Capítulo 14

Elenora abrió los ojos con mucha cautela y sintió un gran alivio cuando vio que un rayo de luz se filtraba entre las cortinas: ¡la mañana había llegado por fin! El reloj de la mesita marcaba las nueve y media y Elenora se sorprendió de que, finalmente, hubiese conseguido dormir un poco.

Tenía la sensación de que se había pasado la noche alternando pesadillas con prolongados períodos de insomnio en los que revivía el beso de la biblioteca una y otra vez.

Elenora apartó los edredones, se calzó las zapatillas y se puso la bata. A continuación, se lavó con rapidez en la jofaina estremeciéndose con el contacto punzante del agua fría. Cuando terminó, se recogió el cabello en un moño alto y lo tapó con una gorra de un blanco inmaculado que sujetó con unas horquillas. Después se dirigió al armario para examinar el surtido de vestidos que colgaban en su interior.

Poder contar con la ropa nueva que había encargado a la antigua costurera de la señora Egan constituía un aspecto positivo de su empleo, pensó. Aunque lo cierto era que no le serviría de nada en su próxima colocación, pues era muy poco probable que sus futuros patronos quisieran una dama de compañía que vistiera con tanta elegancia.

Como había previsto, la modista estuvo más que dispuesta a guardar en secreto el antiguo puesto de Elenora al servicio de la señora Egan. Claro que cualquier modista ambiciosa y mínimamente inteligente no cotillearía sobre una cosa así, pensó Elenora.

En cuanto a su situación personal, no quería preocuparse de sus futuros problemas de guardarropía. Con suerte, no tendría muchos más patronos, pensó Elenora mientras elegía un alegre vestido matutino de color amarillo adornado con cintas de un tono verde claro. Gracias a los honorarios triples y a la bonificación que St. Merryn le pagaría, cuando dejara aquel empleo casi habría reunido dinero suficiente para pagar el alquiler de una librería pequeña. Y, si tenía suerte en su próxima colocación, con otros seis meses de trabajo podría ahorrar el dinero necesario para equipar la tienda con las últimas novedades literarias.

Entonces, por fin sería libre e independiente.

Mientras se vestía, se obligó a concentrarse en su nuevo y brillante futuro en lugar de pensar en los besos ardientes de Arthur.

Cuando minutos más tarde abrió la puerta de su dormitorio no encontró a nadie en el pasillo. Se preguntó si Arthur habría bajado a desayunar. A pesar de lo que había ocurrido la noche anterior, tenía ganas de verlo de nuevo. Elenora se dirigió a las escaleras sin hacer ruido para no despertar a Margaret.

Una vez en la planta inferior, recorrió el pasillo que conducía a la parte posterior de la casa.

Cuando llegó frente a la puerta del comedor respiró hondo, levantó la barbilla, adoptó una actitud solemne y entró como si la noche anterior no hubiera ocurrido nada en absoluto.

Su actuación fue en vano, pues la habitación estaba vacía.

Lástima, porque le habría gustado demostrarle a Arthur que sus besos no eran dignos de ser recordados. Elenora suspiró, cruzó la puerta que comunicaba con la antecocina y bajó las estrechas escaleras que conducían al piso inferior, donde estaban las dependencias del servicio. Sus zapatos no produjeron ningún ruido en los escalones.

Elenora decidió que, aquella mañana, le bastaría con una taza de té y una tostada caliente.

Cuando llegó al final de la escalera oyó unas voces apagadas. Procedían del otro lado de una puerta cerrada. Elenora las reconoció de inmediato, se trataba de Ibbitts y Sally, la doncella.

—Deja de lloriquear, criatura estúpida —gruñó Ibbitts en voz baja—. Harás lo que te ordeno o te verás otra vez en la calle.

—Por favor, no me haga esto, señor Ibbitts —sollozó Sally—. Una cosa fue registrar los objetos personales de la señorita Lodge mientras desempaquetaba su baúl… Aquello no me gustó, pero, al menos, no le causé ningún daño. Sin embargo esto es distinto. Si me obliga a robarle su bonito reloj podrían arrestarme y colgarme.

