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NUEVE meses después, la ahora mujer del viejo del quiosco, dio a luz una hija con tremendo dolor. Abandonó la idea de ser monja. Sus padres la repudiaron. Se casó con el viejo del quiosco, tras un acuerdo mutuo: ella haría las faenas domésticas y cuidaría del quiosco una vez por semana. No dormirían juntos porque no se querían. Ahora se aprecian. Se aprecian porque se necesitan el uno al otro. El sacerdote perfectamente equilibrado y la mujer del viejo del quiosco tuvieron una hija. Esa hija fue adoptada, nada más nacer, por el vagabundo triste y harapiento y su segunda mujer cuando todavía eran ricos. De ahí que la belleza de la mujer del señor de los gemelos proviniera más de Dios que de ser humano alguno.