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LA plaza está repleta de gente. Desde que murió Azucena, nunca he visto la plaza tan llena de gente. La gente dice. La gente dice que será mejor ver desnuda a la mujer del señor de los gemelos que a Azucena. Que a ella la verán sin obstáculo. Sin ventanas. Que el negro juez ha dicho que pueden tocarla. Siento náuseas al contemplar la estúpida cara de expectación de la gente cuando la puerta del juzgado se abre y aparece el negro juez con la mujer del señor de los gemelos. El negro juez ordena silencio. Va a hacer pública la sentencia. Silencio. Gestos alegres. Sonrisas maliciosas. La mujer del señor de los gemelos es condenada a que su desnudez esté al alcance de todos. El negro juez, de pie, frente a la mujer del señor de los gemelos, con una fiereza casi animal, desgarra su atuendo. El vestido, la ropa interior de encaje fino… La gente aplaude a rabiar, excitada, perversa. El negro juez, babeante, acaricia sin ningún pudor a la mujer del señor de los gemelos con sus manos grasientas. Ella no dice nada. No hace ningún gesto. Ha perdido el habla. Satisfecho su deseo, la empuja a la gente. A esos hombres y mujeres que se lanzan, como lobos hambrientos, sobre el cuerpo inmaculadamente blanco de la mujer del señor de los gemelos. Yo no me acerco. Estoy aturdido. Varias horas después, la veo, ya sola, tendida en el suelo. Todos se han marchado. Ella se levanta, exhausta y dolorida. Dolorida y desnuda comienza a caminar. La miro hasta que dobla, dolorida, la esquina. Quizás esta noche salga a pasear. Como siempre. Si no salgo esta noche, saldré mañana. Me gusta pasear de noche. Como no hay nadie en la calle y todos duermen, me gusta pasear de noche.