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LA mujer del señor de los gemelos se adentra en el bosque. Se adentra en el bosque y ve al espía que amó a Azucena, sentado debajo de una higuera. Debajo de la higuera en la que se sentaba con la prostituta joven a mirar sus fotografías. Su rostro cándido, su rostro puro antes de que la vida la empujara a ese abismo carnal. El espía que amó a Azucena se pone en pie sobresaltado. Se sorprende. Se asusta. La mujer del señor de los gemelos le dice que se siente.
—Quiero sentarme a tu lado. Tengo que hablar contigo… Estoy casada. Estoy casada, sí, pero te amo. Te amo porque eres puro. Porque me amas con pureza. Lo veo en tus ojos. Y yo te amo con pureza, con un deseo casi inmaculado. No sé cómo te amo, pero te amo.
El espía que amó a Azucena la mira con los ojos arrasados de lágrimas. La mira y, guiado por un impulso ajeno a él, la abraza. Ella besa su cuello y asciende hasta sus labios. Le da un largo beso. Le da un largo beso y los animales del bosque se quedan mirándolos. Mirándolos ensimismados.