—¡Bah! Aunque St. Merryn te pillara con las manos en la masa, no te entregaría a las autoridades. He servido en muchas casas y sé muy bien cuál es el tipo de patrono que haría una cosa así: él no es de ésos, es demasiado blando de corazón.

Elenora se dio cuenta de que Ibbitts no aprobaba el carácter amable de Arthur.

—Como mínimo, me despedirá sin referencias —dijo Sally llorando más fuerte—. Ya sabe usted que necesito este empleo con desesperación, no me obligue a arriesgarme a perderlo.

—Puedes estar segura de que lo perderás si no haces lo que te digo, muchacha. Yo me encargaré de que así sea. Recuerda lo que le pasó a Paul cuando rehusó entregarme mi parte. Acabó de patitas en la calle, y sin referencias. No me extrañaría que, en estos momentos, se ganara la vida como salteador de caminos. Lo más probable es que, para Navidad, ya lo hayan ahorcado.

Elenora oyó con claridad los profundos sollozos entrecortados de Sally a través de los paneles de la puerta.

—No puedo hacerlo, señor. Soy una buena chica. Nunca he hecho nada tan malo. No puedo.

—¿Que eres una buena chica? —preguntó Ibbitts riéndose con rudeza—. Tu anterior patrona no opina lo mismo. Te echó por seducir a su hijo, ¿no es cierto? Te encontró en la bodega tumbada en el suelo dando pataditas al aire y con su querido hijo entre las piernas, ¿no es así?

—No fue así como sucedió —se defendió Sally con voz ronca—. Él me atacó, fue él.

—Porque lo provocaste. Apostaría algo a que creías que te daría algo de dinero por tus esfuerzos.

—Esto no es verdad.

—No importa —respondió Ibbitts—. Lo que tienes que recordar es que te despidieron sin referencias y los dos sabemos que estarías entregando tus favores en algún callejón si yo no te hubiera contratado. Tienes suerte de tener un empleo.

—Por favor, señor, hasta ahora he hecho todo lo que me ha mandado, incluso le entrego parte de mi sueldo. Pero no puedo hacer lo que me pide. No puedo. No está bien.

Elenora ya había tenido suficiente. Agarró el pomo de la puerta y lo hizo girar sin dificultad; la empujó con tanta fuerza que al abrirse golpeó contra la pared y rebotó un par de veces.

Ibbitts y Sally la miraron sobresaltados, con la boca abierta.

Las facciones perfectas de Ibbitts se transformaron en una máscara de rabia.

La mirada de Sally expresaba un pánico creciente: se llevó una de las manos a la garganta y soltó un chillido ahogado de desesperación parecido al de un pajarillo que acaba de caer del nido.

Elenora se volvió hacia Ibbitts y dijo:

—Su vil comportamiento resulta inaceptable. Recoja sus cosas de inmediato y salga enseguida de esta casa.

Ibbitts se recuperó con rapidez y realizó una mueca desdeñosa.

—¿Quién demonios cree usted que es para irrumpirme de esta manera en mis asuntos privados?

Elenora decidió que aquél era un momento excelente para respaldarse en la autoridad que le confería su papel ficticio de prometida de Arthur.

—Soy la futura señora de esta casa —anunció con frialdad—. Y no toleraré sus actos despreciables.

—Así que la futura señora, ¿eh? —Un brillo malicioso chisporroteó en los ojos de Ibbitts. Sin embargo, en lugar de proferir un improperio, sacudió el dedo en dirección a la desafortunada Sally y dijo—: Sal de aquí, muchacha y ve a tu habitación. Terminaré contigo más tarde.

Sally empalideció.

—Sí, señor Ibbitts —musitó.

Se dirigió a toda prisa hacia la puerta, pero Elenora obstaculizaba la salida.

—Discúlpeme, señorita Lodge —suplicó con labios temblorosos—. Por favor, déjeme salir.

Elenora le tendió un pañuelo y se apartó.

—Vete, Sally, y seca tus lágrimas. Todo saldrá bien.

Sally no mostró ningún indicio de creerla; simplemente cogió el pañuelo de hilo bordado, se tapó el rostro con él y salió con ligereza de la habitación.

Elenora se quedó a solas con Ibbitts.

Él la miró de arriba abajo con tanto desprecio que habría hecho justicia a un caballero arrogante de la alta sociedad.

