lo comentamos con detalle cuando analizamos todo el episodio.

En cuanto a mi reacción personal a ese espíritu, le temía. Yo había saqueado un lugar muy valioso para él. Lo había hecho con ferocidad, con egoísmo, y aunque mi enfermedad me había despojado de buena parte de mi deseo de explorar el misterio de la cueva, temía que ese espíritu regresara. Lo cierto es que volví a verlo.

Ocurrió muchos años después, una noche, en Barbados, cuando Lestat vino a verme y decidió convertirme en un vampiro en contra de mi voluntad.

En cierto momento, en un vano intento de salvarme de la sangre vampírica, invoqué a Dios, a los ángeles, a cualquiera capaz de ayudarme. Invoqué a mi orisha, Oxalá, en la antigua lengua portuguesa del candomblé. Ignoro si mis oraciones fueron atendidas por mi orisha, pero de pronto unos espíritus diminutos irrumpieron en la habitación, aunque ninguno consiguió atemorizar en lo más mínimo a Lestat.

Y mientras éste me succionaba la sangre hasta el extremo de causarme la muerte, al cerrar los ojos, vi al espíritu de piel tostada que habitaba en la cueva.

Mientras perdía la batalla por sobrevivir, y no digamos la batalla por ser mortal, me pareció ver al espíritu de la cueva junto a mí, con los brazos extendidos y el dolor pintado en el rostro.

Vi con claridad que la figura oscilaba. Vi las pulseras que adornaban sus brazos. Vi su larga túnica roja. Vi las lágrimas en sus mejillas.

La visión sólo duró un instante. El mundo de objetos sólidos y cosas espirituales titiló unos segundos y se apagó. Caí en un letargo. No recuerdo nada hasta el momento en que la sangre sobrenatural de Lestat penetró en mi boca. Entonces sólo vi a Lestat y comprendí que mi alma emprendía otra aventura, una aventura que me conduciría más allá de mis sueños más aterradores. No había vuelto a ver al espíritu de la cueva.

Pero permítanme que termine mi historia sobre Merrick. No queda mucho por decir.

Al cabo de una semana de convalecencia en la casa matriz de Nueva Orleáns, me puse mi acostumbrado traje de mezclilla y bajé a desayunar con los otros miembros que estaban reunidos en el comedor.

Más tarde, Merrick y yo dimos un paseo por el jardín, que estaba rebosante de espléndidas camelias de hoja oscura; estas camelias florecen en invierno, incluso cuando se produce una ligera helada. Contemplé unas flores rosas, rojas y blancas que jamás olvidaré. Por doquier crecían unas begonias verdes gigantescas y unas orquídeas de color púrpura. Qué hermosa es Luisiana en invierno. Qué verde, vigorosa y remota.

—He depositado la máscara en la cámara acorazada, en una caja sellada, bajo mi nombre —dijo Merrick—. Creo que debemos dejarla allí.

—Desde luego —convine—. Pero debes prometerme que si alguna vez cambias de opinión sobre la máscara, me lo comunicarás antes de dar ningún paso al respecto.

—¡No quiero volver a ver a Honey! —exclamó Merrick—. Ya te lo he dicho. Pretende utilizarme, y no voy a consentirlo. Yo tenía diez años cuando Honey murió asesinada. Estoy cansada y harta de llorar su muerte. No te preocupes. No volveré a tocar esa máscara a menos que me vea obligada a hacerlo, te lo aseguro.

Que yo sepa, Merrick cumplió su palabra.

Después de escribir una carta pormenorizada sobre nuestra expedición, destinada a la universidad que habíamos elegido, sellamos los documentos y la máscara de forma permanente, junto con los ídolos, el perforador que había empleado Merrick durante su sesión de magia, todos los documentos originales de Matthew y los restos del mapa del tío Vervain. Guardamos en Oak Haven todos esos objetos, a los que sólo Merrick y yo teníamos acceso. En primavera recibí una llamada de América, de Aarón, para comunicarme que unos investigadores de Lafayette, Luisiana, habían hallado los restos del coche de Sandra la Fría.

Por lo visto Merrick les había conducido a la zona pantanosa donde años atrás se había hundido el vehículo. Quedaban restos suficientes de los cadáveres como para confirmar que las dos mujeres se hallaban dentro del vehículo en el momento del siniestro. Las calaveras de ambas mujeres mostraban unas fracturas tan graves que posiblemente les habían costado la vida. Pero nadie podía determinar si las víctimas habían sobrevivido a los traumatismos el tiempo suficiente para morir ahogadas.

