Prólogo

ARTHUR

Arthur Lancaster, conde de St. Merryn, estaba sentado junto al fuego crepitante de una de las chimeneas de su club leyendo el periódico, con una copa de un oporto excelente en la mano, cuando le comunicaron que su prometida acababa de fugarse con otro hombre.

—Se dice que el joven Burnley utilizó una escalera para trepar hasta el dormitorio de la señorita Juliana y que la ayudó a bajar hasta el carruaje —le dijo Bennett Fleming, un hombre más bien bajo pero de constitución robusta, mientras se sentaba en el sillón, justo enfrente de Arthur. Cogió la botella de oporto y prosiguió—: Según me han contado, se dirigen hacia el norte; sin duda hacia Gretna Green. El padre de Juliana ha salido tras ellos, pero su carruaje es viejo y lento.

En la sala se hizo el silencio; todas las conversaciones se interrumpieron; dejó de oírse el crujir de los periódicos y el tintineo de las copas. Era casi medianoche y el club estaba lleno. Todos se quedaron paralizados en sus asientos y aguzaron el oído intentando escuchar la conversación que tenía lugar frente a la chimenea.

Arthur dejó escapar un suspiro, dobló el periódico, lo dejó a un lado y bebió un sorbo de oporto. A continuación, levantó la mirada hacia la ventana: la lluvia, empujada por el viento, golpeaba con furia los cristales.

—Tendrán suerte si consiguen recorrer diez millas con esta tormenta —comentó Arthur.

Como todo lo que dijo aquella noche, aquel comentario entró a formar parte de la leyenda de St. Merryn… «Es tan frío que cuando le informaron de que su prometida había huido con otro hombre, lo único que hizo fue comentar que el tiempo era muy malo».

Bennett bebió un buen trago de oporto y, tras seguir la mirada de Arthur, con los ojos fijos en la ventana, dijo:

—El joven Burnley y la señorita Juliana disponen de un excelente carruaje y de caballos fuertes y frescos. —A continuación carraspeó y añadió—: Es poco probable que el padre de Juliana los alcances, pero un hombre sólo con un buen caballo podría hacerlo.

La expectación se propagó por el silencio transparente. St. Merryn era, sin lugar a dudas, un hombre solo y todo el mundo sabía que tenía en su establo varios caballos de primera clase. Todos estaban a la expectativa, pendientes de si el conde se decidía a perseguir a la pareja.

Arthur se puso en pie con toda tranquilidad y cogió la botella de oporto medio vacía.

—¿Sabes una cosa, Bennett? Esta noche padezco de un ataque de aburrimiento extremo. Creo que iré a averiguar si hay algo de bueno en la sala de juegos.

Bennett arqueó las cejas.

—Pero si tú nunca juegas. No sé cuántas veces te he oído decir que te parece totalmente ilógico apostar dinero a una mano de cartas o jugártelo a los dados.

—Esta noche me siento afortunado —dijo. Y se encaminó hacia la sala de juegos.

—No hay quien lo entienda… —masculló Bennett y, con el rostro contraído, se puso de pie, cogió su copa de oporto ya medio vacía y corrió para alcanzar al conde.

—¿Sabes una cosa? —le preguntó Arthur cuando estaban en medio de la sala, sumida en un silencio antinatural—. Creo que me equivoqué cuando le pedí a Graham la mano de su hija.

—¿Eso crees?

Bennett le lanzó a Arthur una mirada de preocupación esperando encontrar en el rostro de su compañero algún síntoma de fiebre.

—Así es. Creo que la próxima vez que decida buscar esposa enfocaré el proyecto de una forma mucho más lógica, como haría con una de mis inversiones.

Bennett, consciente de que todos los presentes estaban pendientes de todo lo que Arthur decía, hizo una mueca.

—¿Cómo se te ocurre aplicar la lógica a la hora de buscar esposa?

—He pensado que las cualidades que uno espera encontrar en una esposa no son muy distintas de las que exigiría a una dama de compañía.

Al oírlo, Bennett se atragantó con el oporto.

—¿Una dama de compañía? —le preguntó a Arthur.