—Bien, señorita Lodge, creo que ha llegado el momento de que pongamos las cosas en claro. Los dos sabemos que usted nunca será la señora de esta casa, ¿no es así?

A Elenora se le revolvió el estómago, pero se mostró impasible.

—No tengo ni idea de a qué se refiere, Ibbitts.

—Aunque el señor conde haya conseguido hacerla pasar por una dama elegante en los círculos de sociedad, a mí no me ha engañado. No es usted más que una dama de compañía y está en esta casa sólo temporalmente. Cuando St. Merryn deje de necesitarla la despedirá como a cualquier otro miembro del servicio.

Elenora sintió un hormigueo en las palmas de las manos. Tenía razón cuando le advirtió a Arthur que sería difícil engañar a los criados. Su única esperanza consistía en salir airosa de aquel enfrentamiento.

—Resulta evidente que ha estado escuchando a escondidas a su patrono, Ibbitts —declaró sin alterarse—. Una costumbre detestable, sin lugar a dudas. Y, como suele ocurrir cuando uno escucha las conversaciones que no debe, ha entendido los hechos de forma equivocada.

—¡Bah! He entendido los hechos correctamente y usted lo sabe muy bien. St. Merryn la contrató en la agencia Goodhew & Willis, ¿no es cierto? Le oí contar su plan a la señora Lancaster. Le paga unos honorarios por representar el papel de su prometida. ¿Sabe en qué la convierte esto, señorita Lodge? En una actriz.

—Ya es suficiente, Ibbitts —espetó ella.

—Y todos sabemos lo que ocurre con las actrices, ¿verdad? —Ibbitts soltó un resoplido de desagrado—. Le guste o no, antes de abandonar este puesto, le habrá usted calentado la cama al señor conde.

Ibbitts había sabido cuál era la verdad desde un principio, pensó Elenora. Esto explicaba el desprecio sutil que le había expresado desde su llegada. Sin embargo, a juzgar por la forma en que acababa de enviar a Sally fuera de la habitación, era evidente que había guardado el secreto para sí mismo. Sin duda, hasta que pudiera utilizarlo en su propio provecho.

El desastre se avecinaba, pensó Elenora. Arthur se pondría furioso cuando supiera que su mayordomo conocía su plan. Lo más probable era que decidiera abandonar su táctica de hacerla pasar por su prometida. Y, si ya no la necesitaba, antes de que acabara el día ella se encontraría de nuevo en las oficinas de Goodhew & Willis.

En fin, no podía hacer otra cosa más que seguir adelante. Ibbitts era un hombre despreciable y, de una u otra forma, tenía que abandonar aquella casa.

—Dispone de media hora para recoger sus cosas, Ibbitts —declaró ella con rotundidad.

—No pienso ir a ninguna parte —respondió él con aspereza—. Y, si sabe lo que le conviene, no dará ninguna otra orden en esta casa. De ahora en adelante bailará a mi son, señorita Lodge.

Ella lo miró con fijeza.

—¿Está loco?

—No estoy loco, señorita Lodge: soy mucho más listo de lo que usted cree. Si intenta echarme de esta casa, me aseguraré de que el señor conde sepa que conozco sus planes. —Ibbitts soltó una risita y añadió—: Es más, le diré que los conozco porque a usted le gusta hablar en la cama.

—Esta forma de actuar es muy peligrosa, Ibbitts —declaró Elenora con lentitud—. En cualquier caso, St. Merryn no le creerá.

Ibbitts esbozó una sonrisa sibilina y declaró:

—Cuando le describa las elegantes cintas azules que adornan su bonito camisón de hilo blanco, estoy convencido de que creerá todo lo que le cuente.

—Usted sabe cómo es mi camisón porque obligó a Sally a describírselo.

—Así es, pero el señor conde deducirá que si lo conozco tan bien es porque se lo he visto puesto, ¿no le parece? Y, aunque no se crea mi historia, en lo que a usted respecta, el daño estará hecho. Si el señor conde averigua que sus planes ya no son un secreto, los abandonará. Y esto significa que ya no la necesitará más, señorita Lodge. Estará usted en la calle sólo unos diez minutos más tarde que yo.