Sandra la Fría había sido identificada por los restos de un bolso de plástico y los objetos que habían encontrado en su interior, concretamente un reloj de bolsillo de oro en una bolsita de cuero. Merrick había reconocido de inmediato el reloj de bolsillo, y la inscripción que ostentaba había confirmado sus sospechas. «A mi querido hijo, Vervain, de su padre, Alexis André Mayfair, 1910».

En cuanto a Honey Rayo de Sol, los huesos que quedaban confirmaron que se trataba de los restos de una muchacha de dieciséis años.

Fue cuanto pudieron averiguar al respecto.

Hice la maleta de inmediato y llamé a Merrick para comunicarle que me disponía a partir.

—No es necesario que vengas, David —respondió tranquilamente—. Todo ha terminado. Las han enterrado en el panteón familiar, en el cementerio de St. Louis. No queda nada por hacer. En cuanto me lo autorices, regresaré a El Cairo para reanudar mis trabajos.

—Pero cariño, no puedes partir inmediatamente. ¿No quieres venir unos días a Londres?

—No se me ocurriría marcharme sin pasar antes a verte — respondió. Cuando se disponía a colgar, dije:

—Ahora el reloj de bolsillo de oro es tuyo, Merrick. Haz que lo limpien y lo reparen. Guárdalo. Nadie puede negarte el derecho a conservarlo.

Se produjo un incómodo silencio al otro lado del hilo telefónico.

—Ya te lo dije, David, el tío Vervain siempre decía que yo no lo necesitaba —contestó Merrick—. Decía que sólo funcionaba para Sandra la Fría y Honey, no para mí. Esas palabras me turbaron.

—Me parece bien que honres sus recuerdos, Merrick, y sus deseos —insistí—. Pero la vida, y sus tesoros, pertenecen a los vivos.

Una semana después, almorzamos juntos. Merrick presentaba un aspecto tan lozano y atractivo como siempre, con su melena castaña sujeta con el pasador de cuero que tanto me gustaba.

—Quiero que sepas que no utilicé la máscara para encontrar los cadáveres —se apresuró a explicarme—. Fui a Lafayette guiada por mi intuición y mis oraciones. Exploramos varias zonas del pantano hasta que tuvimos la suerte de hallar sus restos. Podría decirse que Gran Nananne me ayudó a encontrarlos. Gran Nananne sabía lo mucho que deseaba dar con ellos. En cuanto a Honey, todavía noto su presencia junto a mí. A veces pienso en ella con tristeza, a veces siento que flaqueo…

—No, estás hablando de un espíritu —la interrumpí—, y un espíritu no es necesariamente la persona que conocías o amabas.

Luego, Merrick sólo habló de sus trabajos en Egipto. Se alegraba de regresar allí. Se habían producido otros hallazgos en el desierto, gracias a la fotografía aérea, y tenía una cita que confiaba que le permitiría contemplar una tumba nueva e inexplorada.

Era estupendo verla de tan buen humor. Cuando pagué la cuenta, Merrick sacó el reloj de bolsillo del tío Vervain.

—Casi me había olvidado de él —dijo. Estaba perfectamente pulido y se abrió fácilmente, con un clic, en cuanto Merrick accionó la tapa con un dedo—. Como es lógico, no puede repararse —me explicó mientras lo acariciaba con cariño—. Pero me gusta conservarlo. ¿Ves? Tiene las manecillas fijas en las ocho menos diez minutos.

—¿Crees que ese dato está relacionado con la hora en que murieron Sandra y Honey? —pregunté con tacto.

—No lo creo —respondió encogiéndose ligeramente de hombros—. No creo que Sandra la Fría se acordara nunca de darle cuerda. Imagino que lo llevaba en el bolso por razones sentimentales. Me extraña que no lo hubiera empeñado. Había empeñado otros objetos.

Merrick volvió a guardarse el reloj en el bolso y me dirigió una sonrisa tranquilizadora. La acompañé al aeropuerto, hasta la misma escalerilla del avión.

Conservamos la calma hasta el último momento. Éramos unos seres civilizados que se despedían pero que se proponían volver a verse dentro de poco.

De pronto me vine abajo. Era una emoción al mismo tiempo dulce y terrible, demasiado inmensa para asimilarla. La abracé.

—Tesoro, amor mío —dije, sintiéndome como un idiota, ansiando su juventud y su entrega con toda mi alma. Lejos de resistirse, Merrick me besó con un abandono que me partió el corazón.

—Jamás amaré a ningún otro —me susurró al oído.

Recuerdo que la aparté, sujetándola por los hombros, me di media vuelta y, sin volverme una sola vez, me aleje rápidamente.

¿Qué le estaba haciendo a aquella mujer tan joven? Yo acababa de cumplir setenta años y ella aún no había cumplido veinticinco.

