Capítulo 18
El anciano contemplaba fijamente el fuego crepitante con el pie afectado de gota encima de un taburete y una copa de oporto en su mano nudosa. Arthur esperó con los brazos apoyados en los laterales dorados de su asiento. La conversación no se estaba desarrollando con fluidez. Era evidente que para lord Dalling el tiempo había dejado de ser un río que fluía en un único sentido para convertirse en un pozo profundo en el que las corrientes del pasado y el presente se entremezclaban.
—¿Cómo se ha enterado usted de mi interés por las cajas de rapé antiguas? —preguntó Dalling frunciendo el ceño con desconcierto—. ¿Usted también las colecciona?
—No, señor —respondió Arthur—. Visité varias tiendas especializadas en la venta de cajas de rapé de calidad y pregunté a los propietarios los nombres de los clientes que consideraban más entendidos en este tipo de cajas. El suyo se repitió en varios de los mejores establecimientos.
Arthur no vio la necesidad de añadir que obtener su dirección actual le había resultado bastante más complicado. Hacía años que Dalling no adquiría cajas de rapé y los tenderos le habían perdido la pista.
Además, el anciano caballero se había mudado dos años atrás. La mayor parte de sus contemporáneos habían muerto o tenían tales lagunas en su memoria que les resultaba imposible recordar la localización de la nueva vivienda de su amigo. Por fortuna, un barón de edad que todavía jugaba a las cartas todas las noches en el club de Arthur recordó la dirección de Dalling.
Arthur estaba sentado con Dalling en la biblioteca del anciano lord. Los muebles y los libros de las estanterías eran de otra era, como su propietario. Era como si los últimos treinta años no hubieran transcurrido, como si Byron no hubiera escrito todavía una palabra, como si Napoleón no hubiera sido derrotado, como si los científicos no hubieran realizado grandes adelantos en la investigación de los misterios de la electricidad y la química. Incluso los ajustados pantalones de su anfitrión procedían de otra época y otro lugar.
El tictac del reloj de pared sonaba con pesadez en el silencio de la estancia. Arthur temía si su última pregunta habría enviado irremediablemente a su anfitrión a las tenebrosas profundidades del pozo del tiempo.
Sin embargo, al final, Dalling se movió.
—¿Una caja de rapé con una gran piedra roja incrustada, dice? —preguntó.
—Así es. Y con el nombre de Saturno labrado en la tapa.
—Sí, recuerdo una caja como la que usted describe. Un conocido mío la tuvo durante muchos años. Era una caja preciosa. Recuerdo que, en una ocasión le pregunté dónde la había comprado.
Arthur no se movió por temor a distraer al anciano, pero preguntó:
—¿Le indicó el lugar?
—Creo que me contó que él y unos compañeros suyos habían encargado a un joyero que fabricara tres cajas parecidas, una para cada uno de ellos —explicó el anciano.
—¿Quién era ese caballero? ¿Recuerda su nombre?
—Claro que lo recuerdo —dijo Dalling con expresión tensa—. No estoy senil.
—Discúlpeme. No pretendía dar a entender que lo estuviera.
Dalling pareció calmarse.
—Glentworth. Así se llamaba el caballero que poseía la caja de rapé con el nombre de Saturno.
—Glentworth —repitió Arthur. Se puso de pie y agregó—: Gracias, señor. Le estoy muy agradecido por su ayuda.
—Según he oído, ha fallecido recientemente. No hace mucho, la semana pasada, creo.
¡Por todos los demonios! ¿Glentworth había muerto? ¿Después de todos los esfuerzos que había realizado para encontrarlo?
—No asistí a su funeral —continuó Dalling—. Solía acudir a todos, pero al final eran demasiados, de modo que dejé de hacerlo.
Arthur intentó pensar en cómo proceder. Se dirigiera adonde se dirigiese en aquel laberinto, siempre se encontraba con una pared.
El fuego crujió. Dalling sacó de su bolsillo una caja de rapé adornada con piedras preciosas, abrió la tapa y cogió un pellizco de tabaco pulverizado. Lo inhaló con una aspiración rápida y eficaz, cerró la caja y se arrellanó en su asiento soltando un suspiro de satisfacción. Sus párpados se cerraron con pesadez.
Arthur se dirigió a la puerta.
—Gracias por su tiempo.
—De nada —repuso el anciano.
Sin siquiera abrir los ojos, Dalling se puso a toquetear la exquisita caja de rapé mientras le daba vueltas y más vueltas en la mano.
Arthur abrió la puerta y, cuando ya estaba a punto de salir de la habitación, su anfitrión habló de nuevo:
—Quizá podría hablar con la viuda —declaró.