—Piénsalo detenidamente. —La copa de Arthur tintineó cuando apoyó en ella la botella para servirse más oporto—. La dama de compañía ideal sería una mujer de buena familia, con una buena educación y una reputación excelente; sería una mujer equilibrada, modesta y discreta tanto en sus acciones como en su forma de vestir. ¿Acaso no serían éstos los requisitos que uno establecería si tuviera que definir a la esposa perfecta?

—Una dama de compañía es, por definición, una mujer sola y que ha perdido su fortuna —puntualizó Bennett.

—Pues claro que es pobre y no tiene recursos, ¿por qué si no estaría dispuesta a aceptar un empleo tan humilde? —replicó Arthur encogiéndose de hombros.

—Sin embargo, la mayor parte de los caballeros preferirían una esposa que pudiera aportarles riquezas y propiedades —señaló Bennett.

—Claro, pero es en esta cuestión donde yo dispongo de una gran ventaja, ¿no crees? —Arthur se detuvo en la entrada de la sala de juegos y examinó las mesas concurridas—. Para ser claro, yo estoy podrido de dinero y cada día soy más rico, no necesito una mujer adinerada.

Bennett se detuvo junto a él y expresó su conformidad, aunque con desgana:

—Es verdad.

—Una de las ventajas de las damas de compañía es su condición de extrema pobreza —continuó Arthur—. De esta forma agradecen cualquier empleo que se les ofrezca, ¿comprendes?

—No había considerado este aspecto. —Bennett bebió otro trago de oporto y bajó el brazo pausadamente—. Creo que empiezo a comprender tu razonamiento.

—A diferencia de las jóvenes románticas y con recursos cuya visión del amor está deformada a causa de Byron y las novelas de la editorial Minerva, las damas de compañía, por una cuestión de necesidad, tienen que ser mucho más prácticas. La vida les ha enseñado que el mundo puede ser muy duro.

—Desde luego.

—Por consiguiente, la dama de compañía ideal no haría nada que pusiera en peligro su empleo. Por ejemplo, un hombre podría estar casi seguro de que ella no huiría con otro hombre poco antes de la boda.

—Quizá se deba al oporto, pero creo que lo que dices tiene mucho sentido —dijo Bennett frunciendo el ceño—. Sin embargo, ¿cómo se encuentra una esposa con las cualidades de una dama de compañía?

—Fleming, me decepcionas. La respuesta a esta pregunta salta a la vista. Si alguien deseara encontrar una esposa con estas características, naturalmente, se dirigiría a una agencia que suministrara damas de compañía, entrevistaría a varias solicitantes y finalmente haría su elección.

Bennett parpadeó.

—¿Una agencia?

—Así no se encontraría con sorpresas. —Arthur sacudió la cabeza—. Debería haber pensado en ello hace unos meses. Piensa en todos los problemas que me habría ahorrado.

—Esto…, bueno…

—Si me disculpas, creo que hay un asiento libre en esa mesa de la esquina.

—Aquí se juega en serio —advirtió Bennett—. ¿Estás seguro de que…?

Pero Arthur ya no le prestaba atención y, después de cruzar la sala, se sentó a la mesa.

Cuando, unas horas más tarde, se levantó, Arthur era unos cuantos miles de libras más rico. El hecho de que el conde hubiera roto su norma inquebrantable en contra de las apuestas y hubiera ganado además una considerable suma de dinero, añadió esa noche otra faceta más a la leyenda de St. Merryn.

Las primeras luces de un amanecer gris y lluvioso empezaban a asomar por encima de los tejados de las casas cuando Arthur salió del club. A continuación, se metió en el carruaje que lo esperaba en la puerta y se arrellanó en el asiento mientras lo llevaban de regreso a la enorme y sombría mansión de Rain Street. Una vez allí, se fue directamente a la cama.

A las nueve y media de la mañana, lo despertó su mayordomo y le informó de que el padre de su prometida había encontrado a su hija en una posada, compartiendo la habitación con su joven héroe.

Naturalmente, sólo había una solución para salvar la reputación de la joven, de modo que el indignado padre había ordenado que la pareja se casara de inmediato por medio de una licencia especial.

Arthur le dio amablemente las gracias al mayordomo por haberle informado, se dio la vuelta y volvió a dormirse de inmediato.

ELENORA

Elenora recibió la noticia de la muerte de su padrastro de boca de los dos hombres a los que se había visto obligado a entregar todas sus posesiones por culpa de una desafortunada inversión. Aquellos hombres llegaron a su vivienda a las tres de la tarde.