—Es usted un insensato, Ibbitts.

—La insensata es usted si cree que puede librarse de mí con tanta facilidad, señorita Lodge. —Ibbitts soltó una risa tosca y continuó—: Sin embargo, está de suerte, porque estoy dispuesto a hacer un trato con usted. Mantenga la boca cerrada acerca de lo que ha oído en esta habitación hace unos minutos y yo no le contaré al conde que he visto su camisón o que conozco su secreto.

—¿De verdad cree que me someteré a su chantaje, Ibbitts?

—Sí, señorita Lodge, hará usted lo que le digo, como Sally y Ned, y, además, se mostrará agradecida. —A continuación se rió con sorna—. De hecho, se sentirá tan agradecida que me pagará la comisión habitual, como los demás.

Elenora cruzó los brazos y preguntó:

—¿Y cuál es su comisión habitual?

—Sally y Ned me entregan la mitad de su salario trimestral.

—¿Y qué consiguen a cambio?

—¿Qué consiguen? Conservar sus puestos de trabajo, ¡esto es lo que consiguen! Usted también aceptará mi trato porque ambos sabemos que tiene mucho más que perder que yo.

—¿Ah, sí?

—Así es, vieja zorra. —Dijo Ibbitts torciendo el gesto—. Gracias a mi rostro, yo siempre podré encontrar un nuevo empleo. Sin embargo, cuando el conde la despida, lo más probable es que usted no vuelva a encontrar otro trabajo respetable. Estoy seguro de que, antes de que termine el año, estará levantándose las faldas ante algún caballero ebrio por los portales de los alrededores de Covent Garden.

Elenora no se molestó en contestarle: se dio la vuelta y salió al pequeño pasillo.

La risa ronca y cruel de Ibbitts la siguió.

Elenora se cruzó con Ned, quien esperaba, tembloroso, en lo alto de las escaleras de la cocina.

—¿Qué ha ocurrido, señorita Lodge? Sally dice que nos van a despedir.

—Tú y Sally conservaréis vuestros empleos, Ned. Es Ibbitts quien pronto estará fuera de esta casa.

—No lo creo —dijo Ned sacudiendo la cabeza con tristeza y resignación—. Los que son como él al final siempre ganan. Él se encargará de que nos despidan sin referencias por haberle causado todas estas molestias.

—Tranquilízate. El conde es un hombre justo. Cuando le explique la situación, la comprenderá. Tú y Sally estaréis bien.

«Soy yo quien pronto estará buscando otro empleo», pensó ella. Se resolviera como se resolviese el problema con Ibbitts, de lo que no había duda era de que cuando St. Merryn supiera que su secreto estaba en manos de un ser tan despreciable e indigno de toda confianza como Ibbitts, se vería obligado a dar por finalizada su estrategia.

En fin, había sabido desde un principio que aquel trabajo era demasiado bueno para ser verdad.

* * *

Arthur se detuvo en la puerta del establo y se quedó contemplando a John Watt, que estaba amontonando la paja en un compartimento ayudándose de una horca. El joven no parecía el mismo chico que Arthur recordaba.

Cuando trabajaba en la casa de George Lancaster, Watt siempre iba limpio y arreglado. La camisa y los pantalones que vestía en aquel momento eran, con toda probabilidad, los mismos que llevaba puestos cuando huyó. Aquella ropa no había sobrellevado bien las exigencias de la nueva profesión de Watt. Tras seis semanas en aquellas caballerizas, su atuendo de calidad se había convertido en poco más que unos harapos sucios y deshilachados.

Watt se había sujetado el cabello en una cola con un pedazo de tela y el sudor le caía por la frente. Sin embargo, fiel a su naturaleza, trabajaba duro, aunque era poco probable que su nuevo patrono le pagara un sueldo remotamente parecido al que recibía de George Lancaster.

—Hola, Watt —saludó Arthur en voz baja.

Watt se sobresaltó bruscamente y se dio la vuelta; con la horca en alto y una expresión de alarma en el rostro. Cuando vio a Arthur, soltó un resoplido y exclamó:

—¡Ah, es usted, señor! —Tragó saliva y bajó despacio la horca, como en señal de rendición—. Sabía que tarde o temprano me encontraría usted.