Pero durante el largo trayecto de regreso a la casa matriz, comprendí que, por más que me esforzara, no podía sumirme en un estado de permanente culpabilidad.

Había amado a Merrick como años atrás había amado a Joshua, el muchacho que me consideraba el amante más maravilloso del mundo.

La había amado pese a la tentación y pese a haber cedido a esa tentación, y nada podía obligarme a negar ese amor ante mí mismo, ante ella ni ante Dios.

Durante el resto de los años que nos estuvimos relacionando, Merrick permaneció en Egipto, y un par de veces al año regresaba a su hogar en Nueva Orleáns haciendo escala en Londres.

En una ocasión me atreví a preguntarle sin rodeos por qué no le interesaba la cultura y las tradiciones mayas. Creo que mi pregunta le irritó. No le gustaba pensar en aquellas selvas, y menos aún hablar de ellas. Dijo que yo debía de saberlo mejor que nadie, pero no obstante me respondió con educación.

Me explicó con claridad que se había tropezado con demasiados obstáculos en sus estudios sobre Mesó América, en particular con los dialectos, que no conocía, y carecía de experiencia sobre arqueología en ese campo. Sus conocimientos la habían conducido a Egipto, del que conocía los escritos, la historia, la cultura. Y era en Egipto donde se había propuesto permanecer.

—La magia es la misma en todas partes —decía a menudo. Pero eso no le había impedido convertirla en la labor a la que había consagrado su vida.

Existe otra pieza del rompecabezas de Merrick que yo poseo.

Mientras Merrick trabajaba en Egipto el año siguiente a nuestro viaje a las selvas, Aarón me escribió una extraña misiva que jamás olvidaré.

Me dijo que la matrícula del coche que habían hallado en el pantano había conducido a las autoridades hasta el vendedor de coches de segunda mano que había asesinado a sus jóvenes clientes, Sandra la Fría y Honey. El hombre era un vago con un largo historial delictivo y no habían tenido dificultades en localizarlo. El tipo, agresivo y cruel por naturaleza, había vuelto a trabajar en varias ocasiones a lo largo de los años en el establecimiento de coches de segunda mano donde había conocido a sus víctimas, y su identidad era bien conocida por numerosas personas que lo habían relacionado con el vehículo encontrado en el pantano.

El hombre no tardó en confesar sus crímenes, aunque el tribunal dictaminó que estaba loco.

«Las autoridades me han informado que ese tipo está aterrorizado —me escribió Aarón—. Insiste en que lo persigue un espíritu, y está dispuesto a todo con tal de expiar su culpa. Suplica que le administren drogas que le dejen inconsciente. Según tengo entendido, van a internarlo en un hospital psiquiátrico, a pesar del evidente ensañamiento con que asesinó a sus víctimas».

Como es natural, Merrick fue informado del asunto. Aarón le envió un montón de recortes de prensa, así como todas las actas del juicio que logró obtener.

«No es necesario que yo me entreviste con esa persona —me escribió Merrick—. Por todo lo que me ha contado Aarón, estoy segura de que se ha hecho justicia».

Un par de semanas más tarde, Aarón me comunicó por carta que el asesino de Sandra la Fría y Honey se había suicidado.

Llamé a Aarón inmediatamente.

—¿Se lo has dicho a Merrick? —pregunté.

—Sospecho que ya lo sabe —respondió Aarón tras una larga pausa.

—¿Qué te hace suponer eso? —inquirí de inmediato. Las reticencias de Aarón siempre conseguían irritarme. No obstante, esta vez no se hizo el remolón.

—El espíritu que perseguía a ese tipo era una mujer alta con el pelo castaño y los ojos verdes —dijo Aarón—. Una descripción que no encaja con las fotografías que vimos de Sandra la Fría ni Honey Rayo de Sol, ¿no es así?

Me mostré de acuerdo, porque no encajaba en absoluto.

—El caso es que ese desgraciado ha muerto —dijo Aarón—. Confiemos en que Merrick pueda continuar tranquilamente con su trabajo.

Eso fue exactamente lo que hizo Merrick, continuar tranquilamente con su trabajo. En cuanto al presente:

Al cabo de tantos años, he regresado a ella para pedirle que invoque el alma de Claudia, la niña muerta, para Louis y para mí.

Le he pedido sin rodeos que utilice sus dotes mágicas, lo que sin duda significa utilizar su máscara, que me consta que tiene guardada en Oak Haven, como ha estado siempre, la máscara que le permite ver a los espíritus que fluctúan entre la vida y la muerte.

Eso fue lo que he hice, yo que sé lo mucho que ha sufrido y lo buena y feliz que puede llegar a ser, y es.