—Samuel Jones falleció a causa de un ataque de apoplejía cuando descubrió que el proyecto de la mina había fracasado —le informó, sin ningún tipo de compasión, uno de aquellos hombres recién llegados de Londres.

—Esta casa, lo que hay en ella y el terreno que se extiende desde aquí hasta el riachuelo nos pertenecen —anunció el segundo acreedor mientras agitaba un montón de papeles firmados, hoja por hoja, por Samuel Jones.

El primer hombre observó, con los ojos entornados, el anillo de oro que Elenora lucía en su dedo meñique.

—El difunto incluyó sus joyas y todos sus efectos personales, salvo su ropa, en la lista de bienes que detalló como garantía del préstamo.

El segundo acreedor señaló a un individuo enorme que se había quedado a un lado, unos pasos por detrás de ellos.

—Le presento al señor Hitchins. Lo hemos contratado en Bow Street y su misión es asegurarse de que usted no se lleve nada de valor de la casa.

El hombre que acompañaba a los acreedores de Samuel Jones, un gigante de cabello gris, tenía una mirada dura y penetrante. Además, llevaba el distintivo profesional de los detectives de Bow Street: una porra.

Elenora contempló a los tres hombres de aspecto agresivo, consciente de la inquietud que experimentaban su ama de llaves y su criada, que iban de un lado a otro del vestíbulo principal de la casa. Sus pensamientos se dirigieron a los mozos de cuadras y a los hombres que se ocupaban de las plantaciones y de la granja. Sabía muy bien que era poco lo que podía hacer para protegerlos. Su única esperanza era dar a entender que sería una insensatez despedir a los empleados.

—Supongo que son conscientes de que esta propiedad produce unos ingresos considerables —comentó Elenora.

—Así es, señorita Lodge —respondió el primer acreedor mientras se balanceaba sobre los talones con satisfacción—. Samuel Jones nos informó debidamente de esta cuestión.

El segundo acreedor examinó detenidamente los campos impecables de la finca con aire expectante.

—Sin duda se trata de una granja muy hermosa.

—Entonces, también serán conscientes de que el verdadero valor de la propiedad consiste en el hecho de que los empleados que trabajan en la finca y los que mantienen la casa son personas muy cualificadas. Resultaría imposible reemplazarlos. Si permiten que tan sólo uno de ellos abandone su puesto de trabajo, les aseguro que las cosechas se malograrán y la casa perderá su valor en sólo unos meses.

Los dos acreedores se miraron con el ceño fruncido. Era evidente que ninguno de ellos había tenido en cuenta la cuestión de los peones y los criados.

Las cejas entrecanas del detective se arquearon al oír la explicación de Elenora y un extraño brillo iluminó sus ojos. Pero no dijo nada. ¿Por qué habría de hacerlo?, pensó Elenora, al fin y al cabo, cómo acabara aquel negocio no le incumbía lo más mínimo.

Los dos acreedores llegaron a un acuerdo sin mediar palabra, el primero carraspeó y dijo:

—Los empleados se quedarán en la granja —manifestó—. Ya hemos contratado la venta de la finca y el nuevo propietario ha dejado claro que desea que todo continúe como hasta ahora.

—Salvo usted, claro, señorita Lodge —dijo el segundo acreedor sacudiendo la cabeza con afectación—. El nuevo propietario no la necesitará.

Parte de la tensión de Elenora se desvaneció. Sus empleados estaban a salvo, así que ahora podía concentrar la atención en su propio futuro.

—Supongo que me permitirán recoger mi ropa —repuso con frialdad.

Ninguno de los acreedores pareció percatarse del profundo desdén que reflejaron sus palabras. Uno de ellos se sacó un reloj del bolsillo.

—Dispone usted de treinta minutos, señorita Lodge. —A continuación señaló al hombre corpulento de Bow Street con la cabeza y añadió—: El señor Hitchins la acompañará mientras recoge sus cosas y se asegurará de que no se lleva ningún objeto de valor. Cuando esté lista para marcharse, uno de los peones la conducirá hasta la posada del pueblo. Lo que haga a partir de ese momento es asunto suyo.