Arthur caminó hacia él y le preguntó:

—¿Por qué huiste, Watt?

—Ya debe de saber usted la respuesta, señor. —Watt apoyó la horca en la pared del establo, se secó la frente con una mano mugrienta y exhaló un profundo suspiro—. Tenía miedo de que creyera que yo había asesinado al señor Lancaster.

—¿Por qué habría de creerlo?

Watt, confundido, frunció el ceño y declaró:

—Porque yo era la única persona que estaba en la casa con el señor Lancaster aquella noche.

—Mi tío abuelo confiaba en ti. Yo también confío en ti, y lo mismo puede decirse de Bess.

—¿Ha hablado con Bess? —le preguntó Watt sobresaltado.

—Ha sido ella quien me ha contado que habías cambiado de nombre y habías aceptado un empleo aquí, en las caballerizas.

Watt entornó los ojos y realizó una mueca de dolor.

—No debí haberle contado dónde estaba. Sin embargo, se sentía tan angustiada que me vi obligado a hacerle saber que me encontraba a salvo. Le pedí que no se lo contara a nadie, pero es una muchacha honesta y supongo que era pedirle demasiado que mintiera por mí, sobre todo a usted, señor.

—No debes culpar a Bess. Hace un rato he mantenido una larga charla con ella. Te ama con todo el corazón y habría guardado tu secreto si creyera que yo iba a perjudicarte. Además, no se lo ha contado a nadie más, ni siquiera al detective que la interrogó.

—¿Un detective la ha interrogado? —Watt estaba horrorizado—. ¡Mi pobre Bess! Debió de sentirse muy asustada.

—Estoy seguro de que así fue. Aunque no le contó al detective que sabía dónde estabas. Sólo confió en mí porque la convencí de que creo en tu inocencia.

Watt se mordió el labio inferior con nerviosismo y explicó.

—Bess me contó que el detective opina que yo soy el asesino del pobre señor Lancaster.

—Cuando el detective me dijo que había llegado a esta conclusión, lo despedí, porque yo sabía que estaba equivocado.

Watt enarcó las cejas en señal de sorpresa.

—¿Por qué está tan seguro de que yo no maté al señor Lancaster? —preguntó.

—Te conozco desde hace años, Watt. Estoy convencido de que no eres violento. Eres un hombre que no se enfurece fácilmente; tienes un carácter tranquilo y paciente.

Watt parpadeó un par de veces.

—No sé cómo agradecérselo, señor —musitó.

—La mejor forma de agradecérmelo es contarme todo lo que puedas recordar de los días anteriores al asesinato de mi tío abuelo y de los hechos que tuvieron lugar la noche de su muerte.

* * *

Una hora más tarde, satisfecho de que Watt le hubiera contado todo lo que sabía, Arthur le aconsejó que regresara con su amada y le prometió que Bess y él dispondrían de nuevos empleos en una de las fincas de los Lancaster.

Su siguiente parada antes de regresar a la mansión de Rain Street fue la casa del anciano administrador que había recibido parte de la herencia de su abuelo.

En la casa reinaba el silencio y la penumbra, y los criados deambulaban de un lado a otro con el rostro sombrío.

—El doctor dice que al señor Ormesby no le queda más de una semana —le contó el ama de llaves secándose las manos en el delantal mientras conducía a Arthur al dormitorio donde su patrono yacía en el lecho de la muerte—. Es usted muy amable al venir a despedirse.

—Es lo menos que podía hacer —respondió Arthur. Al mirar más de cerca al ama de llaves, se dio cuenta de que estaba entrada en años. Lo más probable era que aquélla fuera la última colocación que pudiera obtener—. ¿Ormesby ha dispuesto una pensión para usted?

Ella abrió los ojos con sorpresa y respondió:

—Es usted muy amable al preguntármelo, señor, pero estoy convencida de que el señor Ormesby habrá tenido la amabilidad de recordarme en sus últimas voluntades. He estado trabajando para él durante veintisiete años sin interrupción.

Arthur anotó mentalmente que debía asegurarse de que Ormesby hubiera dejado suficiente dinero a su ama de llaves para permitirle subsistir durante el resto de sus días.

