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SON las siete de la mañana. El viejo del quiosco no está en su quiosco. El negro juez no mira con sus anteojos asomado a la ventana. Heliodoro está llorando en la terraza y reza insistente y tediosamente por mí. Yo, evidentemente, escribo con la ventana abierta. Queda todavía una hora para que Azucena nos muestre, tras la ventana, su hermoso cuerpo. No… Azucena aparece tras los cristales. Completamente desnuda. Completamente desnuda una hora antes de lo habitual. No se habrá duchado. Hace frío. Quizás le dé pereza. Es totalmente inhabitual. Abre la ventana. Me mira fijamente. Mira a Heliodoro. Mira a Heliodoro que sigue llorando en la terraza. Con un movimiento suave y ligero alza primero una pierna. Luego la otra. Se pone en pie en el alféizar de la ventana. No puedo tragar saliva. ¡Corre peligro! ¡Corre mucho peligro! Vive en un piso alto. Permanece, unos instantes, totalmente estática. Me mira de nuevo. Se inclina. Azucena se inclina y cae. Cierro los ojos. Heliodoro llora estruendosamente.