Elenora se volvió tan dignamente como pudo y se encontró de frente con el rostro sollozante del ama de llaves y la expresión de angustia de la criada. La cabeza le daba vueltas a causa del desastre que le acababa de acontecer, pero tenía que guardar la compostura delante de aquellas dos mujeres, de modo que les sonrió con la esperanza de reconfortarlas.

—Tranquilizaos —les dijo con determinación—. Como habéis oído, conservaréis vuestros puestos de trabajo, y los hombres también.

El ama de llaves y la criada dejaron de llorar y apartaron los pañuelos de sus rostros. Ambas se sintieron aliviadas y se relajaron.

—Gracias, señorita Elenora —murmuró el ama de llaves.

Elenora le dio unas palmaditas en el hombro y se dirigió, con paso ligero, hacia las escaleras intentando ignorar al detective de aspecto perverso que le seguía los pasos.

Hitchins se quedó de pie junto a la puerta del dormitorio con las manos cogidas a la espalda y los pies clavados con firmeza en el suelo observándola atentamente mientras ella sacaba un enorme baúl de debajo de la cama.

Elenora se preguntó qué diría el agente si ella le anunciara que era el primer hombre que había puesto los pies en su dormitorio, pero en lugar de eso, mientras levantaba la tapa y dejaba al descubierto el interior vacío del baúl, dijo:

—Éste es el baúl de viaje de mi abuela. Ella fue una actriz. Su nombre artístico era Agatha Knight. Cuando se casó con mi abuelo se formó un gran revuelo en la familia. Fue un auténtico escándalo. Mis bisabuelos amenazaron con desheredar a mi abuelo, pero, al final, no tuvieron más remedio que aceptar la situación. Ya sabe usted lo que son las familias.

Hitchins dejó escapar un gruñido. O tenía poca experiencia familiar o su historia personal le pareció extremadamente aburrida. Algo le decía que la opción correcta era la segunda.

A pesar de la escasa conversación de Hitchins, Elenora continuó hablando sin cesar mientras iba sacando sus vestidos del armario. Su objetivo era distraerlo, conseguir que no se fijara en el viejo baúl.

—Mi pobre madre se sentía muy avergonzada por el hecho de que mi abuela hubiera actuado en los escenarios. Se pasó la vida intentando olvidar la desprestigiada carrera de su madre.

Hitchins consultó su reloj.

—Le quedan diez minutos.

—Gracias, señor Hitchins. —Elenora sonrió con frialdad—. Es usted de gran ayuda.

El detective demostró ser inmune al sarcasmo. Sin duda, debía de encontrarse a menudo con ese tipo de comentarios en su profesión.

Elenora abrió con ímpetu un cajón y sacó una pila de camisones perfectamente doblados.

—Quizá desee usted apartar la vista.

Hitchins tuvo la amabilidad de no mirar la ropa íntima de Elenora; sin embargo, cuando ella se dispuso a coger el pequeño reloj que había sobre la mesilla de noche, él apretó los labios.

—Sólo puede llevarse su ropa, señorita Lodge —recordó él mientras negaba con la cabeza.

—Sí, claro. ¿Cómo he podido olvidarme de este detalle?

Adiós al reloj. Lástima. Un prestamista podría haberle dado unas cuantas libras por él.

Elenora bajó la tapa del baúl con fuerza y lo cerró con llave mientras un cosquilleo de alivio recorría su espina dorsal. El detective no había mostrado el menor interés por el viejo baúl de teatro de su abuela.

—Según me dicen, me parezco mucho a ella cuando tenía mi edad —comentó Elenora en un tono casual.

—¿A quién se refiere, señorita Lodge?

—A mi abuela, la actriz.

—¿De verdad? —Hitchins se encogió de hombros con indiferencia—. ¿Está usted preparada?

—Sí. ¿Sería usted tan amable de bajarme el baúl?

—Sí, señorita.

Hitchins levantó el baúl y lo llevó hasta el vestíbulo principal. A continuación lo acomodó en la carreta que esperaba en el exterior.

Uno de los acreedores se interpuso en el camino de Elenora cuando ella se disponía a seguir a Hitchins.

—El anillo de oro que lleva en el dedo; por favor, señorita Lodge —espetó.

—Desde luego.

Elenora se quitó el anillo y calculadamente lo dejó caer justo cuando el acreedor extendió el brazo para cogerlo. El aro de oro rebotó en el suelo.