Ormesby y su abuelo, el viejo conde, tenían muchas cosas en común y ninguno de los dos había destacado por su generosidad.

* * *

Elenora estaba colocando sus últimos objetos personales en el baúl cuando Margaret entró con aire angustiado y a toda prisa en el dormitorio.

—¡Por todos los santos!, ¿qué ocurre aquí? —preguntó Margaret deteniéndose en medio de la habitación. Miró entonces el baúl como si se tratara de un enemigo y declaró—: Sally me ha interrumpido mientras escribía una escena en la que he estado trabajando los últimos dos días y me ha dicho que te estás preparando para irte.

—Lamento decirte que el gran plan de St. Merryn se ha venido abajo —explicó Elenora.

—No te comprendo.

—Ibbitts sabe por qué estoy aquí y me ha confesado que no dudará en utilizar esta información en su propio provecho. Cuando Arthur sepa que sus planes se han estropeado ya no necesitará mis servicios. Así que he pensado que lo mejor que puedo hacer es recoger mis cosas y prepararme para irme.

—Esto es absurdo.

—No tanto —dijo Elenora soltando un suspiro—. Te confieso que siempre he tenido la sensación de que la intrincada farsa de St. Merryn estaba condenada al fracaso.

Elenora se enderezó y examinó el dormitorio mientras experimentaba una extraña sensación de pérdida que nada tenía que ver con cuestiones económicas. Entonces se dio cuenta de que no quería marcharse, y no sólo porque al hacerlo se vería obligada a pasar de nuevo por el pesado proceso de encontrar otro empleo.

No era la casa lo que echaría en falta, sino el ligero escalofrío de placer que recorría su espalda cada vez que entraba en una habitación y se encontraba con Arthur.

«Acaba de inmediato con esta actitud sensiblera. No tienes tiempo para regodearte en pensamientos melancólicos. Debes concentrarte en el futuro».

—Querida Elenora, esto es terrible —declaró Margaret—. Estoy segura de que tiene que haber un error. No puedes irte. Por favor, no tomes decisiones precipitadas sin hablar antes con Arthur. Estoy convencida de que él lo solucionará todo.

Elenora sacudió la cabeza.

—No veo de qué modo podrá seguir utilizándome en su estrategia como era su intención —le explicó a Margaret—. Ibbitts ha puesto en peligro todo el proyecto.

—Arthur dispone de muchos recursos. Estoy segura de que encontrará la manera de continuar con su plan.

Elenora se dirigió hacia la ventana atraída por el chirrido de las ruedas de un carruaje, miró hacia abajo y vio que Arthur llegaba. Llevaba debajo del brazo un paquete de gran tamaño y estaba muy serio.

—El conde ha regresado —le dijo a Margaret—. Será mejor que baje y termine con este asunto.

—Iré contigo —dijo Margaret siguiéndola con ligereza—. Estoy convencida de que todo terminará bien.

—No sé cómo —declaró Elenora intentando ocultar la tristeza que se estaba gestando en su interior—, porque el conde ya no necesita mis servicios.

—Permíteme decirte, querida —continuó Margaret mientras bajaban las escaleras—, que cuando se trata de Arthur es mejor no intentar predecir sus acciones. Lo único que se puede decir de él con certeza es que cuando traza un rumbo es casi imposible conseguir que lo cambie. Pregúntale a cualquier miembro de la familia.

Sally y Ned estaban en el vestíbulo; parecían nerviosos y hablaban en voz baja. Cuando vieron a Elenora y a Margaret interrumpieron su conversación.

—¿Qué ocurre? —preguntó Elenora—. ¿Ha sucedido algo más?

—Se trata de Ibbitts, señora —respondió Ned—. Ahora mismo está en la biblioteca con el señor conde. No quiero pensar en todas las mentiras que le estará contando al señor.

Margaret frunció el ceño y preguntó en voz alta:

—¿Qué le hace pensar que St. Merryn creerá antes en su palabra que en la de Elenora?

—No lo sé, señora —susurró Sally—, pero Ibbitts sonreía cuando entró en la biblioteca. —La doncella se puso entonces a temblar y añadió—: Y no es la primera vez que veo esa sonrisa.