—¡Mierda! —gritó el irritante hombrecillo inclinándose para recuperarlo.

Mientras estaba doblado en lo que parecía una ridícula reverencia, Elenora pasó junto a él y descendió los escalones de la entrada. Agatha Knight siempre había insistido en la importancia de una salida bien escenificada.

Hitchins, de una forma inesperada, cambió su actitud y ayudó a Elenora a subir al duro banco de madera de la carreta agrícola.

—Gracias, señor —murmuró ella.

Se sentó en el banco con la misma gracia y el mismo aplomo que habría empleado si se tratara de un carruaje de lujo.

Un brillo de admiración iluminó los ojos del detective.

—Buena suerte, señorita Lodge. —Entonces lanzó una mirada a la parte trasera de la carreta que ocupaba, en su mayor parte, el baúl—. Por cierto, ¿le he mencionado que mi tío viajó con una compañía de actores cuando era joven?

Elenora se quedó helada.

—No, no me lo había comentado.

—Tenía un baúl muy parecido al suyo. Me explicó que le resultaba muy útil. Según me dijo, siempre guardaba en él unos cuantos artículos indispensables por si tenía que salir de la ciudad a toda prisa.

Elenora tragó saliva y admitió:

—Mi abuela me aconsejó lo mismo.

—Confío en que le haría usted caso, señorita Lodge.

—Así es, señor Hitchins.

—Seguro que saldrá adelante, señorita Lodge. Tiene usted carácter.

Hitchins le guiñó un ojo, rozó el ala de su sombrero con la mano y regresó junto a los acreedores.

Elenora respiró hondo y, con un chasquido, abrió su parasol y lo sostuvo en alto como si se tratara del resplandeciente estandarte de una batalla.

La carreta se puso en movimiento.

Elenora no volvió la cabeza para mirar la casa que la vio nacer y en la que había vivido hasta entonces.

La muerte de su padrastro no había constituido una sorpresa y no estaba apenada. Cuando Samuel Jones se casó con su madre, Elenora tenía dieciséis años. Él había pasado muy poco tiempo allí, en el campo; prefería la vida de Londres y sus incontables proyectos de inversiones y, desde el fallecimiento de su madre, hacía ya tres años, apenas había aparecido por allí.

Elenora estaba encantada con esa situación: no sentía ningún aprecio por Jones y era un gran alivio no tenerlo pegado a sus talones. Claro que todo cambió cuando averiguó que el abogado de su padrastro se las había arreglado para transferir la herencia de su abuela, que incluía la casa y los terrenos adyacentes, al dominio de Jones.

Y, ahora, todo se había perdido.

Bueno, no todo, pensó mientras sentía una triste satisfacción. Los acreedores de Samuel Jones nada sabían de la existencia del broche de oro y perlas de su abuela y de los pendientes a juego que Elenora tenía escondidos en el fondo falso de su viejo baúl.

* * *

Agatha Knight le había entregado aquellas joyas justo después de que su madre se casara con Samuel Jones. Agatha mantuvo en secreto aquel regalo y dio instrucciones a Elenora para que guardara el broche y los pendientes en el baúl y no se lo contara a nadie, ni siquiera a su madre.

Era evidente que la intuición de Agatha respecto a Jones había sido del todo acertada.

Los dos acreedores tampoco sabían de la existencia de las veinte libras que Elenora guardaba en el baúl. Tras la venta de las cosechas, Elenora apartó aquel dinero y lo escondió con las joyas cuando se dio cuenta de que Jones pretendía invertir hasta el último céntimo que obtuviera de la recolección en aquel proyecto minero.

«Lo hecho, hecho está», pensó Elenora. Ahora tenía que concentrarse en su futuro. Su destino había dado un giro inesperado, pero, afortunadamente, no se encontraba sola en el mundo: estaba prometida a un elegante caballero. Cuando Jeremy Clyde se enterara del terrible aprieto en el que se encontraba correría a su lado, estaba convencida de ello, y, sin duda, insistiría en adelantar la fecha de la boda.

Seguro que en apenas un mes aquel aparatoso incidente habría quedado atrás y ella sería una mujer casada con una nueva casa para organizar y dirigir, pensó Elenora, y esa perspectiva le levantó el ánimo.

Si destacaba en alguna habilidad, era en organizar y supervisar las múltiples tareas que se requerían para mantener una casa y una granja en perfecto estado y rendimiento. Ella podía encargarse de todo, desde vender provechosamente las cosechas hasta llevar las cuentas, supervisar el buen estado de los cobertizos, contratar a los criados y a los peones e incluso elaborar medicinas en la destilería.

Modestia aparte, sería una esposa excelente para Jeremy.

* * *

Jeremy Clyde entró galopando sobre su montura en el patio de la posada aquella misma tarde, justo cuando Elenora daba instrucciones a la posadera acerca de la importancia de que las sábanas de su cama estuvieran bien limpias.

Cuando Elenora miró a través de la ventana y vio quién había llegado, interrumpió su sermón, bajó las escaleras a toda prisa y se lanzó a los brazos de Jeremy.

—Querida. —Jeremy la abrazó sin titubear y, a continuación, se separó de ella con dulzura. Su hermoso rostro estaba surcado de arrugas de preocupación—. He venido en cuanto me he enterado. Qué horrible experiencia. ¿Los acreedores de tu padrastro se han quedado con todo? ¿Con la casa? ¿Con todos los terrenos?

Elenora suspiró.

—Me temo que así es.

—Sin duda, esto constituye un golpe terrible para ti, querida. No sé qué decir.

Sin embargo, era evidente que Jeremy tenía algo muy importante que decirle. Le tomó algo de tiempo reconocerlo y, como preámbulo, aseguró a Elenora que le rompía el corazón tener que decírselo, pero que no tenía elección.

Todo se reducía a una cuestión muy simple: puesto que ella se había visto privada de su herencia, él se veía obligado a terminar con su relación de inmediato.

Poco después se marchó con la misma rapidez con la que había llegado.

Elenora se dirigió a su diminuta habitación y ordenó que le subieran una botella del vino más barato de la posada. Cuando se lo entregaron, cerró la puerta con llave, encendió una vela y se sirvió una copa hasta los bordes.

Elenora permaneció sentada durante mucho tiempo contemplando la noche a través de la ventana, bebía aquel vino inmundo y reflexionaba acerca de su futuro.

Ahora estaba completamente sola en el mundo y aquel pensamiento le resultaba extraño e inquietante. Su vida, ordenada y bien planificada, había dado un vuelco.

Apenas unas horas antes, su futuro parecía claro y luminoso. Jeremy planeaba mudarse a la granja justo después de la boda. Ella se sentía cómoda con la idea de ser su esposa y su compañera para el resto de sus vidas: dirigiría el hogar, criaría a sus hijos y continuaría con la supervisión de los asuntos de la granja. Sin embargo, ahora la burbuja luminosa de aquel sueño había estallado.

Más tarde, cuando ya era noche cerrada y la botella de vino estaba casi vacía, a Elenora se le ocurrió pensar que ahora era libre como no lo había sido nunca. Por primera vez en su vida, no tenía responsabilidades respecto a nadie más. Ningún criado ni ningún peón dependían de ella. Nadie la necesitaba. No tenía raíces, ataduras, ni hogar.

Aunque adquiriera una mala reputación o arrastrara el apellido Lodge por el barro como había hecho su abuela, no tenía que preocuparse por nadie.

Ahora tenía la oportunidad de trazar un nuevo curso para su vida.

A la pálida luz del amanecer, Elenora vislumbró el nuevo y resplandeciente futuro que iba a forjar para sí misma.

Sería un futuro en el que se vería libre de las estructuras, rígidas y estrechas, que lo atenazaban a uno cuando vivía en un pueblo, un futuro en el que controlaría sus propios bienes y su propia economía.

En aquel futuro nuevo y estupendo, haría cosas que habrían estado fuera de su alcance en su antigua vida. Incluso podría permitirse experimentar los placeres únicos y estimulantes que, según su abuela, podían encontrarse en los brazos del hombre adecuado.

Además, se prometió a sí misma que no pagaría el precio que la mayoría de las mujeres de su edad no tenían más remedio que pagar a cambio de aquellos placeres. No tenía por qué casarse. Después de todo, a nadie le preocuparía si arruinaba su buen nombre.

Sí, sin duda, su nuevo futuro sería glorioso.

Lo único que tenía que hacer era encontrar el modo de costeárselo.